lunes, 11 de diciembre de 2017

Pif, pif, pif...

Venga, voy a volver a meterme en las obras del centro comercial Vallsur, que a la gente le hizo mucha gracia enterarse de la angustia que pasé con mi compañero de clase aquella tarde y lo de colarnos por el tubarro no fue lo único interesante que hicimos en el lugar.

No obstante, antes quiero hablar un rato acerca del centro comercial en sí. Y lo hago más que nada por rellenar esto un poco, pues si me ciño a la historia no me salen más de tres párrafos, y no es plan. Que una cosa es dedicarme a escribir estos artículos por amor al arte y otra venderos humo y reírme en vuestra puta cara, como si yo fuese Santiago Calatrava.

Recuerdo que la aparición del mastodonte comercial revolucionó bastante nuestras vidas. Hoy en día, esta clase de centros surgen como setas en cualquier lugar del mundo civilizado, pero antes de su inauguración en mil novecientos noventa y ocho no era fácil dar rienda suelta al consumismo en la zona sur de Valladolid: dentro de los límites de mi propio barrio, sólo contábamos con un quiosco y la tienda de Elena, que despachaba los bienes de consumo justos para no morir de inanición, en plan charcutería y cuatro cosas más (por cierto, algún día, si doy con ellos, os enseñaré los dinosaurios que estuvo regalando durante una temporada con el jamón de york y que me hicieron almorzar y merendar dicho fiambre durante meses). También había un diminuto supermercado llamado La Gloria al que nunca íbamos porque era de un carero que te cagas (años después el establecimiento se trasladaría a la entrada de la pija urbanización El Pichón, incrementando más aún si cabe sus precios), y a un kilómetro de donde yo vivía (que era donde comenzaba realmente la civilización, pues para alcanzar mi barrio había que cruzar unos descampados por los que mucha gente no se atrevía a meterse de noche) podía encontrarse el supermercado de la, ojo al dato, Sociedad Cooperativa Nuestra Señora de la Merced. Algún día os contaré más cosas acerca de La Merced, que me huelo entrada aparte.

A pocos metros de este centro había un supermercado El Árbol, por el que yo sentía una relación de amor-odio. Y es que dicho centro contaba con la posibilidad de hacerse con la tarjeta Turyocio, y yo, que siempre he sido muy inocente para esas cosas, pensaba que los turys eran muñequitos de colección que se entregaban en línea de cajas, y no puntos canjeables por viajes y regalos (con los corticoles de El Corte Inglés me pasó lo mismo, no os creáis). Además, la mascota de esta tarjeta era una maleta con el pelo de punta de lo más salao:

fuente: ciao
Pero qué bicho más salao, joder

El problema es que había que ser mayor de edad para poder tener la tarjeta. Y eso me jodía.

Aparte de estos establecimientos que podríamos considerar "menores", Valladolid contaba con sus Pryca y Continente reglamentarios, a los que íbamos una vez cada dos semanas a hacer la compra de las de rellenar el frigorífigo (el cual, no os lo perdáis, le tocó a mi abuela en un sorteo de yogures Danone. Muy loco todo) y en septiembre a por los libros de texto. Y aquéllos no podían considerarse centros comerciales como los conocemos hoy, pues aparte del hipermercado, lo único destacable que poseían era su tintorería reglamentaria, su tienda de revelado de fotos reglamentaria y su Belros reglamentario. Que el Belros mola más que La Rapa. Porque La Rapa es como el canto de una sirena, no me jodas. Te atrapa desde lejos con un olor a palomitas que es una delicia y cuando ya te has metido en el local y tienes las fosas nasales dilatadas a más no poder para disfrutar de la experiencia... Bajona. La peste a vinagre de los encurtidos te arrea una hostia que te quieres morir. Bueno, pues eso no pasa con el Belros, porque allí no venden encurtidos de mierda.

Más o menos eso era lo que teníamos en Valladolid a finales del siglo pasado. Y entonces llegó Vallsur.

El hipermercado de turno que ocupó la planta baja de este nuevo centro comercial fue Eroski, y antes de abrir sus puertas, llevó a cabo la compra de La Merced. Así que, de la noche a la mañana, el supermercado de barrio de toda la vida pasó a tener un nombre VASCO, con artículos que poseían la descripción en castellano, catalán, gallego y VASCO, y quienes salían de allí portaban bolsas de la compra que dejaban bien claro que se había consumido en un local VASCO. Y como la gente de Valladolid, por aquellas fechas, aún pensaba que País Vasco y ETA eran la misma cosa, durante las primeras semanas se vio mucha ceja levantada con desconfianza entre los paisanos que deambulaban por el supermercado... VASCO (para que luego digan que lo de "Fachadolid" no nos viene como anillo al dedo).

A mí, personalmente, lo único que me disgustaba del Eroski era que allí, en lugar de la Turyocio, la tarjeta de puntos de turno era la Travel Club, que tenía un avión en el logo en lugar de una mascota molona. Eso sí, he perdido la cuenta de teléfonos, relojes y juegos de Game Boy que he conseguido en casa gracias a la Travel. Un beso para la Travel.

Aparte del Eroski, Vallsur contaba con varios establecimientos en los que pude echar a perder las frías tardes del invierno castellano durante mi adolescencia: el Bocatta donde probé mis primeros cafés, una sala recreativa de las que dan puntos por partida en la que me vicié tanto al Radikal Bikers que acabé comprándome la Play Station (en otra tienda de Vallsur, por cierto) únicamente para poder jugar a ese juego en mi casa y en la que mi hermano y yo nos dejamos una pasta para poder conseguirle un Squirtle de peluche a un pariente lejano VASCO (es que en mi casa habían sabido cómo educarnos y no teníamos prejuicios), un quiosco cuyo dueño me cobró veinticinco pelas de más por la revista QUO al leer el precio de Canarias en vez de el de península y que me las devolvió cuando volví a pasar por allí al mes siguiente, una tienda muy hippie que siempre tenía música de fondo de la que le gustaba a mi profesora de inglés y que vendía el mejor incienso que he encendido hasta la fecha, una tienda de deportes que siempre le hacía un cinco por ciento de descuento a mi abuela porque ella lo pedía al pagar usando las palabras mágicas "oye, maja, que soy pensonista"... Todas estas tiendas, por cierto, ya no existen. De hecho, Carrefour compró Eroski y los recuerdos de mis primeras visitas al lugar se difuminan un poco más cada vez que vuelvo allí, como la foto de Regreso al futuro.

En fin, que yo realmente no venía a hablaros de eso, y al final me he liado. Lo de las obras.

No recuerdo muy bien si la anécdota que voy a contaros hoy ocurrió antes o después del affaire tubarro, pero los prolegómenos fueron los mismos: los minutos previos a la entrada en el colegio por la tarde, un lugar en construcción libre de albañiles y vigilancia y un grupo de mocosos irresponsables. Digo "grupo" y no "pareja" porque en esta ocasión éramos varios quienes nos colamos en el lugar. Para más inri, nos acompañaban varias compañeras de clase, lo cual era de extrañar, pues chicos y chicas dedicábamos nuestros ratos de ocio a actividades bastante diferenciadas y era difícil mezclarnos por sexos (últimamente estoy dándole muchas vueltas a este asunto y no descarto que me dé para daros la turra al respecto algún lunes). De hecho, esto que acabo de contar se pudo comprobar in situ aquel día, en el preciso instante en el que se alcanzó el clímax de la anécdota, pues habíamos entrado en la zona de obras como un grupo compacto, pero poco después ya nos habíamos separado como si fuésemos los baños de cualquier bar que no sea un Starbucks neoyorkino (porque sólo tienen un baño gender neutral y así únicamente tienen que limpiar la mitad de mierda). Y a ambos "equipos" nos separaba una pila de enormes tuberías de distancia.

Si la memoria no me falla, allí había unas seis u ocho tuberías, apiladas en dos filas, con un diámetro de unos cincuenta centímetros cada una y lo suficientemente largas como para requerir que uno de nosotros tuviese que esforzarse considerablemente si pretendía que una piedra lanzada desde un extremo alcanzase el opuesto.

Porque (se masca la tragedia) a aquella actividad nos estábamos dedicando los chicos en aquel momento, al tiempo que disfrutábamos del curioso sonido que cada piedra arrojada hacía al chocar con el interior del tubo. Algo así como "pif, pif, pif...".

Y ¿qué estaban haciendo ellas mientras tanto? Pues hablar de sus cosas y asomarse inocentemente al interior de las tuberías para comprobar qué se veía al final de las mismas.

No hace falta que os dé muchos detalles acerca de lo que pasó entonces, ¿verdad? Yo, que estaba curtido en esto de tirar piedras porque uno de los pasatiempos favoritos de mi infancia consistía en hacerlas rebotar sobre la superficie de la charca que había a las afueras de mi barrio, no lo tenía nada difícil para conseguir "cruzarme la tubería de una pedrada". Y mi lanzamiento estuvo acompañado de varios "pif" tras los que llegó un suave "toc" en el momento en el que el canto alcanzó el final de la canalización. Acto seguido, del otro extremo del grupo de tuberías vimos como una de las chicas, tapándose una de las cejas con la mano, se incorporaba mientras arrancaba a llorar atrapada por la histeria. Y yo supe que se había terminado aquel juego para siempre. Un poquito más de fuerza, o un par de centímetros de diferencia en la trayectoria, y aún seguiría lamentándome por la desgracia. Pero todo quedó en un susto, tranquilos. No hizo falta coser ninguna ceja y la herida se cerró en pocos días. Al contrario que el odio que aquella chica empezó a profesar por mí desde aquel instante, que seguramente perdure a día de hoy.

Y... Pues sí. Básicamente era eso lo que quería contar esta semana. Lo de la pedrada y tal. ¿Véis como he hecho bien en meter relleno?

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