lunes, 1 de septiembre de 2025

Aquel viaje. Aquel bar de Cát Bà

Intuyo que se viene otra entrada de ésas que prometían ofrecer mucho cuando empezaban a tomar forma en mi cabeza, pero que una vez puestas en papel (bueno, más bien en pantalla, pero ya me entendéis), se quedan cortas en lo que a contenido y gracia se refiere. Vosotros juzgaréis. En esta ocasión quiero hablar del bar de Cát Bà en el que Jorge y yo acabamos metidos dos noches seguidas durante el tiempo que estuvimos en aquella isla.

Nuestra primera incursión en el antro se produjo a las pocas horas de llegar al lugar, tal y como conté en su día: después de haber cenado, y abordados por el RRPP que buscaba clientes un poquito a la desesperada por tratarse de temporada baja. El hombre nos acompañó escaleras arriba, pues era en la primera planta donde había más fiesta (el bajo era una terraza de las de sentarse a ver el evento deportivo de turno), al tiempo que nos hacía saber de la magnífica oferta dosporuno en bebidas de la que podríamos beneficiarnos.

Alcanzada la barra, Jorge decidió que quería romper la tradición del long island que iniciamos en Tailandia y se pidió un margarita, ante lo que el camarero respondió que de eso nada, que la promoción no podía aplicarse si las bebidas eran diferentes. Tras un breve debate con mi compañero de viaje acerca de cómo este tipo de técnicas buscan que acabes gastando el doble en vez de la mitad, cedió confuso, y a los pocos minutos nos retiramos a un rincón para disfrutar de sendos long island (sí, sin hielo. Por lo del miedo a intoxicaciones que teníamos y tal).

He mencionado ya lo de la temporada baja, pero aquella primera planta parecía ser una excepción a la norma, pues a base de ir recogiendo a turistas despistados por la calle, el personal había logrado que se montase bastante bullicio. Entre la fauna había allí quienes bailaban al ritmo de la música, quienes jugaban a los dardos, quienes se hallaban enfrascados en el billar, o un joven cuarteto que se entretenía con el futbolín. Después de un rato de cháchara, nos dirigimos a estos últimos en espera de nuestro turno.

Aunque a mí siempre se me ha dado fatal (aunque le colé un gol al campeón de Baja Sajonia una vez que visité a un amigo en Leipzig. Vale, fue nada más empezar la partida y el alemán estaba despistado. Vale, la derrota que sufrí después fue especialmente humillante, pero vosotros no tenéis por qué saber eso), Jorge podría ganar dinero jugando al futbolín si quisiera. Resulta que hasta hace no mucho, nuestra oficina contaba con este pasatiempo, y él solía echarle un buen rato todos los días, adquiriendo una pericia y una técnica de las de dejar con el culo torcido al personal. Pues bien, aquella noche Jorge contaba con pericia y técnica para dar y tomar, pasando sistemáticamente la mano por la cara de todo aquel que osase enfrentársele.

Cuando quisimos darnos cuenta, el pequeño grupo futbolinero al que ahora pertenecíamos había crecido, y ya éramos cuarenta y la madre cuando se decidió cambiar de actividad lúdica. Nos desplazamos entonces al billar, donde nos resultó imposible decidir quién iba a jugar y quién no y bajo qué reglas. Por ello, se optó por cambiar radicalmente de normas y acabamos echando una partida a un raro juego de cuyo mecanismo apenas me acuerdo. Algo así como lanzar la bola negra por turnos, haciendo que golpease contra los bordes. Una especie de eliminatoria en la que los jugadores iban cayendo si no eran capaces de agarrar la bola llegado su turno. Ay, no sé. Inventos de gente joven, ¿qué queréis que os diga?

De hecho, tras unos minutos correteando alrededor de la mesa de billar, y aprovechando un momento de calma, Jorge me hizo viejo de golpe cuando me dijo: "José, vamos ya para el hotel, que parecemos sus padres".

Pasadas veinticuatro horas volvimos al local. En aquella ocasión yo era cuarenta años más viejo por culpa de Jorge y nos acompañaban las dos valencianas que habían coprotagonizado la jornada. Y si la víspera había afluencia, en esta nueva ocasión el local se hallaba a reventar. Quizá era debido a que el bar contaba con dos nuevos elementos para atraer clientes: un DJ y bombonas de gas de la risa que los camareros servían a la gente en globitos. Y no me preguntéis por el efecto de este estupefaciente porque a ninguno de los que nos adentramos allí nos interesó probarlo. Quienes sí que dieron cuenta de la sustancia, y en multitud de ocasiones, fueron los integrantes de una pareja, tanto él como ella poseedores de un bronceado exageradísimo (algo así como el tono de los podlings de Cristal Oscuro) y de una edad que sobrepasaba con creces la cuarentena (y a ellos Jorge no les dijo nada, ejem, ejem).

A pesar de que los dos se estaban metiendo un globo detrás de otro, no parecían verse afectados de ninguna manera por ello, aunque el gas no tenía nada de inocuo. Digo esto porque, mientras tratábamos a duras penas de mantener una conversación en aquel ruidoso ambiente, un jovencísimo chaval cuya complexión podríamos describir como "escuchimizada" que se encontraba a escasos centímetros de nosotros también hizo uso del recreativo gas. Y a él sí que le afectó. Vaya que si le afectó: se le puso cara de bobalicón, dejó la mirada perdida y, mientras palidecía, cayó de bruces al suelo como un árbol talado, pegándose una hostia en la cara con la pata de un taburete.

Yo contemplé la escena y pensé: "cadáver", pero el accidente resultó ser más espectacular que grave: otro chico que estaba con él lo trincó rápidamente de los hombros y lo sacó de allí sin que ninguno de los dos perdiese la sonrisa en todo momento. Sin embargo, lo surrealista de la situación y del ambiente en general acabó sobrepasándonos, y decidimos que sería mejor marcharnos de aquel lugar para siempre.

¿Quién sabe? Quizá si hubiésemos optado por quedarnos un rato más esta entrada ahora sería más larga y/o más graciosa. Pero no. Ha quedado así de sosa. Y como estando allí dentro no hice fotos que documenten gráficamente las historias que acabo de contar, le voy a robar a Jorge una que sacó de una vaca. No tiene nada que ver, pero es bonita:


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