lunes, 24 de febrero de 2025

Aquel viaje. Mis primeras dos horas en Tailandia

Por si hay alguien por aquí que no leyó la anterior entrada de esta historia, en la que describí el inicio del viaje que hice a Tailandia, Camboya y Vietnam con mi amigo Jorge, voy a dedicar unos momentos a resumir lo más importante de la misma:

El vuelo duró once horas y no dormí nada durante el mismo.

De todas formas, quizá fuese por la excitación que me produjo la llegada a otro continente, o a lo mejor resulta que no estoy tan echado a perder como siempre creo, pero el aterrizaje (a eso de las diez de la mañana, hora local) y paso por el control de inmigración que concluyó con un nuevo sello en mi pasaporte me pillaron bastante espabilado. Una vez que la autoridad competente aprobó mi presencia en el país me dirigí a la cinta por la que debía salir mi mochilón, y en lugar de dedicar los siguientes minutos a hacer lo que hago siempre en estos lugares (pensar que han perdido mi equipaje y preocuparme mucho hasta que lo veo asomar), aproveché que allí mismo había un puesto de tarjetas SIM (pero qué apañado, no me digáis que no) y me hice con internet para mi móvil.

Que diréis que soy un cagaprisas por completar este trámite tan pronto, habida cuenta de que, seguramente, podría haber recurrido a alternativas más económicas una vez llegado a la ciudad, pero un acontecimiento que ocurrió dentro de un par de párrafos me hizo ver que había tomado la decisión correcta.

Una vez conté con acceso a la red de redes, volví a la cinta, donde mi mochilón me esperaba con aire aburrido tras haber completado su segunda vuelta a la misma. En cuanto lo recogí, transformé mi pantalón largo en corto gracias a que el mismo era convertible (llevaba ése puesto y en mi equipaje contaba con otro similar) y sendas cremalleras permitían sustraer sus perneras (una prenda tan hortera como práctica, di que sí), lo que me permitió aclimatarme al calor existente en la zona (mi cerebro tardaría varios días en hacerse a la idea de pasar calor en noviembre) y me largué de allí.

En cuanto puse un pie fuera del aeropuerto, localicé la larga fila de taxis (algo muy fácil de hacer, considerando la característica combinación de amarillo y verde que tienen allá estos vehículos) y me acerqué al primero de ellos. El taxista, un simpático tailandés del que hablaré en otra ocasión, abrió su maletero para que introdujese en el mismo mi mochilón y mi mochila, y cuando le pregunté si aceptaba pagos con tarjeta me respondió que, desgraciadamente, no, pero me señaló un cajero automático a unos cien metros de allí que podría dotarme de efectivo y me dijo que no tendría problema en esperarme.

Él no tenía problema y yo no tenía alternativa, pues mi equipaje ya estaba en su cerrado maletero. Por ello, acudí al cajero y me dispuse a hacerme con el dinero necesario.

¿Os acordáis de lo que os conté en mi entrada sobre las vacunas que tuve que ponerme antes del viaje? Si, hombre, sí. Esa historia tan graciosa de cómo olvidé el pin de mi tarjeta ante la atónita farmacéutica. Bueno, pues días después, ante la pantalla de aquella máquina bancaria, me pasó algo parecido. No es que fuese incapaz de recordar ningún número, es que metí el de otra tarjeta. Y claro, el cajero me dijo que me estaba equivocando. Y claro, yo pensé que el que se estaba equivocando era el cajero. Por ello, volví a pulsar con toda convicción los mismos cuatro dígitos (os lo juro. Y lo peor es que esto ya me había pasado alguna vez tiempo atrás). La pantalla me mostró por segunda vez el mismo mensaje de error y a mí me invadió una testarudez estúpida que me hizo insistir en que yo estaba en lo correcto.

Y al final, ¿qué pasó? Pues que bloqueé la tarjeta, gilipollas de mí. Peeero... Gracias a que ya tenía internet en el móvil, recibí una notificación de Revolut que me decía "has bloqueado la tarjeta, gilipollas de ti", junto con la opción de acceder a la aplicación y, allí mismo, corregir el desaguisado. Procedí entonces a recuperar el acceso a mi pasta, volví a enfrentarme al cajero (esta vez introduciendo el pin correcto) y logré obtener mis primeros baths:


Moraleja: siempre que podáis, llevad internet encima.

Tras esta divertida miniaventura que a mí no me hizo ni puta gracia en su momento, volví al taxi, y el conductor, que me esperaba paciente pero algo extrañado, pues no es habitual que alguien tarde tanto en sacar dinero, me llevó al hotel. Y no me preguntéis ahora por el trayecto, que ya os he dicho que os hablaré de ello en otra ocasión, impacientes.

El taxista me dejó en la puerta del que sería nuestro alojamiento durante las siguientes noches y, tras pagarle la carrera (si fue cara o barata, no lo supe en el momento y no lo sabría ahora), acudí a recepción y les enseñé mi pasaporte con su recién estrenado sello tailandés.

Tras completar el registro, subí a la habitación, la cual contaba con sus dos camas reglamentarias y un pequeño balconcito en el que se encontraba Jorge, quien también acababa de llegar a Bangkok tras pasar media semana en Krabi, en el sur, bañándose en sus playas, haciendo kayak, visitando algún que otro templo y conociendo a una pareja de brasileñas muy majas. En el momento de mi aparición, Jorge se encontraba tendiendo la ropa que acababa de lavar en la pila del baño sirviéndose de una cuerda que, para tal fin, había incluido en su equipaje.

Yo no llevaba cuerda de tender, pues me juré antes de embarcarme en esto que lo de lavar la ropa lo haría pagando cada vez que fuese necesario. Y sí, habrá entrada al respecto porque tuve que hacerlo más de una vez.

Tras depositar mi mochilón y mi mochila, saludar a Jorge y darme una ducha rápida, los dos bajamos y dio comienzo un largo día del que hablaré más adelante, que por hoy ya vale.

Permitidme una vez más que os recuerde un detalle para terminar esta corta entrada: no dormí nada durante el vuelo.


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lunes, 17 de febrero de 2025

Aquel viaje. Mi destino a un cuarto de mundo de distancia

Admiro vuestra paciencia, oye. Semanas atrás, con el presente año recién sacado del horno, os dije que os hablaría de mi viaje a Tailandia, Camboya y Vietnam y hasta ahora todo ha sido turra acerca de preparativos y planes (pero bueno, también os avisé de que habría un huevo de entradas y de algún sitio tengo que sacarlas, ¿no?). Afortunadamente, la espera llega a su fin y hoy vengo a hablaros del día en el que me puse en marcha y cambié la fría Austria por la cálida Tailandia (aunque si tenemos en cuenta horas de vuelo, cambios horarios y tal, en realidad fueron dos días, pero no nos pongamos especialitos).

Teniendo en cuenta que el avión despegó en domingo, lo más probable es que aquella mañana comenzase como la mayoría de mañanas de domingo de los últimos años: con un desayunaco a base de huevos y bacon como el que os enseñé en el post en el que hablaba de las elecciones municipales. Y si digo que fue probable es porque el paso del tiempo ha emborronado los recuerdos que conservaba de las primeras horas de aquel día.

De lo que sí me acuerdo perfectamente es de despedirme de mis gatos y mi novia, echarme a la espalda el mochilón y cargar en mi pecho la mochila, para después caminar en dirección a la estación bajo la primera nevada de aquel invierno (aunque, técnicamente, aún era otoño, pero no nos pongamos especialitos). No llevaba más abrigo que una camisa de manga larga, un forro polar y un chubasquero, y cada copito de nieve que aterrizaba en mi cara me hacía desear con más fuerza la llegada de ese momento en el que, una vez en la capital Tailandesa, pudiese cambiar aquellas ropas de ligero abrigo por una camiseta y un pantalón corto.

Pero para que aquel ansiado momento se produjese, yo aún tendría que esperar varias horas y recorrer más de ocho mil quinientos kilómetros (vamos, lo que viene siendo más o menos un cuarto de mundo, tal y como he puesto en el título de esta entrada. Que he tenido que hacer una regla de tres y todo para calcularlo), y para que vosotros podáis leer acerca de ello, aún tendréis que tragaros entrada y media (o más, que puede que se me vaya la olla y me dé por escribir chorradas adicionales entre medias). La salida del tren con destino al aeropuerto vienés me pilló con bajona y resaca. Y es que el día anterior me junté con los pocos amigos que logré hacer en Austria hasta la fecha para pasar una tarde de pizzas y elaboración de coronas de adviento, y la encargada de guiarnos en este proceso manual, austriaca ella, dirigió la conversación en todo momento optando por el alemán. Esto impidió que, en ese país al que el invierno llega antes de que lo dicte el calendario, ni siquiera pudiese comunicarme con el puñado de personas que sentía cercanas, y que los únicos que parecieran entenderme fueran los tres o cuatro vasos de gluhwein ligeramente peleón que preparó la anfitriona. Así que por eso la bajona. Y por eso la resaca.

Voy a hacer un inciso paradójico: estoy escribiendo esto en la tarde-noche de un treinta y uno de diciembre, intentando mantener un tono tristón que se os contagie, y frente a mi ventana no paran de estallar fuegos artificiales. Manda huevos.

De hecho, voy a intentar hacer alguna foto y os lo enseño...

Uff, qué mal ha salido

Esperad, que pruebo otra vez.

Joder, peor aún.

Venga, a ver si ahora sí:

Madre mía... ¿Qué coño es eso?

Último intento, de verdad. A ver si en vertical...

Puff... Y yo presumiendo por aquí de hacer fotos y tal. Pero qué vergüenza.

En fin, no hay manera. Será mejor que vuelva a la historia.

El tren me dejó en el aeropuerto a tres horas del despegue, y el proceso de facturación de mi mochilón fue lo bastante rápido como para que, por una parte, agradeciese el no verme pillado de tiempo, y por otra parte me cagase en todo ante la perspectiva de tener que esperar en uno de los aeropuertos que más odio. Y no soy el único, pues a nadie aquí le gusta el aeródromo Vienés.

Para empezar, está lejos. A dos horas y media en bus o a tres en tren, y uno ya llega cansado. A ello hay que añadir que las opciones de ocio y restauración que ofrece son, hablando en plata, una puta mierda. Que vale que una de sus terminales, más moderna y diáfana, cuenta con un par de cafeterías de ésas que sirven pizza recalentada que apenas sabe a plástico (suena fatal, pero para los estándares aeroportuarios estoy describiendo una delicia), pero es que la otra es básicamente un pasillo estrecho e interminable con más puertas de embarque que asientos, y los pasajeros sólo tenemos dos alternativas: caminar como zombis o quedarnos de pie en el sitio como zombis idiotas. Y encima hay que bajar escaleras para ir al baño.

Adivinad de qué terminal salía mi avión.

Premio.

Tras esta interminable espera se produjo el embarque y el posterior despegue. Del vuelo apenas os puedo dar detalles porque mi cerebro, sin que sirva de precedente, decidió ser mi aliado y, por el bien de mi salud mental, guardar pocos recuerdos del tiempo que pasé atravesando Eurasia. Aunque esto también suele jugar a mi contra, pues no contar con memorias que me hagan ver lo mal que me sientan los vuelos largos provoca que vuelva a caer en su trampa. Y es que cada hora en las alturas me hace envejecer un año: el asiento es estrecho, el respaldo muy bajo, el o la gilipollas que tengo delante se echa hacia atrás, comiéndose el poco espacio vital que me corresponde y el cansancio que me invade lo hace con la fuerza suficiente para que me dé pereza leer pero no es lo bastante intenso como para que caiga dormido.

Pues bien, toda la mierda que acabo de enumerar, y que resume muy bien cada vuelo de más de cinco horas que he vivido, describe a la perfección cómo fue el que me llevó a Tailandia (o al menos lo que recuerdo del mismo). A eso añadiría que me vi tres películas y, como nota positiva, que tanto cena como desayuno me gustaron bastante (que no todo va a ser negativo, hombre. Y me estoy quejando cuando el destino del vuelo, por muy pesado que se hiciese, fue Bangkok. Si es que ya me vale).

Permitidme que insista en lo de no haber dormido ni un minuto a bordo de aquella aeronave, pues mi primer día nada más aterrizar fue tan vertiginoso que creo que mi cuerpo, más de dos años después, aún no ha descansado lo suficiente. Ya os iré contando, ya.

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lunes, 10 de febrero de 2025

Aquel viaje. Lo que ya sabía, lo que aprendí y lo que me contaron

Antes de viajar a ningún sitio, procuro documentarme acerca de la geografía, la historia y la cultura de mi destino. No es que pretenda convertirme en un erudito, pero sí al menos presentarme allí sin ser un puto inculto. O al menos con un puñado de datos que me permitan fingir que no soy un puto inculto ("un puñado de datos que me permitan fingir que no soy un puto inculto" es, por otra parte, la definición perfecta de todos los sistemas educativos por los que ha pasado la humanidad desde la revolución industrial).

Dejando a un lado conocimientos que tenía de antemano porque soy así de friki, está aquello que mis amigos y conocidos me contaron al saber de mi plan viajero, datos que consulté por mi cuenta en diversas fuentes, y algún que otro detalle que descubrí sin proponérmelo. Por otra parte, fueron varias las recomendaciones que recibí, y también las voy a incluir aquí, so pena de que la entrada me quede demasiado corta. Vayamos por países...

Tailandia


De este país sabía, resumiendo muchísimo y mal, que la capital es Bangkok y que cuenta con templos descomunales y con alguna que otra estatua de Buda gigante. También tenía referencias de la existencia de las mujeres jirafa y del uso de elefantes para entretener a turistas, pero como no me va la explotación, no contaba con buscar nada de eso una vez allí.

También sabía que Tailandia era famoso por sus playas, especialmente al sur. Cierto es que Jorge quería conocer esa parte del país, pero yo le dejé claro que si lo que busco es tirarme en la arena junto al mar, me voy a Mallorca, que pilla más cerca. Por ello, él estuvo en aquella zona unos días antes de mi llegada (y luego usaría esto como rompehielos a la hora de empezar una conversación con la gente, el muy listo, diciendo que había pasado media semana en Krabi, en el sur, bañándose en sus playas, haciendo kayak, visitando algún que otro templo y conociendo a una pareja de brasileñas muy majas).

Asimismo, estaba al tanto de que el país es destino de parejitas de recién casados, y que allí el negocio de la prostitución está MUY desarrollado. Y sí, daría fe tanto de lo uno como de lo otro.

Relacionado con este último detalle, mientras un día previo a la partida nos juntábamos a comer en la oficina, un compañero mencionó como actividad "curiosa de ver" el ping pong show, y otra compañera, que también estuvo allí en el pasado, se unió a la recomendación. No obstante, al día siguiente rectificó y nos dijo que aquello sólo merecería la pena si nos apetecía ver una mirada vacía en los ojos de la protagonista del espectáculo.

Y resulta que tuvimos opción de ir, pero pasamos.

Camboya


Angkor Wat, Angkor Wat, Angkor Wat, Angkor Wat y Angkor Wat. Eso era básicamente lo que sabía de Camboya gracias al libro que mi yo adolescente ojeó mucho tiempo atrás. Ya os he hablado más de una vez de él, ¿verdad? Pues esperad, que os enseño una foto:

Ojos como platos

También estaba al tanto del genocidio de los Jemeres Rojos, pero muy por encima, pues ya se sabe que esta clase de información se nos es enseñada en el colegio o instituto de forma masticadita y resumida, con el nombre del que manda, el año y el número de muertos aprox, como si fuese la obra de un único responsable que un día se levanta con el pie cambiado y decide hacer el papel de malo de la película. Sin entrar a analizar las causas que llevan a esa situación, el desarrollo y (en muchos casos lo más importante) quién pone la pasta para permitir que eso ocurra y quién, pudiendo hacer algo para evitarlo, mira para otro lado. O, en el caso de este genocidio en concreto, sin mencionar al hijo de la gran puta de Henry Kissinger.

Con la idea de ampliar un poquito el conocimiento de un tema del que sabía gracias a mi amigo Pablo me leí el libro autobiográfico de Haing Ngor Survival in the Killing Fields, y ya que estaba, me vi la peli de Los gritos del silencio (el mismo día que también me metí la de Hotel Rwanda porque a esta vida hemos venido a sufrir).

De cara a lo que teníamos pensado ver, Jorge quería visitar un lago cercano a Siem Reap cuyos habitantes vivían en palafitos. Lo hicimos, y la experiencia me dejó sentimientos encontrados. En cuanto a la capital, Phnom Penh, la descartamos porque el novio de Jorge, que como buen austriaco pasó un mes aquí al acabar de estudiar, dijo que no merecía la pena.

Por cierto, el mismo compañero que dejó caer lo del ping pong show tailandés nos advirtió que, de acudir a Angkor Wat con guía, le hiciésemos una foto a éste, pues a la salida del templo nos encontraríamos con cientos como él, esperando a sus respectivos turistas, y no seríamos capaces de distinguir al nuestro. Suena un pelín racista, ¿verdad? Pues sabed que eso fue EXACTAMENTE lo que nos pasó. Y estoy convencido de que a vosotros os pasaría también, así que a callar.

He de reconocer que me planté allí con cierto prejuicio clasista debido a que el Street View de Siem Reap mostraba imágenes de hacía diez años, las cuales no reflejaban la mejora de infraestructuras experimentada por la ciudad recientemente. Lo que tampoco me enseñó Street View fue la enorme simpatía de los locales. Eso lo descubrimos Jorge y yo allá donde íbamos durante los escasos cuatro días que pasamos en el país.

Vietnam


Del último país de la lista sabía, por encima de todo, de la patada en el culo recibida por Estados Unidos y de lo orgullosos que aún estaban los vietnamitas de habérsela dado. Intenté profundizar en el tema sirviéndome del libro de Max Hastings La guerra de Vietnam, pero tengo que reconocer que no fui capaz de pasar de la mitad del mismo (hay libros imposibles de leer que son un coñazo, las cosas como son). Algo que este ejemplar afirmaba es que muchos vietnamitas hablan francés debido a la ocupación gabacha que sufrieron durante casi cien años, pero no logré dar con un sólo vietnamita que respondiese con un oui a mi parlez vous français?

Sabía que el país vive bajo un régimen comunista (pero de esto se habla poco porque no les va tan mal, a pesar de que su inflación económica provoque el que billete más pequeño, de diez mil dong, valga menos de medio euro al cambio) y que su capital, Hanoi, es un lugar tan loco que tenía que ser experimentado en primera persona. Por otra parte, descubrí los paisajes espectaculares del norte de mano de los enlaces que me estuvo mandado Jorge mientras organizábamos todo esto, y dejé que fuese él quien decidiese qué ver y qué no en aquel país. Y tengo que reconocer que tomé la decisión correcta.

También había oído que la comida del país era toda una maravilla, pero que contaba con su cara oculta: y es que mi fisio (que como buena austriaca estuvo una temporada por allí) me advirtió de potenciales intoxicaciones alimenticias si no teníamos cuidado, recomendando que optásemos por sitios con mucho tránsito de clientes. También me pidió que, por favor, no comiese carne de perro. Y no tuvo que insistir mucho para que cumpliese su petición, la verdad.

Yo creo que, teniendo todo lo anterior en cuenta (y algún que otro dato más que ahora no me viene a la cabeza), estaría bien empezar el viaje de una vez, ¿no?

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lunes, 3 de febrero de 2025

Aquel viaje. Echando fotos

No sé en qué momento me convertí en un friki de la fotografía. Mis primeras experiencias atrapando luz se remontan a cuando era un chiquillo y mis padres, aún a riesgo de echar a perder un doceavo, un veinticuatroavo o un treintaiseisavo del carrete, me dejaban el aparato para sacarles alguna que otra foto durante nuestras vacaciones.

De esa época guardo un par de recuerdos. Juzgad vosotros si buenos o malos. En una ocasión, durante un paseo por las calles de Simancas tras comer en uno de los mesones del pueblo, y ante la constante insistencia por parte de mis progenitores de que "no les cortase la cabeza" (junto con un dedo en el objetivo, ése era el peor error que se podía cometer con una cámara de fotos en los noventa), compuse la escena de tal forma que en la imagen, que aún conservan en algún álbum, sólo se ven sus caras, de barbilla para arriba. En otra, acontecida durante unas vacaciones en Asturias, mientras trataba de tomar otra foto y la pareja posaba ante el hórreo o la casa de indianos de turno, la constante burla de mi padre, que no dejaba de sacar la lengua pese a mi insistencia en que no hiciese el bobo, provocó que, enojado y falto de paciencia, apuntase al suelo y apretase el disparador, echando a perder la toma y llevándome una bronca considerable.

Días después, con el carrete revelado, descubrí con cierta desilusión que mi instantánea del suelo había sido descartada, así que me quedé sin ver el resultado de mi rebelde obra.

A los pocos años tuve mi propia cámara: una compacta sencillita que no era precisamente una maravilla, regalo de primera comunión, con la que pude sacar fotos cada vez que mi colegio me llevaba de excursión o durante los varios intercambios en los que participé.

Ya os he dicho que la cámara no era ninguna maravilla

También tuve otra máquina, regalo que recibí por estar suscrito a la revista Leoleo, pero ésta no tenía ni flash, así que prefiero pasar de puntillas por este breve episodio de mi vida.

La fotografía digital llegó a mi casa de manos de una point and shoot que regalamos a mi padre, pero que él en realidad apenas usó, siendo yo quien más partido le sacaba. Especialmente en una época en la que a los adolescentes nos dio por documentar nuestras salidas nocturnas a base de fototuentis en una época en la que los móviles aún no tomaban instantáneas. Una de estas noches, encontrándome con mis amigos en una plaza casi desierta del centro de Valladolid, la camarita probó su dureza: apareció por allí un grupo de, a simple vista, putos nazis, y nosotros decidimos largarnos para evitar problemas. Mientras nos alejábamos, vimos como los recién llegados desplegaban una ikurriña y una bandera de Jamaica (sigo sin comprender este último detalle, pero bueno), demostrando que serían muchas cosas, pero no nazis, por lo que retornamos a susodicha plaza y congeniamos con ellos, queriendo inmortalizar el momento. Pues bien, durante el proceso la cámara se llevó tremendo hostión contra el suelo porque yo andaba especialmente torpe cuando esto ocurrió pero no sufrió ni un rasguño.

No, no voy a compartir aquí las fotos que hice aquella noche. Y no insistáis, coño.

El paso de los años fue poniendo en mis manos cámaras mejores. Sin embargo, lo que no mejoraba era la calidad de mis fotografías. Esto se debía a una sencilla razón: yo no sabía hacer fotos. Mis conocimientos se limitaban a identificar dónde estaban el botón de encendido y el de disparo y por cuál de los dos lados había que mirar. Tamaña ignorancia se hizo aún más evidente cuando mi novia me regaló la réflex que aún conservo, la cual incluía el típico objetivo de 18-55 mm. Lo primero que pensé a probarla fue "qué poquito zoom tiene, ¿no?".

Y ésta es la primera foto que hice con ella, en el dublinés parque de St. Stephen's Green

Puse a prueba la nueva máquina en un viaje que hicimos a París. En la mayoría de casos, una suerte de numeritos parpadeantes en la pantalla previos a cada disparo dieron lugar a imágenes totalmente blancas o totalmente negras. Este inconveniente puso al limite mi paciencia como si de un padre bromista que saca la lengua antes de salir en la foto se tratase y estuvo a punto de enviar la cámara a un cajón para siempre, pero tan negativa actitud cambió cuando un nuevo objeto hizo acto de presencia: una segunda cámara. Y es que, a pocas semanas de que viajásemos a Nueva York, le regalé a mi novia su propia réflex (pero qué original soy), pues ella estaba un poquito hasta el coño de la mala calidad y las limitaciones de su point and shoot, y los dos nos propusimos aprender de una vez los secretos del octavo arte.

Para ello, tiramos de los cursos online de un tal Ben Long (contenido no patrocinado), informático reconvertido en fotógrafo y divulgador. Nos gustó su forma de explicar los detalles del mundo de la fotografía, con un tono sencillo y mucho sentido del humor. Y no sólo aprendimos todo lo que hay que saber con respecto a objetivos, iluminación, composición, mediciones y toda clase de ajustes, sino que también adquirimos algo de destreza en el apartado del procesado posterior (yo hasta entonces consideraba que realizar el mínimo retoque sobre una imagen era hacer trampa, pues no me atrevía a reconocer que no tenía ni puta idea de edición). Recuerdo que solíamos ver dichas lecciones durante la hora de la cena como quien se ve la serie de moda en Netflix o la enésima reposición de La que se avecina, y que mientras el avión nos llevaba a Nueva York apuramos los últimos vídeos de un curso sobre fotografía en blanco y negro. O de fotografía nocturna, no me acuerdo muy bien.

Fue allí, por cierto, donde mi novia me regaló mi objetivo nifty fifty (aunque esto ya lo dije aquí), un objetivo de 50 mm con una apertura de 1.8 (eso es MUCHA apertura para lo que cuesta la lente). Hacerme con dicha pieza fue el pistoletazo de salida de una fiebre consumista que aumentó mi arsenal fotográfico. Y como una imagen vale más que mil palabras, voy a aprovechar que Pulga está en el balcón y voy a sacar a pasear mis objetivos (las fotos están hechas en modo automático y sin procesamiento posterior, que tengo prisa. Así que no me juzguéis). Empezando por el susodicho 50 mm:

Guapa

Después vino un objetivo de 24 mm:

Guapa, y con proporciones más realistas, porque si aplicamos a los 24 mm del objetivo el factor de recorte de 1,6 que tiene el sensor de mi cámara (pues no es una full frame, es una ASP-C), nos sale 36 mm, que es lo más parecido a cómo capta las imágenes el ojo humano. Se entiende, ¿no?

El paquete en el que me llegó el objetivo anterior también incluía un gran angular, por cierto:

Guapa con las proporciones de un piso publicado en Fotocasa

Llegado a este punto quise jugar a ser Dios y me hice con un objetivo ojo de pez que me permitiese sacar fotos ahuevadas:

Aunque fuera de foco, guapa

Y para terminar, adquirí un teleobjetivo espejo de 500mm, que como concepto suena espectacular, pero que me costó dos duros y que no es que saque fotos con una calidad muy allá. Además, si el objeto a retratar (en este caso, mi gata), está cerca, pues buena suerte componiendo, enfocando y disparando:

G   U   A   P   A

Además de las lentes, a lo largo del tiempo también fui comprando filtros de diferentes colores y efectos, extensores y sabe Dios qué más mierda que apenas he usado. Todo ello mientras también me hacía con bolsas y mochilas cada vez más grandes que me permitiesen cargar con tanta morralla durante mis excursiones fotográficas.

Bueno, pues con semejante alijo fotográfico a mi disposición, ¿sabéis qué fue lo primero que se me pasó por la cabeza, fotográficamente hablando, cuando Jorge me propuso viajar con él a Tailandia, Camboya y Vietnam?

Que debía comprarme otra cámara. Si es que soy gilipollas.

Pero, ¿qué le voy a hacer? Veo a gente con una mirrorless de lo más cuqui colgada del cuello y se me antoja. Tan pequeñitas ellas, con esos objetivos que parecen de juguete, con un estilo vintage que te da un aire de fotógrafo de guerra de la primera mitad del siglo pasado... No fueron pocas las vueltas que le di, casi convencido de que yo también me haría con una antes de empezar el viaje.

Pero fui sensato. Al final me quedé con mi reflex original (que a estas alturas de la vida, un poquito vintage sí que es), ahorrándome mil quinientos euros (lo cual me daba ánimos cuando me entraban ganas de derrochar durante el viaje), y de entre todo el material seleccioné la lente de 24 mm y la de 50 mm, amén de un par de filtros de densidad neutra, por si me daba por hacer alguna que otra foto de larga exposición (spoiler alert: alguna hice). No habría sido muy buena idea cargar con más objetivos, especialmente cuando aquel no era un viaje fotográfico y tomaría las imágenes sobre la marcha.

Quizá fuese ésa la razón, y no mi inexperiencia (Henri Cartier-Bresson dijo que tus primeras diez mil fotos serán las peores y yo no he hecho tantas todavía) lo que provocó que las imágenes obtenidas durante el viaje no fuesen tan espectaculares. Y si a eso añadimos que, cuando empecé a procesarlas una vez en casa, lo hice con el monitor mal calibrado, los tonos rojos de las primeras tiran hacia el rosa de una manera nada agradable, para más inri. Pero bueno, al menos me lo pasé bien durante el proceso. Y ya decidiréis vosotros si las fotos son bonitas o no según las vayáis descubriendo.

Os prometo que en algún momento empezaré a hablar del viaje en sí. Tened paciencia.

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