lunes, 11 de septiembre de 2017

Homenaje a Rosalía de Castro

Ryanair me la ha vuelto a meter doblada. Si no fuese suficiente lo de jugar a los dados con la asignación de nuestros asientos cuando mi novia y yo viajamos juntos y dedicamos el rato que dura el vuelo a no hacernos ni puto caso el uno al otro, ahora la aerolínea irlandesa ha modificado su política relativa a maletas de cabina.

A partir de noviembre, quienes decidamos que eso del embarque prioritario no va con nosotros (pues no me interesa pagar más por mi billete a cambio de tener que esperar de pie en la pista a que me dejen subir porque el embarque empieza antes de que el avión esté listo, mientras que aquellos que no han pasado por el aro aguardan cobijados tras la puerta de embarque. No, en el aeropuerto de Dublín no se accede a través de finger), nos veremos obligados a dejar nuestro equipaje de mano a un ladito del avión para que el personal maletero del aeropuerto tenga a bien echarse una partidita de baloncesto con él mientras lo mete en la bodega de la aeronave. Por otra parte, mis viajes a España no terminan en Madrid, pues no soy un muchachito privilegiado de la capital del reino, y siempre me toca ir a la puta carrera entre las terminales del Adolfosuarezmadridbarajas para no perder el cercanías de la T4 y así poder llegar a tiempo al Alvia de Chamartín que pueda depositarme en Valladolid, donde mis padres suelen esperarme con ilusión para que les cuente cómo me ha ido desde la última vez al calor de un plato de calamares en su tinta cocinado por mi madre con todo su cariño. Tal trajín previo a la ingesta de calamares en su tinta puede verse seriamente afectado si al mismo añadimos varios minutos de espera tras el control de DNI al pie de la cinta de recogida de maletas.

No voy a dedicar esta entrada a cagarme en Ryanair, pues no quiero repetirme. Lo que sí que voy a hacer es, mientras me planteo cada vez con más determinación el comenzar a volar con Aer Lingus (que, tal y como tuve que aclarar a un amigo mío, no es ninguna técnica sexual, sino la versión irlandesa de Iberia), aprovechar para contaros una anécdota estupenda que tuvo lugar en las escaleras de acceso a uno de los aviones de la aerolínea del arpa.

Era de noche. Las nueve y pico de la noche, para ser algo más exactos. Los pasajeros nos encontrábamos en los asientos asignados, con el cinturón abrochado tal y como el grupo de azafatas acababa de demostrar durante las instrucciones de seguridad que todos ignoran mecánicamente, creyéndose demasiado listos, y el avión había comenzado a desplazarse en dirección a la pista de despegue de Barajas, en un recorrido que a mí siempre se me hace eterno (aunque no quiero decir nada gracioso aquí, que ya se ha encargado Pedro Vera de ello).

El interior del vehículo se hallaba a oscuras (lo de apagar durante el despegue y el aterrizaje cuando éstos tienen lugar entre el ocaso y el amanecer lo hacen para que la vista de los pasajeros esté acostumbrada a las condiciones lumínicas del exterior en caso de que se tenga que llevar a cabo una evacuación de emergencia. No lo sabíais y ahora lo sabéis. De nada), y sólo unas pocas bombillas encendidas por el techo salpicaban haces sobre los asientos de aquellos pasajeros que se encontraban leyendo algo lo suficientemente interesante como para no poder esperar cinco minutos a que volviesen a dar todas las luces una vez en el aire.

El "cabin crew, sit for departure" de boca del piloto que sonó a continuación por los altavoces dio a entender que en breves instantes enfilaríamos la pista y el aparato se pondría a toda hostia, primero hacia adelante, luego hacia arriba y hacia delante a partes iguales y después sólo hacia adelante. Vamos, lo que viene siendo un despegue. Pero no fue así.

—¡Para! ¡Para! ¡Para! ¡Para! —Comenzaron a gritar como energúmenos algunos de los pasajeros. En concreto, quienes podían ver, gracias a encontrarse detrás del ala izquierda y a la penumbra que os he descrito hace dos párrafos, que salían llamaradas de uno de los motores. No puedo garantizar que ocurriese de verdad, pues yo me encontraba del otro lado del pasillo, pero el escándalo que montaron bastó para que una de las azafatas se desabrochase en cinturón, saltase de su asiento en dirección al grupo histérico y, acto seguido, corriese a la puerta de la cabina y la aporrease varias veces, causando que el piloto levantase el pie del acelerador o hiciese lo que haya que hacer en un avión para que éste desacelere, yo qué sé (mi deseo de pilotar aviones murió cuando saqué un 1 en Matemáticas tras meterme en el Bachillerato de Ciencias. Ya os hablaré de esto en otra ocasión). El vehículo se colocó a un ladito del aeropuerto y un par de operarios de pista armados con linternas echaron un vistazo a los motores en busca del origen del fuego, pero no vieron nada. Contando con este visto bueno, el piloto fue a por su segundo intento.

Pero no pudo ser. Un nuevo acelerón a través de la pista dio lugar a nuevas supestas llamas y a nuevos "¡Para! ¡Para! ¡Para! ¡Para!" provenientes de los pasajeros situados a babor. Temiendo que el avión acabase convertido en un ninot con alas, el piloto, o quien sea que estuviese encargado de dar esta clase de órdenes, decidió que lo más sensato sería no tentar a la suerte y cambiar de aeronave.

Y aquí es donde yo quería llegar con mi historia. El susodicho cambio debía realizarse de la siguiente forma: los ocupantes del aparato-potencial antorcha debíamos bajar del mismo, entrar en uno de esos autobuses oruga de los aeropuertos que casi no tienen asientos y recorrer unos metros en el mismo hasta llegar a un nuevo avión, éste (si todo iba bien) sin motores en llamas. El problema es que el proceso comenzó a llevarse a cabo de forma un poco caótica, con instrucciones contradictorias por parte de la tripulación, el personal de tierra y un pequeño grupo de guardias civiles que hicieron aparición en último momento. Esto provocó que, mientras uno de los buses, ya relleno con pasajeros, iba camino del segundo avión, varios ocupantes siguiésemos aún dentro del primero.

Quiso la casualidad que yo me encontrase a punto de salir por la puerta delantera y rodeado por las auxiliares de vuelo que estaban coordinando el desalojo, por lo que puede ser testigo de cómo subía por la escalerilla un agente de la Guardia Civil dispuesto a poner orden (lo de "quieto todo el mundo" y sus diferentes aplicaciones se enseña en primero de Benemérita). Con tricornio y todo, como los que salen en la foto que hizo Eugene Smith en el año cincuenta.

fuente: Museo Reina Sofía
Reconocedlo. Os habéis acojonao al ver esta imagen
Como ya he dicho por lo menos dos veces, la oscuridad reinaba en aquel lugar. Si a esto añadimos el paso de los años, el resultado es que hay detalles del momento que no tengo muy claros, como la altura del agente (que se me antojaba escasa para el Cuerpo) o si realmente calzaba tricornio sobre las cejas (tras rebuscar en el reglamento, puedo confirmar que sí, pues el gorrito de vinilo sigue siendo obligatorio en los aeropuertos). Lo que sí puedo confirmaros es que aquel guardiacivil tenía un acentazo gallego que ríase usted de Rober Bodegas. Y fue con ese mismo acento de más allá del macizo Galaico-Leonés, con el que le espetó a una de las azafatas:

—Oye, pero la tripulación tendrá que subir primero al otro avión, ¿no?

La señorita, tan irlandesa como la propia Ryanair, no entendió nada de lo que le acababa de decir el axente, por lo que respondió un escueto:

—In English, please.

Y el picoleto, bajo aquel tricornio negro como la noche que le rodeaba en lo alto de la escalerilla, bajó la mirada un instante para, tras un breve titubeo, alzarla de nuevo y sin perder su magnífico acentiño, decirle a la azafata:

—Eh... La tripuleishion.

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