Lo primero que Jorge y yo hicimos aquella tarde, después de toda una mañana intentando con mayor o menor éxito que nuestros cerebros se acostumbrasen al bullicio hanoiano, fue dirigirnos a una de las principales atracciones turísticas de la capital vietnamita: la calle Lê Duẩn. Su fama se debe a que por este estrecho callejón pasa el tren dos veces al día, obligando a residentes y comerciantes del lugar a recoger su mierda y constituyendo un espectáculo que la gente gusta de retratar para compartir en redes sociales, muchas veces arriesgando la propia vida. Y es que el ser humano, reconozcámoslo, es así de gilipollas.
En nuestra defensa, he he decir que Jorge y yo nos plantamos allí a una hora segura y así lo atestiguan las fotos que sacamos, las cuales podrían hacer que el lugar pasase perfectamente por una vía muerta:
De hecho, uno podía pasear sin peligro por los raíles. Jorge lo hizo:
De allí fuimos al Templo de la Literatura, un complejo dedicado a Confucio del que poco os puedo contar. Tenía algún que otro estanque:
Y estatuas:
Que si hubiésemos formado parte de una visita guiada, a lo mejor habríamos aprendido más acerca del lugar, pero digo "a lo mejor" porque, precisamente, coincidimos con una visita guiada y todos sus integrantes se encontraban hablando entre sí a un volumen DE LA HOSTIA y pasando olímpicamente de las explicaciones del guía.
Lo habéis adivinado. Eran españoles.
Con la tarde comenzando a caer, abandonamos aquel templo y pasamos por un lugar con una cantidad de vida social impensable en una civilización tan egoístamente capitalista como la nuestra. Allí había gente echando partidas de cartas y juegos de mesa que no había visto en mi vida:
![]() |
Esta foto y la anterior se las he robado a Jorge, que las hizo él |
Señoras convirtiendo la acera en una cancha de bádminton:
![]() |
Sí, esta foto también se la he robado |
O hasta un peluquero enfrascado en su tarea bajo los últimos rayos de sol:
![]() |
Ésta es mía |
Todo ello, bajo la atenta mirada de este señor:
![]() |
🔊 |
Efectivamente, Hanoi le tiene dedicado un parque a Lenin. Y de aquél nos dirigimos a una cafetería cercana donde también, por qué no, se vendían artículos de cuero. Aquí cayeron un café helado y un yogur, y mientras el camarero se afanaba en prepararlos, Jorge se dedicó a echar un ojo en derredor, acercándome un cubo de rubik allí expuesto cuyas caras estaban decoradas con piel de diferentes tonos. Cuando me lo dio, el cubo estaba desordenado, y cuando se lo devolví, porque soy un friki, estaba resuelto (lo cual provocó que otra dependienta del local exclamase "guau" llena de asombro).
Acabadas las bebidas, volvimos al hotel, pasando ante un nuevo grupo de señoras que, sin contar esta vez con la supervisión de estatuas de revolucionarios, hacían aerobic alegremente, y aprovechamos la existencia de una librería en la zona para que yo pudiese comprarle a mi madre un cuento escrito en vietnamita.
Llegada la hora de la cena, intentamos repetir la experiencia de horas atrás y comer de nuevo en el restaurante en el que almorzamos, pero ya se encontraba cerrado. Entramos entonces en otro que había en la zona y que no tenía mala pinta. Nos sentamos en una de sus mesas, abrimos el menú, cerramos el menú y nos fuimos. Y es que lo único que servían allí (aunque he de decir que de infinidad de maneras distintas) eran ancas de rana.
Al final, con casi todas las cocinas de Hanoi ya apagadas, localizamos uno en el que, pese a estar vacío, tardaron casi media hora en servirnos la cena, lo cual nos hizo preocuparnos por enésima vez ante la posibilidad de una intoxicación alimenticia que, por enésima vez, no tuvo lugar.
Para acabar tan larga jornada nos dirigimos a Beer Street y nos sentamos en una de sus bulliciosas terrazas a tomar algo. Dos turistas que se encontraban a nuestro lado se pusieron entonces a hacer cosas raras con su teléfono móvil, como tratando de sacar una foto a lo que tenían enfrente con disimulo pero siendo al mismo tiempo tan descaradas como un niño pequeño que mira a alguien con cromosomas de más. Jorge, incapaz de refrenar su curiosidad, les preguntó que qué estaban haciendo, y aunque no llegaron a resolver nuestra duda, los cuatro acabamos de cháchara durante los siguientes minutos. Jorge les contó que había pasado media semana en Krabi, en el sur de Tailandia, bañándose en sus playas, haciendo kayak, visitando algún que otro templo y conociendo a una pareja de brasileñas muy majas; y ellas nos dijeron que acababan de completar una ruta en moto por Vietnam de seis días durante la cual, se quejaba una, apenas habían tenido tiempo para dormir ("no me extraña que diga que no ha dormido. ¿Tú has visto qué ojeras llevaba?" me diría Jorge poco después aquel día).
A este rato de conversación, y a sugerencia de Jorge, siguió otro de baile dentro del bar. A veces se nos unía una de las empleadas, quien tenía un nivel de energía que ríase usted de Speedy González, y que también se encargaba de bajar las luces y el volumen de la música y echar las cortinas cada vez que la policía hacía acto de presencia en aquella calle. Sin embargo, a las doce en punto se activó el protocolo cenicienta y un coche patrulla recorrió la zona mientras varios oficiales vestidos como si fuesen militares, megáfono en ristre, mandaban a todo el mundo a su puta casa.
Imponían que no veas, todo sea dicho, así que como para no hacerles caso.
Por el camino de vuelta al hotel nos abordaron dos chicas, dando pie a una situación muy parecida a la acontecida días antes en Bangkok cuando aquellos maromos nos ofrecieron meternos con ellos en un coche para ir a un ping pong show. En esta ocasión, lo que hicieron las muchachas fue sacar un móvil y enseñarnos en el mismo varios segundos de un vídeo en el que una mujer restregaba su cuerpo desnudo y aceitoso contra el de un hombre, también en bolas, que se hallaba tumbado sobre una camilla. Dicho vídeo tenía pinta de haber sido grabado a escondidas, por lo que me pregunté si el prota del mismo era consciente de que estas dos zagalas andaban por ahí enseñándoselo a turistas al tiempo que les preguntaban si les interesaba recibir un masaje nuru a ellos también.
Jorge, tras escuchar esta oferta, preguntó entre extrañado y aterrado: "¿un masaje vudú?", lo que provocó que las chicas se largasen entre carcajadas, conscientes de que no tenían nada que hacer con nosotros.
Sus risas aún resonaban en nuestros oídos cuando finalmente llegamos al hotel. Atrás quedaba un largo día y quién sabe lo que pasaría al siguiente. Agotados, cruzamos el vestíbulo con el mayor sigilo posible y subimos a nuestra diminuta habitación, dispuestos a dejar que los cercanos sistemas de aire acondicionado se pasasen la noche cantándonos nanas.
¿Que por qué lo del sigilo al cruzar el vestíbulo? Pues porque en el sofá situado junto al mostrador, el recepcionista que tan amable había sido con nosotros la noche anterior se estaba echando un sueñecito de lo más entrañable.

No hay comentarios:
Publicar un comentario