lunes, 7 de abril de 2025

Aquel viaje. Nuestro tercer día en Bangkok

Al igual que ocurrió el día anterior, el comienzo de aquél siguió a un sueño reparador que no me costó conciliar, habida cuenta de la paliza que nos habíamos dado. Pero es lo que hay, hijo, con tanto que ver y tan poco tiempo para ello. Bien aseados y peinados, Jorge y yo abandonamos el hotel, pasando de largo ante el restaurante del mismo cuyo desayuno buffet nos decepcionó la víspera, y nos fuimos a desayunar a una cafetería cercana con pinta de bar hipster porque la gentrificación también ha llegado a estas latitudes.

Una vez llenados nuestros estómagos, pillamos otro taxi que nos dejó en la misma estación de autobuses bulliciosa desde la que partimos a Ayutthaya veinticuatro horas atrás. En esta ocasión, nuestro plan consistía en ir a no sé qué mercado flotante, que es un sitio que aparece en TODAS las guías de viaje que mencionan Bangkok pero que Jorge investigó más que yo. Sin embargo, al llegar a la terminal de buses descubrimos que, por una parte, el lugar quedaba a varios "a tomar por culo" de distancia y, por otra, los horarios disponibles para ir y volver eran bastante limitados, lo que nos obligaría a pasar allí toda la jornada. Dedicamos unos minutos a razonar si la jugada merecería la pena, considerando que el mercado de los huevos tenía una pinta de trampa para turistas que te cagas, y preferimos darnos media vuelta y buscar una alternativa.

Callejeando por la zona próxima a la estación dimos con un mercado (no, este no era flotante) en el que no pude evitar ponerle ojitos a uno de los productos a la venta allí: una whiskera de vidrio tallado, de ésas de tapón gordo y vasos con el mismo diseño que los millonarios asquerosos de las películas tienen expuestas en sus despachos. Pero como yo, ni soy un millonario asqueroso, ni tengo despacho en mi piso de alquiler, ni tendría forma de cargar con el trasto en mi mochilón durante el resto del viaje, tardé poco en dejar de pensar en gilipolleces. Lo que sí que me compré fue un monedero con estampado de mantel de picnic que todavía utilizo.

De aquel mercado, cruzando por el parque de la reina Sirikit, llegamos a otro que en esta ocasión vendía animales. La curiosidad nos hizo adentrarnos para echar un ojo y una mezcla de tristeza y asco me hizo salir de allí a los dos minutos. Será que la buena vida occidental me ha hecho adquirir una conciencia animalista que en países como Tailandia puede resultar entre ridícula y directamente hipócrita, pero lo de ver a cachorros de perro y gato lloriqueando en jaulas, amén de otros animales como tortugas (o hasta un puto canguro, que tenían allí) en las mismas condiciones, pues como que no es algo que me apetezca contemplar.

Adoptad, joder.

El mal sabor de ojos y oídos se nos fue pasando mientras buscábamos formas de sobrevivir al calorazo del mediodía. Lo primero que hicimos fue adentramos en el centro comercial cercano atraídos por su aire acondicionado y con la idea de comprar algo de picar. Aquí cayó una camiseta de rayas azules que compré sin probarme antes y que le gusta a todos los que me la han visto puesta. Y lo segundo que hicimos, tras un largo viaje a través de la linea azul de metro bangkokés que nos dejó un pelín lejos de nuestro siguiente destino, fue adquirir sendos refrescantes tés boba. Pero antes, permitidme que os deje aquí la foto de un extintor con fotos de la familia real tailandesa que me encontré por el camino:


Y volviendo a lo del té boba, qué asco de mejunje, en serio. No entiendo cómo os puede gustar esa mierda.

El local en el que se servía dicho brebaje (primero y último que he tomado en mi vida, como podréis imaginar), amén del mostrador tras el que una tailandesa lo preparaba, contaba también con una especie de oficina de seguros cerrada en ese momento, lo que daba al lugar un ambiente de lo más ecléctico desde el punto de vista empresarial. Y yo que pensaba que lo había visto todo cuando abrieron un bar-peluquería en Valladolid.

He de aclarar que la camarera no hablaba inglés. Y no me malinterpretéis, que no lo digo con tono acusador, pero es que este hecho estuvo a punto de provocar una escena que me encargué de evitar (algo de lo que ahora me arrepiento). Me explico: una vez preparados los tés boba, Jorge preguntó a la joven por el toilet, ante lo que ella se encogió de hombros. En ese momento, y viendo que Jorge iba a proceder a expresarse con gestos para poder explicarse (y no sé si pensaba hacerlo agachándose ligeramente o pretendiendo que se agarraba la chorra, pues con este chico nunca se sabía), eché mano de mi móvil, hice una búsqueda rápida de la palabra "váter" y le mostré a la tailandesa el primer inodoro que Google puso a mi disposición. En ese momento, ella comprendió lo que queríamos y señaló una de las puertas del fondo. Jorge, siguiendo la indicación, desapareció detrás de dicha puerta durante unos segundos y yo me quedé a solas con la camarera preguntándome qué clase de performance visual se habría montado mi amigo y compañero de viaje si no llego a cortarle.

Abandonamos el local de té boba que también era oficina de seguros y, mientras yo trataba de reprimir las arcadas que una bola de tapioca detrás de otra causaban al colarse sin permiso por mi garganta, llegamos al espectacular complejo de Wat Arun.

Del sitio poco voy a decir a nivel cultural o arquitectónico porque para eso os acabo de poner el enlace a la página de Wikipedia. Sí que quiero destacar que los detalles decorativos me parecieron espectaculares y que la altura del complejo hacía que me tocase buscar perspectivas imposibles si quería encuadrarlo todo:


Otro ejemplo de lo que intento expresar:


Aquí se me hizo evidente que Tailandia es destino predilecto cuando de elegir adónde ir de luna de miel se trata. Y es que no eran pocas las parejitas que posaban ante cámaras y móviles con esa actitud tan zoomer y tardomilenial de quien va a compartir la foto en redes sociales y tiene que transmitir que todo es de color de rosa en la escena, no sé si me explico. También vimos mucho trajín a nivel de reportaje fotográfico, pues no eran pocas las modelos que, vistiendo trajes tradicionales, se retrataban ante las fachadas y estatuas allí presentes. Mirad, no me lo invento:


Ya que estaba al lado de Wat Arun, nos adentramos en Wat Chaeng, otro templo con decenas de estatuas de Buda, como las que vimos en Wat Pho un par de días antes. La foto que hice a una de ellas me ha servido como imagen de perfil en varias ocasiones porque me representa muy bien:

This is fine

Y ahora es cuando os cuento algo que me preocupa. Resulta que saqué esta foto en el lugar poco antes de las tres de la tarde, hora local:


Y casi dos horas después, y a varios kilómetros de allí, hice esta otra:


Pues bien, apenas recuerdo lo que ocurrió entre medias. Sé que Jorge y yo montamos en un barco que nos llevó a la otra orilla del río Chao Phraya, y juraría que entramos en alguna de las muchas tiendas de artículos religiosos diseminadas a lo largo de Bamrung Mueang road porque Jorge quería hacerse un mantel para la mesa de su salón y pensaba que una túnica o algo por el estilo le podría hacer el apaño (a lo mejor esto es de un sacrílego que te cagas pero no nos desviemos del tema), pero eso es todo. No sé qué más hicimos ni dónde comimos aquel día. He revisado las fotos que hizo Jorge, y no hay ninguna de ese rato. He pasado horas en Street View recorriendo la zona y sólo he logrado que mi memoria reaccionase al ver el parque Saranrom. Hasta he echado un ojo a mi historial de Revolut para ver qué pagos pude haber hecho, pero nada. Así que os quedáis sin saber qué paso durante ese rato. Más que nada porque yo tampoco lo sé.

Y si estáis pensando que Jorge y yo nos fuimos a un ping pong show porque nos quedamos con ganas la noche anterior, y que en realidad no quiero hablar de ello, ya os puedo yo asegurar que de haberlo hecho, habría caído una entrada entera al respecto, con el juego que me habría dado algo así.

En fin, sigo con lo que sí que recuerdo. Nuestra siguiente parada del día fue Wat Saket, del que también os dejo enlace a Wikipedia para no tener que molestarme en dar muchos detalles. Tras subir las escaleras que llevaban a lo alto de esta montaña, aproveché para sacar esta panorámica de Bangkok. ¿Qué os parece?


De dicha foto me gustaría destacar un detalle que puede apreciarse en la esquina superior derecha de la misma: una tormenta del copón. Tormenta que, aclaro, se acercaba hacia nosotros y nos alcanzó mientras nos encontrábamos allí, pero que agradecimos al tener la misma un efecto refrescante mucho más agradable que el que puede aportar el aire acondicionado de un centro comercial o un (insisto) asqueroso té boba.

Salimos del lugar mientras se alejaban las nubes y caía la noche, y nos dirigimos al hotel esquivando los charcos de la acera. Una vez aquí, nos dimos un chapuzón en la piscina de la terraza bajo las pocas estrellas que la contaminación lumínica de la ciudad dejaba ver, y Jorge pasó un rato de cháchara con dos turistas a las que contó que había pasado media semana en Krabi, en el sur, bañándose en sus playas, haciendo kayak, visitando algún que otro templo y conociendo a una pareja de brasileñas muy majas.

Tras este rato a remojo, un taxi nos dejó en una zona cercana al río que, a nivel gentrificación, haría que la cafetería en la que desayunamos por la mañana (lo he mencionado al principio y sé que parece que fue hace una eternidad porque esta entrada me está quedando infinita, pero no me arrepiento de nada) pareciese una tasca de viejos: Asiatique. El lugar, que intuyo que al estar situado junto al río constituía una zona decadente revalorizada por obra y gracia del capitalismo, contaba con multitud de tiendas y restaurantes, amén de una noria en la que no nos dio por subir. Lo que sí hicimos fue cenar mientras una nueva lluvia torrencial atacaba la ciudad, provocando que el personal que curraba allí tuviese que enfrentarse con escobas y fregonas a los regueros de agua que se formaban donde no había techo. No sacamos foto del fenómeno meteorológico pero sí del postre. Prioridades.

Y el resto de la cena, por el estilo

Tras degustar un menú que nos hizo olvidar por momentos nuestro constante miedo a una potencial intoxicación alimentaria, nos dirigimos a la zona de bares de la primera noche y cayó un masaje del que daré detalles en una entrada aparte. Esta relajante actividad dio paso a otro par de long islands (sin hielo, que el miedo a la gastroenteritis volvió enseguida) en una de las terrazas de la zona. Y mientras dábamos cuenta de ellos y veíamos a otros turistas atreviéndose a probar la carne de cocodrilo y los escorpiones de los puestos callejeros, el cansancio nos sugirió que nos largásemos al hotel. Y es que, como habéis podido ver, fue un día muy largo del que ha salido una entrada muy larga, por lo que vosotros os podéis largar también.

Os prometo que la próxima será más corta, que tampoco tendré mucho que contar.

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