viernes, 18 de diciembre de 2020

Bajo el polvo 3. Right in the childhood

Nos encontramos a un par de semanas de que muera un año que no debió nacer y ahora es cuando a todo el mundo le da por echar la vista atrás para, en una especie de búsqueda de consuelo colectivo, intentar rascar lo poco bueno que nos ha pasado. Y yo podría hacer lo mismo y sacarme de la manga una entrada moñas que recoja detalles de ésos que me hacen sentirme bien conmigo mismo y que os aburren un huevo porque sólo venís aquí para verme pasarlo mal (destructores, que sois unos destructores), pero en lugar de ello nos voy a hacer un favor a todos y sólo voy a comentar un detalle positivo que creo necesario destacar: mi blog sigue vivo.

Y es que, habida cuenta del poco tiempo que he tenido en dos mil veinte, no me creo ni yo que me haya dado para sacar, incluido éste que estáis empezando a leer, quince posts largando mis miserias; pero creo que uno de los motivos que me han llevado a no cerrar y tirar la llave ha sido el dejar asuntos pendientes, como le pasaba a los fantasmas de la peli Casper (y ahora es cuando os confieso que la primera vez que la vi me pilló sensiblón y lloré como una magdalena). Uno de dichos asuntos es el relativo a la morralla que encontré en mi habitación vallisoletana meses atrás, y si en la anterior entrada de la serie hablé de objetos sin relación entre sí que inexplicablemente aún conservaba, hoy voy a presentaros varios que caracterizaron mi tierna infancia y en su día dieron pistas de que yo apuntaba maneras en eso de ser raro de cojones. Por ejemplo, puedo hablaros de...

Este Tuli-Explorer



Si uno entra en Amazon y hace una búsqueda de kits prepper, podrá encontrar toda clase de packs, a cual más completo y caro, destinados a ayudar a su dueño a sobrevivir en caso de que se produzca el Apocalipsis, la civilización colapse o a Ortega Cano le dé por coger el coche. Y algunos kits son más completos que otros, pero todos son una mierda porque ninguno incluye un flamante Tuli-Explorer.

Imagino que es la primera vez que os enfrentáis al concepto, pero es que el Tuli-Explorer es la hostia. Ahí donde lo véis (reconozco que mal, porque la foto no le hace justicia), se trata de un utensilio que posee lupa, prismáticos, espejo, brújula, reloj de sol, linterna, silbato, medidor de inclinación y una chuleta con el código morse. Y cordón para llevarlo colgado del cuello.

El trasto venía de regalo con la compra de tres paquetes grandes de galletas Tulipán, y como ya habréis adivinado, del arsenal galletil me comí tres o cuatro galletas y el resto se fue derecho a casa de mis primas, quienes también tenían que hacerse cargo con frecuencia de las muchas cajas de cereales que hacía comprar a mis padres por el juguete que incluían tras prometer, para poco después incumplir mi promesa, que me jalaría el contenido.

Pero esto no va de reñir a mi yo pasado, sino de fardar de Tuli-Explorer. O no, porque al chisme le hice caso dos tardes antes de olvidarme de él por completo. ¿Qué queréis? El patio de mi casa no era precisamente una jungla y las calles y descampados de mi barrio no es que contasen con infraestructura como para montarme mi propia Ruta Quetzal, así que poco uso pude haberle dado.

Este yoyó



La primera vez que un yoyó medianamente serio cayó en mis manos fue gracias a las galletas Oreo (empiezo a ver un patrón aquí), pues era posible, al comprar un par de cajas (y las Oreo sí que me las papeaba. VAYA QUE SI ME LAS PAPEABA), obtener uno muy majo blanco y negro de ésos que se quedan girando abajo y vuelven a la muñeca al darles un tirón. No obstante, la locura yoyil llegó un par de años después, propiciada por la combinación de dos factores.

En primer lugar, la invasión de quioscos y jugueterías por parte de Bandai con modelos de todo tipo, desde unos baratísimos a otros que parecían diseñados por la puta NASA; y en segundo lugar, la nostalgia que tuvo mi padre por los yoyós de Fanta con los que él jugó durante su infancia. Y es que no tuve que pedírselo dos veces para que me comprase uno sencillito (y un poco mierda) cuando los descubrí en el quiosco del barrio. Aquella tarde, mientras empezaba a poner en práctica mis habilidades con el juguete, mi padre no paró de decir que los de Fanta eran mejores, que los de Fanta pesaban más, que los de Fanta eran más grandes y que con los de Fanta podías hacer unas virguerías que ríase usted del Cirque du Soleil (ya os he dicho que el mío era un poco mierda, así que razón no le faltaba al pobre hombre). Por ello, tampoco me fue difícil hacerme con el Firestorm de la foto, a pesar de que costaba seis veces más que el Hyperloop quiosquero que tenía originalmente. Me bastó con decirle a mi padre que el Firestorm era mejor, pesaba más, era más grande, lo de las virguerías y tal. Total, que no había finalizado mi argumentación y mi padre ya me estaba soltando las dos mil quinientas pelas que tuve que pagar por él.

No sé si os sonará, pero el Firestorm ya apareció una vez en este blog, pues mi amigo Gabriel se lo compró poco después que yo porque le di una envidia que te cagas.

Lo bueno es que Bandai no se limitó a soltar sus yoyós por la geografía nacional sin más, sino que además organizó varios concursos, los cuales tuvieron lugar un par de viernes y sábados a pie de quiosco y fueron dirigidos por una joven de origen asiático que nos exigía demostrar nuestra habilidad reproduciendo varios trucos que ella mostraba de antemano. Y ahora debería decir que aquellos concursos no tuvieron mucho éxito, pues al final sólo nos apuntamos cuatro frikis, pero he de reconocer que esto jugó a mi favor, y es que aunque es cierto que nunca logré pasar del segundo puesto (siempre ganaba el mismo pavo, que me sacaba unos cuatro años) porque se me atravesaba el truco de los loopings, la escasa asistencia causaba que tocásemos a más parafernalia por cabeza, por lo que en cada ocasión me volvía a casa atiborrado de libretas, reglas, camisetas y demás.

Estos imanes



No, no tienen nada que ver con galletas. Siento joder la racha.

Los compré por internet hace la hostia de años, cuando internet era un descampado en el que sólo destacaban el MSN Messenger, las webs de Petardas y El rellano y el chat de Terra (en el cual era muy divertido entrar haciéndose pasar por una chiquilla de catorce años para que pervertidos cuarentones sugiriesen quedar en persona y mandarles, dirección falsa mediante, al barrio más chungo de Valladolid. Pero no quiero dar detalles de eso). No habría community managers, instagramers, influencers ni mierdas por el estilo, pero ya había posers. Empezando por mí. Y es que me pillé dichos imanes sin haber visto ni una puta emisión de La bola de cristal. De hecho, mi postureo llegó a tal punto que durante unos meses mi avatar de Messenger consistió en una foto del electroduende Maese Sonoro, y llegué a plantarme en clase con una hoja que descargué de no recuerdo qué foro de colgados para, no os lo perdáis, recoger firmas que enviar a TVE exigiendo que repusieran el ochentero programa. Pero la tontería se me pasó rápido. Concretamente, lo que tardó mi compañero de pupitre en echar mano de dicha hoja y, creyendo que aquello iba de broma (razón no le faltaba, todo sea dicho), llenarla de pollas dibujadas a boli.

Aquella fue mi primera compra online, y también la primera vez que me sentí estafado, pues lo que yo pedí fueron unas chapas y cuando me acerqué a correos a recoger el paquetito descubrí que me habían dado gato por liebre. Pero claro, con lo complicado que ya era entonces hacer compras a través de una web, intentar exigir una devolución o cambio prometía ser un pifostio espectacular, por lo que pasé de siquiera intentarlo y me comí los imanes con patatas. Bueno, voy a decir que me los comí con galletas para no desentonar con lo que llevo de entrada.

Esta bola



Ahora sí que dejo a un lado las galletas definitivamente y paso a pediros que veáis este vídeo. ¿Ya? Pues ahora responded: ¿cuán flipados estábamos en los noventa?

No, mucho no. Muchísimo. Y para muestra, la roller power de los huevos. Que uno veía el anuncio, se trincaba la cocacola sin cafeína correspondiente, esperaba la llegada del cartero con ilusión (ilusión de flipado, insisto) y descubría que aquello no era más que una pelota de plástico rellena de líquido en la que flotaba otra bola, dando impresión de que se deslizaba. Y encima a mí me enviaron la más fea de todas.

De todas formas, quizá porque entonces éramos más impresionables o porque a mí me das un palo y me divierto durante semanas, no fueron pocos los ratos que pasé entretenidísimo lanzando la roller power por el pasillo y corriendo tras ella para darle alcance antes de que impactase contra rodapiés y puertas varias. Pero qué tontico he sido siempre.

Esta figura



Cierro la entrada dejando caer a los Power Rangers por segunda vez. Y es que la serie lo tenía todo para encantarme: el nivel de flipe correspondiente a la década no defraudaba, había guantás en cada episodio y el power ranger azul, que encima tenía como dinozord a un triceratops (mi dinosaurio favorito porque soy muy raro) era un empollón con el que me sentía identificado.

¿Qué queréis que os diga? Pues que go go power rangers, joder.

En mi grupo de amigos del barrio era habitual emular a estos personajes y echar la tarde fingiendo que zurrábamos a enemigos invisibles entre saltos y cabriolas de todo tipo (chorradas que se hacen de niño. No me juzguéis), y aunque yo no era el líder (ya habréis deducido que mi papel era el de power ranger azul), el niño que hacía de rojo, debido a un problema de dicción, nunca lograba pronunciar correctamente la frase "a metaformosearse" de la misma forma que hacían en la serie cuando se disponían a vestirse de payasos y repartir leña, por lo que delegaba semejante tarea en mí y me hacía creer que yo era alguien importante que llegaría lejos en esta vida. En fin.

Pues el bicho de la foto era uno de los monstruos a los que los rangers se enfrentaban en algún episodio. Y me lo compró mi abuela pocas semanas después de haberme comprado, en el mismo establecimiento (el supermercado de la Sociedad Cooperativa Nuestra Señora de la Merced, el cual ya he mencionado antes en este blog y al que debería dedicar una entrada completa si no fuese porque me da una pereza horrible) una figura del power ranger... Azul (lo habéis adivinado). Paradojas de la vida, yo idolatraba la figura del héroe y la del malo me daba un poquito más igual, pero acabé perdiendo aquélla y conservo ésta, de la misma forma que conservo todos estos recuerdos tan aleatorios que, sólo Dios sabe por qué, he vuelto (y volveré) a compartir con vosotros.

Me apetecen galletas, tú.

Licencia Creative Commons

No hay comentarios:

Publicar un comentario