Como intuyo que mis padres, dueños de la casa en la que se encuentra la habitación a la que me estoy refiriendo hoy, se llevarán las manos a la cabeza al leer esto ("qué vergüenza, qué vergüenza, que nuestro primogénito va contando por ahí que no limpiamos" y tal), y por si a alguno de vosotros, mardito roedore, os ha dado por pensar algo por el estilo, voy a aclarar que el piso está tan limpio que en el salón se podría improvisar un quirófano en el que poder implantaros el corazón que os falta, aún teniendo en cuenta que la batalla que se libra allí contra el polvo (pues en el barrio no paran de levantar un edificio detrás de otro, que aquello parece Seseña cuando todos le besábais el culo a José María Aznar, y ya se sabe la zorrera que se arma cuando hay obras) es tan épica que cada vez que mi madre agarra una escoba suena de fondo la banda sonora de El caballero oscuro.
Y con esto espero que se les haya pasado el disgusto a mis padres. Los cuales, añado, respetan MI privacidad, ya que MIS dominios son como el barrio de la hienas de El rey león, que por allí no pisa ni Dios y el único que se ha atrevido a tocar MIS cosas sin permiso durante todo este tiempo ha sido el polvo. Polvo, todo sea dicho, que se ha quedado de un a gusto que no veas, pues si durante los tres días que me he tirado allí poniendo orden no he acabado con los pulmones como los de Eugenio ha sido gracias a que mi hermano y yo somos inmunes al amianto por habernos pasado la infancia jugando a hacer torres y castillos con placas de uralita.
Pero el trabajo ya está hecho. Por fin ha dejado de darme asco entrar en la habitación y, lo que es más importante, puedo cumplir parcialmente mi propósito en lo de que a escribir al respecto se refiere. Y digo "parcialmente" porque no voy a sacar una entrada. Voy a sacar OCHO, que ya sabéis que a mí me gusta una barbaridad eso de estirar el chicle.
Resulta que, además de a pasar plumero y cepillo, me he dedicado a separar trigo de cizaña en plan Evangelio según San Mateo, salvando objetos que acumularán polvo hasta que vuelva a poner orden dentro de diez años y mandando a la mierda otros que tenía que haber mandado a la mierda hace ya mucho tiempo. Casi todos ellos tienen historias detrás, y yo os las voy a contar de cinco en cinco. Así que permitidme que ponga en marcha el carrusel de morralla y os vaya enseñando lo que he encontrado. Empezando por...
Estas bolas chinas
Vale, seguro que tienen otro nombre más adecuado, pero ni lo sé ni tengo ganas de ponerme a buscarlo. Además, estoy harto de repetir que en mi blog mando yo.
Las bolas (como tantos otros objetos, ya lo iréis viendo) fueron un antojo de todo a 100. Quizá fue porque su absurdo tintineo interior evocaba a los crótalos y chinchines que tocábamos en clase de música (a día de hoy aún no me queda muy claro qué sentido tenían aquellas actividades a nivel académico o educativo, pero por lo menos lo pasábamos bien, mira tú); o quizá fue porque me flipé mucho con Tron Legacy y el malo tenía unas parecidas, pero me las acabé comprando. Y las he usado unas tres o cuatro veces, sin terminar de encontrarle la gracia al ruido que meten. Por otra parte, tampoco me he atrevido a llevarlas conmigo cada vez que me ha tocado volverme de casa de mis padres para comprobar si su presencia constante las haría merecedoras de un uso más habitual, pues intuyo que a los dos minutos de clinclinclin en mi maleta de mano iban a terminar en la primera papelera que encontrase en el aeropuerto.
Así que las pobres han cumplido la función de estar en una estantería sin más durante todo este tiempo con una profesionalidad maravillosa.
Estas gomitas
Estaba yo estudiando tranquilamente en mi cuarto, sin meterme con nadie, cuando sentí que una araña se paseaba por mi cuello. Me di a mí mismo una colleja espectacular, pero la araña permanecía allí, haciéndome cuchicuchi junto a la nuca. Por ello, y porque soy de un aspaventoso que te cagas, me inflé a hostias al tiempo que salía corriendo de la habitación para descubrir aterrado que, a pesar de todo, el artrópodo seguía jodiendo. Fue entonces cuando me recuperé del susto y de mi propia estupidez y recordé:
—Cojones, la puta trenza.
Efectivamente, durante un corto periodo del que no me siento especialmente orgulloso, de mi pelambrera asomaba un fino mechón cuyo trenzado se veía rematado por una goma del paquete de la foto (al principio tiraba de las mismas gomas con las que mi ortodoncista gustaba de montar un puente colgante en el aparato que llevé en la boca, pero eran un poco sosas). Recuerdo que cuando me corté el pelo y le pedí al peluquero que me dejase coleta en un lateral de la cabeza, el pobre hombre estuvo a punto de llorar de emoción, pues tal tarea suponía una ruptura BRUTAL en la monotonía de aquel lugar en el que estaba condenado a repetir el mismo corte de caballero a todos los hombres que por allí pasaban. No sólo me dejó el mechón, sino que dedicó bastante tiempo a engominarlo mientras no paraba de felicitarse a sí mismo en voz alta por el resultado. Os lo juro.
Semanas después, la trenza sobresalía unos centímetros por encima de mi pelo ligeramente largo, y un compañero de mi equipo de atletismo llegó a decirme "sólo te falta ponerte un pendiente para parecer más vascazo".
No, no me hice ningún pendiente. De todas formas, no es que yo sea precisamente Rapunzel en lo que a fortaleza capilar se refiere, y una mañana de verano, mientras peinaba mi pseudovascuence cabellera al salir de la ducha, la debilitada trenza viajó de mi cabeza al bosque de púas del peine, y de ahí al cubo de la basura.
Este pulpo
Una de mis actividades favoritas siempre ha sido adquirir mierda de todo a cien que no necesito. Pero es que en este caso la cosa se me fue de las manos. Si no, ya me dirás tú a qué viene comprar un tapón de bañera cuya cadena incluía al otro extremo el bicho de la foto. Que sí, tiene que ser muy gracioso darse un baño y ver al pulpo flotar entre la espuma; pero es que yo, en el piso de mis padres, he llenado la bañera una sola vez en todos los años que viví allí y fue porque acababa de patearme los veintiún kilómetros de una media maratón y mi padre insistió en que un baño caliente iba a ser lo mejor para mis doloridos músculos y articulaciones. Y ni me acordé el pulpo de los huevos.
A ver, que no soy ningún cerdo. Lo que pasa es que yo soy más de ducha y en el otro baño hay un plato de ducha, que me viene mejor. Que yo me ducho a diario, joder. Ay, dejadme en paz.
Este otro pulpo
¿Qué fue? ¿La eurocopa? ¿El mundial? No me acuerdo. La cuestión es que hace unos años en aquel verano no se hablaba de otra cosa que del puto júrgol y todo el país dejó a un lado sus miserias para centrarse en el campeonato de marras. Fue una invasión de cabezas de balón en toda regla (que enlazo la canción de Puagh más que nada para que no se me olvide que un día tengo que hablar de que asistí a un concierto suyo y aquello no tuvo desperdicio). Y de entre las muchas noticias y no-noticias que incluían fútbol con calzador, estaba la del pulpo Paul. Os acordáis, ¿verdad? El bicho vivía en un zoo, o en un acuario, y antes de cada partido le presentaban dos cajas con comida y sendas banderas representando a los contendientes. Bueno, pues el artrópodo de marras siempre (o casi siempre) se iba a jalar a la caja del que ganaría horas después.
Y todo el mundo quiso sacar tajada del pobre animal. Incluyendo Carrefour, que de la noche a la mañana sepultó sus hipermercados bajo millones de peluches como el de la foto. Como estaba tirado de precio y tenía un jeto de lo más salao, caí en la tentación de llevarme uno a casa.
Pero los dos pulpos no tardaron en morir. Lo siento, así es la vida. El pulpo Paul apareció flotando inerte en su acuario de la noche a la mañana y el equivalente de peluche pasó a engrosar la cantidad de mierda inútil en mis estanterías sin que nadie se acordase de él hasta que le saqué la foto.
Este robot
Otro vicio ante el que siempre caigo. Las putas colecciones de fascículos que invaden los quioscos cada septiembre y cada enero. Podría dedicarle su propia entrada a la cantidad de colecciones absurdas que tengo, pero de momento voy a mencionar únicamente a la que prometía el poder montar, pieza a pieza, a Monty, un robot capaz de (que yo recuerde) desplazarse por una línea negra, detectar objetos y esquivarlos, seguir un patrón de movimiento, grabar y reproducir sonidos, agarrar objetos, y un sinfín de brujerías más.
O al menos en teoría. Y es que, como si de una obra encargada a Calatrava se tratase, el proyecto estaba condenado al desastre una vez cayó en mis manos la primera entrega.
El primer soldador del que pude disponer era una bazofia y su punta parecía un destornillador de cabeza plana. A esto hay que unir que, gracias a que soy tan cagaprisas como manazas, en lugar de ir alternando montaje y configuración como se indicaba en los fascículos, lo ensamblé todo de golpe en una tarde, quemando durante el proceso más de una pista de los circuitos integrados. Por ello, cuando quise emular al doctor Frankenstein al pulsar el interruptor de encendido del trasto, no me quedó más remedio que reconocer que ni seguir una línea negra, ni esquivar obstáculos, ni grabar voces, ni pollas. La única función que se podría esperar del trasto era la ser un bloque de chatarra. Ésa, y la de darme pena cada vez que la idea de tirarlo a la basura (bueno, de llevarlo a un punto limpio, que sería lo suyo) ha rondado mi cabeza, pues mis padres se gastaron un pastizal en este capricho (sesenta entregas a cinco con noventa y cinco. Echad cuentas vosotros si queréis, que yo me pongo nervioso si lo intento).
Al menos eché buenos ratos gracias al olor del estaño fundido. Sacad las conclusiones que queráis.
Y hasta aquí la primera entrega. En unas semanas seguiré exhibiendo más mierda que, a pesar del paso del tiempo, sigo conservando sin saber muy bien por qué.

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