Existen varios motivos por los que alguien deba salir de la cama a las tres de la madrugada para no regresar hasta la noche siguiente, y la mayoría son malos. No obstante, en el día que os estoy empezando a contar no me costó demasiado ponerme en pie a tan intempestiva hora, pues a Jorge y a mí nos aguardaban los templos de Angkor, y como ya he dicho varias veces en este blog, llevaba deseando hacer esa visita desde que tenía once años.
Quien también tuvo que pegarse el madrugón fue Perún, el conductor de tuk tuk a quien introduje en mi anterior entrada. Perún y su vehículo se encontraban en la puerta del hotel cuando Jorge y yo salimos cargados con los desayunos que habíamos encargado la noche antes.
Iluminados por hileras de farolas, llegamos a las taquillas del complejo, y allí tuvimos que obtener la entrada. No recuerdo cuánto me costó ni me importó en su momento, habida cuenta de la expectación que sentía entonces. Expectación que, por otra parte, no disimuló la cara de sueño con la que salgo en la foto que tuvieron que hacerme para plasmar en el pase que nos permitiría acceder a los diferentes templos durante los siguientes dos días.
¿Qué le voy a hacer? Cuando he dormido poco y no he tomado café, se nota.
Una vez finalizados los trámites pertinentes, Perún nos dejó en la entrada de Angkor Wat, acordando que nos recogería en el mismo sitio a las tres horas. A aquella hora aún no había empezado a clarear, así que Jorge y yo tuvimos que adentrarnos en la penumbra mientras confiábamos en que seguir los pasos de los muchos turistas que portaban linternitas nos llevaría al sitio adecuado.
A los pocos minutos, mientras las torres del icónico templo comenzaban a mostrarse a lo lejos, Jorge y yo nos sentamos a dar cuenta de nuestros desayunos take away (el mío con huevo, por supuesto). Tras suplir nuestras necesidades nutricionales, yo me dediqué a hacer pruebas con la cámara, buscando el mejor encuadre para retratar la escena (el mejor dentro de las limitaciones, pues los sitios preferentes para sacar la foto llevaban un buen rato tomados por turistas más madrugadores). Finalmente, a pocos minutos de que apareciese el sol, saqué varias fotos, y creo que ninguna le hace justicia al lugar:
Después nos adentramos en el templo en sí, y yo me quedé con el culo torcido en varias ocasiones debido a su espectacularidad. Que me gustaría a mí contar con la calidad narrativa necesaria para poder transmitiros todo aquello, pero como no es el caso, os voy a dejar por aquí alguna foto para que os hagáis una idea de, por ejemplo, sus torres:
Sus pórticos:
La decoración de sus fachadas:
O uno de los detalles que más me maravilló. Un interminable mural grabado en piedra representando escenas de batalla cuya historia, como podréis imaginar, no me molesté en averiguar:
Tras un par de horas vagando por el lugar con los ojos como platos, Jorge y yo abandonamos el complejo y volvimos a encontrarnos con Perún a la entrada del mismo. Aunque, tal y como vaticinó mi compañero de trabajo en su día, fue Perún el que se encontró con nosotros en medio de la multitud. Que suena fatal, pero es que por aquel entonces aún no nos había dado tiempo a quedarnos con su cara. Eso sí, si tuviese que reconocerle ahora, no me costaría ningún trabajo. No sólo porque en mi salón hay una foto de los tres, sino porque se portó tan bien con nosotros durante aquellos días, que dejó huella en nuestros corasonsitos y tal.
En fin, dejémonos de moñerías y sigamos. Perún nos llevó a otros templos de los que tendré que hablar en entrada aparte porque fueron muchos, mientras nos ofrecía una botella de agua fría detrás de otra para soportar el calor de la jornada. Llegada la tarde, hicimos alto en un restaurante en el que Jorge demostró que había superado su fobia al arroz (y menos mal, porque dime tú si no de qué se iba a alimentar durante tres semanas por estas latitudes, el pobre):
Al terminar de comer, Perún nos estaba esperando en la puerta del restaurante. Pero no para partir inmediatamente. Nuestro guía reposaba felizmente en una hamaca y nos invitó a unirnos a él y ocupar un par de las que se encontraban vacías con la idea de descansar un rato antes de continuar nuestra visita.
Cayó una siesta que me supo a gloria, oye. Y nosotros quisimos aún más a Perún (y también al dueño del local por haber tenido tan genial idea).
Esta pausa reparadora nos ayudó a encarar el resto de la tarde, aunque es cierto que nos dimos una paliza considerable yendo de acá para allá. Por ello, agradecimos el rato de piscina del que pudimos disfrutar una vez de vuelta en el hotel.
¿Os parece cansado todo esto? Pues ya veréis lo que me esperaba para el resto del día.

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