viernes, 1 de diciembre de 2023

Yo vs. el alemán. Undécimo asalto

Ciento treinta y seis es el número de entradas que hay de momento en este blog, y treinta y siete es la edad que yo tengo desde hace un par de semanas. Si traigo a colación estos números es por dos motivos: el primero es que es muy probable que la historia con la que voy a comenzar hoy ya haya sido mencionada aquí anteriormente; el segundo es que a mi edad, me la pela.

Obviamente no siempre he sido así. Cuando contaba dieciséis añitos y mi cerebro estaba sin acabar, solía tomar decisiones de dudosa lógica fruto de lo fácil que era convencerme de cualquier mierda (reconozcámoslo: todos los que hemos vivido la adolescencia hemos sido gilipollas en mayor o menor medida durante dicha época) si se me ofrecía el estímulo adecuado.

En concreto, el estímulo que recibí una mañana de dos mil tres, mientras daba cuenta del tazón de Golden Grahams del desayuno, fue este estupendo anuncio que se estaba emitiendo en la tele de la cocina.

Para aquellos perezosos de vosotros a los que os cueste demasiado hacer click en un puto enlace y cargar el vídeo de Youtube, os contaré que el spot de marras anunciaba los Levis Type 1, un (por entonces) nuevo modelo de pantalón vaquero. Y a mí nunca me había interesado mucho la moda, pues era feliz vistiendo la ropa que mis padres tenían a bien comprarme en el Eroski o Carrefour de turno, pero no sé si fue por la banda sonora de fondo (que mola un huevo, todo sea dicho), por la puesta en escena, porque las costuras de los vaqueros parecen brillar en la oscuridad, o porque vi el anuncio tras una noche que pasé en vela estudiando para un examen de Matemáticas o Biología que acabaría suspendiendo irremediablemente, pero las pocas neuronas que aún no habían tirado la toalla para entonces empezaron a conspirar con el fin de que yo buscase la forma de meter un par de esos vaqueros en mi armario.

El que este comercial siguiese emitiéndose con regularidad durante los días sucesivos no ayudó a que me quitase tal idea de la cabeza, aunque lo que terminó de convencerme de una vez por todas fue encontrarme en persona con el conjunto de pantalón y cazadora en el escaparate de Parachute, una tienda del centro comercial que había cerca de mi casa. Contemplar aquellas dos prendas tras el cristal provocó que me lanzase irrefrenablemente al interior del local como si fuese un padre divorciado pasando por delante de un Sportium. Una vez dentro, pregunté a la dependienta que cuánto costaba aquel monumento hecho en tela vaquera, y me respondió que catorce.

Os aclaro: "Catorce", en dos mil tres, quería decir "catorce mil pesetas", pues aunque la vieja moneda llevaba ya un año fuera de circulación, aún no nos habíamos acostumbrado al euro. Y catorce mil pesetas equivalen a ochenta y cuatro euros, que si son un pastizal ahora, imaginad hace veinte años.

Ignorante de mí, quise saber si catorce era el precio por ambas prendas, y la dependienta, apiadándose de mi inocencia adolescente, me dijo que no, que cada una. Tan desorbitado precio, además de provocarme un ligero mareo, tiraba por tierra mis planes en lo que a vestimenta se refería, por lo que me limité a darle las gracias por la información y me largué de allí sintiendo que el capitalismo me había hecho pupita una vez más.

¿Sirvió el conocer el precio para disuadirme de mi empeño? Por supuesto que no. Hice entonces lo que siempre hacía cuando se me antojaba algo que no podía pagar: pedírselo a mi abuela. La sufrida pensionista, Dios la tenga en Su Gloria, accedió a apoquinar por la mitad del conjunto, así que yo me pasé semanas ahorrando para poder gastármelo todo de golpe como el padre divorciado del Sportium que he mencionado hace un par de párrafos. Cargado por fin con los casi ciento setenta euros (recordemos: de la época), volví al Parachute y solicité probarme pantalón y cazadora de la talla XL.

Objetivamente ambas prendas me quedaban de puta pena. Y es que yo tenía la complexión de un bicho palo: el pantalón era muy largo y además me sobraba de cintura, y mi cuerpecito no llenaba la cazadora. Por otra parte, una talla L quedaba muy corta vistiendo mis brazos y piernas de Slenderman, por lo que lo más inteligente en ese caso habría sido salir de allí con las manos vacías y ciento sesenta y ocho euros en el bolsillo. Sin embargo, la dependienta no estaba dispuesta a perder la venta, por lo que me remangó mangas y perneras (justificando su acción con un "ahora se lleva así", la muy miserable) y me sugirió usar un cinturón que, para sorpresa de nadie, hacía que el pantalón me quedase como si me acabasen de rescatar de un campo de concentración. Pero como yo era bastante tonto por aquel entonces, seguí aquellos consejos de estilo y salí del comercio vestido como un payaso.

Sin embargo, la historia termina de forma feliz, pues años de gimnasio y desayunos irlandeses han añadido volumen y peso a según que partes de mi cuerpo y, si bien es cierto que ahora me cuesta entrar en aquellos carísimos pantalones (aunque los conservo, pues nunca se sabe cuándo lo van a mandar a uno a un campo de concentración y, de ser así, podrían volver a valerme), la cazadora me queda bastante bien a día de hoy, constituyendo una interesante prenda con cierto aire retro para la temporada de entretiempo.

Ahora os estaréis preguntando: ¿por qué coño habla de esto en una entrada que, según el título, tiene que ver con lo mal que lo pasa para aprender alemán? Pero todo tiene una explicación, joder. Resulta que el otro día, mientras me encontraba en una fiesta de Halloween a la que acudí disfrazado de Mestre Ensinador porque no tengo vergüenza, recordé todo lo que os acabo de contar, así como el hecho de que ocurriese hace la friolera de dos décadas, y entonces pregunté con curiosidad a las personas con las que me encontraba cuál era el artículo de ropa más antiguo que conservaban.

Una chica austríaca del grupo procedió a responder, y aunque la conversación estaba teniendo lugar en inglés, mantuvo el nombre alemán original de la prenda de la que habló: un Dirndl. Nos contó que el Dirndl había pertenecido a su abuela, que su madre heredó este Dirndl años atrás y que, siguiendo la tradición, ahora era ella la dueña del susodicho Dirndl.

¿Que qué es un Dirndl? Esto es un Dirndl:

fuente: trachten24.eu
O como yo lo llamo: "el traje de sevillanas austriaco"

Vale, yo hasta entonces había visto decenas de Dirndl por aquí: portados por mujeres de todas las edades, expuestos en escaparates o simplemente en fotos e ilustraciones. Lo que no supe hasta ese momento es que este tradicional vestido se llama Dirndl. Yo no sabía ni que existía la palabra Dirndl. Este detalle explica por qué, mientras los demás integrantes del grupo seguían con ternura la historia de cómo aquel Dirndl había pasado de generación en generación hasta llegar a manos de esta chica, yo reaccionaba con incredulidad y estupor al escuchar el mismo relato.

Y es que, en lugar de "Dirndl", entendí "dildo".

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