lunes, 1 de septiembre de 2025

Aquel viaje. Aquel bar de Cát Bà

Intuyo que se viene otra entrada de ésas que prometían ofrecer mucho cuando empezaban a tomar forma en mi cabeza, pero que una vez puestas en papel (bueno, más bien en pantalla, pero ya me entendéis), se quedan cortas en lo que a contenido y gracia se refiere. Vosotros juzgaréis. En esta ocasión quiero hablar del bar de Cát Bà en el que Jorge y yo acabamos metidos dos noches seguidas durante el tiempo que estuvimos en aquella isla.

Nuestra primera incursión en el antro se produjo a las pocas horas de llegar al lugar, tal y como conté en su día: después de haber cenado, y abordados por el RRPP que buscaba clientes un poquito a la desesperada por tratarse de temporada baja. El hombre nos acompañó escaleras arriba, pues era en la primera planta donde había más fiesta (el bajo era una terraza de las de sentarse a ver el evento deportivo de turno), al tiempo que nos hacía saber de la magnífica oferta dosporuno en bebidas de la que podríamos beneficiarnos.

Alcanzada la barra, Jorge decidió que quería romper la tradición del long island que iniciamos en Tailandia y se pidió un margarita, ante lo que el camarero respondió que de eso nada, que la promoción no podía aplicarse si las bebidas eran diferentes. Tras un breve debate con mi compañero de viaje acerca de cómo este tipo de técnicas buscan que acabes gastando el doble en vez de la mitad, cedió confuso, y a los pocos minutos nos retiramos a un rincón para disfrutar de sendos long island (sí, sin hielo. Por lo del miedo a intoxicaciones que teníamos y tal).

He mencionado ya lo de la temporada baja, pero aquella primera planta parecía ser una excepción a la norma, pues a base de ir recogiendo a turistas despistados por la calle, el personal había logrado que se montase bastante bullicio. Entre la fauna había allí quienes bailaban al ritmo de la música, quienes jugaban a los dardos, quienes se hallaban enfrascados en el billar, o un joven cuarteto que se entretenía con el futbolín. Después de un rato de cháchara, nos dirigimos a estos últimos en espera de nuestro turno.

Aunque a mí siempre se me ha dado fatal (aunque le colé un gol al campeón de Baja Sajonia una vez que visité a un amigo en Leipzig. Vale, fue nada más empezar la partida y el alemán estaba despistado. Vale, la derrota que sufrí después fue especialmente humillante, pero vosotros no tenéis por qué saber eso), Jorge podría ganar dinero jugando al futbolín si quisiera. Resulta que hasta hace no mucho, nuestra oficina contaba con este pasatiempo, y él solía echarle un buen rato todos los días, adquiriendo una pericia y una técnica de las de dejar con el culo torcido al personal. Pues bien, aquella noche Jorge contaba con pericia y técnica para dar y tomar, pasando sistemáticamente la mano por la cara de todo aquel que osase enfrentársele.

Cuando quisimos darnos cuenta, el pequeño grupo futbolinero al que ahora pertenecíamos había crecido, y ya éramos cuarenta y la madre cuando se decidió cambiar de actividad lúdica. Nos desplazamos entonces al billar, donde nos resultó imposible decidir quién iba a jugar y quién no y bajo qué reglas. Por ello, se optó por cambiar radicalmente de normas y acabamos echando una partida a un raro juego de cuyo mecanismo apenas me acuerdo. Algo así como lanzar la bola negra por turnos, haciendo que golpease contra los bordes. Una especie de eliminatoria en la que los jugadores iban cayendo si no eran capaces de agarrar la bola llegado su turno. Ay, no sé. Inventos de gente joven, ¿qué queréis que os diga?

De hecho, tras unos minutos correteando alrededor de la mesa de billar, y aprovechando un momento de calma, Jorge me hizo viejo de golpe cuando me dijo: "José, vamos ya para el hotel, que parecemos sus padres".

Pasadas veinticuatro horas volvimos al local. En aquella ocasión yo era cuarenta años más viejo por culpa de Jorge y nos acompañaban las dos valencianas que habían coprotagonizado la jornada. Y si la víspera había afluencia, en esta nueva ocasión el local se hallaba a reventar. Quizá era debido a que el bar contaba con dos nuevos elementos para atraer clientes: un DJ y bombonas de gas de la risa que los camareros servían a la gente en globitos. Y no me preguntéis por el efecto de este estupefaciente porque a ninguno de los que nos adentramos allí nos interesó probarlo. Quienes sí que dieron cuenta de la sustancia, y en multitud de ocasiones, fueron los integrantes de una pareja, tanto él como ella poseedores de un bronceado exageradísimo (algo así como el tono de los podlings de Cristal Oscuro) y de una edad que sobrepasaba con creces la cuarentena (y a ellos Jorge no les dijo nada, ejem, ejem).

A pesar de que los dos se estaban metiendo un globo detrás de otro, no parecían verse afectados de ninguna manera por ello, aunque el gas no tenía nada de inocuo. Digo esto porque, mientras tratábamos a duras penas de mantener una conversación en aquel ruidoso ambiente, un jovencísimo chaval cuya complexión podríamos describir como "escuchimizada" que se encontraba a escasos centímetros de nosotros también hizo uso del recreativo gas. Y a él sí que le afectó. Vaya que si le afectó: se le puso cara de bobalicón, dejó la mirada perdida y, mientras palidecía, cayó de bruces al suelo como un árbol talado, pegándose una hostia en la cara con la pata de un taburete.

Yo contemplé la escena y pensé: "cadáver", pero el accidente resultó ser más espectacular que grave: otro chico que estaba con él lo trincó rápidamente de los hombros y lo sacó de allí sin que ninguno de los dos perdiese la sonrisa en todo momento. Sin embargo, lo surrealista de la situación y del ambiente en general acabó sobrepasándonos, y decidimos que sería mejor marcharnos de aquel lugar para siempre.

¿Quién sabe? Quizá si hubiésemos optado por quedarnos un rato más esta entrada ahora sería más larga y/o más graciosa. Pero no. Ha quedado así de sosa. Y como estando allí dentro no hice fotos que documenten gráficamente las historias que acabo de contar, le voy a robar a Jorge una que sacó de una vaca. No tiene nada que ver, pero es bonita:


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lunes, 25 de agosto de 2025

Aquel viaje. Mi primera experiencia motociclista

Nuestra segunda mañana en Cát Bà comenzó como la anterior, con un buen cebatil de tortitas con leche condensada a las que en esta ocasión pude añadir huevos fritos porque sólo se vive una vez. Al desayuno siguió una interesante actividad que consistió en, por si el título de la entrada no os ha dado suficientes pistas, una vuelta en moto por la isla.

Recogimos sendos vehículos en la misma agencia de viajes en la que reservamos la excursión pasada por agua de la víspera, y tras superar el laxo control aplicado aquí para alquilar motocicletas (el cual consiste en contar con dinero y un pasaporte, en ese orden), el encargado del local nos dio instrucciones sobre cómo manejarnos. Primero le indicó a Jorge lo básico (llave al contacto, arranque, aceleración, freno, intermitentes, luces, etc) y le pidió que se diese una vuelta por la calle para confirmar que todo iba bien. Jorge cumplió.

Después de tocó a mí. Os recuerdo: mi primera vez sobre un trasto de estos (hasta la fecha no había montado en una moto ni de paquete). Subí, me puse el casco, aceleré y mi organismo se bloqueó ante la nueva experiencia. No fui capaz de frenar ni girar, por lo que básicamente tiré avenida abajo y desaparecí de la vista de todos mientras rezaba para que no apareciese ninguna curva, cruce o ser vivo en mitad del camino antes de que pudiese reaccionar.

Llegué así a las afueras del pueblo, donde detuve mi moto y, muerto de vergüenza, me negué a volver al local. Esperé entonces unos minutos tras los que apareció Jorge preguntándome "¿qué coño haces?" y los dos nos dirigimos a la cercana gasolinera para repostar combustible.

Lo de "gasolinera" era literal, pues se trataba de una mujer sentada en una silla y rodeada de bidones de gasofa que, con ayuda de un embudo, se dedicaba a llenar los depósitos de los clientes que allí se acercaban, cobrándoles una tasa fija. Aunque lo de "llenar" era relativo. Y es que en mi caso, por haberme encontrado mirando a las musarañas mientras se producía el repostaje, la muy canalla dejó mi depósito a medias (algo que descubriría varios kilómetros después).

Subimos entonces a un mirador desde el que podía verse toda la bahía, pero una vez allí descubrimos que había que pagar por acceder, y tras considerar que, con lo feo que estaba el día, no merecería la pena, nos volvimos por donde habíamos llegado.

Mirad esta foto que hice cerca del mirador y juzgad vosotros mismos:

Sí, un día feo

A lo dicho acerca de la meteorología de aquella jornada habría que añadir que la temperatura no era nada agradable (sensación que empeoraba cuando una se hallaba montado sobre una motocicleta en marcha). Y yo, que sólo contaba con una camisa y un forro polar como abrigo, las pasé bastante putas. Jorge, no. Jorge fue listo y se puso una cazadora en condiciones y un buff que le abrigaba la garganta.

Soportando el frío lo mejor que pude paré en el siguiente surtidor disponible para repostar como Buda manda (esta vez supervisando todo el proceso como si me fuera la vida en ello) y nos dispusimos a alcanzar el final opuesto de la isla. Por el camino, atravesamos varios pueblecitos en los que había niños que salían a nuestro paso mientras gritaban "hello, hello!" al tiempo que, sonrientes, nos hacían peinetas. Y aquello me hizo tanta gracia que estuve a punto de caerme de la moto.

Al final de la isla no había nada. Bueno, había un restaurante que estaba cerrado y cuyo dueño recibió a Jorge con gran extrañeza porque no se esperaba que ningún turista pasase por allí en aquella época:

Jorge a pocos segundos de aparecerse ante dueño del restaurante

Dimos entonces media vuelta y, tras hacer un alto en una pasarela de madera que llevaba a un pequeño santuario lleno de basura...


...continuamos nuestro camino, parando a comer en algún restaurante del que no guardo memoria porque sólo recuerdo que estaba muerto de frío.

Antes de volver, paramos en la gruta Trung Trang, que suena a personaje de programa para niños de la BBC pero poca broma, pues se convirtió en un búnker y hospital usado por el Vietcong mientras le pateaban el culo a los americanos. Hoy es un museo:


Por cierto, a aquella visita se nos unió el chico francés con el que cenamos la primera noche en Cát Bà, pues él también andaba dando vueltas en moto por la zona y, tal y como ya dije, al final los mismos turistas nos acabábamos encontrando y reencontrando por Vietnam.

Con la tarde a punto de convertirse en noche, devolvimos las motos (yo sin atreverme a mirar al encargado a la cara, después del numerito de por la mañana), y mientras Jorge se daba una vuelta por una zona que no habíamos visitado y que yo no llegué a ver (por lo visto había allí hasta una playa y todo), entregué en recepción mi mochila, que seguía húmeda tras veinticuatro horas, rogando que estuviese si no limpia, al menos seca al día siguiente por la mañana, fecha prevista de nuestra partida hacia Tam Cốc, y subí a descansar a la habitación. Resulta que la chupa de agua del día anterior y la ruta en moto tras la que había acabado aterido unieron fuerzas para dejarme a mí sin ellas.

Tras un rato recargando pilas a base de mirar el techo de la habitación tumbado en la cama, bajé de nuevo para encontrarme con Jorge, y fuimos a cenar a uno de los pocos restaurantes que aún no habían decidido cerrar sus puertas en espera de la llegada de una nueva temporada alta. De allí, en vez de ir al bar de las dos últimas noches, nos fuimos a dar otro masaje, esta vez sin la compañía de valencianas.

Aquella última noche en Cát Bà fue un poco triste (y lo digo después de haberme dado un masaje, que manda huevos), con un clima frío totalmente opuesto al que habíamos experimentado desde que comenzó el viaje. Si a esto añadimos el silencio causado por la falta de gente, nuestra vuelta al hotel fue algo lúgubre. Sin embargo, a pocos metros de nuestro alojamiento, un jaleo cuyo origen no lográbamos identificar rompió aquel ambiente gris. Resulta que en las proximidades había una sala de fiestas que había estado organizando el escenario de un bodorrio o algo por el estilo durante días, y desde nuestra llegada fuimos testigos de cómo montaban a pie de calle una carpa con mesas y decoración que prometía un evento de la hostia. Yo temí que el mismo se estuviese celebrando ya, y comencé a maldecir mi mala suerte mientras me veía a mi mismo pasando la noche en vela por culpa del ruido.

Pero la carpa estaba vacía y allí no se estaba celebrando nada. Investigando un poco más, logramos identificar la fuente de la jarana: resulta que los albañiles de un edificio en construcción, tras dar por finalizada su jornada laboral, se habían montado un karaoke de puta madre allí mismo, entre andamios y herramientas (lo de los vietnamitas y el karaoke volvería a experimentarlo ligeramente en Tam Cốc e intensamente en Hanoi).

Pensé de nuevo que me iba a quedar sin pegar ojo, pero en ese momento Jorge, que no estaba dispuesto a que le jodiesen el sueño (recordemos que no era la primera vez que pasaba por algo así) se adentró en las obras y les pidió con una mezcla de educación, firmeza y los huevos que yo no habría tenido que bajasen el volumen de la improvisada fiesta.

Honestamente, yo estaba convencido de que le iban a partir la cara, pero no fue así. Primero le invitaron unirse a su actividad cantarina, pero al ver que aquel joven sólo quería que dejasen de dar por culo, cumplieron sus órdenes, redujeron considerablemente su nivel de ruido y a nosotros nos dejaron dormir en paz.

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lunes, 18 de agosto de 2025

Aquel viaje. El barquero

La isla de Cát Bà le ha visto nacer, le ha visto crecer y le ha visto hacerse viejo. Y un día de éstos también le verá morir. Toda su vida ha transcurrido sobre aquel pedazo de tierra bañado por las aguas del Mar de la China Meridional.

La isla puede atestiguar que, con el paso de los años, su rostro se ha llenado de arrugas. Mientras tanto, él puede atestiguar que, con el paso de los años, la isla se ha llenado de putos turistas.

En su memoria, imágenes cada vez más difusas representan la zona como lo que fue y ya no es: una bahía tranquila en la que pescadores como él (y como su padre antes que él, y como su abuelo antes que su padre, y así hasta Buda sabe cuándo) faenaban a diario y volvían a puerto con sus redes repletas de todo tipo de pescado. Pero un mundo que da cada vez más asco le ha arrebatado aquel modo de vida: sobrepesca, suciedad y miles de visitantes han convertido la bahía en un lugar feo en el que ya no merece la pena ni sonreír.

Paradójicamente, esos mismos invasores son ahora su medio de subsistencia. Cada día recoge a uno o dos grupos en su barco y se los lleva a distintos puntos de la isla para que hagan el gilipollas. Hoy son cuatro: dos mujeres y dos hombres (estos últimos vistiendo sendas camisetas ridículas) que hablan entre sí un idioma que no comprende. Por el elevadísimo volumen de sus voces, intuye que deben ser españoles. Les recibe con su habitual rostro serio que refleja lo odioso que le resulta dejar que desconocidos ocupen su barco. Al menos hoy ha llovido y eso ha tenido que arruinarles la excursión. Que se jodan. El guía que les acompaña es un viejo conocido, aunque no le apetece hablar con él. Será la climatología, pero hoy se siente especialmente irascible.  

Pone en marcha la embarcación y los cuatro ocupantes, sin dejar de hablar a gritos entre ellos, proceden a sacar de sus mochilas toda clase de chorreantes ropas y toallas para acto seguido colgarlas del mamparo. El barquero, sin cambiar su adusta expresión, rechina los dientes ante este horrible abuso de confianza y busca con la mirada la complicidad del guía, pero éste se encuentra absorto en sus pensamientos y eso aumenta aún más si cabe su nivel de mala hostia.

Tras haber convertido su barco en un tendedero, los turistas se dedican entonces a admirar con cara de idiota las altas rocas cubiertas de vegetación que les rodean, y él tiene que reconocer que, pese al daño que el tiempo y el hombre le han hecho, y a pesar del asco de tiempo que hace hoy, el sitio es bonito.


Acompañado por este sentimiento de orgullo que no basta para mejorar su mal humor, llega a la primera parada de esta pequeña travesía, y todos menos él descienden para pasar la siguiente hora remando en kayaks por la zona mientras él sólo puede dedicarse a esperar sin nada que hacer. Cada vez le caen peor. Con lo bien que estaría ahora en el bar del pueblo echando una partida de cartas de ésas alargadas desconocidas para los extranjeros.

El foráneo cuarteto termina de llevar a cabo esta grotesca actividad, procediendo entonces a sacarse fotitos. El barquero se impacienta y su sereno rostro empieza a mostrar signos de genuino cabreo. Cuando ya se han cansado de retratarse vuelven a su barco, y ahora es el momento de dirigirse a una minúscula playa. La última vez que estuvo por allí descubrió que la corriente había depositado sobre la arena varios cristales, y fantasea con justificada maldad con que alguno de estos imbéciles pise uno de ellos. Mientras se regocija en este perverso deseo, una de las dos mujeres, señalando la ropa empapada, le pregunta algo a uno de los hombres, y lo que ocurre entonces le crispa los nervios especialmente: el hombre, como respuesta, descuelga una toalla y, sin mediar palabra, la escurre con fuerza, encharcando la cubierta que el barquero había fregado con mimo aquella misma tarde.

Es el colmo. Su seria expresión no puede disimular lo que sus ojos inyectados en sangre exclaman, y fantasea con la idea de lanzar su embarcación a toda máquina contra las rocas para que se vaya a pique con aquel infame pasaje, y con él incluido, mandándolo todo así a tomar por culo de una puñetera vez. Refrenando estos deseos, alcanza la dichosa playa, y mientras los turistas y el guía se sacan otro millón de fotos que no se molestarán en ver jamás, lo que desea ahora el barquero es que alguno de ellos directamente caiga de bruces sobre los putos cristales.

Es tarde y hace un tiempo horrible. No comprende qué gracia le ve esta gente a estar en la playa haciéndose fotos. Finalmente, y tras unos interminables minutos, todos ellos, por desgracia ilesos, vuelven a su barco. Un barco que por culpa de aquel maldito turista tiene la cubierta encharcada. Con este pensamiento en mente que se refleja en su cara de cabreo, el barquero pone rumbo a puerto, deseando que todos se larguen de su barco y se lleven sus caladas ropas.

El final de una travesía de mierda en un día de mierda.

Falta muy poco para alcanzar la costa, y como si quisiera dar un soplo de esperanza a tan horrible episodio, el sol aparece entre las nubes, cerca del horizonte, dibujando una postal preciosísima. Una de las dos mujeres señala hacia el astro mientras manifiesta una alegre exclamación y provoca así que, como activado por un resorte, el mismo turista odioso que poco antes ha estrujado la toalla se levante rápidamente, ya que pretende acercarse a la proa y retratar la escena con el móvil. Sin embargo, en cuanto su pie descalzo da un primer paso, el muy torpe pisa el charco de su creación, resbala y se mete una hostia espectacular.

Y entonces, por primera vez en sabe Buda cuántos años, el barquero suelta una estruendosa y cabrona carcajada cuyo eco se escucha en todos los rincones de la isla de Cát Bà.

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lunes, 11 de agosto de 2025

Aquel viaje. Excursión, lluvia, valencianas

La reserva del hotel de Cát Bà que Jorge hizo meses atrás incluía desayuno. Y entre los muchos alimentos de los que disponíamos para llevar a cabo la primera comida del día destacaban dos: las tortitas y la leche condensada. Teniendo esto en cuenta, no es de extrañar que aquella mañana (y el resto de las que pasamos en la isla) abandonásemos el hotel padeciendo sendos empachos que aún nos hacían compañía cuando llegamos a la agencia de viajes en la que contratamos la excursión el día anterior.

Allí se encontraban las dos valencianas que, apareciendo repentinamente mientras hacíamos dicha reserva, nos hicieron cambiar de opinion para unirnos a ellas. En parte porque no considero adecuado dar nombres de gente que no sabe que estoy escribiendo esto, y en parte porque no me acuerdo de cómo se llamaban, de ahora en adelante me referiré a ellas como Valenciana Mayor y Valenciana Menor, pues según nos contaron, sus edades diferían en unos diez años.

Valenciana Mayor y Valenciana Menor, al igual que nosotros, y al igual que todos los turistas en el lugar, estaban dedicando aquellos días a visitar varias ciudades vietnamitas, y quiso la casualidad que nos encontrásemos en Cát Bà de la misma forma que nos acabaríamos encontrando en Tam Cốc días después. Ellas dos en realidad eran tres, pero por aquel entonces una compañera de viaje rusa se había escindido (aquí iba a hacer una comparación pero sólo me vienen a la mente Cataluña y la ETA político-militar, así que mejor no digo nada) para visitar una cascada situada a un huevo de horas en bus de distancia.

Prioridades que tiene la gente. ¿Qué queréis que os diga?

La excursión dio comienzo cuando un monovolumen con lunas tintadas nos dejó a la entrada de un parque natural (años después, mientras mi novia, mi hermano y yo buscábamos donde cenar en las calles del tokiota y pijísimo barrio de Ginza durante un segundo viaje a Japón del que no he hablado en este blog, veríamos varias furgonetas similares aparcadas a la puerta de los más lujosos restaurantes. Éstas incluían escoltas, haciendo que en el momento me invadiese una mezcla de nostalgia y mal rollo). Acompañados por un guía local que vestía la camiseta de la selección de fútbol vietnamita, nuestros primeros pasos nos adentraron en el bosque a través de un camino que, dije entonces en voz alta "hacía la experiencia muy fácil por encontrarse asfaltado".

A los pocos minutos, mi comentario probó lo gafe que soy, pues el asfalto dio paso a un camino de tierra cada vez más agreste y rocoso. No obstante, la alegre conversación que manteníamos los cuatro españoles no se vio afectada por este hecho, ni por el que nos resultase cada vez más difícil seguir el paso dictado por el guía. Valenciana Mayor y Valenciana Menor nos hablaban de otros viajes que habían realizado a diferentes partes del mundo, y nosotros resumíamos nuestra experiencia hasta la fecha al tiempo que Jorge relataba que había pasado media semana en Krabi, en el sur de Tailandia, bañándose en sus playas, haciendo kayak, visitando algún que otro templo y conociendo a una pareja de brasileñas muy majas.

Y en ese momento, con la mente puesta en la cháchara y la vista puesta en el irregular terreno que pisaba, no fui consciente de una gordísima rama que, suspendida a metro ochenta sobre el suelo, ejercía de barrera natural y aguardaba pacientemente la llegada de alguien tan alto como yo para darle un besito en la frente.

La hostia fue tan grande que por un par de segundos vi todo de color blanco. De hecho, se me llegó a desconfigurar el centro del habla, pues de forma involuntaria grité "fuck!" mientras me llevaba las manos a la cara, temeroso de que le faltase un trozo o algo. Afortunadamente, el golpe no tuvo consecuencias más allá de un ligero dolor de cabeza que se quedó conmigo durante el rato que mis acompañantes aprovecharon para comentar lo sonoro que había resultado el impacto.

Pronto el camino pedregoso evolucionó en ladera de montaña, y me vi tratando de subir por empinadísimos escalones naturales, lo cual me resultó un incordio porque yo no había pagado para hacer el cabra. Pero no me quejé porque Valenciana Mayor, que iba delante de mí (aunque teniendo en cuenta que aquello era prácticamente un ejercicio de escalada, lo más adecuado sería decir que iba arriba de mí), que tenía más de cincuenta años y que se había plantado aquella mañana con un vestido de verano y unas sandalias, no se quejó. El viacrucis terminó cuando alcanzamos un lago lleno de ranas en la cima de la montaña al que saqué esta foto con el móvil porque me había dejado la cámara de fotos en el hotel:


El motivo por el que mi máquina de retratar se había quedado en la habitación fue el pronóstico meteorológico de la jornada, y es que había amenaza de lluvia intensa y mi cámara no es sumergible. Dicha amenaza se cumplió cuando nos hallábamos, mira tú qué oportuno, en el punto más alejado de la civilización. Y no estamos hablando de cuatro gotas, no. Nos chupamos una lluvia torrencial que le cambió la cara al guía, pues temía que alguno de nosotros se quedase por el camino. Llegado cierto punto en el que avanzar era directamente peligroso, el vietnamita nos hizo aguardar bajo una roca mientras repetía "rain not good, rain not good" para después rezarle a Buda por un cambio de tiempo y pedirnos a los cuatro que nos uniésemos a su plegaria.

Esperando a que escampase, hicimos un breve informe de daños: a Valenciana Menor se le había jodido el móvil, y aunque yo pude mantener el mío a salvo en una bolsa de plástico, todo el contenido de mi mochila estaba empapado (incluyendo la camiseta de repuesto que siempre llevaba encima para estos casos. Qué irónico, joder). Al final, viendo que la espera podía hacerse eterna, echamos a andar bajo una literal ducha de agua caliente mientras nos metíamos en charcos que nos cubrían hasta los tobillos.

La procesión alcanzó el restaurante en el que estaba programado nuestro almuerzo, y Jorge y yo aprovechamos que el establecimiento vendía ropa (pero qué apañados) para compramos las camisetas de las que ya hablé en la entrada sobre mis anécdotas lavanderas (mucho más tarde seríamos conscientes de que podíamos haber tenido un detalle con el guía y haberle comprado una a él también, que se caló igual que nosotros. Pero en el momento no caímos en la cuenta). Allí también había montado un spa para pies de ésos con peces pequeños que te muerden o algo así, pero todos rechazamos la opción por muy incluida que estuviese en el paquete.

La siguiente actividad de aquel completo día consistió en un paseo en bicicleta por una carretera que atravesaba campos de arroz y bordeaba la costa regalándonos estampas como ésta:

El mal tiempo desluce la escena. Pero os aseguro que aquello era muy bonito

Resumiendo, pues la entrada se está alargando más de la cuenta, de las bicis pasamos a un barquito que nos llevó primero a un pequeño muelle flotante desde el que hicimos una hora de kayak entre las rocas, y luego a esta pequeña franja de playa:


En otras circunstancias, dicha playa habría sido escenario de un agradable baño que sirviese como cierre a esta interminable excursión, pero el frío viento no invitaba a zambullirse, y ya habíamos tenido bastante agua durante la jornada. El mismo barco nos dejó entonces en un puerto cercano a la zona hotelera, y Jorge y yo subimos a nuestra habitación a darnos una ducha en condiciones, pasando antes por la lavandería/tienda de artículos de pesca para recoger la colada que dejamos allí la víspera.

Una vez aseados y secos, volvimos a encontrarnos con las valencianas para cenar. Como aún no era tarde, la última comida del día dio paso a un masaje en grupo que recibimos en uno de los locales de la zona. Y como tampoco era tarde cuando finalizó la sesión de friegas, decidimos volver a acercarnos al bar en el que estuve con Jorge la noche anterior y del que aún tengo pendiente hablar en entrada aparte. Dentro de este local sí que se nos hizo tarde, así que nos dijimos adiós y marchamos a dormir.

¿Os ha parecido que fue un día intensito? Pues el siguiente no se quedaría corto, que durante el mismo montaría en moto por primera vez en mi vida.

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lunes, 4 de agosto de 2025

Aquel viaje. Hasta luego, Hanoi

He de advertiros de que la entrada que me dispongo a escribir (y que vosotros, supongo, os disponéis a leer) no va a ser muy graciosa que digamos. Aquella última jornada en Hanoi (hasta ese momento, pues volveríamos a la capital vietnamita días después) fue bastante completa, pero apenas hubo sitio para la comedia y yo esta tarde ando poco inspirado.

De todas formas, se hará lo que se pueda.

Tras una segunda noche en aquella habitación asignada mal y tarde, subimos nuevamente a desayunar. Para mi pesar, no pude repetir la jugada del día anterior, pues en esta ocasión no había allí cocineros que me pudiesen freír un par de huevos en el momento. Aunque (me vais a permitir el chiste fácil) para huevos los que le echó Jorge. Y es que al poco de sentarnos, la calma del lugar se vio interrumpida por un imbécil que, desconocedor de la existencia de ese artilugio tecnológico que lleva ya varias décadas entre nosotros conocido como "auriculares", procedió a reproducir en su móvil un resumen futbolístico (os recuerdo que durante aquellos días se celebró el mundial de Catar) a un volumen que podríamos catalogar como "de la hostia". Pues bien, Jorge se le acercó por detrás, le hizo "tap-tap" en el hombro y, con una educación de lo más fino, le pidió que eligiese entre dejar de molestar o irse a tomar por culo.

El muchacho eligió dejar de molestar, y yo aplaudí mentalmente la capacidad de Jorge para resolver esta clase de problemas (no sería la última vez. Ni la penúltima) mientras terminaba de dar cuenta de mi plato libre de ingredientes hueveros en un ambiente, ahora sí, de lo más tranquilo.

Aquella mañana decidimos alejarnos de las céntricas calles a las que van a dar todos los turistas como si fuesen los ríos que van a dar en la mar en el poema de Jorge Manrique (repito referencia, que cuando hablé del hemoal en la entrada sobre mi botiquín también mencioné dicha poesía. Ya os he dicho que hoy me falta inspiración) con la intención de llegar hasta la orilla del río Rojo. Sin embargo, el trazado urbanístico de la ciudad tenía otros planes para nosotros, y acabamos alcanzando una autopista que nos cortó el paso y nos obligó a dar media vuelta.

Dedicamos entonces el tiempo que nos quedaba a gastar dinero: Jorge se metió en una tienda de artículos de porcelana y, tras casi dos horas de cháchara con el dueño (de verdad, yo no sé de dónde saca este chico tanta sociabilidad) acabó comprando varias tazas monísimas. Os pongo una foto que sacó dentro del lugar porque aquel día yo no hice ninguna:


Durante el rato que Jorge dedicó a su transacción porcelanosa yo me acerqué a una tienda de instrumentos musicales porque quería volverme a casa con uno típico bajo el brazo (mi gusto por la teoría musical me estaba dando muy fuerte en aquella época). Lamentablemente, todos eran de cuerda y sus dimensiones hacían imposible su transporte dentro de mi mochilón, por lo que al final me compré una kalimba, que de asiático no tiene nada, pero al menos cabía en mi equipaje. También me hice con una camiseta muy graciosa de gatos y me metí en una cafetería a disfrutar de un café con un cruasán porque en la vida también hay que tomarse descansos.

Cuando nos reencontramos volvimos al hotel, donde un autobús debía recogernos para llevarnos a nuestro siguiente destino dentro del país. Pero antes paramos a comer en un local que de típico no tenía nada: un Pizzahut. Y no nos juzguéis, que andábamos con prisa.

El vehículo resultó ser incómodo de cojones, aunque gracias a que nuestro alojamiento era el punto inicial de la ruta, pudimos elegir dónde sentarnos. Yo opté por un asiento cerca de la parte trasera, ya que se trataba del menos estrecho de todos (si he dicho "el menos estrecho" y no "el más ancho", por algo será), y Jorge se colocó en el extremo opuesto, junto al conductor, para así tener conversación con éste como si de una profesora de instituto en una excursión se tratase.

Al final, tras varias paradas en diferentes hoteles y otros puntos de Hanoi, cuando el bus enfiló la carretera iba prácticamente lleno. Lleno de turistas, he he aclarar, entre los que se encontraban varios irlandeses ruidosos que portaban sendas yonkilatas. Lo de que eran irlandeses lo deduje no por su acento (pues cualquier sonido que salía de sus etilizadas bocas resultaba incomprensible), sino porque uno de ellos llevaba puesta la camiseta del equipo de GAA de turno, y hace falta ser muy de Irlanda para hacer algo así.

Tener que soportar a aquellos irishmen que se comportaban como chimpancés me hizo alegrarme. Alegrarme de ser tan selectivo a la hora de hacer amigos, aclaro.

Pero bueno, pese a las estrecheces y la gentuza, el viaje no se me hizo muy largo (y eso que incluyó una parada en una gasolinera que tenía a la venta gran variedad de alimentos que mi cerebro, temeroso de la siempre amenazante gastroenteritis, consideró demasiado exóticos como para que me la jugase comiéndomelos), y cuando el bus alcanzó el final de Vietnam, los pasajeros bajamos del mismo y subimos a un barquito que nos dejó en el destino en el que pasaríamos los siguientes días: la isla de Cát Bà.

Tras desembarcar fuimos repartidos en monovolúmenes, y el nuestro hizo parada a unos pasos del hotel. En esta ocasión descubrimos con gran alivio que no nos tocaría repetir la escena de Hanoi, pues la habitación contaba con sus dos camas reglamentarias. Además, esta vez el recepcionista era muy majo.

Cát Bà constituye un reclamo turístico considerable, y si bien es cierto que en según que época la afluencia de turistas le da bastante vida (y puede llegar a tocar los cojones a la población local), nuestra estancia allí tuvo lugar en temporada baja, por lo que, cuando bajamos de nuevo a la calle una vez liberados de nuestro equipaje, nos encontramos con que había muy poca gente y que muchos establecimientos de la zona se encontraban cerrados.

Lo que sí que había abierto era la lavandería/tienda de artículos de pesca donde dejamos la colada y la agencia de viajes donde reservamos la excursión que nos ocuparía todo el día siguiente. Originalmente seleccionamos no recuerdo qué itinerario, pero en ese momento aparecieron dos valencianas que venían a devolver una moto de alquiler y nos sugirieron optar por otro al que ellas ya se habían apuntado.

Les hicimos caso, mira tú, provocando así que ambas mujeres vayan a aparecer de nuevo en una entrada futura. O en dos.

Hambrientos, Jorge y yo nos sentamos a la terraza del restaurante más cercano, y mientras procedíamos a arrasar con dos hamburguesas con patatas fritas, fuimos abordados por un francés que recordaba nuestras caras del viaje en bus y que nos pidió compartir mesa durante unos minutos.

Hago un inciso para indicar que aquí podría ahora meter un chiste facilón que dijese algo así como "accedimos a dejar que se uniese a nosotros, a pesar de que fuese francés" o algo por el estilo, pero por muy poca inspiración que tenga hoy, no voy a caer tan bajo.
Durante el rato de cháchara que tuvo lugar entonces, nos contó que había dejado su curro y estaba dedicando unos meses y parte de sus ahorros a viajar solo por la zona (aunque no de una forma tan romántica como el punki portugués al que conocimos en Siem Reap). Jorge, entre otras cosas, le contó que había pasado media semana en Krabi, en el sur de Tailandia, bañándose en sus playas, haciendo kayak, visitando algún que otro templo y conociendo a una pareja de brasileñas muy majas. Yo, que siempre he sido una persona interesada por la demografía gabacha, le pregunté que de qué parte d l'Hexagon era, pero a día de hoy no logro recordar lo que respondió. No recuerdo ni su nombre. Qué triste, con lo simpático que era.

Tras aquella sobremesa internacional nos dirigimos de vuelta al hotel. Por el camino, pasamos ante un bar cuyo relaciones públicas nos invitó a consumir algo en el mismo, pero lo que ocurrió a continuación lo voy a dejar para otra entrada, que por hoy ya está bien, ¿no?

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lunes, 28 de julio de 2025

Aquel viaje. Descubriendo Hanoi II

Lo primero que Jorge y yo hicimos aquella tarde, después de toda una mañana intentando con mayor o menor éxito que nuestros cerebros se acostumbrasen al bullicio hanoiano, fue dirigirnos a una de las principales atracciones turísticas de la capital vietnamita: la calle Lê Duẩn. Su fama se debe a que por este estrecho callejón pasa el tren dos veces al día, obligando a residentes y comerciantes del lugar a recoger su mierda y constituyendo un espectáculo que la gente gusta de retratar para compartir en redes sociales, muchas veces arriesgando la propia vida. Y es que el ser humano, reconozcámoslo, es así de gilipollas.

En nuestra defensa, he he decir que Jorge y yo nos plantamos allí a una hora segura y así lo atestiguan las fotos que sacamos, las cuales podrían hacer que el lugar pasase perfectamente por una vía muerta:


De hecho, uno podía pasear sin peligro por los raíles. Jorge lo hizo:

El sombrerito de arroz se lo compró minutos antes a un vendedor ambulante por dos duros y yo le hice sentir fatal porque le dije que llevarlo era apropiación cultural y el pobre pensó que hablaba en serio. Pero qué cabrón soy

De allí fuimos al Templo de la Literatura, un complejo dedicado a Confucio del que poco os puedo contar. Tenía algún que otro estanque:


Y estatuas:


Que si hubiésemos formado parte de una visita guiada, a lo mejor habríamos aprendido más acerca del lugar, pero digo "a lo mejor" porque, precisamente, coincidimos con una visita guiada y todos sus integrantes se encontraban hablando entre sí a un volumen DE LA HOSTIA y pasando olímpicamente de las explicaciones del guía.

Lo habéis adivinado. Eran españoles.

Con la tarde comenzando a caer, abandonamos aquel templo y pasamos por un lugar con una cantidad de vida social impensable en una civilización tan egoístamente capitalista como la nuestra. Allí había gente echando partidas de cartas y juegos de mesa que no había visto en mi vida:


Esta foto y la anterior se las he robado a Jorge, que las hizo él

Señoras convirtiendo la acera en una cancha de bádminton:

Sí, esta foto también se la he robado

O hasta un peluquero enfrascado en su tarea bajo los últimos rayos de sol:

Ésta es mía

Todo ello, bajo la atenta mirada de este señor:

🔊

Efectivamente, Hanoi le tiene dedicado un parque a Lenin. Y de aquél nos dirigimos a una cafetería cercana donde también, por qué no, se vendían artículos de cuero. Aquí cayeron un café helado y un yogur, y mientras el camarero se afanaba en prepararlos, Jorge se dedicó a echar un ojo en derredor, acercándome un cubo de rubik allí expuesto cuyas caras estaban decoradas con piel de diferentes tonos. Cuando me lo dio, el cubo estaba desordenado, y cuando se lo devolví, porque soy un friki, estaba resuelto (lo cual provocó que otra dependienta del local exclamase "guau" llena de asombro).

Acabadas las bebidas, volvimos al hotel, pasando ante un nuevo grupo de señoras que, sin contar esta vez con la supervisión de estatuas de revolucionarios, hacían aerobic alegremente, y aprovechamos la existencia de una librería en la zona para que yo pudiese comprarle a mi madre un cuento escrito en vietnamita.

Llegada la hora de la cena, intentamos repetir la experiencia de horas atrás y comer de nuevo en el restaurante en el que almorzamos, pero ya se encontraba cerrado. Entramos entonces en otro que había en la zona y que no tenía mala pinta. Nos sentamos en una de sus mesas, abrimos el menú, cerramos el menú y nos fuimos. Y es que lo único que servían allí (aunque he de decir que de infinidad de maneras distintas) eran ancas de rana.

Al final, con casi todas las cocinas de Hanoi ya apagadas, localizamos uno en el que, pese a estar vacío, tardaron casi media hora en servirnos la cena, lo cual nos hizo preocuparnos por enésima vez ante la posibilidad de una intoxicación alimenticia que, por enésima vez, no tuvo lugar.

Para acabar tan larga jornada nos dirigimos a Beer Street y nos sentamos en una de sus bulliciosas terrazas a tomar algo. Dos turistas que se encontraban a nuestro lado se pusieron entonces a hacer cosas raras con su teléfono móvil, como tratando de sacar una foto a lo que tenían enfrente con disimulo pero siendo al mismo tiempo tan descaradas como un niño pequeño que mira a alguien con cromosomas de más. Jorge, incapaz de refrenar su curiosidad, les preguntó que qué estaban haciendo, y aunque no llegaron a resolver nuestra duda, los cuatro acabamos de cháchara durante los siguientes minutos. Jorge les contó que había pasado media semana en Krabi, en el sur de Tailandia, bañándose en sus playas, haciendo kayak, visitando algún que otro templo y conociendo a una pareja de brasileñas muy majas; y ellas nos dijeron que acababan de completar una ruta en moto por Vietnam de seis días durante la cual, se quejaba una, apenas habían tenido tiempo para dormir ("no me extraña que diga que no ha dormido. ¿Tú has visto qué ojeras llevaba?" me diría Jorge poco después aquel día).

A este rato de conversación, y a sugerencia de Jorge, siguió otro de baile dentro del bar. A veces se nos unía una de las empleadas, quien tenía un nivel de energía que ríase usted de Speedy González, y que también se encargaba de bajar las luces y el volumen de la música y echar las cortinas cada vez que la policía hacía acto de presencia en aquella calle. Sin embargo, a las doce en punto se activó el protocolo cenicienta y un coche patrulla recorrió la zona mientras varios oficiales vestidos como si fuesen militares, megáfono en ristre, mandaban a todo el mundo a su puta casa.

Imponían que no veas, todo sea dicho, así que como para no hacerles caso.

Por el camino de vuelta al hotel nos abordaron dos chicas, dando pie a una situación muy parecida a la acontecida días antes en Bangkok cuando aquellos maromos nos ofrecieron meternos con ellos en un coche para ir a un ping pong show. En esta ocasión, lo que hicieron las muchachas fue sacar un móvil y enseñarnos en el mismo varios segundos de un vídeo en el que una mujer restregaba su cuerpo desnudo y aceitoso contra el de un hombre, también en bolas, que se hallaba tumbado sobre una camilla. Dicho vídeo tenía pinta de haber sido grabado a escondidas, por lo que me pregunté si el prota del mismo era consciente de que estas dos zagalas andaban por ahí enseñándoselo a turistas al tiempo que les preguntaban si les interesaba recibir un masaje nuru a ellos también.

Jorge, tras escuchar esta oferta, preguntó entre extrañado y aterrado: "¿un masaje vudú?", lo que provocó que las chicas se largasen entre carcajadas, conscientes de que no tenían nada que hacer con nosotros.

Sus risas aún resonaban en nuestros oídos cuando finalmente llegamos al hotel. Atrás quedaba un largo día y quién sabe lo que pasaría al siguiente. Agotados, cruzamos el vestíbulo con el mayor sigilo posible y subimos a nuestra diminuta habitación, dispuestos a dejar que los cercanos sistemas de aire acondicionado se pasasen la noche cantándonos nanas.

¿Que por qué lo del sigilo al cruzar el vestíbulo? Pues porque en el sofá situado junto al mostrador, el recepcionista que tan amable había sido con nosotros la noche anterior se estaba echando un sueñecito de lo más entrañable.

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lunes, 21 de julio de 2025

Aquel viaje. Descubriendo Hanoi I

Tras una noche siendo arrullados por el cantar de los equipos de aire acondicionado, Jorge y yo abandonamos la diminuta habitación y nos dirigimos a la última planta del hotel, donde se encontraba el restaurante en el que dimos cuenta de un desayuno bastante decente. El mío incluyó dos huevos fritos que un cocinero allí presente me preparó en el momento. Y hablando del tema: la recepcionista, de una forma infinitamente más atenta que su compañero del turno de noche, amén de recomendarnos qué visitar de aquella caótica ciudad, insistió en que probásemos el café con huevo, un producto típico del país. Nosotros lo hicimos, pero antes de hablaros de ese tema quiero revelaros cuál fue la palabra que se me pasó por la cabeza en cuanto pusimos un pie en la calle:

Caos.

Hanoi es, con diferencia, el lugar más caótico en el que he estado en mi vida: una jungla de motocicletas (miles de motocicletas) y coches que están demasiado ocupados representando una interminable sinfonía de cláxones como para ponerse a respetar semáforos o señales, vendedores ambulantes que ofrecen su mercancía una y otra vez a turistas con cara de panoli como Jorge y como yo, o cocineros que no tienen ningún reparo en preparar comidas y limpiar verduras a lado de alcantarillas de intenso y desagradable olor atestan calles plagadas de locales comerciales llenos de vida. O llenos de muerte, que hasta las funerarias se plantan aquí en la acera para hacer negocio:


Y allá donde no hay un comercio, pues se pone un mural que deje bien claro que en esta casa las leyes de Karl Marx están por encima de las leyes de la termodinámica, y listo:

Me cago en todo cada vez que veo esta foto porque me quedó desenfocada

Tratando no dejarnos arrastrar por este bullicio nos dirigimos al bar mencionado por la recepcionista, donde probamos nuestro primer café con huevo. Que entiendo que os sorprenda la combinación si nunca habéis oído hablar de este concepto, pero he de deciros que el mejunje está riquísimo. Y es que se trata de una mezcla de huevo batido (batidísimo) y mezclado con miel que se vierte sobre una taza de café. Y la experiencia habría resultado digna de un diez sobre diez si no hubiese sido por lo diminuto del mobiliario de aquel local.

Vale, es culpa mía porque soy muy alto, pero un café no se disfruta igual cuando toca bebérselo sentado en un minúsculo taburete con las rodillas a la altura de las orejas.

Tras acabar este manjar volvimos a enfrentarnos a las calles de Hanoi. Jorge se adentró en un quiosco-locutorio-casa de cambio y salió de allí con número de teléfono y dinero en metálico vietnamitas, y mientras hacía las transacciones pertinentes yo me quedé fuera conociendo a este simpático vecino:

Reconozco que <3, o como decíamos los que llegamos a usar Messenger, (L)

Me enseñó su moto:


¿Queréis más fotos? Venga, la última y sigo con la historia:

Adiós, minino. Se te quiere

Continuamos nuestro garbeo urbano e hicimos una parada rápida en una farmacia. Y es que no lo he dicho hasta ahora, pero Jorge venía arrastrando desde el principio del viaje unas llagas dentro de la boca que parecían un mapa de las islas Canarias. Y ya que estábamos en el local (su interior, he de decir, competía con el exterior en lo que a caos se refiere, pues torres de existencias convertían el lugar en un laberinto en el que costaba orientarse. Pero al menos aquella farmacia parecía estar mejor surtida que la que tuve que visitar en Tam Cốc días después por motivos que aún no os he dado), yo me compré una pomada que combatiese a la dermatitis que, como el turrón El almendro, volvía a casa por navidad y ya me estaba jodiendo (es lo que tiene no ser previsor y olvidarse de meter alguna cura para este problema en un botiquín atestado de morralla). La verdad, no sé si dicha pomada tuvo algún efecto porque yo no noté ninguna mejora, pero reconozco que su color mostaza me resultó de lo más curioso y he de confesar que, semanas después, cuando volví a encontrarla entre mis medicinas, no fui capaz de recordar el motivo por el que la había adquirido.

Esto último que he dicho va dirigido a toda la gente que mantiene que soy listísimo y que les encanta cómo funciona mi cerebro.

Y como si Hanoi se hubiese convertido en un extraño tablero del juego de la oca, de la casilla de la farmacia saltamos a la de la tienda de reproducciones de láminas artísticas vietnamitas y tiramos porque nos tocaba. Concretamente, a Jorge le tocó comprar dos muy bucólicas con la idea de que su novio las usase para decorar su despacho y a mí me tocó comprar tres bélicas, de las que dicen a los yankis que se vuelvan a su puta casa. Una de ellas, a día de hoy, decora un rincón de la habitación que aún conservo en la casa de mis padres en Valladolid, junto con otra que mi amigo Pablo me trajo de Moscú hace más de veinte años y unos sellos que compré por joder:


La siguiente casilla en la que caímos fue una cafetería a la que se llegaba subiendo al primer piso de un edificio, y que contaba con una terraza de lo más cuqui desde donde retomamos fuerzas gracias a unos tés helados. O batidos, no me acuerdo. De cualquier manera, algo así no llena el estómago, y a aquella hora el hambre ya nos estaba atacando, por lo que buscamos un lugar en el que llenar el buche y obtener energía que nos ayudase a encarar el resto de la jornada. Tras descartar aquellos con olores más fuertes o los que directamente servían perro (sí, alguno había que tenía una mesa en la puerta con el correspondiente cánido cocinado. No me paré entonces y no me quiero parar ahora), terminamos en uno repleto de turistas, lo cual tomamos como una buena señal.

Oye, la comida estaba riquísima. Y si resultó que el personal la había preparado al lado de una alcantarilla, no se notaba.

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lunes, 14 de julio de 2025

Aquel viaje. Llegando a Vietnam

La aeronave procedente de Siem Reap tomó tierra, yo guardé mis auriculares y, tras reencontrarme con Jorge (que si nos llegan a asignar asientos más separados nos toca volar en aviones distintos), los dos cruzamos el control de pasaportes y nos adentramos en la terminal de salidas del aeropuerto de Hanoi.

Antes de abandonar el edificio, aproveché la existencia de un puesto que vendía tarjetas SIM para poder hacer hacerme con una y tener internet en mi teléfono que me hiciese localizable (lo que le evitaría a mi compañero de viaje disgustos como el de Camboya un par de jornadas atrás). También me serví de un cajero automático cercano y saqué mis primeros Đồngs:

A la hora de pagar tocaba manejar cifras con muchos ceros, y esto provocó situaciones graciosas como la que vivimos al dejar el hotel de Tam Cốc. Ya os contaré

Jorge prefirió, con buen criterio, dejar estos trámites para la mañana siguiente, confiando en que encontraría mejores ofertas en la ciudad. Y su decisión me vino bien porque hice un amigo que os presentaré la semana que viene (pero el enlace lo pongo al final de esta historia, por mantener la coherencia narrativa entre entradas y tal).

Al final, entre pitos y flautas, cuando subimos al lujoso taxi que nos llevó a la capital ya había caído la noche. Y si a eso le sumamos los cuarenta y cinco minutos de trayecto, nuestra llegada al hotel hanoiano tuvo lugar a una hora bastante indecente desde el punto de vista de lo que viene siendo irse a dormir. Al fondo del vestíbulo, tras el mostrador, se encontraba el recepcionista, quien resultó ser la persona más negada con la que me he encontrado en mi puta vida. Aquel hombre se hallaba enfrascadísimo en Buda sabe qué tarea ante la pantalla de su teléfono móvil, y antes de que nosotros pudiésemos terminar de decir "good evening", sin levantar la mirada del aparato, nos hizo un gesto con el dedo de los que quieren decir, aquí, allí y en cualquier parte del mundo, "esperad un momento".

Aquel momento de espera, que se prolongó más de lo considerado aceptable si estamos hablando de dar atención al cliente, finalizó cuando el colega consideró oportuno hacernos caso y, sin abrir la boca para dar un buenas noches ni nada, nos hizo un gesto con la cabeza que vino a significar "¿qué queréis?". Jorge le dio entonces los datos de la reserva que había hecho semanas atrás y el recepcionista nos dio la llave de la habitación asignada. Subimos entonces a la misma, acompañados por el botones, y llegados a este punto de la historia voy a citar fragmentos de un par de entradas anteriores:


[...] la habitación, la cual contaba con sus dos camas reglamentarias y un pequeño balconcito [...]


[...] nuestra habitación que, al igual que la de Bangkok, contaba con sus dos camas reglamentarias, pasando junto a un gato [...]

Habréis oido miles de veces que "no hay dos sin tres", ¿verdad? Bueno, pues yo hoy voy a joderos la racha de la misma forma que se nos jodió a nosotros aquella noche en Hanoi cuando descubrimos que nuestra habitación contaba con UNA cama de matrimonio. Ante semejante panorama, Jorge ni se molestó en quitarse el mochilón y, tras cruzar una mirada con el botones y recibir por parte de éste un encogimiento de hombros, bajó de nuevo a recepción para decirle al negado que no estaba dispuesto a que pasásemos la noche como si fuésemos Epi y Blas, y que nos correspondía una pieza con sus dos camas reglamentarias.

El recepcionista, manteniendo el estilo profesional que le había caracterizado desde nuestra llegada, le dijo que de eso nada, monada, que la reserva por internet dejaba claro que lo de una o dos camas era un asunto de suerte y que nos había tocado lo que nos había tocado, y que lo único que podíamos elegir a aquellas alturas era volver a la habitación asignada en el ascensor o subiendo por las escaleras.

Tengo que reconocer que yo soy muy mierdas en esta clase de situaciones, así que ya me estaba haciendo a la idea de cederle a Jorge el único catre disponible y pasar la noche sentado en una butaca como si aquello fuese un hospital, pero mi compatriota se plantó con sus huevazos y, con la actitud de quien sabe que va a conseguir lo que quiere, le dejó bien claro al de recepción que aquella noche, o él y yo dormíamos en una habitación con dos putas camas, o nadie iba a poder dormir en aquel hotel. Y no sé si fue porque a aquel hombre le daba más pereza discutir que hacer su trabajo, pero abandonó su puesto y se arrastró hacia el ascensor (en realidad caminó como una persona normal, pero en mi recuerdo lo visualizo desplazándose cual babosa gigante), desapareciendo durante un tiempo que se me hizo interminable.

Durante aquellos minutos en los que me temí que el recepcionista se estaría liando a patadas con el mochilón que yo sí que había dejado arriba, el botones nos estuvo haciendo compañía. Debido a que había leído que mucha gente en Vietnam hablaba la lengua de Victor Hugo, le pregunté que si parlez vous Français, y me dijo que no. El pobre tampoco es que controlase mucho de inglés, pero pudimos intercambiar unas pocas palabras y conversar casi exclusivamente sobre fútbol, pues al enterarse de que éramos españoles sacó el tema de conversación que el noventa por ciento de la población mundial saca cuando tiene que hablar con un español. Además, durante aquellos días se estaba celebrando el mundial de Catar, así que tiré de dos o tres noticias que había leído al respecto y de mi habilitad para fingir que soy un experto en asuntos de los que no tengo ni idea y estuve un rato de cháchara con el chaval, quien, al contrario que su borde compañero, resultó ser de lo más majo.

Al final, tras más de media hora esperando (llegué a bromear con la idea de que el recepcionista estaba partiendo la cama en dos con un serrucho y por eso tardaba tanto), nuestro amigo volvió con la misma cara de vinagre con la que se había ido y con mi mochilón (el cual, a primera vista, se encontraba libre de patadas), y nos asignó una nueva pieza. Se trataba claramente de una single a la que le habían metido una segunda cama con calzador, y para más inri, se encontraba junto a los atronadores sistemas de aire acondicionado del edificio (lo cual me hizo recordar con nostalgia mi estancia en Nara años atrás). Que podía haber sido yo esta vez el que bajase a quejarse, pero viendo cómo había progresado la situación desde nuestra llegada temí que, de hacerlo, el recepcionista nos pegase dos tiros o algo así.

De todas formas, había sido un día agotador (y a la mañana siguiente nos esperaría más de lo mismo), por lo que logré quedarme frito antes de que el ruido de aquellas máquinas pudiese molestarme.

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lunes, 7 de julio de 2025

Aquel viaje. Minutos musicales

Yo creo que la anterior entrada en la que hacía un breve análisis literario del duty free del aeropuerto de Siem Reap no fue suficiente para relajar la intensidad alcanzada en este blog a raíz del contenido sobre Camboya, así que hoy voy a desviarme un poquito del tema que nos ocupa y os voy a hablar del mejor disco de la historia del rock en Español. Un álbum que fue publicado hace ya cuatro años porque el tiempo vuela, y de cuya existencia me enteré gracias a que por aquel entonces aún existía La vida moderna y Héctor de Miguel lo dejó caer en una de las emisiones. Concretamente, dijo: "oye, qué bueno lo último de Robe".

Robe, como habréis podido deducir si no lo sabíais ya, es el nombre del grupo. Y Robe es también el nombre de su líder, Roberto Iniesta, quien tras dejar (o más bien disolver) Extremoduro se unió a Álvaro Rodríguez Barroso, Carlitos Pérez, Alber Fuentes, David Lerman, Lorenzo González y más tarde Woody Amores para sacar un disco de la hostia detrás de otro.

De entre todos ellos destaca, y mucho, Mayéutica.

Mayéutica es una obra maestra de casi tres cuartos de hora que, aunque esté troceada en pistas, hay que escuchar del tirón. Algo muy fácil de hacer porque está disponible en Youtube y yo os la estoy enlazando aquí. De nada.

La primera canción del álbum, Interludio, es un puente que une La ley innata (un trabajo anterior de Robe Iniesta cuando era Extremoduro) con lo que se nos viene encima en Mayéutica. Recuerdo que cuando estudiaba informática en la universidad era habitual que muchos temarios hablasen de teoremas complicadísimos que terminaba con el autor diciendo: "la demostración de este teorema queda como ejercicio para el lector". Y yo lo odiaba porque yo no quería pensar. Yo quería memorizar. Pero ahora, curiosamente, os voy a hacer lo mismo a vosotros y os dejo como deberes que busquéis La ley innata en un rato que tengáis libre, os lo escuchéis y me deis las gracias por ello. Además, esto es necesario para entender a qué se refiere Robe cuando, tras los primeros segundos de punteo de guitarras y pizzicato de violín seguido por una preciosa melodía que dan la bienvenida a la pieza, dice eso de:

Se cae la casa desde que se marchó
Perdí la pista del eje del salón

Y debe ser importante, pues lo repite una segunda vez acompañado por la voz de Lorenzo González. Luego, un tarareo hace subir la intensidad de la pieza (acostumbraos a subidas y bajadas porque este disco es una puta montaña rusa).

Dejo las ventanas sin cerrar
y la puerta abierta
por si decidiera regresar
Que no tuviera que esperar
Que nada la entretenga

Y unas notas de violín pegan lo anterior a lo siguiente:

Y dejo las canciones sin final
por si no vuelve nunca más
y nada fuera cierto

Lo de dejar las canciones sin final es un "avisados quedáis" en toda regla, así que avisados quedáis. Pero el disco sigue. Un par de veces más, referencia a La ley innata (la segunda vez, con una base de violín que me vuelve loquísimo):

Se cae la casa desde que se marchó
Perdí la pista del eje del salón

Nuevo tarareo que nos lleva hacia arriba para, haciendo un paralelismo con lo que ha cantado hace nada, decir:

Dejo las ventanas sin cerrar
y la puerta abierta
por si me entran ganas de escapar
Que no tuviera que esperar
Que nada me entretenga

Y dejo las canciones sin final
por si un día quiero regresar
y nada fuera cierto

Insisto en lo de dejar las canciones sin final.

El violín da paso entonces a las guitarras, que a dúo y bien marcadas por la batería, ponen las notas finales a esta introducción.

Si al principio he dicho que hay que escuchar Mayéutica del tirón es porque, entre otros motivos, cada pista está unida a la siguiente y debería ser ilegal hacer pausas en esta maravilla. Para muestra de ello, las guitarras que dejamos atrás en aún resuenan cuando comienza Primer movimiento: después de la catarsis y a una nueva melodía de guitarra se le van uniendo el violín y el piano de forma maravillosa.

No quedan sombras del pasado
desde que te has acercado
Ahora todo es claridad

No quedan penas atrasadas
ni quedan puertas cerradas
ni nada que derribar

No habrá nada que derribar, pero tras estos versos el glissando del violín introduce un ritmo demoledor de los de sacudir la cabeza. Para mí esto es el tema del disco, musicalmente hablando (si no es así, me da igual). Y ahora la batería resalta las palabras:

No queda ni una sombra
No queda ni un recuerdo amargo
Para no sucumbir me tengo olvidado
de todo lo malo

Otra vez el glissando y otra vez el ritmo demoledor. Esta vez, con la voz de Lorenzo dándole más fuerza aún si cabe.

Y pongo a ver qué pasa
hoy las cartas sobre la mesa
Y  te voy a decir lo que a mí me pasa
por si me interesa

La música se relaja lo justo porque la letra así lo va a exigir:

Siento que me estremezco
sólo de estar contigo
respirando el mismo aire

Y si lo que hacen a continuación Carlitos Pérez con el violín y Álvaro Rodríguez Barroso con el piano no os evoca lo que viene siendo una respiración (acentuada por los latidos de un corazón desde el bajo de David Lerman), yo ya no sé qué deciros.

Siento que me estremezco
Será que, culpa del amor
todo me sabe diferente

Y la melodía vuelve arriba, esta vez con el piano guiando a los acordes de la guitarra.

He perdido la cabeza
y la he perdido tantas veces
que perdí la cuenta

El violín rubrica lo que Robe acaba de cantar, pero Robe sigue:

Ahora tengo la certeza
y la he tenido tantas veces
y perdí la cuenta

Me pasé la noche sin dormir
como lobo aullándole a la luna llena
Todo lo que te hace sonreír
me vale la pena 

De lobos aullándole a la luna llena hablaremos más adelante, por cierto.

Quise hacer el mundo más feliz
y quise volar y hacer un mundo nuevo
Y aunque todo esté por conseguir
no me desespero

Que sepáis que estos últimos versos me han ahorrado cientos de euros en terapia durante los últimos años (y no sólo porque se les cuele un órgano Hammond, algo que me fascina), aunque no son nada comparado con lo que Robe está a punto de cantar:

Hoy tal vez el viento sople a mi favor
y me empuje, me eleve y me lleve y me lleve
Voy caminando y de cuando en cuando encuentro una canción
que me empuja, me eleva, me lleva y me lleva

No sé vosotros, pero yo he encontrado en este disco esa canción que me empuja, me eleva, me lleva y me lleva. Decenas de veces. De todas formas, por si no ha quedado claro, la estrofa anterior se repite. Esta vez con el violín haciendo virguerías a las que se une la guitarra de Woody, y es entonces cuando ambos instrumentos tienen una conversación que sí, son viento que empuja, eleva y lleva y lleva. Y de nuevo:

Siento que me estremezco
Será que, culpa del amor
todo me sabe diferente

Y otra vez guitarras enmarcadas por acordes de piano.

Ha llegado la mañana
y ha entrado por la ventana
un rayito de sol

Y otra vez el violín rubricando entre estas líneas.

Me he pasado tanto tiempo
esperando este momento
que perdí la razón

Y se repiten las estrofas anteriores, las que aúllan a la luna llena, las que me ahorran terapia y las que hablan de viento y canciones que empujan, que elevan y que llevan y que llevan. Y entra el solo de Woody, espectacular, con el Hammond de fondo, y luego el violín uniéndose a la fiesta. Y todos los instrumentos llevan la pieza a lo más alto, y parece que estamos en un clímax insuperable, pero es entonces cuando la banda parece decir "sujétanos los cubatas", porque llega Segundo movimiento: mierda de filosofía y no queda otra que ponerse de pie. Encima de la silla. Y bailar.

Los primeros compases de esta canción son toda una declaración de intenciones, pero por si a alguien le ha pillado despistado, ya se encarga la letra de demostrar que puedes sacar a Robe de Extremoduro, pero no puedes sacar a Extremoduro de Robe: 

Mierda de filosofía
Me iría, me ahoga
Dime si tu te vendrías
y el día, y la hora

Buscando la manera
de hacer revoluciones
pasé la vida entera
tocando los cojones
Tener un ideario
y perder las convicciones
Volver a lo primario
Que yo sólo quiero hacerte bailar...
Bailar... Bailar... Bailar como una puta loca

¿Ha quedado claro? Bueno, por si acaso:

Bailar... Bailar... Bailar como una puta loca

E insiste:

Bailar... Bailar... Bailar como una loca

Se repiten las notas del principio y a continuación el órgano deja claro, esta vez hablando en forma de música, que aquí se ha venido a bailar como una puta loca. No os compliquéis. No le busquéis dobles sentidos. Bueno, mejor os lo explica Robe:

No quiero asomarme
al fondo de abismo
que tengo que acercarme
y pierdo el equilibrio

Y con una estructura de paralelismo, como hiciera minutos atrás en el Interludio, añade:

Que no quiero asomarme
ni al fondo de mi mismo
que pierdo el equilibrio
Y yo sólo quiero hacerte bailar...

Bailar... Bailar... Bailar como una puta loca

El violín subrayando una vez más la letra

Bailar... Bailar... Bailar como una puta loca

El violín se abre paso

Bailar... Bailar... Bailar como una puta loca

El violín finalmente roba el micrófono, para ordenar (con ayuda de la batería) que todos bailemos como putas locas. Y entonces Robe vuelve:

Mierda de filosofía
Me iría, me ahoga
Dime si tu te vendrías
y el día, y la hora

Le toca al bajo, y cumple con creces antes de que la letra vuelva a insistir en que nada de asomarse, que a bailar. Y entonces la guitarra se queda con el resto de la canción clavando un solo épico cuyas últimas notas parecen hacernos volver a pisar el suelo mientras Woody pisa el pedal. Comienza así Tercer movimiento: Un instante de luz con calma. Aunque a estas alturas ya deberíais saber que no hay que confiarse...

Nada después de tu mirada
Nada después de este instante de luz
Sólo una imagen congelada
Nada después de este instante que tú...

Y otra vez música frenética. Es como si echasen una carrera sabe Dios a dónde. Os dije que no os confiaseis.

Ni un millón
de besos que te diera
de abrazos que te diera
de versos que te hiciera

Date prisa, métete en la cama
que el vis a vis se acaba
Y empieza aquí, con esta flor, la primavera

Ojalá me muera de repente, ahora
fruto de esta alegre sobredosis
que me da el tenerte justo enfrente, ahora
Ya no necesito nada más

La música baja un poquito el ritmo, lo justo, y así Robe puede destacar mientras nos dice:

Que tú, queriendo descifrar
mi empeño por poner
un cielo azul aquí entre tanto trasto

Tú, tratando de entender
qué he venido a buscar
perdí el gobierno de mis propios actos

Tú, capaz de adivinar
mensajes escondidos
en mis aullidos bajo la luna llena

Tú, haciéndome llegar
al límite, al deseo. Tú...

La música acelera de nuevo. Y tiene sentido, porque la música es siempre un reflejo de lo que intenta transmitir Robe cada vez que abre la boca en este disco

Y ahora, ahora, ahora siento el cuerpo
Ahora, ahora, ahora es el momento
Ahora, ahora, ahora siento el cuerpo
Ahora, ahora, ahora...

Y es justo ahora cuando los instrumentos ya no corren. Ahora es cuando dan vueltas y más vueltas, El violín se ha vuelto loco y el resto le siguen. Es un tornado. La locura se contagia a toda la banda. Me encanta.

Pero todo se calma de nuevo, la melodía es otra vez suave y el piano se asegura de contener al violín. Vuelven los versos que introducían el primer movimiento:

No quedan sombras del pasado
desde que te has acercado
ahora todo es claridad

No quedan penas atrasadas
ni quedan puertas cerradas
ni nada que derribar

Esta vez, sin glissando ni ritmo demoledor. Esta vez unas notas de piano van a marcar el paso, como si subiésemos unos escalones que no sabemos dónde llevan, pero que a estas alturas no podemos evitar seguir como si letra y música, spoiler alert se estuviese haciendo dueña de nuestras emociones.

Nada después de tu mirada
Nada después de este instante de luz
Sólo una imagen congelada
Nada después de este instante que tú...

El órgano y la guitarra avisan de que se vienen cositas:

Ni un millón, ni de cataclismos

(cataclismo de piano)

Ni de cataclismos

(cataclismo de piano)

Ni de cataclismos

(cataclismo de piano)

Date prisa, métete en la cama
que el vis a vis se acaba
Y empieza aquí, con esta flor, la primavera

Y sigue la carrera, con una batería potentísima (Alber tiene mi edad y eso me da muchísima rabia) y una guitarra espectacular. Pero, de repente, el ritmo cambia drásticamente y uno se pregunta: ¿qué es esto? Pues esto son diez minutos de canción, ni más ni menos, y Robe no puede estarse tanto rato haciendo lo mismo, así que disfrutad de este cambio mientras dure.

Y estoy harto de sobrevivir
el tiempo que no te veo
Y ahora que tú te has pasado por aquí
estoy en pleno apogeo

De todas formas, si esta especie de reggae no os ha pillado preparados, el ritmo habitual vuelve enseguida con este deseo macabro repitiéndose:

Ojalá me muera de repente, ahora
fruto de esta alegre sobredosis
que me da el tenerte justo enfrente, ahora
Ya no necesito nada más

De la expresión "alegre sobredosis" no dije nada antes y tampoco lo voy a hacer ahora, porque la canción alcanza una intensidad, marcada por los coros de Lorenzo, que me obliga a callarme unos segundos. Y otra vez tú, tú, tú y más tú. Y ahora otra vez. Es ahora como lo fue antes, pero es ahora. Un ahora al que siguen un violín y una guitarra que, a toda velocidad, le indican a Robe que tiene pista libre para ir donde quiera. Y robe cumple:

Pongo rumbo a la locura
que me sabe a poco
andar a ras de suelo, despacito

He subido a tanta altura
que el cielo es poco
y sólo tu mirada necesito

Esto es precioso, joder. Pero Robe no se queda en lo precioso. Va aún más allá, con la melodía marcado cada frase:

Y has venido, me has mirado
y de repente se ha parado el tiempo. Tú...

Sí, tú. Y a estas alturas ya sabemos que detrás de tanto viene una ristra de ahoras para sentir el cuerpo porque ahora es el momento. En este caso precedida por un órgano espectacular.

Y entra un solo de guitarra, que ya he perdido la cuenta de los que llevamos, pero con éste se me hace un nudo en el pecho, os lo juro. ¿A vosotros no? Un nudo que va a desatar el piano de Álvaro con una melodía preciosa a la que Carlitos va a unir su violín. Música clásica. ¿Y qué hace Robe para acompañar este dueto?

Pues aullar.

Olé sus huevos. Pero sólo si la luna brilla. Aunque debe brillar lo suyo, pues el resto de banda aúlla con él. Hasta la guitarra aúlla. Todos aúllan ahora, el ahora de sentir el cuerpo, que ahora es el momento, y guitarra y violín ponen el broche a esta increíble pieza. Broche que interrumpe muy abruptamente la batería para indicar que está aquí Cuarto movimiento: Yo no soy el dueño de mis emociones. A cada golpe de Alber se atreve a responder el violín, la guitarra aparece entonces para echar una mano a la batería y, tras veinte segundos de rapidísimo "tú la llevas", una melodía preciosa da la entrada a un Robe que vuelve a vestirse de Extremoduro:

Aunque no supiera qué decir
no dudaría en abordarte
Hoy no dudaría en embestirte
si te tuviera aquí delante

Y se pone metafórico:

Y hoy el espacio-tiempo nos concedió
un tren que pasa, una estación

La melodía hace que la canción se eleve por los aires y, desde allá arriba, Álvaro juega con el órgano como sólo él puede, y la pieza se torna alegre, con punteos que salpican una letra sensorial a más no poder:

Los sabores eran tan potentes
y los colores eran tan brillantes
Sólo son destellos
sé que sólo son destellos

Los sonidos eran tan potentes
y las estrellas eran tan brillantes
Sólo son destellos
sé que sólo son destellos

Y estos dos últimos versos, desvaneciéndose, se funden con la melodía del violín, cuyo posterior pizzicato acompaña este trozo de poesía:

Mírame, acabas de llegar
y subo otro escalón
Me acabo de enterar
de que ha salido el sol
y ha prometido darme en adelante
un cielo azul
Un cielo siempre azul

El cambio que se viene me sienta siempre como una caricia.

Empieza la función
Aquí se admiten peticiones
Todos los sueños que no se han cumplido
Hablamos del amor
y ya no existen condiciones
Cruza la puerta y quédate conmigo
Conmigo. Conmigo

Venga, haced caso y quedaos un rato más, que os aseguro que va a merecer la pena. Aunque sea por la genial melodía de bajo que suena, aupada por teclas y guitarras, y rematada por la espectacular voz de Lorenzo. Pero vuelve Robe, y nos trae una estructura similar a la que usó cuando empezó todo esto hace media hora:

Dejo las ventanas sin cerrar
y la cama sin hacer
y la puerta abierta
por si vuelve a aparecer
que no se entretenga

Y dejo las canciones sin final
porque no puedo saber
cómo acaba el cuento
por si no quiere volver
y nada fuera cierto

Yo no soy el dueño de mis emociones

La música se vuelve intensa

Yo no soy el dueño de mis emociones

Más intensidad. La melodía crece

Yo no soy el dueño de mis emociones

Aún más intensidad. La melodía crece a más no poder

Yo no soy el dueño de mis emociones

Y todo revienta cuando entra el tema una vez más. Como cuando no había nada que derribar pero todo reventó. Y ahora el violín mantiene el tipo ante el tono que ha adquirido la música, y su melodía desemboca en un nuevo "tú la llevas" como el que sirvió de carta de presentación a este movimiento que quiero que dure para siempre. Más violín espectacular, y vuelve una letra que, muy bien acompañada por las notas de fondo, nos va a llevar al mar, a las nubes, a las flores, a donde sea:

Sé que hay algo que nos aproxima
No. Yo no sé si el mar
Si el mar, si el mar, si el mar
soltará una nube y si sube
y si viene un viento que la ayude
O puede que suba
y que tenga miedo a las alturas

No, y no hay nada que nos incrimine
No, no, no, no dependió de ti
No, y no dependió de mí
que se secaran las flores

Que fue, yo te puedo asegurar
culpa de un lejano mar
que no lloviera, no llores

Que hoy el espacio-tiempo nos concedió
un tren que pasa, una estación

Y ahora es el órgano el que se hace notar. Y cómo. Y cuánto. Filigranas a las teclas que nos devuelven la letra, esta vez con un nuevo pizzicato de fondo que suena como un arpa imposible:

Siento que estoy fuera de lugar
hoy en mi mente. Ay, ay
Y veo que me entran ganas de escapar
urgentemente. Ay, ay

Quiero volver a empezar
una noche sin luna. Oh, uh oh
Que quiero verte brillar
cuando esté todo a oscuras. Oh, uh oh

La voz se viene arriba

Una luz de agarradero
necesito porque el suelo se mueve
En serio, se mueve
Me desequilibra

Robe insiste en lo del suelo que se mueve, que le desequilibra. Y Woody y su guitarra vienen al rescate, con una melodía tranquila a la que se une Carlitos. Pero ya deberíais saber que cuando en este disco se calman las cosas es como cuando el mar se retira antes de un tsunami. Y así es: las guitarras enloquecen y contagian al órgano, y vuelve la caricia, esta vez dos veces, que advierte que empieza la función, y que si peticiones, y que si sueños que no se han cumplido. Y tenéis que cruzar la puerta y quedaros una vez más, que ahora ya no se sabe si es la voz (el vozarrón) de Carlitos o el violín quien me está poniendo los pelos de punta, porque sus sonidos se mezclan en uno sólo, antes de que Robe sentencie nuevamente:

Dejo las ventanas sin cerrar
y la cama sin hacer
y la puerta abierta
por si me quiero marchar
que nada me entretenga

Y dejo las canciones sin final
porque no puedo saber
cómo acaba el cuento
por si no quiero volver
y nada fuera cierto

Una vez más, Robe deja clarísimo que no es el dueño de sus emociones, y le sigue un solo de guitarra apoteósico, interminable, con el tema del disco golpeando de fondo. Todo lo que ha pasado hasta ahora concentrado en unos segundos apabullantes en los que un Robe que no es el dueño de sus emociones y perdió el gobierno de sus propios actos hace que todos bailemos como una puta loca. El violín avisa de lo que parece ser el inevitable final de esta maravilla, pero es una falsa alarma. Carlitos berrea para que la magia dure un poco más y, de nuevo, la banda entera lanza la melodía a lo más alto. Y ahora sí, el violín toma las riendas ordenando que, poco a poco, nota a nota, toda la pieza eche el freno.

¿Se ha acabado? Por suerte, no. Robe, desgarrador, declara al comienzo de la Coda feliz:

Ahora soy un adicto
feliz
A mí nadie me ha visto
llorar
Ahora soy un adicto
de ti
Y del aire que respiras
que nunca se me termina

Insiste:

Y ahora soy un adicto
feliz
A mí nadie me ha visto
llorar
Ahora soy un adicto
de ti
Y del eco de tus pasos al llegar

Y una tercera vez, ahora con el resto del grupo haciéndole los coros:

Ahora soy un adicto
feliz
A mí nadie me ha visto
llorar
Ahora soy un adicto
de ti
Y de tu piel
Y de tu boca

Entra la melodía, con fuerza, pero es una ilusión, pues al poco se desvanece como si fuese arena cayendo entre los dedos y nos quedamos con las ganas de saber más de esta maravilla. Pero Robe no ha dejado de advertirlo al decir que dejaba las canciones sin final, así que miel en los labios. Bueno, más bien en los oídos. Que si uno viaja en el tiempo y asiste a alguno de los conciertos de la gira que acompañó al lanzamiento de este disco puede disfrutar de la coda al completo (o si busca en Youtube grabaciones que hizo la gente, aunque no es lo mismo). No es por presumir, pero yo estuve en tres de esos conciertos, bailando como una puta loca. Vale, sí es por presumir. Por presumir y por buscar una forma de terminar esta interminable entrada.

Y si alguien es lo suficientemente masoquista como para considerar que esto se ha quedado corto, puede echarle un ojo al video de Lewis Texidor para saber más detalles sobre la técnica del disco, o al de Judit Valkiria analizando la letra. O a los dos de Juancaraes: uno sobre las bases filosóficas que se cuelan en cada tema y otro con detalles sobre los instrumentos y algunas autorreferencias. Tengo que reconocer que me he subido a hombros de todos ellos para poder soltaros semejante turra.

Imagino que después de leer (y escuchar) todo esto os estaréis preguntando, en primer lugar, si me he quedado a gusto y, en segundo lugar, si tiene algo que ver el disco de Robe con el viaje. Pues bien, os voy a responder a ambas preguntas con un "sí, y mucho". Mayéutica es lo que yo estuve escuchando a través de mis auriculares durante el breve vuelo que nos llevó de Siem Reap a Hanoi.

Y ahora, como dijo el presidente yanki Lyndon B. Johnson en 1964, metámonos con Vietnam. Os dejo una de las primeras fotos que hice allí para ir abriendo boca:


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