lunes, 2 de junio de 2025

Aquel viaje. Una tarde algo menos loca que la anterior

Mi anterior entrada comenzó tras haber pasado yo una noche sin dormir y sin vergüenza, y la misma acabó conmigo durmiéndome a la mesa del restaurante como un gilipollas. Así que que alguien de una palmada o me sacuda para despertarme, que acaban de traer la comida. Por cierto, se notaba que el sitio era pijo porque tenía mantelitos individuales y platos cuadrados:


Nuestra visita a los templos de la zona continuó tras finiquitar aquel menú que incorporó una minisiesta no programada. Como tengo una entrada enumerándolos todos, no voy a entrar en detalles acerca de dichos templos ahora. Mientras el tuk tuk nos llevaba de uno a otro, vimos a un grupo de hombres trabajando en los arrozales, acompañados por varios bóvidos que voy a llamar bueyes aún a riesgo de quedar como un inculto en taxonomía. Jorge pidió a Perún que parase un momento porque quería ver aquella escena de cerca, y no se limitó a ver: también intentó preguntar un montón de cosas sobre su trabajo a los campesinos que no pudieron responder por no hablar inglés mientras miraban a Jorge como si fuese un alien recién llegado en su ovni.

Un alien que, por otra parte, hizo bien en sacar unas cuantas fotos. Más que nada porque yo ahora voy a robarle algunas:





No, yo no hice fotos. Yo me quedé en el tuk tuk con Perún ligeramente atónito ante la audacia de mi compatriota. Sí, y hecho mierda debido a la serie de acontecimientos de las últimas cuarenta y ocho horas, también.

Al poco, nuestra segunda jornada llegó a su fin, y en el camino de vuelta, tras adentrarnos en varios templos (entre los que se encontraba uno que incluía un museo dedicado a no recuerdo qué y una tienda de souvenirs en la que Jorge trató una vez más, sin éxito, de encontrar un trozo de tela que pudiese convertir en mantel para la mesa de su salón), recogimos a un autoestopista anarquista portugués. No, no me lo invento. Mientras el tuk tuk alcanzaba Siem Reap, el hombre nos contó que vivía en una colectividad agrícola en Portugal y que lo único que había allí de su propiedad allí era un perro, que semanas atrás había ahorrado un poco para pagarse el billete de avión, que estaba recorriendo mundo con una muda limpia en la mochila, viviendo al día, y que cuando se le acabase el dinero o echase mucho de menos al chucho, se volvería a su colectividad agrícola.

Olé por aquel punki, todo sea dicho.

Jorge le contó que había pasado media semana en Krabi, en el sur de Tailandia, bañándose en sus playas, haciendo kayak, visitando algún que otro templo y conociendo a una pareja de brasileñas muy majas. Y yo no abrí la boca porque no tenía nada interesante que contar.

Volvimos al hotel, y ahora os recuerdo que aquella gente con la que pasé la noche anterior nos había invitado a una fiesta en la casa que compartían varios de ellos, por lo que Jorge y yo nos preparamos para terminar el día en su compañía. Montamos en un tuk tuk que, tras hacer parada en un seven eleven donde adquirimos bebidas y snacks de cortesía, nos llevó a aquel domicilio. La fiesta ya había comenzado y la mitad de las provisiones disponibles habían desaparecido. Para nosotros dejaron unos rollitos vietnamitas y, atención, huevos de codorniz con el pollito a medio hacer que Jorge declinó tras palidecer reprimiendo arcadas y que yo acepté porque si la cena que me metí la víspera a altas horas de la noche no me había hecho daño, nada lo haría en Camboya.

Por cierto, el otro día tuve una reunión en mi oficina y, para romper el hielo, nos tocó responder a cada uno que qué era lo más raro que habíamos comido. Una compañera mencionó los escorpiones de Bangkok que yo no quise probar, y yo conté lo que habéis leído en el párrafo anterior porque consideré que mis compañeros de trabajo no estaban preparados para escucharme decir "sesos de lechazo".

Mientras de fondo sonaba música que a mí no me gusta por ser demasiado moderna porque soy un yayo para estas cosas y que Jorge no sólo reconocía en todo momento, sino que pudo complementar con otras sugerencias por el estilo (y que tampoco me gustaban, por supuesto), recorrimos toda clase de temas de conversación. Dos de los chicos de aquel grupo eran sudafricanos que estaban enseñando inglés a críos de la ciudad y que nos contaron cómo hay zonas en su país en las que no es nada extraño encontrarse con leones en el patio de casa, o que en ciertos barrios de Johannesburgo sufrir un atraco no es que sea habitual, es que es obligatorio. Yo les confesé que todo lo que sabía de Sudáfrica lo había aprendido viendo la película Chappie, y creo que ninguno se dio cuenta de que me estaba burlando un pelín de ellos, habida cuenta de lo mal retratado que sale su país en dicha cinta (digo "cinta" porque soy un yayo, ¿veis?). Uno de ellos, al descubrir que Jorge y yo vivíamos en Austria, confesó su envidia, pues había estado en nuestro continente en alguna ocasión y seguía maravillándole que, según sus propias palabras "en Europa todo funciona". Tras esto, añadió que o bien él mismo o bien alguien conocido en Siem Reap acabó en urgencias por cierta dolencia que requirió que le abriesen y, debido a que el material quirúrgico no se encontraba esterilizado adecuadamente, se agarró una infección que lo mantuvo ingresado durante seis meses.

Defended la sanidad pública y de calidad con uñas y dientes, niños.

Como podréis imaginar, Jorge les contó, entre otras cosas, que había pasado media semana en Krabi, en el sur de Tailandia, bañándose en sus playas, haciendo kayak, visitando algún que otro templo y conociendo a una pareja de brasileñas muy majas.

Cuando la bebida y los snacks desaparecieron de la mesa, acordamos volver al bar de la tarde anterior donde tomar algo y disfrutar de la cálida noche, y de ahí a la zona de fiesta, pues cierta botella de Jack Daniels sin acabar nos llevaba esperando desde la víspera. Sin embargo, en esta ocasión hubo que recogerse antes. Y es que mi cuerpo, como si de un entrenador de fútbol que increpa al árbitro la duración excesiva del último tiempo de descuento ante la perspectiva de que el marcador favorable termine dado la vuelta, no paraba de pedirme que me fuese a la cama de una puta vez. Y tras hacerle caso a mi organismo por primera vez en muchas horas, Jorge y yo nos despedimos de aquella gente para siempre. Tras otra parada en el mismo seven eleven en el que compramos sendas bolsas de patatas que nos acompañasen en nuestro camino de vuelta al hotel, nos largamos a dormir y reponer fuerzas antes de afrontar el que sería nuestro último día en Camboya, poniendo fin a una vorágine de cuarenta y ocho horas (la cual me pasaría factura días después, ya veréis) y a una entrada ligeramente más corta de lo normal.

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