lunes, 3 de febrero de 2025

Aquel viaje. Echando fotos

No sé en qué momento me convertí en un friki de la fotografía. Mis primeras experiencias atrapando luz se remontan a cuando era un chiquillo y mis padres, aún a riesgo de echar a perder un doceavo, un veinticuatroavo o un treintaiseisavo del carrete, me dejaban el aparato para sacarles alguna que otra foto durante nuestras vacaciones.

De esa época guardo un par de recuerdos. Juzgad vosotros si buenos o malos. En una ocasión, durante un paseo por las calles de Simancas tras comer en uno de los mesones del pueblo, y ante la constante insistencia por parte de mis progenitores de que "no les cortase la cabeza" (junto con un dedo en el objetivo, ése era el peor error que se podía cometer con una cámara de fotos en los noventa), compuse la escena de tal forma que en la imagen, que aún conservan en algún álbum, sólo se ven sus caras, de barbilla para arriba. En otra, acontecida durante unas vacaciones en Asturias, mientras trataba de tomar otra foto y la pareja posaba ante el hórreo o la casa de indianos de turno, la constante burla de mi padre, que no dejaba de sacar la lengua pese a mi insistencia en que no hiciese el bobo, provocó que, enojado y falto de paciencia, apuntase al suelo y apretase el disparador, echando a perder la toma y llevándome una bronca considerable.

Días después, con el carrete revelado, descubrí con cierta desilusión que mi instantánea del suelo había sido descartada, así que me quedé sin ver el resultado de mi rebelde obra.

A los pocos años tuve mi propia cámara: una compacta sencillita que no era precisamente una maravilla, regalo de primera comunión, con la que pude sacar fotos cada vez que mi colegio me llevaba de excursión o durante los varios intercambios en los que participé.

Ya os he dicho que la cámara no era ninguna maravilla

También tuve otra máquina, regalo que recibí por estar suscrito a la revista Leoleo, pero ésta no tenía ni flash, así que prefiero pasar de puntillas por este breve episodio de mi vida.

La fotografía digital llegó a mi casa de manos de una point and shoot que regalamos a mi padre, pero que él en realidad apenas usó, siendo yo quien más partido le sacaba. Especialmente en una época en la que a los adolescentes nos dio por documentar nuestras salidas nocturnas a base de fototuentis en una época en la que los móviles aún no tomaban instantáneas. Una de estas noches, encontrándome con mis amigos en una plaza casi desierta del centro de Valladolid, la camarita probó su dureza: apareció por allí un grupo de, a simple vista, putos nazis, y nosotros decidimos largarnos para evitar problemas. Mientras nos alejábamos, vimos como los recién llegados desplegaban una ikurriña y una bandera de Jamaica (sigo sin comprender este último detalle, pero bueno), demostrando que serían muchas cosas, pero no nazis, por lo que retornamos a susodicha plaza y congeniamos con ellos, queriendo inmortalizar el momento. Pues bien, durante el proceso la cámara se llevó tremendo hostión contra el suelo porque yo andaba especialmente torpe cuando esto ocurrió pero no sufrió ni un rasguño.

No, no voy a compartir aquí las fotos que hice aquella noche. Y no insistáis, coño.

El paso de los años fue poniendo en mis manos cámaras mejores. Sin embargo, lo que no mejoraba era la calidad de mis fotografías. Esto se debía a una sencilla razón: yo no sabía hacer fotos. Mis conocimientos se limitaban a identificar dónde estaban el botón de encendido y el de disparo y por cuál de los dos lados había que mirar. Tamaña ignorancia se hizo aún más evidente cuando mi novia me regaló la réflex que aún conservo, la cual incluía el típico objetivo de 18-55 mm. Lo primero que pensé a probarla fue "qué poquito zoom tiene, ¿no?".

Y ésta es la primera foto que hice con ella, en el dublinés parque de St. Stephen's Green

Puse a prueba la nueva máquina en un viaje que hicimos a París. En la mayoría de casos, una suerte de numeritos parpadeantes en la pantalla previos a cada disparo dieron lugar a imágenes totalmente blancas o totalmente negras. Este inconveniente puso al limite mi paciencia como si de un padre bromista que saca la lengua antes de salir en la foto se tratase y estuvo a punto de enviar la cámara a un cajón para siempre, pero tan negativa actitud cambió cuando un nuevo objeto hizo acto de presencia: una segunda cámara. Y es que, a pocas semanas de que viajásemos a Nueva York, le regalé a mi novia su propia réflex (pero qué original soy), pues ella estaba un poquito hasta el coño de la mala calidad y las limitaciones de su point and shoot, y los dos nos propusimos aprender de una vez los secretos del octavo arte.

Para ello, tiramos de los cursos online de un tal Ben Long (contenido no patrocinado), informático reconvertido en fotógrafo y divulgador. Nos gustó su forma de explicar los detalles del mundo de la fotografía, con un tono sencillo y mucho sentido del humor. Y no sólo aprendimos todo lo que hay que saber con respecto a objetivos, iluminación, composición, mediciones y toda clase de ajustes, sino que también adquirimos algo de destreza en el apartado del procesado posterior (yo hasta entonces consideraba que realizar el mínimo retoque sobre una imagen era hacer trampa, pues no me atrevía a reconocer que no tenía ni puta idea de edición). Recuerdo que solíamos ver dichas lecciones durante la hora de la cena como quien se ve la serie de moda en Netflix o la enésima reposición de La que se avecina, y que mientras el avión nos llevaba a Nueva York apuramos los últimos vídeos de un curso sobre fotografía en blanco y negro. O de fotografía nocturna, no me acuerdo muy bien.

Fue allí, por cierto, donde mi novia me regaló mi objetivo nifty fifty (aunque esto ya lo dije aquí), un objetivo de 50 mm con una apertura de 1.8 (eso es MUCHA apertura para lo que cuesta la lente). Hacerme con dicha pieza fue el pistoletazo de salida de una fiebre consumista que aumentó mi arsenal fotográfico. Y como una imagen vale más que mil palabras, voy a aprovechar que Pulga está en el balcón y voy a sacar a pasear mis objetivos (las fotos están hechas en modo automático y sin procesamiento posterior, que tengo prisa. Así que no me juzguéis). Empezando por el susodicho 50 mm:

Guapa

Después vino un objetivo de 24 mm:

Guapa, y con proporciones más realistas, porque si aplicamos a los 24 mm del objetivo el factor de recorte de 1,6 que tiene el sensor de mi cámara (pues no es una full frame, es una ASP-C), nos sale 36 mm, que es lo más parecido a cómo capta las imágenes el ojo humano. Se entiende, ¿no?

El paquete en el que me llegó el objetivo anterior también incluía un gran angular, por cierto:

Guapa con las proporciones de un piso publicado en Fotocasa

Llegado a este punto quise jugar a ser Dios y me hice con un objetivo ojo de pez que me permitiese sacar fotos ahuevadas:

Aunque fuera de foco, guapa

Y para terminar, adquirí un teleobjetivo espejo de 500mm, que como concepto suena espectacular, pero que me costó dos duros y que no es que saque fotos con una calidad muy allá. Además, si el objeto a retratar (en este caso, mi gata), está cerca, pues buena suerte componiendo, enfocando y disparando:

G   U   A   P   A

Además de las lentes, a lo largo del tiempo también fui comprando filtros de diferentes colores y efectos, extensores y sabe Dios qué más mierda que apenas he usado. Todo ello mientras también me hacía con bolsas y mochilas cada vez más grandes que me permitiesen cargar con tanta morralla durante mis excursiones fotográficas.

Bueno, pues con semejante alijo fotográfico a mi disposición, ¿sabéis qué fue lo primero que se me pasó por la cabeza, fotográficamente hablando, cuando Jorge me propuso viajar con él a Tailandia, Camboya y Vietnam?

Que debía comprarme otra cámara. Si es que soy gilipollas.

Pero, ¿qué le voy a hacer? Veo a gente con una mirrorless de lo más cuqui colgada del cuello y se me antoja. Tan pequeñitas ellas, con esos objetivos que parecen de juguete, con un estilo vintage que te da un aire de fotógrafo de guerra de la primera mitad del siglo pasado... No fueron pocas las vueltas que le di, casi convencido de que yo también me haría con una antes de empezar el viaje.

Pero fui sensato. Al final me quedé con mi reflex original (que a estas alturas de la vida, un poquito vintage sí que es), ahorrándome mil quinientos euros (lo cual me daba ánimos cuando me entraban ganas de derrochar durante el viaje), y de entre todo el material seleccioné la lente de 24 mm y la de 50 mm, amén de un par de filtros de densidad neutra, por si me daba por hacer alguna que otra foto de larga exposición (spoiler alert: alguna hice). No habría sido muy buena idea cargar con más objetivos, especialmente cuando aquel no era un viaje fotográfico y tomaría las imágenes sobre la marcha.

Quizá fuese ésa la razón, y no mi inexperiencia (Henri Cartier-Bresson dijo que tus primeras diez mil fotos serán las peores y yo no he hecho tantas todavía) lo que provocó que las imágenes obtenidas durante el viaje no fuesen tan espectaculares. Y si a eso añadimos que, cuando empecé a procesarlas una vez en casa, lo hice con el monitor mal calibrado, los tonos rojos de las primeras tiran hacia el rosa de una manera nada agradable, para más inri. Pero bueno, al menos me lo pasé bien durante el proceso. Y ya decidiréis vosotros si las fotos son bonitas o no según las vayáis descubriendo.

Os prometo que en algún momento empezaré a hablar del viaje en sí. Tened paciencia.

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