Como estaréis imaginando quienes hayáis seguido la serie de entradas sobre mi viaje con la que os estoy dando la turra durante este año, empezaré ésta en la que voy a terminar de relataros mi primer día en Bangkok diciendo que yo iba con sueño acumulado. Recapitulemos: salida de mi casa, tres horas de tren a Viena y once de avión a Tailandia, llegada al aeropuerto, viaje en taxi a la capital y medio día pateando. ¿Qué queréis que os diga? Doy gracias a Buda por no haber caído frito en mitad de la acera nada más salir del restaurante en el que dimos cuenta de nuestra primera comida allí.
Pero es que aún nos quedaba mucho por ver en aquella jornada. Nuestros pasos nos llevaron uno de mis sitios favoritos de todo el viaje, el cual descubriréis enseguida. Pero antes de adentrarnos, figuras cubiertas de pan de oro captaron nuestra atención:
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Muchas de las fotos que hice están fuera de foco. Y por lo visto la culpa no es del todo mía (y aquí es donde yo debería enlazar un artículo que vi hace poco en el que un pavo se quejaba de lo difícil que era enfocar con el objetivo 50mm de Canon, pero no he logrado volver a encontrarlo, así que voy a quedar como un bocazas y ya) |
Tras dejar atrás las estatuas fuera de foco, ahora sí, pasamos a la larguísima sala que alojaba el Buda reclinado, una imagen de cuarenta y seis metrazos de largo. Conseguir retratar sólo su cabeza ya me supuso un quebradero de ídem, habida cuenta del tamaño:
Para que os hagáis una idea de la monumentalidad, atención a los pies:
Bueno, pues entre cabeza y pies, otros cuarenta metros, así que calculad el tamaño.
Salimos del lugar y nos calzamos, que no he dicho esto hasta ahora, pero uno tiene que descalzarse antes de entrar a cada uno de aquellos sitios, y aunque Jorge era un despreocupado que se libraba de las zapatillas sin desatar los cordones, a mí se me ha educado de cierta manera y cada nuevo templo o sala atestiguaba cómo me sentaba en los escalones de la entrada, desabrochaba y aflojaba cordones de ambas playeras y acto seguido las dejaba colocaditas junto a las de los otros turistas y visitantes. Luego no es de extrañar que cuando voy a comprarme calzado porque me he comido las suelas de tanto andar y correr, el de la tienda las vea desde arriba y se extrañe porque están como nuevas. Pero no, amigo. Lo que pasa es sé que las cosas valen un dinero y hay que actuar en consecuencia para que duren y tal.
¿Por dónde iba yo? Ah, si. Lo de Tailandia.
Total, que dedicamos el resto de la tarde a recorrer el interior de Wat Pho y maravillarnos con su decoración y con las decenas (aunque quizá pueda decir "cientos" y no me equivoque) de estatuas de Buda de sus claustros. Algunos sentados:
Y otros de pie:
Y alguno que otro más grande. No tan espectacular como el reclinado, pero también teniendo su mérito.
Tras esta lección de Barrio Sésamo budista, abandonamos el complejo y fuimos a tomar un café con tarta mientras reflexionábamos acerca de lo musical que suena el acento tailandés, pues (y esto lo dice la Wikipedia) el idioma cuenta con una fonología bastante variopinta. Tras encafetarnos adecuadamente, salimos de nuevo al exterior y callejeamos un rato por el cercano mercado de las flores:
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Me hubiese gustando poder compartir una foto con más ángulo, pero a esas horas de la tarde no pude conseguir nada mejor. Yo me entiendo |
Se acercaba la hora de la cena, y voy a aprovechar esa circunstancia para contar un detalle: resulta que Jorge leyó no sabe dónde que Bangkok cuenta con algo así como puestos de comida callejera que, ojo cuidao, tienen estrella Michelín. Que uno, al enterarse de esto, se imagina que tales establecimientos, por muy callejeros que sean, tendrán una afluencia de las de ver la cola desde lejos y darse media vuelta invadido por la pereza. Pues bien, nosotros nos topamos con un local que se encontraba prácticamente vacío, pero que contaba con un bonito cartel a la entrada en el que aparecía representado el muñeco ése horrible blanco, mascota de la empresa gabacha de neumáticos. Jorge y yo dedicamos unos segundos a preguntarnos si habríamos dado con el famoso lugar por casualidad, y viendo que los platos de quienes ya estaban cenando allí tenían buena pinta, le concedimos una oportunidad al restaurante.
Pues al final resultó ser un local con estrellas Michelín, fíjate tú. Concretamente, con CERO estrellas Michelín, que lo de la entrada no era más que un truco para atraer a turistas panolis como Jorge y como yo. Pero bueno, ya que habíamos caído, nos quedamos a cenar y dimos cuenta de una deliciosa variedad de platos fritos (la idea de que la comida nos iba a sentar mal seguía asentada en nuestros pensamientos cada vez que nos llevábamos los palillos a la boca). Yo, entre otras cosas, cené esto:
La hora de cerrar se acercaba, pues el personal comenzaba a colocar las sillas de los sitios vacíos sobre las mesas, y no había yo terminado de trincarme lo que acabáis de ver cuando contemplé como una de las empleadas, encargada ella de pasar la fregona, estrujaba ésta con ambas manos desnudas para escurrirle la renegrida agua sobre el cubo. Y yo le pedí a Buda que por favor mi plato no hubiese sido preparado por manos enjuagadas en agua de fregar.
Aquella noche no vomité ni tuve que empezar a tomar Fortasec, por lo que intuyo que mi cena fue preparada por manos muy limpias o que mi sistema digestivo es la hostia, pero la visión causó que tras salir de aquel lugar y pasar de nuevo ante la imagen de la mascota de Michelín que, ahora sí, claramente se estaba riendo de nosotros, me encontrase ligeramente preocupado. Pero bueno, la preocupación me duró poco. Concretamente, lo que tardamos en llegar caminando a un local de masajes en el que recibí una relajante sesión de la que hablaré en otra entrada porque soy así de ruin.
Y ya que el lugar se encontraba en una zona de bares de la capital tailandesa en la que puestos callejeros ofrecían la oportunidad de degustar escorpiones y carne de cocodrilo (lo cual evitamos haciendo uso de nuestro sentido común), aprovechamos los últimos minutos del día para tomar el primer long island de muchos (sin hielo, ojo, que el hielo también le daba miedo a nuestros estómagos) en una terraza cercana, disfrutando de la extraña sensación que produce en alguien criado en Europa encontrarse en pantalón corto al aire libre una noche de noviembre. Que vale que dentro de unos años, a causa del cambio climático que seguís negando porque sois idiotas, lo del pantalón corto en invierno será tendencia en Europa, pero no quise preocuparme por ello entonces. Entonces, mientras Jorge y yo dábamos cuenta de nuestras bebidas, preferí pensar en todo lo que llevábamos visto a pesar de que aquél era sólo el primer día de nuestro viaje, e imaginé que, a ese ritmo, tendríamos historias como para llenar un blog de entradas semanales durante todo un año, ejem, ejem.
También pensé que tenía un sueño de la hostia, lo cual era lógico, así que me terminé el long island rapidito y nos largamos al hotel, que ya iba siendo hora de dormir un poco, ¿no? Además, al día siguiente nos esperaba otra estupenda paliza, ya veréis.

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