Tras una mañana visitando templos que había comenzado mucho más pronto de lo habitual a la que había seguido un rato de descanso en la piscina del hotel, Jorge y yo fuimos andando al centro de Siem Reap, pero antes de ello me acerqué a por la colada que había dejado pendiente la tarde anterior.
Por el camino que nos llevaba al centro nos tocó parar más de una vez para chocar los cinco con los muchos críos que salían a nuestro paso gritando high five! High five! entre risas, y ya que no habíamos probado el café en no sé cuántas horas, nos metimos en una cafetería estilo Starbucks para que nuestros cerebros repostasen adecuadamente. Una vez espabilados, continuamos nuestro callejeo, el cual nos llevó a un mercado de artesanía cuyas pijadas a la venta nos atrajeron como canto de sirenas. Y es que en uno de los primeros stands por los que pasamos había expuestos bolsos y estuches de distintos tamaños confeccionados con tela de sacos viejos. La dependienta nos contó que se los compraba a una especie de oenegé de comercio justo que empleaba a mujeres en riesgo de exclusión social y tal, y Jorge picó y compró una funda de portátil para su novio.
Y yo piqué y me compré este estuche que ahora uso para guardar monedas y billetes de distintos países:
¿Que por qué digo que picamos? Pues porque, o bien la susodicha dependienta nos la había colado, o la supuesta oenegé contaba con una cadena de producción que ríase usted de Inditex. Y es que minutos después descubrimos que los mismos bolsos y estuches se encontraban a la venta en decenas de lugares diseminados por toda la ciudad. Y muchas veces, a mejor precio.
El paseo nos llevó entonces a una zona con otro tipo de puestos. Esta vez, de comida, y a un precio sospechosamente barato para los estándares de Siem Reap. Y si esto no fuese suficiente motivo para hacernos levantar una ceja, el fuerte y nada agradable olor que invadía la zona nos terminó de convencer para pasar de largo y buscar un lugar que inspirase más confianza a dos paranoicos como nosotros.
Un par de días después, un grupo de españolas nos haría descubrir que habíamos tomado la decisión correcta.
Al final nos decantamos por uno de los restaurantes de la zona turística y nos comimos una pizza, que igual a alguno le parece un sacrilegio eso de volar a la otra punta del mundo para consumir algo que pueden servirme a cincuenta metros de casa, pero estaba buena. Y eso es lo que cuenta.
Después de cenar, aprovechando que estábamos en el centro, Jorge buscó en las tiendas de souvenirs de la zona la dichosa tela que le permitiese hacerse un mantel para la mesa del salón, pero fracasó en su intento. Yo, mientras tanto, me dediqué a sacarle fotos al cocinero de un restaurante cercano cuyo fogón se encontraba en la calle, pues las llamaradas que provocaban lo que fuese que estaba preparando constituían un espectáculo muy efectivo a la hora de atraer comensales. El problema es que, incluso aunque el hombre me avisaba con gestos para que pudiese retratar su performance, no logré echar ni una triste foto decente, por lo que, al igual que Jorge, yo también fracasé en lo que estaba intentando.
Decididos a dar por terminada la jornada, caminamos de vuelta al hotel, pasando en nuestra ruta por un local de masajes que, en esta ocasión, no contaba con personal que nos abordase como la tarde anterior (o que estuviese dentro, tirado en el suelo, bajo la influencia de alcohol y/o estupefacientes, como la tarde anterior), por lo que decidimos entrar y recibir un masaje del que tengo pendiente hablar en otra entrada porque soy así de ruin.
Tras esto, volvimos a pasar por el bar de la víspera, y aquí repetimos la misma escena casi al pie de la letra: pedimos dos long island con la intención de charlar tranquilamente y, al poco de ser servidos, comenzó una actuación que nos impidió abrir la boca.
Después de unos minutos de música en directo, y conscientes de que lo largo que había sido el día y de que ya tenemos una edad, Jorge y yo consideramos, ahora sí, que era buen momento para recogerse hasta la mañana siguiente. Peeero... por el camino, y mientras pasábamos junto a una de las muchas terrazas diseminadas por la calle, Jorge me dijo:
—José, esa gente nos ha saludado.
A lo que yo respondí:
—Qué coño. Aquí no nos ha saludado nadie.
Y él:
—Que sí, que nos han saludado. Vamos a ver.
Así que fuimos a ver. Dimos media vuelta y nos acercamos a una de las mesas, desde la que un grupito de gente, efectivamente, nos había hecho así con la mano. Tras presentarnos, recibimos la oferta de encontrarnos con ellos en el centro más tarde, ya que pensaban tomar algo en un bar que se llamaba nosequé (no, no me quedé con el nombre en el momento). Sin embargo, el cansancio del día pesaba, así que declinamos amistosamente su propuesta y volvimos a ponernos en marcha. Peeero... la idea de juntarnos con gente totalmente desconocida en un país tan alejado de casa resultaba interesante. Bueno, en realidad me resultaba interesante a mí, porque Jorge, a aquellas alturas, sólo quería dormir.
Y tras unos minutos dando vueltas a las diferentes posibilidades, terminé por decir a mi compañero de viaje: "sujétame los souvenirs un momento, que te veo luego en la habitación" y me volví caminando al centro, yo solo, en busca de dicho bar.
Primero pregunté a un grupo de masajistas que, en la puerta de su correspondiente local, me dijeron que no les sonaba nada parecido a nosequé, pero que si quería un masaje. Y yo que no, que gracias, que acababa de darme uno. Luego probé con un chiquillo que deambulaba por allí, y él también negó saber de tal sitio para después pedirme un dólar. Pero yo no tenía suelto, se siente, chico, así que intenté por tercera vez, esta vez preguntando a un hombre parado en mitad de la calle. Este hombre, que tampoco conocía el bar nosequé, me preguntó entonces que si quería comprarle cocaína (os lo juro) y yo ya estaba a punto de concluir que aquello era una broma pesada que gustaban de gastar a turistas panolis como yo cuando vi que, allí mismo, el lugar existía, y una de las mesas de su terraza estaba ocupada por la misma gente que nos había hecho así con la mano poco antes.
Me uní a ellos, y sus expresiones de estupor (pues no contaban con que ninguno de nosotros aceptase su propuesta) dieron paso a un clima muy agradable acompañado por un par de copas (que pedí sin hielo, pues os recuerdo lo de mi miedo constante a las intoxicaciones alimentarias). Me contaron que eran de Tailandia y que querían abrir un bar en la zona. Y esto me hizo sospechar que igual el motivo de su cortesía hacia mí era el sablarme de alguna manera, pero no fue así. Tras un rato de charla en aquella terraza, fuimos a un club en el que pedimos una botella de Jack Daniels y varias cocacolas para compartir.
No sé si fue al tercer o al cuarto Jack Daniels, pero llegó un momento en el que dejó de importarme lo del hielo. Y horas después, cuando en mitad de la noche nos fuimos a comer algo a un local que, milagrosamente, aún se encontraba abierto, tampoco es que me importase mucho el contenido de los platos. Eso sí, la parte de mi cerebro que aún razonaba decidió sacar una foto por si acababa en urgencias y me tocaba dar explicaciones:
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Hay huevo, sopa de arroz, verduras y creo que pescado |
Pero no, no acabé en urgencias. Seguí de fiesta con esa gente toda la noche haciendo caso omiso a lo que el sentido común le estaba pidiendo a gritos a alguien tan viejo como yo, y cuando decidí volver al hotel (tras prometer que al día siguiente volveríamos a vernos, y que esta vez Jorge también se uniría), el día comenzaba a clarear.
Lo del viacrucis en que consistió mi retorno lo dejo para otra entrada, ¿vale?

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