El otro día me vino a la mente un recuerdo de infancia de ésos que caben en un par de párrafos, pero que requieren detalles y aclaraciones en lo referente a personajes y lugares, haciendo que la historia se alargue considerablemente. Por ello pensé "de puta madre, ya tengo para una entrada", y aquí estoy, poniéndome a ello.
Lo que voy a contar tuvo lugar una mañana de lunes, martes, miércoles, jueves o viernes de principios de los noventa. Sé que no fue ni sábado ni domingo porque ocurrió en mi colegio, en horario lectivo; y no puedo concretar el año porque no me apetece echar cuentas y calcular cuándo cursé segundo de primaria. Lo que sí puedo es deciros que empecé dicho curso con traumita. Resulta que mi centro escolar contaba (y cuenta) con, además de un majestuoso pinar y un polideportivo en el que durante sus primeros dos años de existencia estaba prohibido entrar con calzado de calle para no joder el recién estrenado parquet, tres edificios de aulas en el que los alumnos éramos clasificados por edades, como las pelis del videoclub: el primero, rodeado por su propia verja y dotado de estanques de arena y algún que otro columpio, era "el colegio de los pequeños", donde se cursaba preescolar/infantil y los dos primeros cursos de EGB/primaria. El segundo bloque, conocido como "el colegio de los mayores", albergaba al resto de la educación primaria. Y por último, junto a éste, se alzaba gris y feo de cojones el instituto, donde estudiantes de secundaria se afanaban en preparar los cursos previos a la entrada en la universidad o se tocaban los huevos esperando alcanzar la edad en la que nadie les obligase a estar allí.
Si habéis prestado atención hasta el momento (y os felicito por ello, pues soy consciente de que estoy soltando una chapa estupenda), habréis empezado a dibujar en vuestra mente a mi yo de siete años jugando felizmente en la arena del cole de los pequeños, seguro y feliz tras su verja, pero por desgracia no fue así. Al comenzar el segundo curso se nos notificó que pasaríamos al colegio de los mayores, ya que había excedente de párvulos y no cabíamos todos en el edificio. Mis compañeros celebraron el ser considerados menos niños de lo que les correspondía como auténticos hooligans, pero a mí lo de abandonar la infancia un año antes de lo esperado me sentó como un jarro de agua fría: me imaginaba que cada día a partir de aquel entonces me iba a tocar lidiar por los pasillos y en el patio con maromos MUCHOS años mayores que yo, entre los que seguramente habría bastantes mamelucos encantados de putear a mocosos como nosotros. Joder, si es que había tíos escolarizados con más barbas que el conserje, no me jodáis.
Pero al final no fue para tanto, tú. Resultó que quienes contaban con más edad en el colegio tenían mejores cosas que hacer que meterse con criajos y mi constante temor a protagonizar mi propia versión de The Warriors nunca se materializó. Aunque en una ocasión faltó poco para que así fuese, ya veréis.
En lo relativo a la media hora de recreo, raro era que no la dedicásemos a jugar al fútbol entre los pinos del patio, previo paso por los lavabos para vaciar vejigas que habían estado acumulando líquido durante las tres primeras horas lectivas ("ahora estáis en el colegio de los mayores y no se puede ir al baño durante las clases mimimimimi" decían los profesores, haciendo que odiase AÚN MÁS aquel edificio). Pues bien, el día de la anécdota nos encontrábamos cuatro o cinco compañeros de clase haciendo uso de los urinarios y pensando en el partidillo que se avecinaba, y entonces un externo protagonista al que podríamos calificar como "macarra" hizo su aparición estelar. Considerando la distorsión que otorga ver la realidad con los ojos de un niño y que apenas levantábamos un metro del suelo, es posible que exagere al decir esto, pero en mi recuerdo aquel pavo (con su cazadora de cuero y todo), que nos sacaba cuatro cabezas, no andaba lejos de la mayoría de edad. Vamos, una versión chunga de Quimi, el de Compañeros, pero muchos años antes de que existiera esa serie:
![]() |
fuente: atresmedia Seguro que el de mi historia también tenía moto y todo |
Si a esto añadimos que en vez de sacarse la chorra para mear, lo que el jambo hizo fue sacarse un cúter del bolsillo de la chupa y empezar a grabar con él el símbolo anarquista en la puerta del baño, comprenderéis que a mis compañeros y a mí se nos pusieran los huevos de corbata. Invadidos por el estupor y el canguelo, los infantes contemplamos la escena en silencio, deseando que el adolescente terminase su obra y se largase cuanto antes, pero uno de nosotros (a quien años después yo pondría un mote que no voy a reproducir aquí pero que hace que me sienta mal y bien a partes iguales: mal porque está feo poner motes, hombre; y bien porque dicho sobrenombre le duró hasta que empezó la carrera y eso tiene su mérito), en pleno ataque de insensatez, se encaró al del cúter, reprochándole con su vocecilla infantil que uno no podía ponerse a rajar puertas de centros de enseñanza públicos así como así y que pensaba dar parte a la profesora de turno. Con dos cojoncillos.
Imagino que sabréis como termina la historia de David y Goliat, ¿no? Bueno, pues en el baño de mi colegio pasó justo lo contrario. El vándalo trincó a mi compañero por los hombros y, tras meterle un empujón contra la pared, bramó con su vozarrón tardoadolescente que como se atreviese a soltar una palabra, su cara iba a terminar peor que la puerta. Tras este feo comportamiento, abandonó el lugar y salió al patio, lleno de un orgullo cobarde que sólo un abusica de mierda como aquél podría sentir. Y entonces mi compañero, más pálido que los urinarios que nos rodeaban, esperó unos segundos para tomar la misma ruta de salida, localizó a la maestra más cercana y le largó todo lo sucedido entre lágrimas más de impotencia que de miedo.
No se trataba de Asun, la de religión; ni de Charo, la de gimnasia (que era un cacho de pan, la pobre). Tampoco era Ofelia la que estaba allí (que tenía un rato de mala leche pero imponía poco). La casualidad quiso que aquella mañana el papel de guardiana de patio le tocase a Angelita. Angelita, ni más ni menos.
Antes de contaros cómo acaba la historia, permitidme que os la describa: físicamente, se trataba de una mujer de entre cincuentaymuchos o sesentaypocos con una estatura por encima de la media (MUY por encima). Su cuerpo, alargado como la sombra del ciprés en la novela de Delibes, se hallaba coronado por dos hombreras exageradas, entre las cuales destacaba una melena blanca que mantenía un volumen increíble gracias a litros de laca diarios y que hacía juego con su palidísima caraza, pues tampoco solía quedarse corta en lo que respectaba a maquillaje. Era algo así como Panti pero con gafas de montura fina y con los andares de quien se ha tragado el palo de una escoba. De hecho, mi abuela, haciendo alarde de un ingenioso hijoputismo castellano, solía referirse a ella (a sus espaldas, por supuesto) como "la alta viejorra" (vale, ya sé de dónde he sacado yo lo de poner motes a la gente). Y desde el punto de vista lectivo... Andaba más cerca de la vieja escuela que de la nueva. Sé de lo que hablo: el año anterior había sido nuestra tutora, y lo primero que hacía cada mañana era obligarnos a rezar un padrenuestro (hasta que algunos progenitores pusieron el grito en el cielo con toda la razón del mundo porque eso no tenía cabida en una escuela pública) y leernos un fragmento de un libro de urbanidad para niños y niñas que describía cómo nos teníamos que lavar las manos después de hacer caca y cosas así. A lo dicho habría que añadir algún cachete por aquí y por allá a los alumnos que peor se portaban (que peor nos portábamos, ejem) y un aura de severidad a lo Clint Eastwood en El sargento de hierro que nos solía poner a todos más firmes que las púas de un peine.
Bueno, pues allí estaba ella, escuchando atónita cómo mi compañero se chivaba de todo lo que os he contado. El macarrilla, que además de un abusón era un poquito gilipollas, había decidido quedarse a la vista, creyéndose el rey del recreo, por lo que Angelita tardó en localizarle el tiempo que le llevó a la víctima levantar el brazo y apuntar en su dirección con su dedito acusador. Fue entonces cuando la profe, con sus andares de comparsa de gigantes y cabezudos, se acercó al pavo y le dijo algo en plan "vente conmigo, chico", al tiempo que nosotros nos retirábamos con el objetivo de que el susto se nos pasase entre patadas al balón.
Teniendo en cuenta que los recreos duraban media hora, y restando el tiempo que duró el incidente del váter y el consiguiente parte a la autoridad competente, tuvimos unos veinte minutos de partidillo durante los cuales nos dedicamos a imaginar a Angelita convirtiendo el colegio de los mayores en el cuartel de Intxaurrondo y jugando su partido de fútbol particular con las pelotas del muchacho, habida cuenta de cómo se las gastaba (insisto: el año anterior yo me había llevado alguna que otra merecida galleta por su parte). Al sonar la sirena que marcaba el fin de nuestra libertad, corrimos a la entrada del edificio y contemplamos una escena ligeramente diferente a la que nos esperábamos.
Allí estaba Angelita, con una serenidad y una calma acojonantes, y frente a ella permanecía el gamberro, convertido en una parodia de sí mismo bajo aquella chupa de cuero que de repente parecía quedarle varias tallas grande. Mientras los alumnos nos dirigíamos a nuestras respectivas aulas, pasé cerca de esta pareja y descubrí que de los ojos de él, enrojecidos por un llanto de los que duran un buen rato, aún brotaban lagrimones (algo fácil de ver bajo mi perspectiva, pues el zagal no se atrevía a despegar la mirada del suelo). Las piernas le temblaban cosa mala, y aunque no fue el caso, no me habría extrañado que a aquellas alturas éstas se hubiesen encontrado sobre un charco de su propia orina.
Os estaréis preguntando cómo logró la profe doblegar al mastuerzo y convertirlo en semejante guiñapo. Pues resulta que, al contrario de lo que mis compis y yo pensamos, no se dedicó a recrear El crimen de Cuenca. Lo que hizo Angelita fue echar mano de la experiencia que le daba venir de la vieja escuela, con sus padrenuestros, sus manuales de urbanidad y sus técnicas de guerra psicológica de la época, y largarle veinte minutazos de sermón durante los cuales sólo Dios sabe qué leches le estuvo diciendo para apretarle TANTO las tuercas.
Angelita, ni más ni menos.

No hay comentarios:
Publicar un comentario