lunes, 25 de agosto de 2025

Aquel viaje. Mi primera experiencia motociclista

Nuestra segunda mañana en Cát Bà comenzó como la anterior, con un buen cebatil de tortitas con leche condensada a las que en esta ocasión pude añadir huevos fritos porque sólo se vive una vez. Al desayuno siguió una interesante actividad que consistió en, por si el título de la entrada no os ha dado suficientes pistas, una vuelta en moto por la isla.

Recogimos sendos vehículos en la misma agencia de viajes en la que reservamos la excursión pasada por agua de la víspera, y tras superar el laxo control aplicado aquí para alquilar motocicletas (el cual consiste en contar con dinero y un pasaporte, en ese orden), el encargado del local nos dio instrucciones sobre cómo manejarnos. Primero le indicó a Jorge lo básico (llave al contacto, arranque, aceleración, freno, intermitentes, luces, etc) y le pidió que se diese una vuelta por la calle para confirmar que todo iba bien. Jorge cumplió.

Después de tocó a mí. Os recuerdo: mi primera vez sobre un trasto de estos (hasta la fecha no había montado en una moto ni de paquete). Subí, me puse el casco, aceleré y mi organismo se bloqueó ante la nueva experiencia. No fui capaz de frenar ni girar, por lo que básicamente tiré avenida abajo y desaparecí de la vista de todos mientras rezaba para que no apareciese ninguna curva, cruce o ser vivo en mitad del camino antes de que pudiese reaccionar.

Llegué así a las afueras del pueblo, donde detuve mi moto y, muerto de vergüenza, me negué a volver al local. Esperé entonces unos minutos tras los que apareció Jorge preguntándome "¿qué coño haces?" y los dos nos dirigimos a la cercana gasolinera para repostar combustible.

Lo de "gasolinera" era literal, pues se trataba de una mujer sentada en una silla y rodeada de bidones de gasofa que, con ayuda de un embudo, se dedicaba a llenar los depósitos de los clientes que allí se acercaban, cobrándoles una tasa fija. Aunque lo de "llenar" era relativo. Y es que en mi caso, por haberme encontrado mirando a las musarañas mientras se producía el repostaje, la muy canalla dejó mi depósito a medias (algo que descubriría varios kilómetros después).

Subimos entonces a un mirador desde el que podía verse toda la bahía, pero una vez allí descubrimos que había que pagar por acceder, y tras considerar que, con lo feo que estaba el día, no merecería la pena, nos volvimos por donde habíamos llegado.

Mirad esta foto que hice cerca del mirador y juzgad vosotros mismos:

Sí, un día feo

A lo dicho acerca de la meteorología de aquella jornada habría que añadir que la temperatura no era nada agradable (sensación que empeoraba cuando una se hallaba montado sobre una motocicleta en marcha). Y yo, que sólo contaba con una camisa y un forro polar como abrigo, las pasé bastante putas. Jorge, no. Jorge fue listo y se puso una cazadora en condiciones y un buff que le abrigaba la garganta.

Soportando el frío lo mejor que pude paré en el siguiente surtidor disponible para repostar como Buda manda (esta vez supervisando todo el proceso como si me fuera la vida en ello) y nos dispusimos a alcanzar el final opuesto de la isla. Por el camino, atravesamos varios pueblecitos en los que había niños que salían a nuestro paso mientras gritaban "hello, hello!" al tiempo que, sonrientes, nos hacían peinetas. Y aquello me hizo tanta gracia que estuve a punto de caerme de la moto.

Al final de la isla no había nada. Bueno, había un restaurante que estaba cerrado y cuyo dueño recibió a Jorge con gran extrañeza porque no se esperaba que ningún turista pasase por allí en aquella época:

Jorge a pocos segundos de aparecerse ante dueño del restaurante

Dimos entonces media vuelta y, tras hacer un alto en una pasarela de madera que llevaba a un pequeño santuario lleno de basura...


...continuamos nuestro camino, parando a comer en algún restaurante del que no guardo memoria porque sólo recuerdo que estaba muerto de frío.

Antes de volver, paramos en la gruta Trung Trang, que suena a personaje de programa para niños de la BBC pero poca broma, pues se convirtió en un búnker y hospital usado por el Vietcong mientras le pateaban el culo a los americanos. Hoy es un museo:


Por cierto, a aquella visita se nos unió el chico francés con el que cenamos la primera noche en Cát Bà, pues él también andaba dando vueltas en moto por la zona y, tal y como ya dije, al final los mismos turistas nos acabábamos encontrando y reencontrando por Vietnam.

Con la tarde a punto de convertirse en noche, devolvimos las motos (yo sin atreverme a mirar al encargado a la cara, después del numerito de por la mañana), y mientras Jorge se daba una vuelta por una zona que no habíamos visitado y que yo no llegué a ver (por lo visto había allí hasta una playa y todo), entregué en recepción mi mochila, que seguía húmeda tras veinticuatro horas, rogando que estuviese si no limpia, al menos seca al día siguiente por la mañana, fecha prevista de nuestra partida hacia Tam Cốc, y subí a descansar a la habitación. Resulta que la chupa de agua del día anterior y la ruta en moto tras la que había acabado aterido unieron fuerzas para dejarme a mí sin ellas.

Tras un rato recargando pilas a base de mirar el techo de la habitación tumbado en la cama, bajé de nuevo para encontrarme con Jorge, y fuimos a cenar a uno de los pocos restaurantes que aún no habían decidido cerrar sus puertas en espera de la llegada de una nueva temporada alta. De allí, en vez de ir al bar de las dos últimas noches, nos fuimos a dar otro masaje, esta vez sin la compañía de valencianas.

Aquella última noche en Cát Bà fue un poco triste (y lo digo después de haberme dado un masaje, que manda huevos), con un clima frío totalmente opuesto al que habíamos experimentado desde que comenzó el viaje. Si a esto añadimos el silencio causado por la falta de gente, nuestra vuelta al hotel fue algo lúgubre. Sin embargo, a pocos metros de nuestro alojamiento, un jaleo cuyo origen no lográbamos identificar rompió aquel ambiente gris. Resulta que en las proximidades había una sala de fiestas que había estado organizando el escenario de un bodorrio o algo por el estilo durante días, y desde nuestra llegada fuimos testigos de cómo montaban a pie de calle una carpa con mesas y decoración que prometía un evento de la hostia. Yo temí que el mismo se estuviese celebrando ya, y comencé a maldecir mi mala suerte mientras me veía a mi mismo pasando la noche en vela por culpa del ruido.

Pero la carpa estaba vacía y allí no se estaba celebrando nada. Investigando un poco más, logramos identificar la fuente de la jarana: resulta que los albañiles de un edificio en construcción, tras dar por finalizada su jornada laboral, se habían montado un karaoke de puta madre allí mismo, entre andamios y herramientas (lo de los vietnamitas y el karaoke volvería a experimentarlo ligeramente en Tam Cốc e intensamente en Hanoi).

Pensé de nuevo que me iba a quedar sin pegar ojo, pero en ese momento Jorge, que no estaba dispuesto a que le jodiesen el sueño (recordemos que no era la primera vez que pasaba por algo así) se adentró en las obras y les pidió con una mezcla de educación, firmeza y los huevos que yo no habría tenido que bajasen el volumen de la improvisada fiesta.

Honestamente, yo estaba convencido de que le iban a partir la cara, pero no fue así. Primero le invitaron unirse a su actividad cantarina, pero al ver que aquel joven sólo quería que dejasen de dar por culo, cumplieron sus órdenes, redujeron considerablemente su nivel de ruido y a nosotros nos dejaron dormir en paz.

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lunes, 18 de agosto de 2025

Aquel viaje. El barquero

La isla de Cát Bà le ha visto nacer, le ha visto crecer y le ha visto hacerse viejo. Y un día de éstos también le verá morir. Toda su vida ha transcurrido sobre aquel pedazo de tierra bañado por las aguas del Mar de la China Meridional.

La isla puede atestiguar que, con el paso de los años, su rostro se ha llenado de arrugas. Mientras tanto, él puede atestiguar que, con el paso de los años, la isla se ha llenado de putos turistas.

En su memoria, imágenes cada vez más difusas representan la zona como lo que fue y ya no es: una bahía tranquila en la que pescadores como él (y como su padre antes que él, y como su abuelo antes que su padre, y así hasta Buda sabe cuándo) faenaban a diario y volvían a puerto con sus redes repletas de todo tipo de pescado. Pero un mundo que da cada vez más asco le ha arrebatado aquel modo de vida: sobrepesca, suciedad y miles de visitantes han convertido la bahía en un lugar feo en el que ya no merece la pena ni sonreír.

Paradójicamente, esos mismos invasores son ahora su medio de subsistencia. Cada día recoge a uno o dos grupos en su barco y se los lleva a distintos puntos de la isla para que hagan el gilipollas. Hoy son cuatro: dos mujeres y dos hombres (estos últimos vistiendo sendas camisetas ridículas) que hablan entre sí un idioma que no comprende. Por el elevadísimo volumen de sus voces, intuye que deben ser españoles. Les recibe con su habitual rostro serio que refleja lo odioso que le resulta dejar que desconocidos ocupen su barco. Al menos hoy ha llovido y eso ha tenido que arruinarles la excursión. Que se jodan. El guía que les acompaña es un viejo conocido, aunque no le apetece hablar con él. Será la climatología, pero hoy se siente especialmente irascible.  

Pone en marcha la embarcación y los cuatro ocupantes, sin dejar de hablar a gritos entre ellos, proceden a sacar de sus mochilas toda clase de chorreantes ropas y toallas para acto seguido colgarlas del mamparo. El barquero, sin cambiar su adusta expresión, rechina los dientes ante este horrible abuso de confianza y busca con la mirada la complicidad del guía, pero éste se encuentra absorto en sus pensamientos y eso aumenta aún más si cabe su nivel de mala hostia.

Tras haber convertido su barco en un tendedero, los turistas se dedican entonces a admirar con cara de idiota las altas rocas cubiertas de vegetación que les rodean, y él tiene que reconocer que, pese al daño que el tiempo y el hombre le han hecho, y a pesar del asco de tiempo que hace hoy, el sitio es bonito.


Acompañado por este sentimiento de orgullo que no basta para mejorar su mal humor, llega a la primera parada de esta pequeña travesía, y todos menos él descienden para pasar la siguiente hora remando en kayaks por la zona mientras él sólo puede dedicarse a esperar sin nada que hacer. Cada vez le caen peor. Con lo bien que estaría ahora en el bar del pueblo echando una partida de cartas de ésas alargadas desconocidas para los extranjeros.

El foráneo cuarteto termina de llevar a cabo esta grotesca actividad, procediendo entonces a sacarse fotitos. El barquero se impacienta y su sereno rostro empieza a mostrar signos de genuino cabreo. Cuando ya se han cansado de retratarse vuelven a su barco, y ahora es el momento de dirigirse a una minúscula playa. La última vez que estuvo por allí descubrió que la corriente había depositado sobre la arena varios cristales, y fantasea con justificada maldad con que alguno de estos imbéciles pise uno de ellos. Mientras se regocija en este perverso deseo, una de las dos mujeres, señalando la ropa empapada, le pregunta algo a uno de los hombres, y lo que ocurre entonces le crispa los nervios especialmente: el hombre, como respuesta, descuelga una toalla y, sin mediar palabra, la escurre con fuerza, encharcando la cubierta que el barquero había fregado con mimo aquella misma tarde.

Es el colmo. Su seria expresión no puede disimular lo que sus ojos inyectados en sangre exclaman, y fantasea con la idea de lanzar su embarcación a toda máquina contra las rocas para que se vaya a pique con aquel infame pasaje, y con él incluido, mandándolo todo así a tomar por culo de una puñetera vez. Refrenando estos deseos, alcanza la dichosa playa, y mientras los turistas y el guía se sacan otro millón de fotos que no se molestarán en ver jamás, lo que desea ahora el barquero es que alguno de ellos directamente caiga de bruces sobre los putos cristales.

Es tarde y hace un tiempo horrible. No comprende qué gracia le ve esta gente a estar en la playa haciéndose fotos. Finalmente, y tras unos interminables minutos, todos ellos, por desgracia ilesos, vuelven a su barco. Un barco que por culpa de aquel maldito turista tiene la cubierta encharcada. Con este pensamiento en mente que se refleja en su cara de cabreo, el barquero pone rumbo a puerto, deseando que todos se larguen de su barco y se lleven sus caladas ropas.

El final de una travesía de mierda en un día de mierda.

Falta muy poco para alcanzar la costa, y como si quisiera dar un soplo de esperanza a tan horrible episodio, el sol aparece entre las nubes, cerca del horizonte, dibujando una postal preciosísima. Una de las dos mujeres señala hacia el astro mientras manifiesta una alegre exclamación y provoca así que, como activado por un resorte, el mismo turista odioso que poco antes ha estrujado la toalla se levante rápidamente, ya que pretende acercarse a la proa y retratar la escena con el móvil. Sin embargo, en cuanto su pie descalzo da un primer paso, el muy torpe pisa el charco de su creación, resbala y se mete una hostia espectacular.

Y entonces, por primera vez en sabe Buda cuántos años, el barquero suelta una estruendosa y cabrona carcajada cuyo eco se escucha en todos los rincones de la isla de Cát Bà.

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lunes, 11 de agosto de 2025

Aquel viaje. Excursión, lluvia, valencianas

La reserva del hotel de Cát Bà que Jorge hizo meses atrás incluía desayuno. Y entre los muchos alimentos de los que disponíamos para llevar a cabo la primera comida del día destacaban dos: las tortitas y la leche condensada. Teniendo esto en cuenta, no es de extrañar que aquella mañana (y el resto de las que pasamos en la isla) abandonásemos el hotel padeciendo sendos empachos que aún nos hacían compañía cuando llegamos a la agencia de viajes en la que contratamos la excursión el día anterior.

Allí se encontraban las dos valencianas que, apareciendo repentinamente mientras hacíamos dicha reserva, nos hicieron cambiar de opinion para unirnos a ellas. En parte porque no considero adecuado dar nombres de gente que no sabe que estoy escribiendo esto, y en parte porque no me acuerdo de cómo se llamaban, de ahora en adelante me referiré a ellas como Valenciana Mayor y Valenciana Menor, pues según nos contaron, sus edades diferían en unos diez años.

Valenciana Mayor y Valenciana Menor, al igual que nosotros, y al igual que todos los turistas en el lugar, estaban dedicando aquellos días a visitar varias ciudades vietnamitas, y quiso la casualidad que nos encontrásemos en Cát Bà de la misma forma que nos acabaríamos encontrando en Tam Cốc días después. Ellas dos en realidad eran tres, pero por aquel entonces una compañera de viaje rusa se había escindido (aquí iba a hacer una comparación pero sólo me vienen a la mente Cataluña y la ETA político-militar, así que mejor no digo nada) para visitar una cascada situada a un huevo de horas en bus de distancia.

Prioridades que tiene la gente. ¿Qué queréis que os diga?

La excursión dio comienzo cuando un monovolumen con lunas tintadas nos dejó a la entrada de un parque natural (años después, mientras mi novia, mi hermano y yo buscábamos donde cenar en las calles del tokiota y pijísimo barrio de Ginza durante un segundo viaje a Japón del que no he hablado en este blog, veríamos varias furgonetas similares aparcadas a la puerta de los más lujosos restaurantes. Éstas incluían escoltas, haciendo que en el momento me invadiese una mezcla de nostalgia y mal rollo). Acompañados por un guía local que vestía la camiseta de la selección de fútbol vietnamita, nuestros primeros pasos nos adentraron en el bosque a través de un camino que, dije entonces en voz alta "hacía la experiencia muy fácil por encontrarse asfaltado".

A los pocos minutos, mi comentario probó lo gafe que soy, pues el asfalto dio paso a un camino de tierra cada vez más agreste y rocoso. No obstante, la alegre conversación que manteníamos los cuatro españoles no se vio afectada por este hecho, ni por el que nos resultase cada vez más difícil seguir el paso dictado por el guía. Valenciana Mayor y Valenciana Menor nos hablaban de otros viajes que habían realizado a diferentes partes del mundo, y nosotros resumíamos nuestra experiencia hasta la fecha al tiempo que Jorge relataba que había pasado media semana en Krabi, en el sur de Tailandia, bañándose en sus playas, haciendo kayak, visitando algún que otro templo y conociendo a una pareja de brasileñas muy majas.

Y en ese momento, con la mente puesta en la cháchara y la vista puesta en el irregular terreno que pisaba, no fui consciente de una gordísima rama que, suspendida a metro ochenta sobre el suelo, ejercía de barrera natural y aguardaba pacientemente la llegada de alguien tan alto como yo para darle un besito en la frente.

La hostia fue tan grande que por un par de segundos vi todo de color blanco. De hecho, se me llegó a desconfigurar el centro del habla, pues de forma involuntaria grité "fuck!" mientras me llevaba las manos a la cara, temeroso de que le faltase un trozo o algo. Afortunadamente, el golpe no tuvo consecuencias más allá de un ligero dolor de cabeza que se quedó conmigo durante el rato que mis acompañantes aprovecharon para comentar lo sonoro que había resultado el impacto.

Pronto el camino pedregoso evolucionó en ladera de montaña, y me vi tratando de subir por empinadísimos escalones naturales, lo cual me resultó un incordio porque yo no había pagado para hacer el cabra. Pero no me quejé porque Valenciana Mayor, que iba delante de mí (aunque teniendo en cuenta que aquello era prácticamente un ejercicio de escalada, lo más adecuado sería decir que iba arriba de mí), que tenía más de cincuenta años y que se había plantado aquella mañana con un vestido de verano y unas sandalias, no se quejó. El viacrucis terminó cuando alcanzamos un lago lleno de ranas en la cima de la montaña al que saqué esta foto con el móvil porque me había dejado la cámara de fotos en el hotel:


El motivo por el que mi máquina de retratar se había quedado en la habitación fue el pronóstico meteorológico de la jornada, y es que había amenaza de lluvia intensa y mi cámara no es sumergible. Dicha amenaza se cumplió cuando nos hallábamos, mira tú qué oportuno, en el punto más alejado de la civilización. Y no estamos hablando de cuatro gotas, no. Nos chupamos una lluvia torrencial que le cambió la cara al guía, pues temía que alguno de nosotros se quedase por el camino. Llegado cierto punto en el que avanzar era directamente peligroso, el vietnamita nos hizo aguardar bajo una roca mientras repetía "rain not good, rain not good" para después rezarle a Buda por un cambio de tiempo y pedirnos a los cuatro que nos uniésemos a su plegaria.

Esperando a que escampase, hicimos un breve informe de daños: a Valenciana Menor se le había jodido el móvil, y aunque yo pude mantener el mío a salvo en una bolsa de plástico, todo el contenido de mi mochila estaba empapado (incluyendo la camiseta de repuesto que siempre llevaba encima para estos casos. Qué irónico, joder). Al final, viendo que la espera podía hacerse eterna, echamos a andar bajo una literal ducha de agua caliente mientras nos metíamos en charcos que nos cubrían hasta los tobillos.

La procesión alcanzó el restaurante en el que estaba programado nuestro almuerzo, y Jorge y yo aprovechamos que el establecimiento vendía ropa (pero qué apañados) para compramos las camisetas de las que ya hablé en la entrada sobre mis anécdotas lavanderas (mucho más tarde seríamos conscientes de que podíamos haber tenido un detalle con el guía y haberle comprado una a él también, que se caló igual que nosotros. Pero en el momento no caímos en la cuenta). Allí también había montado un spa para pies de ésos con peces pequeños que te muerden o algo así, pero todos rechazamos la opción por muy incluida que estuviese en el paquete.

La siguiente actividad de aquel completo día consistió en un paseo en bicicleta por una carretera que atravesaba campos de arroz y bordeaba la costa regalándonos estampas como ésta:

El mal tiempo desluce la escena. Pero os aseguro que aquello era muy bonito

Resumiendo, pues la entrada se está alargando más de la cuenta, de las bicis pasamos a un barquito que nos llevó primero a un pequeño muelle flotante desde el que hicimos una hora de kayak entre las rocas, y luego a esta pequeña franja de playa:


En otras circunstancias, dicha playa habría sido escenario de un agradable baño que sirviese como cierre a esta interminable excursión, pero el frío viento no invitaba a zambullirse, y ya habíamos tenido bastante agua durante la jornada. El mismo barco nos dejó entonces en un puerto cercano a la zona hotelera, y Jorge y yo subimos a nuestra habitación a darnos una ducha en condiciones, pasando antes por la lavandería/tienda de artículos de pesca para recoger la colada que dejamos allí la víspera.

Una vez aseados y secos, volvimos a encontrarnos con las valencianas para cenar. Como aún no era tarde, la última comida del día dio paso a un masaje en grupo que recibimos en uno de los locales de la zona. Y como tampoco era tarde cuando finalizó la sesión de friegas, decidimos volver a acercarnos al bar en el que estuve con Jorge la noche anterior y del que aún tengo pendiente hablar en entrada aparte. Dentro de este local sí que se nos hizo tarde, así que nos dijimos adiós y marchamos a dormir.

¿Os ha parecido que fue un día intensito? Pues el siguiente no se quedaría corto, que durante el mismo montaría en moto por primera vez en mi vida.

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lunes, 4 de agosto de 2025

Aquel viaje. Hasta luego, Hanoi

He de advertiros de que la entrada que me dispongo a escribir (y que vosotros, supongo, os disponéis a leer) no va a ser muy graciosa que digamos. Aquella última jornada en Hanoi (hasta ese momento, pues volveríamos a la capital vietnamita días después) fue bastante completa, pero apenas hubo sitio para la comedia y yo esta tarde ando poco inspirado.

De todas formas, se hará lo que se pueda.

Tras una segunda noche en aquella habitación asignada mal y tarde, subimos nuevamente a desayunar. Para mi pesar, no pude repetir la jugada del día anterior, pues en esta ocasión no había allí cocineros que me pudiesen freír un par de huevos en el momento. Aunque (me vais a permitir el chiste fácil) para huevos los que le echó Jorge. Y es que al poco de sentarnos, la calma del lugar se vio interrumpida por un imbécil que, desconocedor de la existencia de ese artilugio tecnológico que lleva ya varias décadas entre nosotros conocido como "auriculares", procedió a reproducir en su móvil un resumen futbolístico (os recuerdo que durante aquellos días se celebró el mundial de Catar) a un volumen que podríamos catalogar como "de la hostia". Pues bien, Jorge se le acercó por detrás, le hizo "tap-tap" en el hombro y, con una educación de lo más fino, le pidió que eligiese entre dejar de molestar o irse a tomar por culo.

El muchacho eligió dejar de molestar, y yo aplaudí mentalmente la capacidad de Jorge para resolver esta clase de problemas (no sería la última vez. Ni la penúltima) mientras terminaba de dar cuenta de mi plato libre de ingredientes hueveros en un ambiente, ahora sí, de lo más tranquilo.

Aquella mañana decidimos alejarnos de las céntricas calles a las que van a dar todos los turistas como si fuesen los ríos que van a dar en la mar en el poema de Jorge Manrique (repito referencia, que cuando hablé del hemoal en la entrada sobre mi botiquín también mencioné dicha poesía. Ya os he dicho que hoy me falta inspiración) con la intención de llegar hasta la orilla del río Rojo. Sin embargo, el trazado urbanístico de la ciudad tenía otros planes para nosotros, y acabamos alcanzando una autopista que nos cortó el paso y nos obligó a dar media vuelta.

Dedicamos entonces el tiempo que nos quedaba a gastar dinero: Jorge se metió en una tienda de artículos de porcelana y, tras casi dos horas de cháchara con el dueño (de verdad, yo no sé de dónde saca este chico tanta sociabilidad) acabó comprando varias tazas monísimas. Os pongo una foto que sacó dentro del lugar porque aquel día yo no hice ninguna:


Durante el rato que Jorge dedicó a su transacción porcelanosa yo me acerqué a una tienda de instrumentos musicales porque quería volverme a casa con uno típico bajo el brazo (mi gusto por la teoría musical me estaba dando muy fuerte en aquella época). Lamentablemente, todos eran de cuerda y sus dimensiones hacían imposible su transporte dentro de mi mochilón, por lo que al final me compré una kalimba, que de asiático no tiene nada, pero al menos cabía en mi equipaje. También me hice con una camiseta muy graciosa de gatos y me metí en una cafetería a disfrutar de un café con un cruasán porque en la vida también hay que tomarse descansos.

Cuando nos reencontramos volvimos al hotel, donde un autobús debía recogernos para llevarnos a nuestro siguiente destino dentro del país. Pero antes paramos a comer en un local que de típico no tenía nada: un Pizzahut. Y no nos juzguéis, que andábamos con prisa.

El vehículo resultó ser incómodo de cojones, aunque gracias a que nuestro alojamiento era el punto inicial de la ruta, pudimos elegir dónde sentarnos. Yo opté por un asiento cerca de la parte trasera, ya que se trataba del menos estrecho de todos (si he dicho "el menos estrecho" y no "el más ancho", por algo será), y Jorge se colocó en el extremo opuesto, junto al conductor, para así tener conversación con éste como si de una profesora de instituto en una excursión se tratase.

Al final, tras varias paradas en diferentes hoteles y otros puntos de Hanoi, cuando el bus enfiló la carretera iba prácticamente lleno. Lleno de turistas, he he aclarar, entre los que se encontraban varios irlandeses ruidosos que portaban sendas yonkilatas. Lo de que eran irlandeses lo deduje no por su acento (pues cualquier sonido que salía de sus etilizadas bocas resultaba incomprensible), sino porque uno de ellos llevaba puesta la camiseta del equipo de GAA de turno, y hace falta ser muy de Irlanda para hacer algo así.

Tener que soportar a aquellos irishmen que se comportaban como chimpancés me hizo alegrarme. Alegrarme de ser tan selectivo a la hora de hacer amigos, aclaro.

Pero bueno, pese a las estrecheces y la gentuza, el viaje no se me hizo muy largo (y eso que incluyó una parada en una gasolinera que tenía a la venta gran variedad de alimentos que mi cerebro, temeroso de la siempre amenazante gastroenteritis, consideró demasiado exóticos como para que me la jugase comiéndomelos), y cuando el bus alcanzó el final de Vietnam, los pasajeros bajamos del mismo y subimos a un barquito que nos dejó en el destino en el que pasaríamos los siguientes días: la isla de Cát Bà.

Tras desembarcar fuimos repartidos en monovolúmenes, y el nuestro hizo parada a unos pasos del hotel. En esta ocasión descubrimos con gran alivio que no nos tocaría repetir la escena de Hanoi, pues la habitación contaba con sus dos camas reglamentarias. Además, esta vez el recepcionista era muy majo.

Cát Bà constituye un reclamo turístico considerable, y si bien es cierto que en según que época la afluencia de turistas le da bastante vida (y puede llegar a tocar los cojones a la población local), nuestra estancia allí tuvo lugar en temporada baja, por lo que, cuando bajamos de nuevo a la calle una vez liberados de nuestro equipaje, nos encontramos con que había muy poca gente y que muchos establecimientos de la zona se encontraban cerrados.

Lo que sí que había abierto era la lavandería/tienda de artículos de pesca donde dejamos la colada y la agencia de viajes donde reservamos la excursión que nos ocuparía todo el día siguiente. Originalmente seleccionamos no recuerdo qué itinerario, pero en ese momento aparecieron dos valencianas que venían a devolver una moto de alquiler y nos sugirieron optar por otro al que ellas ya se habían apuntado.

Les hicimos caso, mira tú, provocando así que ambas mujeres vayan a aparecer de nuevo en una entrada futura. O en dos.

Hambrientos, Jorge y yo nos sentamos a la terraza del restaurante más cercano, y mientras procedíamos a arrasar con dos hamburguesas con patatas fritas, fuimos abordados por un francés que recordaba nuestras caras del viaje en bus y que nos pidió compartir mesa durante unos minutos.

Hago un inciso para indicar que aquí podría ahora meter un chiste facilón que dijese algo así como "accedimos a dejar que se uniese a nosotros, a pesar de que fuese francés" o algo por el estilo, pero por muy poca inspiración que tenga hoy, no voy a caer tan bajo.
Durante el rato de cháchara que tuvo lugar entonces, nos contó que había dejado su curro y estaba dedicando unos meses y parte de sus ahorros a viajar solo por la zona (aunque no de una forma tan romántica como el punki portugués al que conocimos en Siem Reap). Jorge, entre otras cosas, le contó que había pasado media semana en Krabi, en el sur de Tailandia, bañándose en sus playas, haciendo kayak, visitando algún que otro templo y conociendo a una pareja de brasileñas muy majas. Yo, que siempre he sido una persona interesada por la demografía gabacha, le pregunté que de qué parte d l'Hexagon era, pero a día de hoy no logro recordar lo que respondió. No recuerdo ni su nombre. Qué triste, con lo simpático que era.

Tras aquella sobremesa internacional nos dirigimos de vuelta al hotel. Por el camino, pasamos ante un bar cuyo relaciones públicas nos invitó a consumir algo en el mismo, pero lo que ocurrió a continuación lo voy a dejar para otra entrada, que por hoy ya está bien, ¿no?

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