Por si hay alguien por aquí que no leyó la anterior entrada de esta historia, en la que describí el inicio del viaje que hice a Tailandia, Camboya y Vietnam con mi amigo Jorge, voy a dedicar unos momentos a resumir lo más importante de la misma:
El vuelo duró once horas y no dormí nada durante el mismo.
De todas formas, quizá fuese por la excitación que me produjo la llegada a otro continente, o a lo mejor resulta que no estoy tan echado a perder como siempre creo, pero el aterrizaje (a eso de las diez de la mañana, hora local) y paso por el control de inmigración que concluyó con un nuevo sello en mi pasaporte me pillaron bastante espabilado. Una vez que la autoridad competente aprobó mi presencia en el país me dirigí a la cinta por la que debía salir mi mochilón, y en lugar de dedicar los siguientes minutos a hacer lo que hago siempre en estos lugares (pensar que han perdido mi equipaje y preocuparme mucho hasta que lo veo asomar), aproveché que allí mismo había un puesto de tarjetas SIM (pero qué apañado, no me digáis que no) y me hice con internet para mi móvil.
Que diréis que soy un cagaprisas por completar este trámite tan pronto, habida cuenta de que, seguramente, podría haber recurrido a alternativas más económicas una vez llegado a la ciudad, pero un acontecimiento que ocurrió dentro de un par de párrafos me hizo ver que había tomado la decisión correcta.
Una vez conté con acceso a la red de redes, volví a la cinta, donde mi mochilón me esperaba con aire aburrido tras haber completado su segunda vuelta a la misma. En cuanto lo recogí, transformé mi pantalón largo en corto gracias a que el mismo era convertible (llevaba ése puesto y en mi equipaje contaba con otro similar) y sendas cremalleras permitían sustraer sus perneras (una prenda tan hortera como práctica, di que sí), lo que me permitió aclimatarme al calor existente en la zona (mi cerebro tardaría varios días en hacerse a la idea de pasar calor en noviembre) y me largué de allí.
En cuanto puse un pie fuera del aeropuerto, localicé la larga fila de taxis (algo muy fácil de hacer, considerando la característica combinación de amarillo y verde que tienen allá estos vehículos) y me acerqué al primero de ellos. El taxista, un simpático tailandés del que hablaré en otra ocasión, abrió su maletero para que introdujese en el mismo mi mochilón y mi mochila, y cuando le pregunté si aceptaba pagos con tarjeta me respondió que, desgraciadamente, no, pero me señaló un cajero automático a unos cien metros de allí que podría dotarme de efectivo y me dijo que no tendría problema en esperarme.
Él no tenía problema y yo no tenía alternativa, pues mi equipaje ya estaba en su cerrado maletero. Por ello, acudí al cajero y me dispuse a hacerme con el dinero necesario.
¿Os acordáis de lo que os conté en mi entrada sobre las vacunas que tuve que ponerme antes del viaje? Si, hombre, sí. Esa historia tan graciosa de cómo olvidé el pin de mi tarjeta ante la atónita farmacéutica. Bueno, pues días después, ante la pantalla de aquella máquina bancaria, me pasó algo parecido. No es que fuese incapaz de recordar ningún número, es que metí el de otra tarjeta. Y claro, el cajero me dijo que me estaba equivocando. Y claro, yo pensé que el que se estaba equivocando era el cajero. Por ello, volví a pulsar con toda convicción los mismos cuatro dígitos (os lo juro. Y lo peor es que esto ya me había pasado alguna vez tiempo atrás). La pantalla me mostró por segunda vez el mismo mensaje de error y a mí me invadió una testarudez estúpida que me hizo insistir en que yo estaba en lo correcto.
Y al final, ¿qué pasó? Pues que bloqueé la tarjeta, gilipollas de mí. Peeero... Gracias a que ya tenía internet en el móvil, recibí una notificación de Revolut que me decía "has bloqueado la tarjeta, gilipollas de ti", junto con la opción de acceder a la aplicación y, allí mismo, corregir el desaguisado. Procedí entonces a recuperar el acceso a mi pasta, volví a enfrentarme al cajero (esta vez introduciendo el pin correcto) y logré obtener mis primeros baths:
Moraleja: siempre que podáis, llevad internet encima.
Tras esta divertida miniaventura que a mí no me hizo ni puta gracia en su momento, volví al taxi, y el conductor, que me esperaba paciente pero algo extrañado, pues no es habitual que alguien tarde tanto en sacar dinero, me llevó al hotel. Y no me preguntéis ahora por el trayecto, que ya os he dicho que os hablaré de ello en otra ocasión, impacientes.
El taxista me dejó en la puerta del que sería nuestro alojamiento durante las siguientes noches y, tras pagarle la carrera (si fue cara o barata, no lo supe en el momento y no lo sabría ahora), acudí a recepción y les enseñé mi pasaporte con su recién estrenado sello tailandés.
Tras completar el registro, subí a la habitación, la cual contaba con sus dos camas reglamentarias y un pequeño balconcito en el que se encontraba Jorge, quien también acababa de llegar a Bangkok tras pasar media semana en Krabi, en el sur, bañándose en sus playas, haciendo kayak, visitando algún que otro templo y conociendo a una pareja de brasileñas muy majas. En el momento de mi aparición, Jorge se encontraba tendiendo la ropa que acababa de lavar en la pila del baño sirviéndose de una cuerda que, para tal fin, había incluido en su equipaje.
Yo no llevaba cuerda de tender, pues me juré antes de embarcarme en esto que lo de lavar la ropa lo haría pagando cada vez que fuese necesario. Y sí, habrá entrada al respecto porque tuve que hacerlo más de una vez.
Tras depositar mi mochilón y mi mochila, saludar a Jorge y darme una ducha rápida, los dos bajamos y dio comienzo un largo día del que hablaré más adelante, que por hoy ya vale.
Permitidme una vez más que os recuerde un detalle para terminar esta corta entrada: no dormí nada durante el vuelo.

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