lunes, 18 de agosto de 2025

Aquel viaje. El barquero

La isla de Cát Bà le ha visto nacer, le ha visto crecer y le ha visto hacerse viejo. Y un día de éstos también le verá morir. Toda su vida ha transcurrido sobre aquel pedazo de tierra bañado por las aguas del Mar de la China Meridional.

La isla puede atestiguar que, con el paso de los años, su rostro se ha llenado de arrugas. Mientras tanto, él puede atestiguar que, con el paso de los años, la isla se ha llenado de putos turistas.

En su memoria, imágenes cada vez más difusas representan la zona como lo que fue y ya no es: una bahía tranquila en la que pescadores como él (y como su padre antes que él, y como su abuelo antes que su padre, y así hasta Buda sabe cuándo) faenaban a diario y volvían a puerto con sus redes repletas de todo tipo de pescado. Pero un mundo que da cada vez más asco le ha arrebatado aquel modo de vida: sobrepesca, suciedad y miles de visitantes han convertido la bahía en un lugar feo en el que ya no merece la pena ni sonreír.

Paradójicamente, esos mismos invasores son ahora su medio de subsistencia. Cada día recoge a uno o dos grupos en su barco y se los lleva a distintos puntos de la isla para que hagan el gilipollas. Hoy son cuatro: dos mujeres y dos hombres (estos últimos vistiendo sendas camisetas ridículas) que hablan entre sí un idioma que no comprende. Por el elevadísimo volumen de sus voces, intuye que deben ser españoles. Les recibe con su habitual rostro serio que refleja lo odioso que le resulta dejar que desconocidos ocupen su barco. Al menos hoy ha llovido y eso ha tenido que arruinarles la excursión. Que se jodan. El guía que les acompaña es un viejo conocido, aunque no le apetece hablar con él. Será la climatología, pero hoy se siente especialmente irascible.  

Pone en marcha la embarcación y los cuatro ocupantes, sin dejar de hablar a gritos entre ellos, proceden a sacar de sus mochilas toda clase de chorreantes ropas y toallas para acto seguido colgarlas del mamparo. El barquero, sin cambiar su adusta expresión, rechina los dientes ante este horrible abuso de confianza y busca con la mirada la complicidad del guía, pero éste se encuentra absorto en sus pensamientos y eso aumenta aún más si cabe su nivel de mala hostia.

Tras haber convertido su barco en un tendedero, los turistas se dedican entonces a admirar con cara de idiota las altas rocas cubiertas de vegetación que les rodean, y él tiene que reconocer que, pese al daño que el tiempo y el hombre le han hecho, y a pesar del asco de tiempo que hace hoy, el sitio es bonito.


Acompañado por este sentimiento de orgullo que no basta para mejorar su mal humor, llega a la primera parada de esta pequeña travesía, y todos menos él descienden para pasar la siguiente hora remando en kayaks por la zona mientras él sólo puede dedicarse a esperar sin nada que hacer. Cada vez le caen peor. Con lo bien que estaría ahora en el bar del pueblo echando una partida de cartas de ésas alargadas desconocidas para los extranjeros.

El foráneo cuarteto termina de llevar a cabo esta grotesca actividad, procediendo entonces a sacarse fotitos. El barquero se impacienta y su sereno rostro empieza a mostrar signos de genuino cabreo. Cuando ya se han cansado de retratarse vuelven a su barco, y ahora es el momento de dirigirse a una minúscula playa. La última vez que estuvo por allí descubrió que la corriente había depositado sobre la arena varios cristales, y fantasea con justificada maldad con que alguno de estos imbéciles pise uno de ellos. Mientras se regocija en este perverso deseo, una de las dos mujeres, señalando la ropa empapada, le pregunta algo a uno de los hombres, y lo que ocurre entonces le crispa los nervios especialmente: el hombre, como respuesta, descuelga una toalla y, sin mediar palabra, la escurre con fuerza, encharcando la cubierta que el barquero había fregado con mimo aquella misma tarde.

Es el colmo. Su seria expresión no puede disimular lo que sus ojos inyectados en sangre exclaman, y fantasea con la idea de lanzar su embarcación a toda máquina contra las rocas para que se vaya a pique con aquel infame pasaje, y con él incluido, mandándolo todo así a tomar por culo de una puñetera vez. Refrenando estos deseos, alcanza la dichosa playa, y mientras los turistas y el guía se sacan otro millón de fotos que no se molestarán en ver jamás, lo que desea ahora el barquero es que alguno de ellos directamente caiga de bruces sobre los putos cristales.

Es tarde y hace un tiempo horrible. No comprende qué gracia le ve esta gente a estar en la playa haciéndose fotos. Finalmente, y tras unos interminables minutos, todos ellos, por desgracia ilesos, vuelven a su barco. Un barco que por culpa de aquel maldito turista tiene la cubierta encharcada. Con este pensamiento en mente que se refleja en su cara de cabreo, el barquero pone rumbo a puerto, deseando que todos se larguen de su barco y se lleven sus caladas ropas.

El final de una travesía de mierda en un día de mierda.

Falta muy poco para alcanzar la costa, y como si quisiera dar un soplo de esperanza a tan horrible episodio, el sol aparece entre las nubes, cerca del horizonte, dibujando una postal preciosísima. Una de las dos mujeres señala hacia el astro mientras manifiesta una alegre exclamación y provoca así que, como activado por un resorte, el mismo turista odioso que poco antes ha estrujado la toalla se levante rápidamente, ya que pretende acercarse a la proa y retratar la escena con el móvil. Sin embargo, en cuanto su pie descalzo da un primer paso, el muy torpe pisa el charco de su creación, resbala y se mete una hostia espectacular.

Y entonces, por primera vez en sabe Buda cuántos años, el barquero suelta una estruendosa y cabrona carcajada cuyo eco se escucha en todos los rincones de la isla de Cát Bà.

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