Tras una noche siendo arrullados por el cantar de los equipos de aire acondicionado, Jorge y yo abandonamos la diminuta habitación y nos dirigimos a la última planta del hotel, donde se encontraba el restaurante en el que dimos cuenta de un desayuno bastante decente. El mío incluyó dos huevos fritos que un cocinero allí presente me preparó en el momento. Y hablando del tema: la recepcionista, de una forma infinitamente más atenta que su compañero del turno de noche, amén de recomendarnos qué visitar de aquella caótica ciudad, insistió en que probásemos el café con huevo, un producto típico del país. Nosotros lo hicimos, pero antes de hablaros de ese tema quiero revelaros cuál fue la palabra que se me pasó por la cabeza en cuanto pusimos un pie en la calle:
Caos.
Hanoi es, con diferencia, el lugar más caótico en el que he estado en mi vida: una jungla de motocicletas (miles de motocicletas) y coches que están demasiado ocupados representando una interminable sinfonía de cláxones como para ponerse a respetar semáforos o señales, vendedores ambulantes que ofrecen su mercancía una y otra vez a turistas con cara de panoli como Jorge y como yo, o cocineros que no tienen ningún reparo en preparar comidas y limpiar verduras a lado de alcantarillas de intenso y desagradable olor atestan calles plagadas de locales comerciales llenos de vida. O llenos de muerte, que hasta las funerarias se plantan aquí en la acera para hacer negocio:
Y allá donde no hay un comercio, pues se pone un mural que deje bien claro que en esta casa las leyes de Karl Marx están por encima de las leyes de la termodinámica, y listo:
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Me cago en todo cada vez que veo esta foto porque me quedó desenfocada |
Tratando no dejarnos arrastrar por este bullicio nos dirigimos al bar mencionado por la recepcionista, donde probamos nuestro primer café con huevo. Que entiendo que os sorprenda la combinación si nunca habéis oído hablar de este concepto, pero he de deciros que el mejunje está riquísimo. Y es que se trata de una mezcla de huevo batido (batidísimo) y mezclado con miel que se vierte sobre una taza de café. Y la experiencia habría resultado digna de un diez sobre diez si no hubiese sido por lo diminuto del mobiliario de aquel local.
Vale, es culpa mía porque soy muy alto, pero un café no se disfruta igual cuando toca bebérselo sentado en un minúsculo taburete con las rodillas a la altura de las orejas.
Tras acabar este manjar volvimos a enfrentarnos a las calles de Hanoi. Jorge se adentró en un quiosco-locutorio-casa de cambio y salió de allí con número de teléfono y dinero en metálico vietnamitas, y mientras hacía las transacciones pertinentes yo me quedé fuera conociendo a este simpático vecino:
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Reconozco que <3, o como decíamos los que llegamos a usar Messenger, (L) |
Me enseñó su moto:
¿Queréis más fotos? Venga, la última y sigo con la historia:
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Adiós, minino. Se te quiere |
Continuamos nuestro garbeo urbano e hicimos una parada rápida en una farmacia. Y es que no lo he dicho hasta ahora, pero Jorge venía arrastrando desde el principio del viaje unas llagas dentro de la boca que parecían un mapa de las islas Canarias. Y ya que estábamos en el local (su interior, he de decir, competía con el exterior en lo que a caos se refiere, pues torres de existencias convertían el lugar en un laberinto en el que costaba orientarse. Pero al menos aquella farmacia parecía estar mejor surtida que la que tuve que visitar en Tam Cốc días después por motivos que aún no os he dado), yo me compré una pomada que combatiese a la dermatitis que, como el turrón El almendro, volvía a casa por navidad y ya me estaba jodiendo (es lo que tiene no ser previsor y olvidarse de meter alguna cura para este problema en un botiquín atestado de morralla). La verdad, no sé si dicha pomada tuvo algún efecto porque yo no noté ninguna mejora, pero reconozco que su color mostaza me resultó de lo más curioso y he de confesar que, semanas después, cuando volví a encontrarla entre mis medicinas, no fui capaz de recordar el motivo por el que la había adquirido.
Esto último que he dicho va dirigido a toda la gente que mantiene que soy listísimo y que les encanta cómo funciona mi cerebro.
Y como si Hanoi se hubiese convertido en un extraño tablero del juego de la oca, de la casilla de la farmacia saltamos a la de la tienda de reproducciones de láminas artísticas vietnamitas y tiramos porque nos tocaba. Concretamente, a Jorge le tocó comprar dos muy bucólicas con la idea de que su novio las usase para decorar su despacho y a mí me tocó comprar tres bélicas, de las que dicen a los yankis que se vuelvan a su puta casa. Una de ellas, a día de hoy, decora un rincón de la habitación que aún conservo en la casa de mis padres en Valladolid, junto con otra que mi amigo Pablo me trajo de Moscú hace más de veinte años y unos sellos que compré por joder:
La siguiente casilla en la que caímos fue una cafetería a la que se llegaba subiendo al primer piso de un edificio, y que contaba con una terraza de lo más cuqui desde donde retomamos fuerzas gracias a unos tés helados. O batidos, no me acuerdo. De cualquier manera, algo así no llena el estómago, y a aquella hora el hambre ya nos estaba atacando, por lo que buscamos un lugar en el que llenar el buche y obtener energía que nos ayudase a encarar el resto de la jornada. Tras descartar aquellos con olores más fuertes o los que directamente servían perro (sí, alguno había que tenía una mesa en la puerta con el correspondiente cánido cocinado. No me paré entonces y no me quiero parar ahora), terminamos en uno repleto de turistas, lo cual tomamos como una buena señal.
Oye, la comida estaba riquísima. Y si resultó que el personal la había preparado al lado de una alcantarilla, no se notaba.

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