lunes, 27 de febrero de 2017

Senectud, divino tesoro

El otro día fui a cortarme el pelo. Sé que le doy muchas vueltas a este tema, pero tengo un motivo para hacer algo así. Y es que éste es mi puto blog y aquí se habla de lo que me sale de los huevos. Siempre que a la Fiscalía le parezca bien, claro está.

Como ya deberíais saber más que de sobra, lo de cortarme el pelo me produce una angustia terrible. En esta ocasión, mientras el peluquero (un amable muchacho turco al que le rugía el estómago como si se hubiese tragado vivo al león de la Metro) me convertía a base de tijera en una mezcla entre Nerón y un granjero irlandés por un malentendido con las instrucciones que yo le había dado antes de que comenzase su tarea, decidí que la mejor forma de evadirme de aquel mal rato podría ser pensar en gente que hubiese pasado por situaciones peores.

Y me acordé de todo (bueno, de todo no, que no soy Rainman) lo que cuenta Arturo Pérez-Reverte en Territorio Comanche. Para quienes aún no hayáis leido esta obra, en ella habla de sus años como reportero de guerra, y de episodios por los que tuvo que pasar que son ligeeeeeeramente más chungos que mis cortes de pelo, definiendo el tal territorio comanche como "allí donde, aunque no ves a nadie, sabes que te están mirando. Donde no ves fusiles, pero los fusiles sí te ven a ti".

Y mi cerebro, que funciona como la Wikipedia, con páginas que tienen enlaces a otras páginas que tienen enlaces a otras páginas que tienen... y que hacen que, tras empezar buscando información sobre el Desastre de Annual acabes sin saber por qué descubriendo a Víctor Ardisson (si no pongo enlace, por algo será), relacionó lo de "aunque no ves a nadie sabes que te están mirando" con mi barrio, lleno de casas molineras cuyas ventanas pobladas de cortinas y visillos solían esconder a viejas que no tenían nada mejor que hacer que escanear a quienes pasábamos por allí mientras esperaban a que se les cociesen los garbanzos en la olla.

Y fue entonces cuando, queriendo relacionar entre sí todo lo anterior, mi cerebro hizo una selección de mi base de datos de recuerdos dignos de aparecer en este blog a la que añadió los filtros "viejas", "pasarlo mal" y "café" (lo de café no sé a qué venía, pero bueno), obteniendo dos resultados, a cual más cruelmente desternillante.

El primero tuvo lugar en un Starbucks de la Gran Vía madrileña. Por cierto, la primera vez que estuve en un Starbucks, pedí mal. Me explico. Yo lo que quería era un bidón de café en vaso de cartón para ir haciéndome el guay por la calle, pero como no tenía ni idea de cómo iba aquello ni el dinero suficiente para pagar las cantidades astronómicas que cuesta de media un café en ese sitio, pedí lo más barato: un expreso. Y me pusieron un triste chupito de café.

Mi segunda visita (durante la cual ocurrió lo que os estoy intentado contar) fue casi tan decepcionante como la primera, pues aunque esta vez sí que me pesaban los bolsillos, aún no controlaba la mercancía, y me pedí un frapuchino, por lo que la siguiente hora la pasé tirado en uno de sus sofás ante un granizado de café, que no era lo que quería (pero tranquilos, que la tercera vez me hice mayor y desde entonces siempre acierto con el pedido. Es más, el artículo de fauna ibérica lo escribí al calor de un americano con hueco para un chorro de leche). Pues bien, mientras el brebaje helado me congelaba el cerebro, un grupito de señoras mayores entró en el establecimiento, tomando al asalto, nada más cruzar la puerta, una de las mesas próximas a la mía. Y allí se quedaron las viejas, esperando.

Al rato, una de las camareras, que estaba recogiendo vasos y tazas por el local, pasó al lado de las abuelas, lo que fue aprovechado por una de ellas para espetarle un "Oye, niña, ¿nos atiendes?". Efectivamente, tanto la frase como la entonación utilizada por su autora estaban sacadas de lo más profundo de los años cincuenta del pasado siglo. No obstante, la "niña", sabiendo que aquellas mujeres se encontraban fuera de lugar y de época, no se achantó, y aunque el "No. A la cola" con el que respondió fue muy escueto, estaba cargadísimo de regodeo milénico. Fue entonces cuando todas las viejas, al unísono, entonaron con su voces de pito un "AAAAAYYY" que encerraba un "Esto con Franco no pasaba", un "Cómo está el servicio", un "Qué vergüenza, qué vergüenza" y muchas otras frases que en mi cabeza siempre suenan con la voz de Chus Lampreave (Dios la tenga en Su Gloria). Como era de esperarse, todas ellas se levantaron de aquellos asientos que llevaban calentando cuarto de hora, pero no para acercarse al mostrador a pedir, sino para salir a la calle y buscar otro establecimiento que aún respetase el clasismo al que estaban acostumbradas.

El sonido de la máquina de afeitar del turco acercándose a mis sienes me sacó de aquel recuerdo, pero una vez me hube cerciorado de que no iba a matarme, eché mano del segundo resultado de mi búsqueda, esta vez ubicado en una pequeña cafetería de Valladolid de la que estoy profundamente enamorado desde un punto de vista hostelero: el café es barato y sabe bien, el personal te atiende siempre con una sonrisa (he de aclarar que durante mi adolescencia frecuenté varios bares de la capital vallisoletana en los que camareros y camareras me miraban con desprecio por mi aspecto de mocoso de clase media-baja, cosa que nunca ocurrió aquí), es posible disfrutar de deliciosa bollería industrial y del último ejemplar de la revista Interviú mientras se ingiere el café y, por encima de todo, fue uno de los poco bares en los que el dueño, pudiendo elegir en 2006 si prohibir o no fumar en el interior del local, decidió colgar en la puerta este cartel tan magnífico:

fuente: eltabacoapesta.com
A fumar a la puta calle

El problema del bar es que es muy pequeño para lo maravilloso que resulta, por lo que los sitios en las mesas del fondo suelen escasear, y hay veces en las que toca quedarse de pie junto a la barra. Pues bien, fue en esa misma barra donde, una tarde de otoño, pude contemplar la mayor fe de erratas sufrida por un grupo de viejas consumidoras de café. A saber:

Donde debía decir "vamos a pasar TOOOODA la tarde consumiendo un único café en un sitio muerto", dijo "el sitio está lleno de gente y barullo y aquí no se puede estar mucho rato".

Donde debía decir "tomemos una mesa durante tres horas", dijo "no hay mesas libres y nos toca acodarnos en la barra durante diez minutos antes de salir en busca de otro bar".

Donde debía decir "un café con leche en vaso de cristal", dijo "un café con leche en una bonita taza de porcelana" (por lo visto, la gente mayor considera que los lavavajillas no son tan buenos exterminando los gérmenes que pueblan la porcelana y por eso prefieren los vasos de cristal. Cuando me haga viejo del todo os lo confirmo).

Donde debía decir "SIN CREMA", dijo "no vas a ver el café bajo la capa de dos kilómetros de crema que va a coronar la taza" (otra manía que tienen los viejos y para la que no tengo explicación aún).

Donde debía decir "me pones el café a una temperatura capaz de fundir el recipiente, el mostrador y el suelo vallisoletano bajo mis pies de vieja y causar un Síndrome de China", dijo "un café no demasiado caliente, que aquí se lo servimos habitualmente a gente que aún conserva la sensibilidad dentro de la boca y no gusta de quemarse al bebérselo".

Así que podéis imaginar las caras de decepción y cabreo del trío. La que estaba más cerca de mí, con furia en la voz, le soltó a la camarera "Niña, no tendrás un microondas para calentar el café, ¿no?" (lo de "niña" es obligatorio, ya lo habéis visto). La camarera, creyendo que la señora estaba bromeando, soltó una leve carcajada mientras agitaba la cabeza a un lado y a otro y se alejaba en dirección a la máquina de café para preparar más tazas enormemente sacrílegas desde un punto de vista anciano. La vieja, que no estaba en absoluto de broma, abrió el sobre de azucar entre temblores y, debido a su estado iracundo, no pudo evitar dejarlo caer dentro de su taza mientras lo vertía, lo que provocó que su expresión pasase del odio a la angustia. Tras varios torpes intentos de rescatar al sobre de aquella trampa de arenas movedizas que suponía la crema del café, recuperó el odio que había dejado aparcado por momentos y decidió sepultar al infeliz sobre dentro de la taza, apuñalándolo repetidas veces con la cucharilla. Yo, mientras tanto, disfrutaba como un enano y enterraba mi cara entre las páginas de la Interviú para evitar que aquella mujer descubriese que me estaba meando de risa a su costa.

Al final, las tres señoras se fueron de allí dejando tres cafés (uno de ellos con sobre de azúcar vacío incluido) a medio consumir, habiendo pasado dentro de uno de mis bares favoritos de Valladolid menos tiempo del que el peluquero turco dedicó a destrozar mi pelo a base de máquina de afeitar y tijeras. Y mucho menos aún del que habéis tardado en leer esta entrada, ansiosos.

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