Viajemos en el tiempo. ¿A cuándo? Al siete de agosto de dos mil veintidós, día internacional de la amistad. En aquella jornada, los dueños de una bodega de Brooklin recuperaron a Boka, un gato gris que había sido robado días antes; Gustavo Petro juró su cargo como presidente de Colombia y a mi móvil llegó un mensaje de Whatsapp enviado por Jorge.
Ahora mismo os estaréis preguntando: ¿quién es Jorge? Jorge es un amigo y compañero de trabajo a quien conocí saltando a la comba. Os lo juro. Este curioso detalle no se debe a que Jorge sea un colega de la infancia o algo por el estilo; lo que ocurre es que al par de días de aterrizar en Austria, la empresa en la que por aquel entonces trabajábamos tanto mi novia como yo contrató a una agencia de eventos para organizar una actividad de ésas motivadoras que incluía varias competiciones por equipos y una sesión de cocina. En una de dichas competiciones el objetivo consistía en, monitores de corazón mediante, lograr que todos los miembros del grupo alcanzasen la misma frecuencia cardiaca, para lo que era necesario hacer más o menos ejercicio sirviéndose de una cuerda de saltar (qué chorradas inventan, ¿verdad?). Pues bien, Jorge (a quien no había visto hasta entonces por la oficina) apareció tarde, cuando ya habíamos empezado, y se unió a nuestro equipo y a mi actividad brincadora.
Jorge y yo no es que fuésemos amigos íntimos, precisamente. Nuestra relación se limitaba al ámbito profesional (se limitaba mucho, pues ni siquiera compartíamos equipo y sólo nos veíamos a la hora de comer, o ni siquiera eso) y, fuera del trabajo, quedamos un puñado de veces con mi novia y su novio para tomar algo, celebrar algún cumpleaños o subir al monte como manda la tradición austriaca. Una vez, Jorge cuidó de nuestros gatos durante unos días en los que mi novia y yo estuvimos de viaje y tuvo que encerrarles fuera del salón mientras les preparaba la comida porque no dejaban de echársele encima. Nos mandó una foto retratando la situación.
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Ésta no es la foto, pero se le parecía mucho |
Por lo visto, también aprovechó el acceso a nuestro pisazo para colar a un par de colegas una tarde y echarse una partida a nuestro Cards against humanity, pero es que Jorge es despreocupado y extrovertido, y si sabe que sus acciones no le hacen daño a nadie, pues no se corta. Si digo esto es porque su peculiar personalidad me vendría de perlas en multitud de ocasiones, pero no adelantemos acontecimientos.
Con respecto al contenido del mensaje que me envió aquel siete de agosto de dos mil veintidós, día internacional de la amistad, quienes estuvisteis aquí la semana pasada ya sabréis lo que contenía. A los que acabáis de llegar, os diré que Jorge me estaba proponiendo unirme a él en un periplo de varias semanas por Tailandia, Camboya y Vietnam que tendría lugar a finales de ese mismo año, antes de la temporada navideña.
Resulta que es muy habitual entre los austriacos el aprovechar los meses posteriores a su graduación universitaria para pegarse un viajazo al otro extremo del mundo que puede prolongarse durante semanas o incluso meses. Esto resulta chocante para alguien como Jorge o como yo, quienes nos hemos criado en España, un país en el que uno alcanza el final de su etapa estudiantil y, no habiéndose secado su título recién impreso, ya está enterrando en curriculums todos los negocios y empresas en un radio de cincuenta kilómetros para empezar a ganar dinero CUANTO ANTES. Pero en Austria, como digo, salarios más decentes permiten vivir con menos estrecheces y darse homenajes como el que os he contado al principio del párrafo. Jorge tenía bastantes amigos y conocidos que lo habían hecho y le habían hablado de las maravillas que le esperan a uno en Indochina, poniéndole los dientes largos. Y aunque Jorge ya no tenía la edad de un recién graduado, lo que si que tenía era pasta ahorrada y días de vacaciones de sobra para poder permitirse experimentarlo él también.
Lo que Jorge no tenía era con quién ir, pues nadie en su entorno tenía tanto tiempo libre. Por mi parte, yo andaba anímicamente un poquito por los suelos: acababan de levantarse las restricciones y mi novia contaba con otro trabajo que le permitía socializar, pero yo no tuve esa suerte y pasaba las tardes de verano muerto de asco como si fuese la bruja de las tres mellizas, paseando solo por la ciudad mientras escuchaba podcasts y me preguntaba qué había hecho para que todos los habitantes de aquel país en el que el alemán suena especialmente raro me odiasen. Jorge estaba al tanto de todo esto, por lo que me sugirió que viajase con él, asumiendo que, evidentemente, le diría que sí.
Evidentemente, le dije que no.
¿Qué se me había perdido a mí en una zona del planeta donde los retretes, con toda seguridad, serían de mucha peor calidad que el que hay en mi casa? Que no, que no. Que yo no estaría nada a gusto en aquella época, pero un cambio de aires tan gordo me producía una pereza insoportable.
Sin embargo, mi negativa no fue completamente rotunda. Durante ese mismo día me dediqué a darle vueltas (porque otra cosa no, pero darle vueltas a las cosas se me da de lujo) y los pros de unirme al viaje comenzaron a colarse por unas grietas que se abrían cada vez más en la lista de contras. La verdad es que, dejando a un lado prejuicios absurdos, ideas preconcebidas e ignorancia en general, Jorge me estaba proponiendo un plan de puta madre. Llegada la noche, le escribí diciéndole que había cambiado de idea y que contase conmigo. Bueno, lo que le dije exactamente fue: "una cosita: VETE A LA MIERDA". Quienes me conocen saben que significa "le he dado muchas vueltas y tu plan me parece muy buena idea, así que me apunto", pero ya he dicho que Jorge y yo no teníamos una relación muy cercana, así que mi mensaje le dejó bastante descolocado.
Una vez aclarado el simpático malentendido, comenzamos a planear qué hacer por allí. Él era más de buscar consejo en amigos y conocidos que ya habían vivido la experiencia e informarse mediante webs y blogs de viajes (aprovecho para aclarar una cosita. Esto NO es un blog de viajes, y quien venga aquí con esa idea, que se prepare para llevarse una decepción bastante gorda), mientras que yo prefería dejar que Google Maps y Street View me revelasen un lugar en el que cualquier rincón me parecería exótico y digno de ser descubierto, sin la necesidad de que nadie planificase mi estancia por mí.
Esto provocó que no nos pusiésemos de acuerdo en qué visitar y en cómo hacerlo, y cuando intentábamos poner en común lo que cada uno pensaba, el otro solía recibir cada sugerencia con poco entusiasmo. Semejante falta de entendimiento se prolongó durante varios días hasta que, idiota de mí, decidí por segunda vez que, ni aquello iba a ninguna parte, ni yo viajaría con Jorge.
Sin embargo, una nueva ronda de darle vueltas a todo hizo que recuperase la cordura, pues analicé la situación bajo otra perspectiva: la idea del viaje era suya y me estaba invitando a participar en ella; y sería difícil que aquello saliese mal, independientemente de si las actividades o lugares a visitar que yo proponía se caían del calendario. Sólo puse dos condiciones: iríamos a Angkor Wat sí o sí (pues soy un friki que llevaba queriendo ir desde que vi unas fotos de los templos a los once años en un libro que mis padres aún conservan) y los hoteles tendrían una calidad decente acorde a las exigencias de dos treintañeros como nosotros. Me negaba rotundamente a dormir en pocilgas o en albergues, valga la redundancia. Aparte de dichas dos condiciones, mi actitud paso a ser: sí a todo.
Tras dejar atrás altibajos absurdos, pasamos de juntarnos para discutir si hacer o no tal o cual cosa, a juntarnos para comprar billetes de avión, reservar hoteles (bueno, en realidad los hoteles los reservó él. Y qué puntería tuvo para elegirlos bien, oye), solicitar visados y ultimar detalles de un viaje que, como descubriréis, acabó siendo la hostia.
Sin embargo, Jorge me transmitió una última preocupación que le avasallaba como una pareja de irrespetuosos gatos incapaces de esperar a que se les prepare la cena: teniendo en cuenta que no es que hubiese una confianza inmensa entre nosotros, ¿qué pasaría si, una vez embarcados en esta odisea, descubríamos que se nos acababan los temas de conversación? ¿Nos veríamos invadidos por un silencio incómodo que podría prolongarse durante horas o incluso días? Y yo le tranquilicé asegurándole que eso no ocurriría jamás. Pues, de ser así, siempre podríamos recurrir a un tópico inagotable: hablar mierda del resto de compañeros de la oficina.

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