lunes, 28 de abril de 2025

Aquel viaje. Llegando a Camboya

Jorge y yo bajamos del avión que nos dejó en Siem Reap y nos dirigimos al control de pasaportes. Gracias a que fuimos dos muchachitos precavidos que tramitaron la visa antes de comenzar este viaje, nos tocó ponernos a una cola mucho más corta y rápida libre de todo el papeleo que ya traíamos hecho de casa, y en unos pocos minutos, cargando con nuestros mochilones y mochilas, alcanzamos la salida del aeropuerto.

Allí nos esperaba Perún (sé que no se escribe así, pero es como sonaba su nombre y yo soy una persona horrible que no se va a preocupar por investigar la grafía jemer), el amable conductor de tuk tuk que, por cortesía del hotel que había reservado Jorge, nos llevó en su vehículo hasta nuestro alojamiento. Durante el trayecto, del que existe un vídeo que no voy a compartir aquí en el que Jorge y yo aparecemos con una cara de felicidad como poca gente que me conoce ha visto, fruto quizá del buen tiempo que estábamos experimentando y de la expectativa ante la visita a Angkor Wat que tendría lugar en tan sólo unas horas, dejamos atrás lujosos resorts, comercios de todo tipo y a multitud de transeúntes y niños uniformados que salían de los colegios, lo que daba al lugar una estampa muy diferente a la de pobreza y desolación que siempre se nos ha vendido a occidente. Que vale que el itinerario del aeropuerto al hotel no tiene por qué reflejar la realidad de un país entero, pero no voy a ser yo quien se meta en ese debate ahora, por mucho que me duela perder una oportunidad para cagarme en Henry Kissinger.

Una vez en el hotel, el recepcionista nos invitó a sentarnos en un sofá de la entrada para tramitar nuestro registro y nos hizo entrega de sendos tés helados. Jorge y yo nos miramos y supimos que los dos estábamos pensando que el hielo que había dentro de aquellos vasos nos iba a mantener encerrados en el baño de la habitación durante el resto de nuestra estancia en Camboya, pero dimos cuenta de las bebidas porque seríamos unos desconfiados de mierda, pero por encima de todo éramos agradecidos. Además, el té estaba rico, resultó refrescante y no nos hizo ningún daño. El muchacho de recepción nos ofreció también la opción de que Perún nos llevase en su tuk tuk a ver Ankgor Wat al día siguiente esa misma noche para que pudiésemos disfrutar de la salida del sol tras la silueta del complejo, amén de otros templos y enclaves durante los siguientes días, con el compromiso de dejarnos de vuelta en el hotel a media tarde. Y nosotros, recordando lo bien que nos salió la jugada en Ayutthaya, dijimos que vale.

Fue una de las decisiones más acertadas que tomamos en Camboya, he de decir.

Subimos a nuestra habitación que, al igual que la de Bangkok, contaba con sus dos camas reglamentarias, pasando junto a un gato guardián que sesteaba en el pasillo (hecho que celebré en el momento como buena loca de los gatos que soy). Yo, tras depositar mis pertenencias, me escapé durante unos minutos en busca de una lavandería o similar, pues me estaba quedando sin camisetas limpias que ponerme, y volví poco después al hotel para dirigirme en compañía de Jorge dando un paseo al centro de Siem Reap mientras se nos echaba encima la noche de un invierno que no parecía tal.

Por el camino pasamos junto a locales situados en garajes con todo el género expuesto en la calle, puestos al aire libre cuya comida se hallaba a salvo de las moscas gracias a bolsas de plástico atadas a ventiladores en marcha, o comercios en los que lo mismo podías comprar melones o garrafas de agua que echarle gasolina a la moto:

Esta foto se la he robado a Jorge, por cierto

Y ya que había un cajero automático en la zona, aproveché para hacerme con mis primeros rieles camboyanos:


También vimos varios locales de masajes. Fue de uno de ellos del que salió la dueña para pedirnos insistentemente que entrásemos y así disfrutar de una sesión de friegas, usando argumentos tan convincentes como agarrarme repetidas veces del brazo al tiempo que me decía "you are very strong, my friend". No obstante, teníamos más hambre que ganas de recibir un masaje, así que prometimos volver a pasar por allí poco después y continuamos nuestro camino.

En el centro de Siem Reap hay una calle bulliciosa llamada Pub Street a la que acaban yendo todos los turistas y locales, y entre los establecimientos que se pueden encontrar en dicha calle hay un restaurante que sirve unas costillas deliciosas:

Spoiler alert, repetiríamos un par de días después

El local, por cierto, cuenta con vistas a este puesto de crêpes y helados al que no fuimos después de cenar porque nos quedamos bien con la ración de costillas:


A donde sí que nos dirigimos fue a una tienda de ropa donde compré una camiseta amarilla que aún conservo y que me encanta. Si algún día venís a visitarme y me lo recordáis, os la enseño. 

Hablando de camisetas, en el camino de vuelta me encontré con esta moto que tiraba de todo un puesto ambulante de ropa:

Fue uno de los días con más contrastes de mi vida

Para nuestra última parada de la tarde/noche elegimos un bar que contaba con un ambiente relajado perfecto para que Jorge y yo pasáramos un rato de cháchara mientras dábamos cuenta de sendos longislands (sin hielo, que ya nos la habíamos jugado bastante), pero en ese momento comenzó una actuación musical en directo que nos hizo cambiar de planes. Tras escuchar unas pocas canciones, decidimos que podíamos dar por terminada la jornada, pues el trajín del día siguiente nos iba a hacer salir de la cama a las tres de la madrugada, y nos largamos de allí.

Y vosotros ahora os estaréis preguntando que qué fue del masaje que había quedado pendiente. Pues resulta que volvimos a pasar por allí después de cenar (una promesa es una promesa), y nos encontramos el siguiente panorama: la mujer que nos había abordado minutos antes se encontraba tumbada en el suelo, cantando entre risas en un estado entre etílico y lisérgico, totalmente ajena a lo que ocurría a su alrededor, incluida nuestra presencia; y su compañera, tras la caja registradora del local, se encogía de hombros y nos dirigía una mirada en la que se podía leer "aquí hoy ya no se dan masajes".

Así que no, aquel día no hubo masaje.

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lunes, 21 de abril de 2025

Aquel viaje. Historias de resistencia

El 24 de septiembre de 1877, la ciudad japonesa de Kagoshima fue testigo de una terriblemente desigual batalla entre 500 samurais al mando de Saigō Takamori y los treinta mil efectivos de la Armada Imperial Japonesa que pusieron fin a la rebelión Satsuma. Los samurais, tratando de resistir al ejército, malamente parapetados en la colina de Shiroyama y armados con tan sólo algunos mosquetes y escasa munición (se habían visto obligados a fundir varias estatuas de Buda de templos de la zona para hacer balas con su bronce), recibieron durante la noche un intenso bombardeo de más de siete mil cañonazos de artillería procedentes de cinco buques de guerra fondeados en la bahía. Esta acción, no obstante, no logró la derrota del bando samurai, y a primeras horas de la mañana, los soldados de la armada se vieron obligados a adentrarse en las defensas de los rebeldes y pelear cuerpo a cuerpo. Aunque los guerreros contaban con más experiencia en este tipo de lucha, su gran inferioridad numérica les supuso una insuperable desventaja. El propio Saigō falleció durante un combate que duró apenas unos minutos, y los pocos samurais que aún quedaban con vida en aquel momento fueron ametrallados mientras se arrojaban colina abajo en un final y desesperado ataque contra las tropas imperiales.

fuente: wikipedia

El 21 de diciembre de 1907, mientras una huelga general paralizaba la industria salitrera en Chile, la escuela Santa María de Iquique se convirtió en el escenario de una horrible tragedia. En aquella fecha, pendientes de las tensas negociaciones con la patronal, miles de obreros se encontraban en su interior con la intención de ejercer presión para que se cumplieran sus reivindicaciones. A primera hora de la tarde, el general Roberto Silva Renard ordenó al Comité Directivo de trabajadores que desalojase el edificio, so pena de abrir fuego contra sus ocupantes. Ante la negativa por parte de los huelguistas, quienes se proponían resistir ante cualquier ataque militar, los soldados al mando del general, con armamento que les situaba en clara ventaja frente a los desarmados obreros, dispararon sus ametralladoras y rifles contra la azotea de la escuela, así como contra aquellos que se encontraban a la entrada. La multitud, tratando de escapar desesperadamente, se arrojó sobre la tropa y fue recibida por el fuego de sus armas. Tras ello, los soldados se adentraron en el lugar y, sin discriminación, acabaron con la vida de cientos de hombres, mujeres y niños.

El 24 de abril de 1916, tras leer la Proclamación de la República Irlandesa a las puertas de la Oficina General de Correos de Dublín, el activista Patrick Pearse se unió a los 400 rebeldes parapetados en su interior con la intención de resistir el ataque con el que las tropas británicas responderían a tan insolente provocación nacionalista. A pesar de que otros enclaves de la capital de Irlanda fueron también tomados por voluntarios y republicanos irlandeses, los 16000 soldados desplegados por Reino Unido en la ciudad durante los siguientes días, gracias a su superioridad armamentística, fueron capaces de sofocar la rebelión tras causar un gran número de bajas entre los revolucionarios y provocar grandes destrozos en las infraestructuras. La mayor parte de la oficina de correos fue reducida a cenizas, y los instigadores que sobrevivieron a su asedio fueron sometidos a un consejo de guerra y ejecutados en la cárcel de Kilmainham Gaol.

fuente: wikipedia
En algunas columnas de la entrada aún hay balazos, y lo sé porque he pasado por allí cientos de veces y los he visto

El 16 de marzo de 1922 una multitud se agolpaba frente a la estación de policía de Nairobi (Kenia) exigiendo la liberación de Harry Thuku, secretario de la Young Kikuyu Association. Thuku había sido arrestado dos días antes por orden del gobierno colonial debido a sus ideas políticas revolucionarias. Seis hombres fueron elegidos representantes para negociar la posible liberación del activista, pero las autoridades decidieron que Thuku debía ser juzgado. Cuando la delegación comunicó esta noticia a la turba, una mujer situada en primera fila, de nombre Mary Muthoni Nyanjiru, levantó su vestido por encima de su cabeza mientras espetaba a los hombres: "Tomad mi vestido y dadme vuestros pantalones. Sois unos cobardes. ¿A qué esperáis? Nuestro líder está ahí dentro. Vayamos a por él". Esta táctica, conocida como guturamira ng’ania, era considerada muy ofensiva para los miembros de la tribu Kikutu, pues constituye un insulto para los hombres al declarar que su autoridad ya no es reconocida. A la provocación de Nyanjiru, que se vio reforzada por el ulular de muchas mujeres a su alrededor, las autoridades allí presentes respondieron abriendo fuego contra los desarmados protestantes, provocando así decenas de muertos entre los que se encontró la propia Nyanjiru.

El 23 de julio de 1941 se rindieron los pocos soldados del Ejército Rojo que aún quedaban con vida en los sótanos de la fortaleza de Brest. Atrás quedaba un mes de intensos enfrentamientos entre los soviéticos y un ejército alemán que por aquel entonces parecía invencible después de haber tomado media Europa gracias a una estrategia de guerra relámpago (y también gracias a que sus soldados iban hasta el culo de anfetas, que esto no siempre se dice) que pilló a todo el mundo desprevenido. La ciudadela bielorrusa fue testigo del heroísmo ofrecido por los efectivos de la Unión Soviética. Éstos, pese a encontrarse en inferioridad numérica y contar con apenas munición y suministros, plantaron cara a los nazis hasta tal punto, que una vez la fortaleza fue tomada oficialmente, los alemanes se vieron forzados a drenar el río Bug Occidental hacia los túneles del complejo para ahogar a soldados que aún ofrecían focos de resistencia.

El 10 de marzo de 1965, cerca de la presa de Belesar, en Lugo, José Castro Veiga, más conocido como el Piloto, fallecía tras ser tiroteado por la Guardia Civil. La muerte del último maquis ponía fin a la lucha guerrillera antifranquista. Durante veinticinco años, muchos integrantes de esta guerra de guerrillas "se echaron al monte" y, haciendo uso de una experiencia adquirida durante la Guerra Civil Española y tras tomar parte en la resistencia francesa al nazismo, se enfrentaron a las autoridades de la dictadura sirviéndose de medios precarios. Lamentablemente, a partir de finales de los años 40, factores como la falta de apoyo por parte del Partido Comunista o una mayor presión represiva por parte de las autoridades en los efectivos guerrilleros provocaron el aislamiento y debilitamiento del maquis. Partidas encabezadas por legendarios militantes como Francesc Sabaté el Quico, Jesús Martínez Maluenda el Duende o Ramón Vila Capdevila Caracremada desaparecieron a manos del régimen del dictador Francisco Franco.

El 24 de noviembre de 2022, en cuanto el avión que cubría el trayecto Bangkok - Siem Reap finalizó la maniobra de despegue, uno de sus ocupantes, vallisoletano de 36 años, debió hacer frente a un enemigo que contaba con ventaja estratégica: encontrarse en el asiento de delante. Dicho enemigo, quien resultó ser una pasajera tocapelotas que lucía un vestido largo divino de la muerte, unos taconazos nada apropiados para un viaje en avión y una pamela del tamaño de una plaza de toros, decidió echar su respaldo hacia atrás con todo su coño (bueno, en realidad fue con su espalda, pero ya me entendéis). El de Valladolid, a pesar de ser consciente de la inutilidad que conllevaría hacer frente a este ataque (porque tú reclinas un asiento de avión y no hay dios que pueda detener esa maniobra, las cosas como son), optó no obstante por plantarse ante tamaña injusticia y pasó los cincuenta minutos que transcurrieron hasta el momento del aterrizaje con las rodillas clavadas en el respaldo de delante, impidiendo la reclinación de éste y la consecuente reducción de un espacio personal ya de por sí escaso. A pesar del intenso esfuerzo por parte de la imbécil de la ridícula pamela que quería echar su puto asiento hacia atrás sí o sí (con lo corto que era aquel viaje, no me jodas), y de que el de Valladolid llevaba las de perder, éste no se amedrentó y resistió sin descanso cada uno de los embistes. Por una vez, la fortuna se puso del lado del débil, y cuando el avión comenzó a aterrizar, aquel respaldo no se había movido ni un centímetro. Tras la toma de tierra en el aeropuerto camboyano, el vallisoletano pudo abandonar el aparato sintiéndose dueño de un victorioso orgullo sólo superado por el dolor de rodillas que le invadía en ese momento.

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lunes, 14 de abril de 2025

Aquel viaje. Hasta luego, Bangkok

Aquella mañana, la última que pasaríamos en Bangkok ("última", por el momento. Ya daré más explicaciones al final de esta entrada), dimos cuenta de la primera comida del día en una cafetería cercana a nuestro hotel, bastante similar en cuanto a opciones gastronómicas y a nivel de hipsterismo a la que nos vio desayunar el día anterior:

Por desgracia, no tenían huevo, pero sí gofres

Debido a que no contábamos con mucho tiempo, pues nuestro vuelo a Siem Reap tenía programada su salida a primera hora de la tarde, dedicamos los últimos momentos a callejear por la zona cercana al que había sido nuestro primer alojamiento. Pasando junto a decenas de sastrerías, como si aquel fuese el barrio concreto del gremio, y tras comprobar en el escaparate de una agencia de viajes que nuestro siguiente trayecto en avión se podría también completar en un incómodo autobús por el mismo precio pero echando a perder un día entero, dimos con un templo budista ante cuya entrada un monje barría la calle afanosamente:


Nos acercamos al hombre y Jorge se puso a hablar con él. No le contó que había pasado media semana en Krabi, en el sur, bañándose en sus playas, haciendo kayak, visitando algún que otro templo y conociendo a una pareja de brasileñas muy majas; sino que se dedicó a hacerle preguntas acerca de la vida monacal y el día a día de esta gente con interesante curiosidad. Una conversación muy enriquecedora que no puedo reproducir aquí porque, al igual que me ocurrió con la entrada anterior, no soy capaz de recordar en detalle qué más hicimos durante el resto del tiempo que pasamos en Tailandia. Esto, para mí, es una putada enorme porque no sé si significa que se me está empezando a ir la olla, pero para vosotros es una buena noticia, ya que implica que la entrada va a ser más corta de lo normal y hoy podréis iros a perder vuestro tiempo un poquito antes que otras semanas.

Gracias a que me dio por sacar un par de fotos puedo compartir algún detalle más de aquel breve paseo. Por ejemplo, que hubiese una costurera en plena calle, con máquina de coser y todo:


O que ante nuestros ojos pasase una motocicleta con remolque delantero cargada de bombonas de gas de varios tamaños. Sin embargo, esta foto no la voy a poner aquí porque detrás del conductor, en la moto, va sentada una niña que mira al objetivo de mi cámara con actitud desafiante y NO se deben publicar imágenes con menores de edad en internet. Y en parte me jode, porque es una de las pocas fotos que logré sacar bien enfocadas.

Una vez en el hotel, pedimos (bueno, Jorge pidió, que era el que tenía la app para hacer esto en su móvil) un taxi que nos llevó al aeropuerto, y eso es todo lo que os puedo contar de aquel día porque, como ya he dicho, no me acuerdo de más. No sé dónde comimos ni qué comimos, aunque intuyo que sería algo frito, sin pescado en el menú y con agua embotellada sin hielo. Lo he comentado varias veces hasta ahora y lo diré una vez mas: nos aterraba que la comida pudiese sentarnos mal, y actuábamos en consecuencia. Vale que ser extremadamente precavidos nos salvó de problemas gastrointestinales, pero sí que es cierto que perdimos la ocasión de probar cosas exóticas en varias ocasiones y visto con la perspectiva del tiempo, pues es una pena.

Por ejemplo, me quedé sin descubrir a qué sabe el durian, una fruta muy conocida en la zona y que, por lo visto, huele tan mal que muchos hoteles prohíben su consumo en las habitaciones (en el nuestro, sin ir más lejos, había un cartel en el ascensor con un durian tachado). Jorge sí que lo probó durante uno de sus primeros días en Tailandia, aunque me confesó que aquello no es que le hubiese cambiado la vida, y que ni el sabor ni el olor eran para tanto.

De todas formas, si tengo que hacer balance del comienzo de este viaje (y lo voy a hacer, pues esta entrada me ha quedado insultantemente corta), sólo puedo decir cosas buenas: para empezar, lo de poder ir en manga corta por la calle a finales de noviembre sabiendo que al mismo tiempo la gente se estaba congelando el culo en Austria constituía una experiencia casi religiosa. La amabilidad del personal allá donde íbamos nos alegraba la estancia, y descubrir la cultura, la arquitectura y (parcialmente) la gastronomía del país fue de lo más enriquecedor. Además, tuve la enorme suerte de contar con el desparpajo de Jorge, el cual me vino de perlas en todo momento a la hora de provocar situaciones sociales que un seco vallisoletano como yo nunca habría sido capaz de protagonizar por sí solo. Y es que lo de la pareja de portugueses de Ayutthaya, los diferentes turistas con quienes compartíamos unos minutos de piscina en el hotel o el monje de hace unos párrafos fue sólo el principio. A Jorge no le costaba comenzar un rato de conversación con quien fuese y yo consideraba (y considero) aquello un superpoder.

En fin, que hasta aquí llegó nuestra primera experiencia en el país.

Qué entrada más sosa, ¿no?

¿Sabéis lo que os digo? Que si no tengo palabras para llenarla, la voy a llenar con fotos, que hasta la fecha he descartado muchas y puedo aprovecharlas para meter paja. Voy a empezar con ésta de dos estatuas con cara de haberse caído de culo muy fuerte que saqué el primer día:


Allí también hice ésta para practicar un poco con la profundidad de campo de mi cámara:


O ésta otra, poco antes de irnos a comer. Esta foto me hace pensar que aquí el pan de oro deben regalarlo o algo:


Junto al inmenso Buda reclinado que visitamos por la tarde había este pequeñito, y el hombre rezando ante él me dio envidia por el pelazo que tenía:


Del propio Buda reclinado, por cierto, publiqué un par de fotos en su día, pero omití esta porque no me terminó de gustar la perspectiva:


Esta estatua dándole un besito a la fruta me resultó graciosa, pero no tenía contexto para meterla en la historia:


Aquel mismo día, más tarde, pasamos por una calle llena de vendedores de luces:


Y ya de noche, vimos este puesto callejero de fruta:


Al día siguiente, en uno de los muchos templos de Ayutthaya a los que nos llevó la conductora del tuk tuk, vi esta estatua que prueba una vez más lo del pan de oro tirado de precio que os he dicho antes:


Y hablando de tuk tuks, nos cruzamos con este otro:


Más tarde aquel día vimos otra estatua de buda con un rostro tan realista que cada vez que veo esta foto caigo en el valle inquietante:


Antes de terminar nuestra visita a Ayutthaya, en la zona llena de estatuas de gallos de la que hablé en su día, pude ver estos pequeños altares tan cuquis, con escaleritas y todo:


A la mañana siguiente, en Wat Arun, vimos lo que parecen ser nichos; algo que contrasta con los ganchitos y coloridos búhos que hay sobre ellos:


También vimos tejas. Y les hice una foto porque es gratis:


Y para terminar, cuando ya nos íbamos de Wat Saket, saqué esta de un monje que también se iba, escaleras arriba:


Vale, ya he metido morralla en la entrada y me quedo más tranquilo.

Antes de terminar, os aclararé que dos semanas después, tras pasar por Camboya y Vietnam, volveríamos a Bangkok de forma breve. Resulta que el vuelo de vuelta a Viena y al europeo frío invernal del que por aquel entonces nos estábamos olvidado partía de la capital Tailandesa. Y como hacer escala directamente desde Hanoi era un poquito arriesgado, pues posibles retrasos, incidencias o Buda sabe qué nos podrían dejar en tierra, Jorge tuvo a bien el sugerir que nos presentásemos en Bangkok un día antes. Gracias a ello, nos aseguramos de cumplir nuestro calendario viajero, al tiempo que descubrimos una cara B de la ciudad de la que saldrán algunas entradas. Entradas, por otra parte, que vosotros no veréis hasta dentro de meses y meses. Tened paciencia.

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lunes, 7 de abril de 2025

Aquel viaje. Nuestro tercer día en Bangkok

Al igual que ocurrió el día anterior, el comienzo de aquél siguió a un sueño reparador que no me costó conciliar, habida cuenta de la paliza que nos habíamos dado. Pero es lo que hay, hijo, con tanto que ver y tan poco tiempo para ello. Bien aseados y peinados, Jorge y yo abandonamos el hotel, pasando de largo ante el restaurante del mismo cuyo desayuno buffet nos decepcionó la víspera, y nos fuimos a desayunar a una cafetería cercana con pinta de bar hipster porque la gentrificación también ha llegado a estas latitudes.

Una vez llenados nuestros estómagos, pillamos otro taxi que nos dejó en la misma estación de autobuses bulliciosa desde la que partimos a Ayutthaya veinticuatro horas atrás. En esta ocasión, nuestro plan consistía en ir a no sé qué mercado flotante, que es un sitio que aparece en TODAS las guías de viaje que mencionan Bangkok pero que Jorge investigó más que yo. Sin embargo, al llegar a la terminal de buses descubrimos que, por una parte, el lugar quedaba a varios "a tomar por culo" de distancia y, por otra, los horarios disponibles para ir y volver eran bastante limitados, lo que nos obligaría a pasar allí toda la jornada. Dedicamos unos minutos a razonar si la jugada merecería la pena, considerando que el mercado de los huevos tenía una pinta de trampa para turistas que te cagas, y preferimos darnos media vuelta y buscar una alternativa.

Callejeando por la zona próxima a la estación dimos con un mercado (no, este no era flotante) en el que no pude evitar ponerle ojitos a uno de los productos a la venta allí: una whiskera de vidrio tallado, de ésas de tapón gordo y vasos con el mismo diseño que los millonarios asquerosos de las películas tienen expuestas en sus despachos. Pero como yo, ni soy un millonario asqueroso, ni tengo despacho en mi piso de alquiler, ni tendría forma de cargar con el trasto en mi mochilón durante el resto del viaje, tardé poco en dejar de pensar en gilipolleces. Lo que sí que me compré fue un monedero con estampado de mantel de picnic que todavía utilizo.

De aquel mercado, cruzando por el parque de la reina Sirikit, llegamos a otro que en esta ocasión vendía animales. La curiosidad nos hizo adentrarnos para echar un ojo y una mezcla de tristeza y asco me hizo salir de allí a los dos minutos. Será que la buena vida occidental me ha hecho adquirir una conciencia animalista que en países como Tailandia puede resultar entre ridícula y directamente hipócrita, pero lo de ver a cachorros de perro y gato lloriqueando en jaulas, amén de otros animales como tortugas (o hasta un puto canguro, que tenían allí) en las mismas condiciones, pues como que no es algo que me apetezca contemplar.

Adoptad, joder.

El mal sabor de ojos y oídos se nos fue pasando mientras buscábamos formas de sobrevivir al calorazo del mediodía. Lo primero que hicimos fue adentramos en el centro comercial cercano atraídos por su aire acondicionado y con la idea de comprar algo de picar. Aquí cayó una camiseta de rayas azules que compré sin probarme antes y que le gusta a todos los que me la han visto puesta. Y lo segundo que hicimos, tras un largo viaje a través de la linea azul de metro bangkokés que nos dejó un pelín lejos de nuestro siguiente destino, fue adquirir sendos refrescantes tés boba. Pero antes, permitidme que os deje aquí la foto de un extintor con fotos de la familia real tailandesa que me encontré por el camino:


Y volviendo a lo del té boba, qué asco de mejunje, en serio. No entiendo cómo os puede gustar esa mierda.

El local en el que se servía dicho brebaje (primero y último que he tomado en mi vida, como podréis imaginar), amén del mostrador tras el que una tailandesa lo preparaba, contaba también con una especie de oficina de seguros cerrada en ese momento, lo que daba al lugar un ambiente de lo más ecléctico desde el punto de vista empresarial. Y yo que pensaba que lo había visto todo cuando abrieron un bar-peluquería en Valladolid.

He de aclarar que la camarera no hablaba inglés. Y no me malinterpretéis, que no lo digo con tono acusador, pero es que este hecho estuvo a punto de provocar una escena que me encargué de evitar (algo de lo que ahora me arrepiento). Me explico: una vez preparados los tés boba, Jorge preguntó a la joven por el toilet, ante lo que ella se encogió de hombros. En ese momento, y viendo que Jorge iba a proceder a expresarse con gestos para poder explicarse (y no sé si pensaba hacerlo agachándose ligeramente o pretendiendo que se agarraba la chorra, pues con este chico nunca se sabía), eché mano de mi móvil, hice una búsqueda rápida de la palabra "váter" y le mostré a la tailandesa el primer inodoro que Google puso a mi disposición. En ese momento, ella comprendió lo que queríamos y señaló una de las puertas del fondo. Jorge, siguiendo la indicación, desapareció detrás de dicha puerta durante unos segundos y yo me quedé a solas con la camarera preguntándome qué clase de performance visual se habría montado mi amigo y compañero de viaje si no llego a cortarle.

Abandonamos el local de té boba que también era oficina de seguros y, mientras yo trataba de reprimir las arcadas que una bola de tapioca detrás de otra causaban al colarse sin permiso por mi garganta, llegamos al espectacular complejo de Wat Arun.

Del sitio poco voy a decir a nivel cultural o arquitectónico porque para eso os acabo de poner el enlace a la página de Wikipedia. Sí que quiero destacar que los detalles decorativos me parecieron espectaculares y que la altura del complejo hacía que me tocase buscar perspectivas imposibles si quería encuadrarlo todo:


Otro ejemplo de lo que intento expresar:


Aquí se me hizo evidente que Tailandia es destino predilecto cuando de elegir adónde ir de luna de miel se trata. Y es que no eran pocas las parejitas que posaban ante cámaras y móviles con esa actitud tan zoomer y tardomilenial de quien va a compartir la foto en redes sociales y tiene que transmitir que todo es de color de rosa en la escena, no sé si me explico. También vimos mucho trajín a nivel de reportaje fotográfico, pues no eran pocas las modelos que, vistiendo trajes tradicionales, se retrataban ante las fachadas y estatuas allí presentes. Mirad, no me lo invento:


Ya que estaba al lado de Wat Arun, nos adentramos en Wat Chaeng, otro templo con decenas de estatuas de Buda, como las que vimos en Wat Pho un par de días antes. La foto que hice a una de ellas me ha servido como imagen de perfil en varias ocasiones porque me representa muy bien:

This is fine

Y ahora es cuando os cuento algo que me preocupa. Resulta que saqué esta foto en el lugar poco antes de las tres de la tarde, hora local:


Y casi dos horas después, y a varios kilómetros de allí, hice esta otra:


Pues bien, apenas recuerdo lo que ocurrió entre medias. Sé que Jorge y yo montamos en un barco que nos llevó a la otra orilla del río Chao Phraya, y juraría que entramos en alguna de las muchas tiendas de artículos religiosos diseminadas a lo largo de Bamrung Mueang road porque Jorge quería hacerse un mantel para la mesa de su salón y pensaba que una túnica o algo por el estilo le podría hacer el apaño (a lo mejor esto es de un sacrílego que te cagas pero no nos desviemos del tema), pero eso es todo. No sé qué más hicimos ni dónde comimos aquel día. He revisado las fotos que hizo Jorge, y no hay ninguna de ese rato. He pasado horas en Street View recorriendo la zona y sólo he logrado que mi memoria reaccionase al ver el parque Saranrom. Hasta he echado un ojo a mi historial de Revolut para ver qué pagos pude haber hecho, pero nada. Así que os quedáis sin saber qué paso durante ese rato. Más que nada porque yo tampoco lo sé.

Y si estáis pensando que Jorge y yo nos fuimos a un ping pong show porque nos quedamos con ganas la noche anterior, y que en realidad no quiero hablar de ello, ya os puedo yo asegurar que de haberlo hecho, habría caído una entrada entera al respecto, con el juego que me habría dado algo así.

En fin, sigo con lo que sí que recuerdo. Nuestra siguiente parada del día fue Wat Saket, del que también os dejo enlace a Wikipedia para no tener que molestarme en dar muchos detalles. Tras subir las escaleras que llevaban a lo alto de esta montaña, aproveché para sacar esta panorámica de Bangkok. ¿Qué os parece?


De dicha foto me gustaría destacar un detalle que puede apreciarse en la esquina superior derecha de la misma: una tormenta del copón. Tormenta que, aclaro, se acercaba hacia nosotros y nos alcanzó mientras nos encontrábamos allí, pero que agradecimos al tener la misma un efecto refrescante mucho más agradable que el que puede aportar el aire acondicionado de un centro comercial o un (insisto) asqueroso té boba.

Salimos del lugar mientras se alejaban las nubes y caía la noche, y nos dirigimos al hotel esquivando los charcos de la acera. Una vez aquí, nos dimos un chapuzón en la piscina de la terraza bajo las pocas estrellas que la contaminación lumínica de la ciudad dejaba ver, y Jorge pasó un rato de cháchara con dos turistas a las que contó que había pasado media semana en Krabi, en el sur, bañándose en sus playas, haciendo kayak, visitando algún que otro templo y conociendo a una pareja de brasileñas muy majas.

Tras este rato a remojo, un taxi nos dejó en una zona cercana al río que, a nivel gentrificación, haría que la cafetería en la que desayunamos por la mañana (lo he mencionado al principio y sé que parece que fue hace una eternidad porque esta entrada me está quedando infinita, pero no me arrepiento de nada) pareciese una tasca de viejos: Asiatique. El lugar, que intuyo que al estar situado junto al río constituía una zona decadente revalorizada por obra y gracia del capitalismo, contaba con multitud de tiendas y restaurantes, amén de una noria en la que no nos dio por subir. Lo que sí hicimos fue cenar mientras una nueva lluvia torrencial atacaba la ciudad, provocando que el personal que curraba allí tuviese que enfrentarse con escobas y fregonas a los regueros de agua que se formaban donde no había techo. No sacamos foto del fenómeno meteorológico pero sí del postre. Prioridades.

Y el resto de la cena, por el estilo

Tras degustar un menú que nos hizo olvidar por momentos nuestro constante miedo a una potencial intoxicación alimentaria, nos dirigimos a la zona de bares de la primera noche y cayó un masaje del que daré detalles en una entrada aparte. Esta relajante actividad dio paso a otro par de long islands (sin hielo, que el miedo a la gastroenteritis volvió enseguida) en una de las terrazas de la zona. Y mientras dábamos cuenta de ellos y veíamos a otros turistas atreviéndose a probar la carne de cocodrilo y los escorpiones de los puestos callejeros, el cansancio nos sugirió que nos largásemos al hotel. Y es que, como habéis podido ver, fue un día muy largo del que ha salido una entrada muy larga, por lo que vosotros os podéis largar también.

Os prometo que la próxima será más corta, que tampoco tendré mucho que contar.

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