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fuente: shop-apotheke
Voltaren, protagonizando las conversaciones de las viejas desde que yo era pequeño por lo menos |
En parte porque podría ser interesante que, a pesar de mi corta edad, adquiriese algunos conocimientos relativos a la salud, y en parte porque a mis padres no les hacía ninguna gracia que me quedase solo en casa, mi yo de siete años fue testigo de cómo toda clase de facultativos charlaban acerca de sus diferentes especialidades, así como de los males que aquejaban con mayor frecuencia a quienes visitaban sus salas de espera, acompañando sus exposiciones con diapositivas (¿qué coño powerpoint? De las de carrete, joder), transparencias y vídeos (como el de una colonoscopia que se trajo el de Digestivo, a quien por cierto cerré la puta boca durante el turno de preguntas, pues no tenía una respuesta para la cuestión "¿cómo se forman los cólicos intestinales?" que le formuló este aguerrido mocoso sentado en la primera fila de sillas plegables) que hacían quedar a la mierda de TED talks con las que me dais por saco en Facebook día sí, día también a la altura del betún.
Vale, me perdí una de las conferencias. Pero es que mis padres consideraron preferible el dejarme solo en casa a que fuese testigo de una charla en la que se iba a hablar de SECSO. Y tiene su lógica. En el barrio pequeño en el que yo crecí, lo último que les apetecía a mis padres era tener a todas las vecinas octogenarias dándose codazos y susurrando "pero, ¿cómo han dejado venir al niño a ver esto?". Además, por aquel entonces yo ya me había aprendido de memoria la enciclopedia del Doctor López Ibor que formaba parte de nuestra biblioteca familiar, así que no iba a ver nada nuevo, y la charla coincidió con el cinco a uno que le metió el Barcelona al Spartak de Moscú en la fase de grupos de champions de aquel año. Puesto que yo por entonces era culé (tranquilos, que la tontería se me pasó hace años y ahora el fúrgol me la refanfinfla), disfruté de lo lindo viendo a Koeman y Stoichkov meando a los rusos y me ahorré el soportar a señoras mayores sonrojándose al ver el esquema de una pilila proyectándose contra la pared de la asociación de vecinos.
"¿A qué viene toda esta mierda?" os estaréis preguntando, pues sois unos miserables sin ningún tipo de respeto por mi idílica infancia llena de recuerdos alegres y traumáticos a partes iguales. Si he empezado mencionando aquellas jornadas es debido a su banda sonora. Me explico: minutos antes de que comenzase cada charla, y mientras la gente ocupaba sus asientos, mi padre se encargaba de poner en marcha una minicadena por cuyos altavoces sonaba el Tubular Bells II (a él la SGAE, venga). También le preguntaba al encargado de grabar la conferencia (el único vecino del barrio que tenía cámara de vídeo en aquella época) si la música se iba a oír en la cinta, y el videoficionado le respondía con infinita paciencia, semana tras semana, que sí, que no se preocupase.
Pero el segundo tubular no es el único disco de Mike Oldfield que asocio a algún momento de mi vida en particular. Y hoy os voy a dar la turra al respecto.
Voy a empezar con el Crises, pues el otro día supuso un alivio considerable el recurrir a este trabajo del compositor británico que se dedica a vivir como Dios en Ibiza tras haberme metido por vía auditiva tres discos seguidos de La banda trapera del río mientras me dedicaba a mis quehaceres laborales. Os preguntaréis que a qué me dedico para poder hacer esta clase de cosas mientras trabajo, y no voy a responder a vuestra pregunta.
Al igual que me pasó con los cedés de los Beatles, muchos discos de Mike Olfield llegaron a mis manos de dos en dos. Recuerdo que Hergest Ridge y Heaven's Open cayeron durante una de las visitas que hacía con mis padres al Continente cada semana para comprar víveres, y ambos discos estuvieron sonando en mi cuarto durante muchas tardes mientras yo me jalaba una tableta de chocolate Nestlé tras otra (de una variedad ultradeliciosa con crema y galleta que no sé por qué no volvieron a fabricar) y perdía el tiempo conectándome a una protorred social alojada en la página de cocacola de la que no he podido encontrar información en los veinte segundos de investigación que he dedicado a tal fin.
Otros discos que vinieron en pareja fueron Guitars y The Millenium Bell. Como curiosidad, diré que fueron los primeros (de muchos) cedés pirata que tuve en mi vida (a mí la SGAE, venga). Me los pasó un amigo del instituto dos años más joven que yo, y me vino muy bien contar con ellos, pues su llegada coincidió con la desaparición del flamante transistor Philips regalo de mi abuela (creo que no es la primera vez que hablo del robo de tan valioso objeto, y aprovecho una vez más para cagarme en la madre que parió al correspondiente manguta. Si te pillo, te reviento) y que usaba para escuchar Gomaespuma al ir a clase y Plásticos y decibelios al volver, por lo que pude sustituir a M80 con la música de Oldfield ilegalmente adquirida. Vale, el walkman tenía radio, pero no era lo mismo. NO ERA LO MISMO, JODER. Dejadme en paz.
También me hice con el Amarok, un disco que no hay por dónde coger. Respecto a este álbum he de reconocer dos cosas: la primera es que no había conseguido escucharlo de principio a fin hasta la semana pasada, y la segunda es que, debido al pobre nivel de inglés que yo poseía cuando lo adquirí, pensaba que el mensaje "HEALTH WARNING – This record could be hazardous to the health of cloth-eared nincompoops. If you suffer from this condition, consult your Doctor immediately" en su contraportada avisaba de posibles ataques epilépticos o por el estilo a quienes andasen delicados de salud, cuando en realidad se trata de una irónica advertencia dirigida a "orejas de trapo mentecatos" (bien jugada, señor Oldfield. Bien jugada).
Tr3s Lunas me decepcionó un poco cuando supe que el saxofón que se oye en muchas de sus pistas es en realidad la guitarra de Oldfield convertida por magia del ordenador (con lo bien que suena el rang rang guitarrero del británico sin disfrazar). Pero bueno, al menos eché a perder horas y horas con la demo del juego que incluía sin tener muy claro qué había que hacer en aquella psicodélica realidad virtual mientras la música del disco hacía más llevaderas las noches del verano vallisoletano.
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fuente: tubular.net
Vale. ¿Qué CARAJO se supone que tengo que hacer aquí? |
Por contra, le tengo mucho cariño al Tubular Bells III porque recuerdo con nostalgia el haber grabado en cinta VHS su presentación en Londres emitida por la 2 de TVE y porque fue un disco que me hizo quedar de puta madre ante mi profesora de francés durante el primer intercambio de estudiantes en el que participé. Y es que, mientras volvíamos a Valladolid en el autobús (veinte horitas de viaje, todo sea dicho), muchos de mis compañeros suplicaban al conductor que reprodujese sus casetes para que el resto de pasajeros fuésemos testigos de sus gustos musicales de mierda. Al final, viendo que la torre de cintas que se apilaban junto al asiento del chófer alcanzaba el medio metro, una de las profesoras tuvo a bien determinar que sólo se reproduciría una canción por alumno.
Hasta que me tocó a mí.
Empezó a sonar mi Tubular Bells III por los altavoces del autobús, y la profe de francés (que era quien mandaba por encima de todo el mundo en aquel viaje) ordenó que nadie tocase aquella cinta si no era para cambiar de la cara A a la cara B y me felicitó por tener tan buen gusto musical. Cuando conté la anécdota una vez de vuelta en casa, mi padre me dijo que estaba tardando en darle una copia. Al día siguiente, dejé la cinta TDK regrabada con el tercer tubular en el departamento de francés (pues no logré dar con la profesora en toda la mañana) y esa misma tarde llamó a mi casa su hija (por quien yo bebía los vientos entonces, pero no hablemos de eso, por favor) para agradecerme personalmente el detalle. Y aquella noche, cuando me fui a la cama, me costó más de lo normal conciliar el sueño. Por lo que fuese.
Hasta aquí casi todos los discos de Mike Oldfield de los que puedo contar algo. Digo "casi" porque he querido dejar la joya de la corona para el final. Con todos vosotros, la humillante historia que asocio irremediablemente desde hace años al Tubular Bells:
Una noche de agosto de principios de milenio yo era el único que se encontraba despierto en casa de mis padres, pues me estaba dedicando a mirar estrellas fugaces tirado en el césped mientras el que es, ha sido y será el mejor disco de Mike Oldfield comenzaba a sonar a través de los auriculares de mi walkman. En ese momento, un SMS llegó a mi Nokia 3310 (no voy a transcribirlo literal, que la tontería de acortar palabras la dejamos atrás cuando llegó el Whatsapp, ¿vale?):
Una noche de agosto de principios de milenio yo era el único que se encontraba despierto en casa de mis padres, pues me estaba dedicando a mirar estrellas fugaces tirado en el césped mientras el que es, ha sido y será el mejor disco de Mike Oldfield comenzaba a sonar a través de los auriculares de mi walkman. En ese momento, un SMS llegó a mi Nokia 3310 (no voy a transcribirlo literal, que la tontería de acortar palabras la dejamos atrás cuando llegó el Whatsapp, ¿vale?):
¿Qué haces?
Se trataba de una compañera del instituto con la que solía intercambiarme mensajes de texto hasta bien entrada la madrugada. Le respondí con otro SMS describiendo mi ociosa situación y recibí a los pocos segundos (en aquella época escribíamos a toda hostia) un nuevo texto elogiando mi plan y preguntándome si me parecía bien que se acercase a mi casa a contemplar bólidos en mi compañía. Y todo pasó muy rápido.
Desperté a mis padres para pedirles permiso. Mis padres, extrañados, me dijeron que no había problema. Le mandé un mensaje a mi compañera diciéndole que OK. Me contestó indicándome que su padre acababa de arrancar el coche y que llegaría enseguida. Salí de casa y me alejé medio kilómetro hasta la entrada del barrio para asegurarme de que no se perdía callejeando al llegar. Pero no llegó. Lo que hizo fue mandarme este SMS:
Jajaja. Era broma
Y yo le respondí con este otro:
Espera, que te llamo al fijo y me lo explicas
Antes de que pudiese contestar suplicando que no hiciese semejante imbecilidad (pues eran algo así como las tres de la madrugada), yo ya estaba marcando el número de telefóno de su casa y recibiendo respuesta a los tres o cuatro tonos. Era su padre:
—¿Quién es?
—Hola. ¿Está [nombre de mi bromista compañera]?
—¿PERDONA?
—¿No vive ahí [nombre Y APELLIDO de mi bromista compañera]?
—Pero... Vamos a ver, chaval. ¿A ti te parece normal llamar a casa de una niña a las tres de la mañana?
—Ah, disculpe. Es que habíamos quedado hace un rato, y estaba preocupado porque no se ha presentado. Perdone, ¿eh?
Al colgar la llamada, descubrí un nuevo SMS:
¿¿¿ERES GILIPOLLAS???
Caminé de vuelta a casa, desperté a mis padres una vez más para avisarles de la cancelación de los planes sin dar más explicaciones y volví al patio, donde me esperaba mi walkman. Me tumbé de nuevo sobre el césped, puse la cara B de la cinta y le di al play. La segunda parte del Tubular Bells empezó a sonar y yo dediqué la siguiente media hora a continuar contemplando la lluvia de estrellas. Esta vez, con el móvil apagado, por supuesto.

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