lunes, 25 de agosto de 2025

Aquel viaje. Mi primera experiencia motociclista

Nuestra segunda mañana en Cát Bà comenzó como la anterior, con un buen cebatil de tortitas con leche condensada a las que en esta ocasión pude añadir huevos fritos porque sólo se vive una vez. Al desayuno siguió una interesante actividad que consistió en, por si el título de la entrada no os ha dado suficientes pistas, una vuelta en moto por la isla.

Recogimos sendos vehículos en la misma agencia de viajes en la que reservamos la excursión pasada por agua de la víspera, y tras superar el laxo control aplicado aquí para alquilar motocicletas (el cual consiste en contar con dinero y un pasaporte, en ese orden), el encargado del local nos dio instrucciones sobre cómo manejarnos. Primero le indicó a Jorge lo básico (llave al contacto, arranque, aceleración, freno, intermitentes, luces, etc) y le pidió que se diese una vuelta por la calle para confirmar que todo iba bien. Jorge cumplió.

Después de tocó a mí. Os recuerdo: mi primera vez sobre un trasto de estos (hasta la fecha no había montado en una moto ni de paquete). Subí, me puse el casco, aceleré y mi organismo se bloqueó ante la nueva experiencia. No fui capaz de frenar ni girar, por lo que básicamente tiré avenida abajo y desaparecí de la vista de todos mientras rezaba para que no apareciese ninguna curva, cruce o ser vivo en mitad del camino antes de que pudiese reaccionar.

Llegué así a las afueras del pueblo, donde detuve mi moto y, muerto de vergüenza, me negué a volver al local. Esperé entonces unos minutos tras los que apareció Jorge preguntándome "¿qué coño haces?" y los dos nos dirigimos a la cercana gasolinera para repostar combustible.

Lo de "gasolinera" era literal, pues se trataba de una mujer sentada en una silla y rodeada de bidones de gasofa que, con ayuda de un embudo, se dedicaba a llenar los depósitos de los clientes que allí se acercaban, cobrándoles una tasa fija. Aunque lo de "llenar" era relativo. Y es que en mi caso, por haberme encontrado mirando a las musarañas mientras se producía el repostaje, la muy canalla dejó mi depósito a medias (algo que descubriría varios kilómetros después).

Subimos entonces a un mirador desde el que podía verse toda la bahía, pero una vez allí descubrimos que había que pagar por acceder, y tras considerar que, con lo feo que estaba el día, no merecería la pena, nos volvimos por donde habíamos llegado.

Mirad esta foto que hice cerca del mirador y juzgad vosotros mismos:

Sí, un día feo

A lo dicho acerca de la meteorología de aquella jornada habría que añadir que la temperatura no era nada agradable (sensación que empeoraba cuando una se hallaba montado sobre una motocicleta en marcha). Y yo, que sólo contaba con una camisa y un forro polar como abrigo, las pasé bastante putas. Jorge, no. Jorge fue listo y se puso una cazadora en condiciones y un buff que le abrigaba la garganta.

Soportando el frío lo mejor que pude paré en el siguiente surtidor disponible para repostar como Buda manda (esta vez supervisando todo el proceso como si me fuera la vida en ello) y nos dispusimos a alcanzar el final opuesto de la isla. Por el camino, atravesamos varios pueblecitos en los que había niños que salían a nuestro paso mientras gritaban "hello, hello!" al tiempo que, sonrientes, nos hacían peinetas. Y aquello me hizo tanta gracia que estuve a punto de caerme de la moto.

Al final de la isla no había nada. Bueno, había un restaurante que estaba cerrado y cuyo dueño recibió a Jorge con gran extrañeza porque no se esperaba que ningún turista pasase por allí en aquella época:

Jorge a pocos segundos de aparecerse ante dueño del restaurante

Dimos entonces media vuelta y, tras hacer un alto en una pasarela de madera que llevaba a un pequeño santuario lleno de basura...


...continuamos nuestro camino, parando a comer en algún restaurante del que no guardo memoria porque sólo recuerdo que estaba muerto de frío.

Antes de volver, paramos en la gruta Trung Trang, que suena a personaje de programa para niños de la BBC pero poca broma, pues se convirtió en un búnker y hospital usado por el Vietcong mientras le pateaban el culo a los americanos. Hoy es un museo:


Por cierto, a aquella visita se nos unió el chico francés con el que cenamos la primera noche en Cát Bà, pues él también andaba dando vueltas en moto por la zona y, tal y como ya dije, al final los mismos turistas nos acabábamos encontrando y reencontrando por Vietnam.

Con la tarde a punto de convertirse en noche, devolvimos las motos (yo sin atreverme a mirar al encargado a la cara, después del numerito de por la mañana), y mientras Jorge se daba una vuelta por una zona que no habíamos visitado y que yo no llegué a ver (por lo visto había allí hasta una playa y todo), entregué en recepción mi mochila, que seguía húmeda tras veinticuatro horas, rogando que estuviese si no limpia, al menos seca al día siguiente por la mañana, fecha prevista de nuestra partida hacia Tam Cốc, y subí a descansar a la habitación. Resulta que la chupa de agua del día anterior y la ruta en moto tras la que había acabado aterido unieron fuerzas para dejarme a mí sin ellas.

Tras un rato recargando pilas a base de mirar el techo de la habitación tumbado en la cama, bajé de nuevo para encontrarme con Jorge, y fuimos a cenar a uno de los pocos restaurantes que aún no habían decidido cerrar sus puertas en espera de la llegada de una nueva temporada alta. De allí, en vez de ir al bar de las dos últimas noches, nos fuimos a dar otro masaje, esta vez sin la compañía de valencianas.

Aquella última noche en Cát Bà fue un poco triste (y lo digo después de haberme dado un masaje, que manda huevos), con un clima frío totalmente opuesto al que habíamos experimentado desde que comenzó el viaje. Si a esto añadimos el silencio causado por la falta de gente, nuestra vuelta al hotel fue algo lúgubre. Sin embargo, a pocos metros de nuestro alojamiento, un jaleo cuyo origen no lográbamos identificar rompió aquel ambiente gris. Resulta que en las proximidades había una sala de fiestas que había estado organizando el escenario de un bodorrio o algo por el estilo durante días, y desde nuestra llegada fuimos testigos de cómo montaban a pie de calle una carpa con mesas y decoración que prometía un evento de la hostia. Yo temí que el mismo se estuviese celebrando ya, y comencé a maldecir mi mala suerte mientras me veía a mi mismo pasando la noche en vela por culpa del ruido.

Pero la carpa estaba vacía y allí no se estaba celebrando nada. Investigando un poco más, logramos identificar la fuente de la jarana: resulta que los albañiles de un edificio en construcción, tras dar por finalizada su jornada laboral, se habían montado un karaoke de puta madre allí mismo, entre andamios y herramientas (lo de los vietnamitas y el karaoke volvería a experimentarlo ligeramente en Tam Cốc e intensamente en Hanoi).

Pensé de nuevo que me iba a quedar sin pegar ojo, pero en ese momento Jorge, que no estaba dispuesto a que le jodiesen el sueño (recordemos que no era la primera vez que pasaba por algo así) se adentró en las obras y les pidió con una mezcla de educación, firmeza y los huevos que yo no habría tenido que bajasen el volumen de la improvisada fiesta.

Honestamente, yo estaba convencido de que le iban a partir la cara, pero no fue así. Primero le invitaron unirse a su actividad cantarina, pero al ver que aquel joven sólo quería que dejasen de dar por culo, cumplieron sus órdenes, redujeron considerablemente su nivel de ruido y a nosotros nos dejaron dormir en paz.

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