Admiro vuestra paciencia, oye. Semanas atrás, con el presente año recién sacado del horno, os dije que os hablaría de mi viaje a Tailandia, Camboya y Vietnam y hasta ahora todo ha sido turra acerca de preparativos y planes (pero bueno, también os avisé de que habría un huevo de entradas y de algún sitio tengo que sacarlas, ¿no?). Afortunadamente, la espera llega a su fin y hoy vengo a hablaros del día en el que me puse en marcha y cambié la fría Austria por la cálida Tailandia (aunque si tenemos en cuenta horas de vuelo, cambios horarios y tal, en realidad fueron dos días, pero no nos pongamos especialitos).
Teniendo en cuenta que el avión despegó en domingo, lo más probable es que aquella mañana comenzase como la mayoría de mañanas de domingo de los últimos años: con un desayunaco a base de huevos y bacon como el que os enseñé en el post en el que hablaba de las elecciones municipales. Y si digo que fue probable es porque el paso del tiempo ha emborronado los recuerdos que conservaba de las primeras horas de aquel día.
De lo que sí me acuerdo perfectamente es de despedirme de mis gatos y mi novia, echarme a la espalda el mochilón y cargar en mi pecho la mochila, para después caminar en dirección a la estación bajo la primera nevada de aquel invierno (aunque, técnicamente, aún era otoño, pero no nos pongamos especialitos). No llevaba más abrigo que una camisa de manga larga, un forro polar y un chubasquero, y cada copito de nieve que aterrizaba en mi cara me hacía desear con más fuerza la llegada de ese momento en el que, una vez en la capital Tailandesa, pudiese cambiar aquellas ropas de ligero abrigo por una camiseta y un pantalón corto.
Pero para que aquel ansiado momento se produjese, yo aún tendría que esperar varias horas y recorrer más de ocho mil quinientos kilómetros (vamos, lo que viene siendo más o menos un cuarto de mundo, tal y como he puesto en el título de esta entrada. Que he tenido que hacer una regla de tres y todo para calcularlo), y para que vosotros podáis leer acerca de ello, aún tendréis que tragaros entrada y media (o más, que puede que se me vaya la olla y me dé por escribir chorradas adicionales entre medias). La salida del tren con destino al aeropuerto vienés me pilló con bajona y resaca. Y es que el día anterior me junté con los pocos amigos que logré hacer en Austria hasta la fecha para pasar una tarde de pizzas y elaboración de coronas de adviento, y la encargada de guiarnos en este proceso manual, austriaca ella, dirigió la conversación en todo momento optando por el alemán. Esto impidió que, en ese país al que el invierno llega antes de que lo dicte el calendario, ni siquiera pudiese comunicarme con el puñado de personas que sentía cercanas, y que los únicos que parecieran entenderme fueran los tres o cuatro vasos de gluhwein ligeramente peleón que preparó la anfitriona. Así que por eso la bajona. Y por eso la resaca.
Voy a hacer un inciso paradójico: estoy escribiendo esto en la tarde-noche de un treinta y uno de diciembre, intentando mantener un tono tristón que se os contagie, y frente a mi ventana no paran de estallar fuegos artificiales. Manda huevos.
De hecho, voy a intentar hacer alguna foto y os lo enseño...
![]() |
Uff, qué mal ha salido |
Esperad, que pruebo otra vez.
![]() |
Joder, peor aún. |
Venga, a ver si ahora sí:
![]() |
Madre mía... ¿Qué coño es eso? |
Último intento, de verdad. A ver si en vertical...
![]() |
Puff... Y yo presumiendo por aquí de hacer fotos y tal. Pero qué vergüenza. |
En fin, no hay manera. Será mejor que vuelva a la historia.

El tren me dejó en el aeropuerto a tres horas del despegue, y el proceso de facturación de mi mochilón fue lo bastante rápido como para que, por una parte, agradeciese el no verme pillado de tiempo, y por otra parte me cagase en todo ante la perspectiva de tener que esperar en uno de los aeropuertos que más odio. Y no soy el único, pues a nadie aquí le gusta el aeródromo Vienés.
Para empezar, está lejos. A dos horas y media en bus o a tres en tren, y uno ya llega cansado. A ello hay que añadir que las opciones de ocio y restauración que ofrece son, hablando en plata, una puta mierda. Que vale que una de sus terminales, más moderna y diáfana, cuenta con un par de cafeterías de ésas que sirven pizza recalentada que apenas sabe a plástico (suena fatal, pero para los estándares aeroportuarios estoy describiendo una delicia), pero es que la otra es básicamente un pasillo estrecho e interminable con más puertas de embarque que asientos, y los pasajeros sólo tenemos dos alternativas: caminar como zombis o quedarnos de pie en el sitio como zombis idiotas. Y encima hay que bajar escaleras para ir al baño.
Adivinad de qué terminal salía mi avión.
Premio.
Tras esta interminable espera se produjo el embarque y el posterior despegue. Del vuelo apenas os puedo dar detalles porque mi cerebro, sin que sirva de precedente, decidió ser mi aliado y, por el bien de mi salud mental, guardar pocos recuerdos del tiempo que pasé atravesando Eurasia. Aunque esto también suele jugar a mi contra, pues no contar con memorias que me hagan ver lo mal que me sientan los vuelos largos provoca que vuelva a caer en su trampa. Y es que cada hora en las alturas me hace envejecer un año: el asiento es estrecho, el respaldo muy bajo, el o la gilipollas que tengo delante se echa hacia atrás, comiéndose el poco espacio vital que me corresponde y el cansancio que me invade lo hace con la fuerza suficiente para que me dé pereza leer pero no es lo bastante intenso como para que caiga dormido.
Pues bien, toda la mierda que acabo de enumerar, y que resume muy bien cada vuelo de más de cinco horas que he vivido, describe a la perfección cómo fue el que me llevó a Tailandia (o al menos lo que recuerdo del mismo). A eso añadiría que me vi tres películas y, como nota positiva, que tanto cena como desayuno me gustaron bastante (que no todo va a ser negativo, hombre. Y me estoy quejando cuando el destino del vuelo, por muy pesado que se hiciese, fue Bangkok. Si es que ya me vale).
Permitidme que insista en lo de no haber dormido ni un minuto a bordo de aquella aeronave, pues mi primer día nada más aterrizar fue tan vertiginoso que creo que mi cuerpo, más de dos años después, aún no ha descansado lo suficiente. Ya os iré contando, ya.

No hay comentarios:
Publicar un comentario