Es posible que la que estáis a punto de leer sea la entrada más corta de la serie dedicada a mi viaje a Tailandia, Camboya y Vietnam. Resulta que, cuando empecé a tomar notas para estructurar toda la historia, vi que además de contar lo que ocurrió de manera secuencial, podría hacer varios altos en el camino metiendo posts temáticos que recogiesen hechos comunes ocurridos en distintos momentos de mi estancia por allá. Los trayectos en taxi, o las sesiones de masaje, entre otros, son ejemplos de lo que estoy intentando explicar en un párrafo destinado únicamente a llenar esto de paja.
Sin embargo, en lo referente a lavar la ropa, dicho evento sólo tuvo lugar cuatro veces, y aunque las notas que tomé acerca de ello dan la impresión de llenar un espacio decente, la verdad es que lo puedo contar en literalmente cuatro frases y echaros de aquí antes de lo que considero honrosamente aceptable, pero es lo que hay, así que allá vamos.
Creo que lo he mencionado anteriormente, pero mientras Jorge y yo planificábamos el viaje, descubrimos que teníamos diferentes maneras de encarar el problema de la ropa sucia. Él contaba con hacerse responsable de su colada, y no fueron pocas las veces que mencionó la existencia de un detergente en seco que pretendía incluir en su equipaje, amén de una cuerda de tender. De hecho, cuando llegué a Bangkok poco después que él (pues Jorge, media semana antes que yo, había volado a Krabi, en el sur, para bañarse en sus playas, hacer kayak, visitar algún que otro templo y conocer a una pareja de brasileñas muy majas), se encontraba en pleno proceso lavandero en la habitación del hotel.
Yo, por mi parte, dándomelas de señorito, decidí que no iba a perder tiempo en lavar mis ropas y que buscaría algún lugar cuando hiciese falta en el que poder hacer lo propio. Y, si esto no fuese posible, ya me compraría ropa barata que me hiciese el apaño.
Inciso: si alguien quiere criticarme por caer en el fast fashion con lo que acabo de decir, que sepa que separo mi basura y no tengo ni hijos, ni coche, ni mi propia piscina privada, así que mi cupo ecológico está cumplido CON CRECES.
La primera vez que tuve que hacer uso de un servicio de lavandería fue en Camboya, el día que aterrizamos en Siem Reap. Imbécil de mí, hice entrega de mi ropa sucia con cierta preocupación, y es que el lugar no destacaba precisamente por su nivel de higiene: diferentes prendas y juegos de cama se encontraban tendidos en plena calle, sometidos al polvoriento pasar de los coches y al corretear de algún que otro perro de los que no saben lo que es un baño. Sin embargo, la sorpresa y la lección de humildad que me llevé al recoger lo mío al día siguiente fueron mayúsculas: mis ropas se encontraban limpísimas, y a ello había que añadirle una suavidad y un perfume como pocas veces había experimentado. Cuando le mostré el resultado a Jorge, él tampoco se lo podía creer.
Días después, mientras nos encontrábamos en Cát Bà, repetí el proceso. Esta vez en un local que, amén de lavandería, también era una tienda en la que se encontraban a la venta... utensilios de pesca. Os lo juro. Del resultado de este lavado mejor os hablo al final, que es lo único medianamente gracioso y así aprovecho para rematar la entrada.
La tercera colada tuvo lugar también en Cát Bà, el día antes de partir hacia Tam Cốc. Resulta que el día de excursión que pasamos con las dos valencianas a las que conocimos allí estuvo tan pasado por agua que Jorge y yo tuvimos que comprarnos camisetas en el restaurante en el que nos dieron de comer:
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Let your dreams blossom |
Pues bien, mi mochila, veinticuatro horas después de dicha excursión, seguía empapada. Por ello, pedí en recepción un lavado y secado de emergencia de la misma. Que sabía que el hotel contaba con este servicio porque Jorge y yo, miserables de nosotros, nos colamos en la azotea del hotel en un momento de nuestra estancia en el que no teníamos nada mejor que hacer y vimos las lavadoras, las secadoras y la ropa tendida. Pues bien, a la mañana siguiente pude recoger la mochila en el mismo sitio. Limpia, seca y con olor a mimosín vietnamita incluido.
Finalmente, y poco antes de concluir este viaje, volví a dejar mi ropa en una lavandería. Esta vez, en Tam Cốc, en un local situado frente a nuestro hotel. La lavandera, al igual que había ocurrido en las anteriores ocasiones, me indicó que mi colada estaría lista al día siguiente. A pesar de que el local se hallaba sepultado bajo montañas de bolsas de ropa, así fue: las prendas estaban limpias y olían muy bien cuando pasé a recogerlas.
Por cierto, no recuerdo cuánto pagué en cada caso, pero aquello resultó barato, incluyendo el lavado y secado de emergencia de mi mochila castigada por la lluvia torrencial, así que en general, lo recomiendo.
Y ahora los detalles de la segunda colada. Como ya he dicho, Jorge había decidido ser su propio lavandero, pero logré convencerle para que él también hiciese uso de este servicio tras el idílico resultado obtenido en Siem Reap. Por ello, en Cát Bà, acudió conmigo a la lavandería/tienda de artículos de pesca. Dos dependientes nos atendieron y recogieron nuestras prendas por separado. Y al día siguiente nos encontramos un escenario bastante distinto al idílico de Camboya: en esta ocasión, prendas suyas se encontraban en mi colada y viceversa. Y lo peor de todo es que olían raro. Como a comida para peces.
Creo que Jorge aún me odia por ello.

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