Si habéis seguido cada una de las entradas que llevo escritas hasta la fecha relativas al interminable viaje que estoy relatando a lo largo de este año, pensaréis que todo lo que vivimos Jorge y yo fue divertido y alegre, y que si hubo algún detalle negativo, ahora puedo quitarle peso envolviéndolo en un par de chistes. Sin embargo, hoy voy a romper esa tendencia porque la entrada que vais a leer viene con detalles que siguen quedando crudos por muchas vueltas de sartén que pueda darles. Avisados quedáis.
Aquella mañana siguió a una noche reparadora, pues por primera vez en bastantes días, decidí que no estaría mal hacer una excepción, finalizar la jornada a una hora decente (más o menos) y descansar como es debido. Lo primero que hicimos fue dar cuenta del desayuno (el mío incluía dos huevos fritos, por cierto), y lo segundo encontrarnos con nuestro tuktukero Perún, quien nos llevó al segundo lugar más famoso de la zona después de los templos de Angkor: el lago Tonlé.
Resumiendo mucho, esta masa de agua ha sido fundamental para la economía de la zona durante siglos debido a lo fértil de sus riberas para el cultivo de arroz y a la pesca que proporciona a los habitantes de la zona. Habitantes que, por otra parte, viven EN el lago, ya que sus residencias son palafitos situados sobre la superficie. Y al tiempo que muchos de los lugareños dedican sus días a preparar redes con las que atrapar los peces del lago, algunos han conseguido preparar otra clase de red con la que atrapar a turistas. Turistas como Jorge y como yo. Permitidme que entre en detalles.
Para empezar, la carretera al Tonlé cruza por varios pueblos y aldeas cuyos habitantes no cuentan con el poder adquisitivo de quienes residen en Siem Reap. Recorrer este camino viendo a no pocos niños y adultos que nunca han sabido lo que se siente al ponerse un par de zapatos, pues impresiona, chico. Impresiona para mal, evidentemente. Y esa impresión se mantenía cuando dejamos atrás aquel panorama y llegamos a un control en el que dos militares con pinta de Action Man nos vendieron la entrada al lago por nada más y nada menos que veinte señores dólares por cabeza. También nos sugirieron que hiciésemos uso del retrete porque a partir de entonces lo tendríamos complicado.
Tras el pago y vaciado de vejigas, Perún nos llevó hasta el embarcadero, y durante los pocos segundos que pasaron entre bajar del tuk tuk y subir a la embarcación que nos adentraría en la zona de los palafitos, una pareja allí situada nos sacó una foto a Jorge y a mí que, cual si de montaña rusa se tratase, podríamos recoger comprar revelada al volver.
Además del barquero, los únicos ocupantes de aquella lancha éramos Jorge y yo. Jorge se sentó cerca de aquél y los dos fueron dándose conversación el uno al otro durante el trayecto, pero yo me quedé más hacia atrás y aproveché la soledad de mi sitio para sacar fotos como éstas:
Dicho trayecto finalizaba en una especie de bar-restaurante que en ese momento estaba vacío (yo creo que lo abrimos nosotros, fíjate). El barquero, antes de desaparecer, nos indicó que volvería a por nosotros más adelante, y Jorge y yo nos quedamos allí a merced de quien estuviese al mando sin saber muy bien qué hacer.
Entonces apareció el que intuyo era dueño de aquel lugar. Nos ofreció tomar algo y nosotros declinamos la propuesta educadamente. Su segunda oferta consistió en dar de comer a los cocodrilos que chapoteaban bajo nuestros pies. Sí. Cocodrilos:
Os comento: la tontería de echarles un pescado atado a una cuerda a los bichos costaba seis dólares. Yo dije que no me interesaba al tiempo que mentalmente le rezaba a Buda para que aquella estructura no se hundiese bajo nuestros pies, pero Jorge apoquinó por la experiencia y yo poseo unas fotos muy graciosas que no voy a compartir aquí en las que mi compañero de viaje aparece sorprendido al ver cómo los cocodrilos devoran la pieza.
La tercera oferta consistió en un paseo en canoa por el manglar, a cinco dólares cada uno, y puesto que la alternativa a aquello sería esperar la vuelta del barquero como dos pasmarotes, dijimos que vale, que venga la canoa. Pagamos pues por dicho paseo y entonces el hombre hizo llamar a quien nos llevaría por la zona: dos niñas. Dos niñas de nueve y once años que estaban dedicando la mañana a trabajar paseando a turistas por el manglar. Y mientras Jorge intentaba suavizar la experiencia sacándole conversación a la mayor de las dos, la más pequeña y yo callábamos, aunque se podía leer en nuestras miradas lo que pensábamos: que ninguno de nosotros tendría que estar subido a esa canoa.
Tras aquellos incómodos minutos (y no por la postura que mi cuerpo de metro ochenta y nueve tuvo que adoptar en la barquita precisamente) que incluyeron una parada frente a una segunda canoa-kiosko (desde la que una mujer nos quiso vender bolsas de patatas y logró colarme, por otros cinco dólares, varios cuadernos y lápices "para regalar a los niños de la zona"), así como el pasar por delante de la escuela en la que las dos chiquillas estaban aprendiendo, entre otras cosas, el inglés con el que poder hablar con Jorge, volvimos al bar-restaurante de los cocodrilos. Antes de abandonar la canoa, repartí parte del recién adquirido material escolar entre las pequeñas como señal de agradecimiento, aunque mi deseo en ese momento era encontrar al responsable de aquella trampa para turistas que se estaba llevando a costa nuestra tal cantidad de dólares que a aquella altura había perdido la cuenta (dólares que, por otra parte, no llegaban a aquella paupérrima comunidad), y meterle por la garganta cada cuadernito y cada lapicerito.
Por desgracia, no puede llevar a cabo dicha actividad (aunque no dejé de fantasear con ello durante nuestra vuelta en la lancha, la cual se cruzó con otra similar bien llena de turistas que iban derechos a pasar por lo mismo que nosotros) y tras tomar tierra e ignorar a los que pretendían vendernos la ahora enmarcada foto que nos hicieron al llegar, le di a Jorge el resto de cuadernos y lápices, y él se encargó de pedirle a Perún que detuviese su tuk tuk cada vez que veía a chiquillos a orillas de la carretera para repartírselos mientras nos dirigíamos nuevamente a Siem Reap.
Con la hora de llenar el buche encima, y al igual que ocurrió en las dos jornadas anteriores, Perún nos quiso llevar a un restaurante de su elección, pero Jorge y yo habíamos acordado previamente que le invitaríamos al sitio de las costillas del que nos enamoramos durante nuestra primera noche en Camboya, y aunque él prefirió otra opción del menú, nosotros repetimos. Y es que, tal y como dice el refrán que voy a versionar a mi manera porque éste es mi blog y aquí mando yo: "lo bueno, si dos veces, dos veces bueno".
Durante la sobremesa Perún nos contó un poco acerca de él. Entre otras cosas, que estaba saliendo con una profesora y que se pasó los meses del covid ajeno a todos los problemas del mundo mientras cuidaba con alegría el huerto de la casa de sus padres, que por lo visto se encontraba en el culo de Camboya. También nos confesó que, en cuanto a fauna turística, siempre intentaba evitar tratar con surcoreanos, pues su bordería y falta de educación le tocaban los cojones de manera especialmente intensa. Tras este rato de charla nos acercamos a una librería cercana donde le compré a mi madre un cuento en jemer, y para que la tarde hiciese juego con aquella mañana agridulce, Perún nos llevó a visitar un museo sobre el genocidio de los jemeres rojos.
El lugar era en realidad una finca invadida por la vegetación entre la que se encontraban restos de tanques y todo tipo de armamento convertido en chatarra por efecto de la guerra y el tiempo, con un local lleno de bombas, granadas y minas oxidadas cuyas paredes tenían colgados retratos de camboyanos víctimas de toda esta mierda. Cuando nuestros estómagos dijeron "hasta aquí", Jorge y yo salimos del lugar y le pedimos a Perún que nos dejase en el hotel. Además, se nos acababa el tiempo.
El vuelo que nos alejaría de aquel país increíble estaba programado para última hora de la tarde, y aunque ya habíamos dejado la habitación, el amable recepcionista nos indicó que podíamos hacer uso de la piscina por última vez.
No nos lo tuvo que decir dos veces.
El chapuzón nos protegió de la cálida tarde y disolvió en parte los malos ratos que habíamos pasado, y al mismo siguió un rato en las tumbonas durante el cual Jorge charló con tres españolas que pernoctaban allí y que, casualidades de la vida, habían ido a la misma universidad que él. Jorge les contó que había pasado media semana en Krabi, en el sur de Tailandia, bañándose en sus playas, haciendo kayak, visitando algún que otro templo y conociendo a una pareja de brasileñas muy majas. Ellas, por su parte, relataron que habían llegado el día anterior, y que en realidad eran cuatro pero que la que faltaba se encontraba en esos momentos encerrada en el baño arrepintiéndose por varios orificios de su cuerpo de haber cenado la noche anterior en la zona maloliente que precisamente nosotros evitamos dos jornadas atrás.
Llegó entonces el momento de irnos, y Perún volvió a aparecer para llevarnos al aeropuerto. Una vez en el aeródromo, nos despedimos de él, y antes de pasar el control de pasaportes ya estábamos echándole de menos.
Qué intenso todo lo que pasó en Camboya, ¿no? Pues aún teníamos medio viaje por delante, y Vietnam nos estaba esperando. Pero antes de meterme con esa parte, culturicémonos un poquito. Ya os diré.

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