He de advertiros de que la entrada que me dispongo a escribir (y que vosotros, supongo, os disponéis a leer) no va a ser muy graciosa que digamos. Aquella última jornada en Hanoi (hasta ese momento, pues volveríamos a la capital vietnamita días después) fue bastante completa, pero apenas hubo sitio para la comedia y yo esta tarde ando poco inspirado.
De todas formas, se hará lo que se pueda.
Tras una segunda noche en aquella habitación asignada mal y tarde, subimos nuevamente a desayunar. Para mi pesar, no pude repetir la jugada del día anterior, pues en esta ocasión no había allí cocineros que me pudiesen freír un par de huevos en el momento. Aunque (me vais a permitir el chiste fácil) para huevos los que le echó Jorge. Y es que al poco de sentarnos, la calma del lugar se vio interrumpida por un imbécil que, desconocedor de la existencia de ese artilugio tecnológico que lleva ya varias décadas entre nosotros conocido como "auriculares", procedió a reproducir en su móvil un resumen futbolístico (os recuerdo que durante aquellos días se celebró el mundial de Catar) a un volumen que podríamos catalogar como "de la hostia". Pues bien, Jorge se le acercó por detrás, le hizo "tap-tap" en el hombro y, con una educación de lo más fino, le pidió que eligiese entre dejar de molestar o irse a tomar por culo.
El muchacho eligió dejar de molestar, y yo aplaudí mentalmente la capacidad de Jorge para resolver esta clase de problemas (no sería la última vez. Ni la penúltima) mientras terminaba de dar cuenta de mi plato libre de ingredientes hueveros en un ambiente, ahora sí, de lo más tranquilo.
Aquella mañana decidimos alejarnos de las céntricas calles a las que van a dar todos los turistas como si fuesen los ríos que van a dar en la mar en el poema de Jorge Manrique (repito referencia, que cuando hablé del hemoal en la entrada sobre mi botiquín también mencioné dicha poesía. Ya os he dicho que hoy me falta inspiración) con la intención de llegar hasta la orilla del río Rojo. Sin embargo, el trazado urbanístico de la ciudad tenía otros planes para nosotros, y acabamos alcanzando una autopista que nos cortó el paso y nos obligó a dar media vuelta.
Dedicamos entonces el tiempo que nos quedaba a gastar dinero: Jorge se metió en una tienda de artículos de porcelana y, tras casi dos horas de cháchara con el dueño (de verdad, yo no sé de dónde saca este chico tanta sociabilidad) acabó comprando varias tazas monísimas. Os pongo una foto que sacó dentro del lugar porque aquel día yo no hice ninguna:
Durante el rato que Jorge dedicó a su transacción porcelanosa yo me acerqué a una tienda de instrumentos musicales porque quería volverme a casa con uno típico bajo el brazo (mi gusto por la teoría musical me estaba dando muy fuerte en aquella época). Lamentablemente, todos eran de cuerda y sus dimensiones hacían imposible su transporte dentro de mi mochilón, por lo que al final me compré una kalimba, que de asiático no tiene nada, pero al menos cabía en mi equipaje. También me hice con una camiseta muy graciosa de gatos y me metí en una cafetería a disfrutar de un café con un cruasán porque en la vida también hay que tomarse descansos.
Cuando nos reencontramos volvimos al hotel, donde un autobús debía recogernos para llevarnos a nuestro siguiente destino dentro del país. Pero antes paramos a comer en un local que de típico no tenía nada: un Pizzahut. Y no nos juzguéis, que andábamos con prisa.
El vehículo resultó ser incómodo de cojones, aunque gracias a que nuestro alojamiento era el punto inicial de la ruta, pudimos elegir dónde sentarnos. Yo opté por un asiento cerca de la parte trasera, ya que se trataba del menos estrecho de todos (si he dicho "el menos estrecho" y no "el más ancho", por algo será), y Jorge se colocó en el extremo opuesto, junto al conductor, para así tener conversación con éste como si de una profesora de instituto en una excursión se tratase.
Al final, tras varias paradas en diferentes hoteles y otros puntos de Hanoi, cuando el bus enfiló la carretera iba prácticamente lleno. Lleno de turistas, he he aclarar, entre los que se encontraban varios irlandeses ruidosos que portaban sendas yonkilatas. Lo de que eran irlandeses lo deduje no por su acento (pues cualquier sonido que salía de sus etilizadas bocas resultaba incomprensible), sino porque uno de ellos llevaba puesta la camiseta del equipo de GAA de turno, y hace falta ser muy de Irlanda para hacer algo así.
Tener que soportar a aquellos irishmen que se comportaban como chimpancés me hizo alegrarme. Alegrarme de ser tan selectivo a la hora de hacer amigos, aclaro.
Pero bueno, pese a las estrecheces y la gentuza, el viaje no se me hizo muy largo (y eso que incluyó una parada en una gasolinera que tenía a la venta gran variedad de alimentos que mi cerebro, temeroso de la siempre amenazante gastroenteritis, consideró demasiado exóticos como para que me la jugase comiéndomelos), y cuando el bus alcanzó el final de Vietnam, los pasajeros bajamos del mismo y subimos a un barquito que nos dejó en el destino en el que pasaríamos los siguientes días: la isla de Cát Bà.
Tras desembarcar fuimos repartidos en monovolúmenes, y el nuestro hizo parada a unos pasos del hotel. En esta ocasión descubrimos con gran alivio que no nos tocaría repetir la escena de Hanoi, pues la habitación contaba con sus dos camas reglamentarias. Además, esta vez el recepcionista era muy majo.
Cát Bà constituye un reclamo turístico considerable, y si bien es cierto que en según que época la afluencia de turistas le da bastante vida (y puede llegar a tocar los cojones a la población local), nuestra estancia allí tuvo lugar en temporada baja, por lo que, cuando bajamos de nuevo a la calle una vez liberados de nuestro equipaje, nos encontramos con que había muy poca gente y que muchos establecimientos de la zona se encontraban cerrados.
Lo que sí que había abierto era la lavandería/tienda de artículos de pesca donde dejamos la colada y la agencia de viajes donde reservamos la excursión que nos ocuparía todo el día siguiente. Originalmente seleccionamos no recuerdo qué itinerario, pero en ese momento aparecieron dos valencianas que venían a devolver una moto de alquiler y nos sugirieron optar por otro al que ellas ya se habían apuntado.
Les hicimos caso, mira tú, provocando así que ambas mujeres vayan a aparecer de nuevo en una entrada futura. O en dos.
Hambrientos, Jorge y yo nos sentamos a la terraza del restaurante más cercano, y mientras procedíamos a arrasar con dos hamburguesas con patatas fritas, fuimos abordados por un francés que recordaba nuestras caras del viaje en bus y que nos pidió compartir mesa durante unos minutos.
Hago un inciso para indicar que aquí podría ahora meter un chiste facilón que dijese algo así como "accedimos a dejar que se uniese a nosotros, a pesar de que fuese francés" o algo por el estilo, pero por muy poca inspiración que tenga hoy, no voy a caer tan bajo.
Durante el rato de cháchara que tuvo lugar entonces, nos contó que había dejado su curro y estaba dedicando unos meses y parte de sus ahorros a viajar solo por la zona (aunque no de una forma tan romántica como el punki portugués al que conocimos en Siem Reap). Jorge, entre otras cosas, le contó que había pasado media semana en Krabi, en el sur de Tailandia, bañándose en sus playas, haciendo kayak, visitando algún que otro templo y conociendo a una pareja de brasileñas muy majas. Yo, que siempre he sido una persona interesada por la demografía gabacha, le pregunté que de qué parte d l'Hexagon era, pero a día de hoy no logro recordar lo que respondió. No recuerdo ni su nombre. Qué triste, con lo simpático que era.
Tras aquella sobremesa internacional nos dirigimos de vuelta al hotel. Por el camino, pasamos ante un bar cuyo relaciones públicas nos invitó a consumir algo en el mismo, pero lo que ocurrió a continuación lo voy a dejar para otra entrada, que por hoy ya está bien, ¿no?

No hay comentarios:
Publicar un comentario