lunes, 13 de noviembre de 2017

Pesan

El colegio en el que cursé Educación Primaria contaba con un patio ENORME, lleno de pinos que nos permitían dedicar los recreos a lapidarnos con piñas los unos a los otros y con unas pistas polideportivas de una extensión tan grande, que podrían dar cabida a los huevazos que tuvo Fátima Báñez cuando llamó "movilidad exterior" a la fuga de jóvenes al extranjero por culpa de la crisis. Si bien contar con tanta superficie era una bendición cuando de salir al recreo se trataba, también es cierto que tanto patio tenía alguna desventaja. En concreto, para mi profesor de educación física, pues no le quedaba otra que desgañitarse cuando le tocaba impartir las clases al aire libre y debía dar órdenes a alumnos desperdigados por entre los pinos y las múltiples canchas de futbito. Este hábito más propio de un cabrero que de un docente fue haciendo mella en el pobre hombre, y llegó un punto en el que sólo se comunicaba con nosotros a base de gritos, con independencia de la distancia que nos separase de él.

Quizá fue por esta circunstancia por la que uno de sus consejos me influyó bastante durante mi niñez y adolescencia, pues solía decirnos vocearnos que "NO ES RECOMENDABLE HACER PESAS DURANTE EL CRECIMIENTO, QUE LOS MÚSCULOS SE ENDURECEN, NO DEJAN CRECER A LOS HUESOS Y OS QUEDÁIS ENANOS". Ignoro si tal afirmación contaba con una base científica, pero me bastó con el chorrazo de decibelios para decidir que no levantaría una mancuerna mientras tuviese que cambiar mis pesqueros pantalones por otros que me tapasen los calcetines de cuando en cuando. Así, a la edad de diecinueve años, mi cuerpo detuvo su crecimiento tras alcanzar el metro ochenta y nueve y yo decidí que ya no quería seguir siendo un jijas (eso en Valladolid significa estar muy delgado).

Fue entonces cuando me hice socio de la Fundación Municipal de Deportes, ya que una de sus instalaciones era el Polideportivo Pisuerga, el cual contaba con sala de musculación. Comencé a acudir a aquel recinto un par de veces por semana, y a los pocos días de empezar mi rutina me jodí la espalda para siempre por no hacer bien uno de los ejercicios. Desde entonces, cada vez que muevo los hombros, mi caja torácica suena como si estuviese preparando palomitas dentro de ella.

Sin embargo, este contratiempo no provocó que cancelase mis planes musculadores. Tras unas cuantas sesiones de fisioterapia de las de recibir corrientes e infrarrojos, me apunté a otro gimnasio vallisoletano que, cinco años después de haberme venido a Irlanda, aún echo de menos, pues estaba equipadísimo con toda clase de aparatos y tenía un spa del que salía décadas más joven cada vez que lo visitaba.

Una vez puse Mar Cantábrico de por medio y me establecí en Dublín, empecé a ir a un gimnasio próximo a mi casa situado en el primer piso de un centro comercial. Comparado con el maravilloso recinto que había dejado atrás, este nuevo lugar era cutre hasta decir "basta". Sin embargo, habida cuenta de que el objetivo original consistía en acabar la sesión con agujetas, el polvoriento lugar me hacía el apaño. No obstante, mi novia y yo tuvimos que mudarnos al sur de la capital irlandesa por cuestiones laborales, y esto me obligó a cambiar de gimnasio one more time.

Así, pasé un par de años yendo a un centro en el que podía volver a disfrutar de jacuzzi y sauna (muchas veces en compañía de la murciana) después de llevar a cabo mis sesiones de entrenamiento en una sala de cuyo techo colgaban varias televisiones que sintonizaban canales irlandeses. Allí aprendí que la televisión irlandesa es tan detestable como la española o incluso más.

Un nuevo cambio de trabajo volvió a traer consigo su correspondiente mudanza y la búsqueda de un nuevo gimnasio. El elegido en esta ocasión fue un cochambroso complejo por el que no había pasado una escoba en años. Tras un mes de prueba en el que mi descontento aumentaba conforme iba detectando las carencias del lugar, me di de baja para, poco después, unirme a una cadena de gimnasios que cuenta con varios emplazamientos en Dublín, tiene horarios muy cómodos y a veces recibe la visita de relaciones públicas que regalan red bull. Y así hasta hoy.

He de destacar un hecho curioso. Y es que, mientras que mis comienzos en esto de mover pesas tuvieron lugar en una época en la que ni siquiera existía Tuenti (vale que ahora tampoco existe, pero ya me entendéis), hoy en día es más que evidente que las redes sociales son el principal lugar de encuentro y reunión del común de los mortales. Y no menciono este detalle para quedar como un viejo cascarrabias, pero recuerdo que aquel idílico gimnasio vallisoletano estaba plagado de carteles que prohibían expresamente el uso de teléfonos móviles para evitar que gente con la mente sucia sacase fotos de los leggings y mallas a su alrededor, mientras que mi actual gimnasio redbullero no sólo permite el uso de estos aparatos, sino que además no para de dar la turra a sus miembros para que retraten sus ratos de entreno y luego lo compartan TODO en el mayor número de redes sociales posible. Por ello, raro es el día en el que no me encuentro a algún pavo sacando musculitos móvil en ristre ante uno de los espejos para luego descubrir su foto en la cuenta de Instagram del gimnasio con etiquetas en plan #NoPainNoGain #Effort #Crossfit #HereSuffering y expresiones de mierda por el estilo que el Primark pone por defecto en TODAS las prendas de ropa deportiva de mujer. Como si las tías no fuesen capaces de mover el culo sin que alguien tuviese que darles una palmadita en la espalda primero, no me jodas.

Bueno, pues yo no soy así. Con respecto a lo del móvil, quiero decir. Al igual que la inabarcable extensión del patio de mi colegio convirtió a don Pablo en un voceras, la prohibición de usar celular en mi primera etapa gimnasil aún me condiciona. Por ello, mi flamante BQ Aquaris E 4.5 (la E es de "ébola") siempre se queda en la taquilla cuando me ejercito. Así que he tenido que bajarme la siguiente foto de internet en lugar de sacarla yo mismo.

fuente: tradefitnesssolutions

¿Que por qué? Pues porque el otro día, mientras yo descansaba de pie entre serie y serie de press de banca junto al banco en el que las estaba realizando (pues hay varios rótulos en las paredes indicando que los aparatos se tienen que dejar libres para los demás mientras no se están usando), un muchachito situado a mi siniestra ejecutaba un ejercicio de encogimiento de hombros como el siguiente:

fuente: padotribo
Como el cruasán de la foto, pero con discos de veinte kilos en vez de mancuernas

Todo normal, ¿no? Al fin y al cabo, es lo que te esperas de alguien que está en un gimnasio, que levante las pesas que hay por allí y tal. Lo que NO es de esperarse es que esa misma persona, una vez acabe su serie, las deje caer al suelo con gran estrépito. Eso está feo y, a la larga, jode un equipamiento que tenemos que usar todos. Joder, si es que además hay cuarenta carteles repartidos por el lugar pidiéndote que no lo hagas, macho.

Y quizá fue porque al fin y al cabo sí que existe una justicia eterna y universal ante la que yo debería replantearme mi concepción del mundo que me rodea, pero resultó que una de las veces que el chaval soltó despreocupado los discos desde una altura de un metro aproximadamente, éstos cayeron de canto y volcaron hacia el mismo lado, arreando una hostia de cuarenta kilos, señoras y señores, al iPhone que instantes antes había utilizado para fotografiarse frente al espejo.

Os estaréis preguntando: "¿puede un teléfono de Apple, habida cuenta de la pasta que hay que pagar por él, sobrevivir a ligeros accidentes como el que he descrito en el anterior párrafo?" Bueno, pues creo que el pálido gesto de terror que invadió la cara del chaval cuando rescató su sepultado iPhone y el rato que yo estuve contemplando la escena mientras me aguantaba risas como el hijoputa que soy pueden responder a esa pregunta.

La cuestión es que el móvil, que no daba señales de vida a pesar de que su dueño trataba desesperadamente de reanimarlo pulsando una y otra vez sus botones, presentaba un aspecto que difería poco de esto:

fuente: the facts site
(dramatización)

A ver, que yo nunca he tenido un juguete de Apple, pero me da que semejante avería no tiene fácil arreglo. Y creo que el chaval pensó lo mismo, pues no había más que ver su cara mientras abandonaba el gimnasio cargando con su iPhone doblado.

Moraleja: haced siempre caso a lo que pone en los carteles del gimnasio, copón, que por algo están ahí.

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