lunes, 20 de enero de 2025

Aquel viaje. Pinchazos

Cuando se trata de viajar lejos, existe una ley no escrita (voy más allá: dicha ley NI SIQUIERA EXISTE. Me la estoy inventado ahora mismo para poner en marcha esta entrada), la cual dicta que la distancia entre la Unión Europea y nuestro destino es directamente proporcional al número de vacunas que vamos a creer necesitar antes de subir al avión. Y si mis destinos iban a ser Tailandia, Camboya y Vietnam, intuía que mi cartilla de vacunaciones iba a ganar al menos una página de pegatinas y garabatos.

Teniendo en cuenta que vivo en Austria, mi plan de inmunización pasaba por enfrentarme a un ejército de sanitarios, farmacéuticos y operadores telefónicos, no todos duchos en la lengua de Shakespeare, por lo que el primer paso que tuve que seguir fue armarme de paciencia y, una vez concienciado, telefonear al departamento de inmunología del hospital de mi ciudad. Varios conocidos me aseguraron que de esta forma podría obtener toda la información necesaria e incluso concertar las citas necesarias de cara a pincharme. Sin embargo, a mí no me salió tan bien la jugada como a ellos.

La mujer que atendió mi llamada no hablaba inglés, así que usando mi paupérrimo alemán tuve que explicarle que pensaba viajar nach Thailand, Kambodscha und Vietnam, ante lo que respondió con una retahíla que no logré entender. Le rogué varias veces que me repitiese su mensaje más despacio y más claramente, y ella, como buena austriaca, varias veces me repitió su mensaje igual de rápido y de forma aún más ininteligible si cabe.

Para que os hagáis una idea del éxito que tuvo esta interacción, sólo me quedé con que, si viajaba a Tailandia, tendría que vacunarme de algo que sonó como "fedlgwefs". ¿No sabéis lo que es el fedlgwefs? Yo tampoco.

La siguiente opción con la que conté fue mi médico de cabecera, quien atiende a sus pacientes en una casita situada en un barrio del norte de la ciudad (no, en Austria no saben lo que es un centro de salud. Aquí vas a la casa del médico particular o directamente al hospital si ya te estás muriendo). Ella sí que habla inglés, por lo que en este caso la conversación fue más fructífera. El día de la cita me planté en su consulta con una relación de todas las vacunas que se me han puesto en España a lo largo de mi vida, así como mi adicional cartilla austriaca en la que aparecen los pinchazos del covid, los de no sé qué enfermedad que te pueden pegar las garrapatas cuando sales al monte y alguno contra la gripe que mi novia y yo recibimos en no recuerdo qué invierno porque era gratis.

La facultativa, todo sea dicho, se tiró media hora rebuscando información de distintas fuentes antes de concluir qué vacunas necesitaría. Confirmó que, efectivamente, no serían pocas, y allí mismo me endosó la Repevax (difteria, tétanos, polio y tos ferina), por si las moscas. Y por sesenta euros, añado.

Por si las moscas, pero no por si los mosquitos, pues consideró que no necesitaría la del dengue ni la de la fiebre amarilla, pero me advirtió que si sufría alguna picadura y me subía la fiebre, CORRIESE al hospital más cercano en busca del tratamiento pertinente. Pues bien, os adelanto que no serían pocos los mosquitos que acabaron cebándose con mis piernas y brazos, y sí que llegué a tener fiebre, pero fue en unas circunstancias que me hicieron descartar a los alados insectos como causa de la misma, por lo que no llegué a ver un hospital por dentro.

Me hizo saber que también necesitaría las vacunas del tifus y la hepatitis A, pero como no las tenía en su consulta, me extendió una receta para que las adquiriese en la farmacia. Yo le pregunté si no necesitaría también la del fedlgwefs, a lo que respondió que de qué coño le estaba hablando. Por último, me recomendó encarecidamente que me vacunase contra la rabia. Y es que, según me contó, una amiga suya estuvo en Bangkok tiempo ha y, mientras disfrutaba de un café sentada en una terraza, una rata salida de ninguna parte le endiñó un bocado en el tobillo. Y yo me fui de allí pensando: "qué anécdota más tranquilizadora, señora".

Al día siguiente fui al lugar que más me gusta de la ciudad austriaca en la que resido actualmente: la farmacia de la estación central. Y es que quienes trabajan allí no sólo hablan inglés (o incluso español, en algunos casos), sino que cuentan con una amabilidad que te alegra el día y el resto de la semana si ya es jueves. Tras solicitar la dosis que quedó pendiente de Viatim (tifus y hepatitis A, os recuerdo) y la primera de Rabipur (ésta última es para la rabia pero yo creo que no tendría que haberlo explicado, ¿no?), procedí a pagar los 83,10 euros de la primera y los 105 euros de la segunda (sí, habéis leído bien. A veces es caro escapar de la muerte), pero mi cerebro decidió en ese momento hacer limpieza de disco duro y borró de mi memoria el pin de mi tarjeta bancaria, dejándome ante la farmacéutica con una más que evidente cara de gilipollas. Por suerte, pude echar mano de mi cuenta de Revolut para apoquinar por las vacunas mientras lamentaba para mis adentros que más tarde ese día me tocaría solicitar a mi banco que me enviasen una carta recordándome el numerito de los huevos.

Pero antes de enfrentarme a la burocracia financiera fui por segunda vez a la consulta de mi médico para que se me administrasen las recién adquiridas vacunas. Debido a que recomendaban que las mismas se mantuviesen siempre refrigeradas so pena de perder efectividad, las llevé metidas en una neverita que uso cada vez que vuelo a España y hago acopio de compangos, pues no he logrado encontrarlos en Austria.

Inmunización y fabada, por fin juntas

Pasó una semana y yo volví a la farmacia del personal amabilísimo, donde compré la segunda dosis de Rabipur (otros 105 euros). Como estaréis imaginando, me dirigí a la consulta con la vacuna metida en la neverita de los compangos. Y no sé si lo sabéis, pero la vacuna de la rabia es como la peli de El Hobbit que hizo Peter Jackson, que se divide en tres partes sin que yo entienda muy bien por qué. Digo esto porque, pasada otra semana, tuve que volver por tercera vez a la misma farmacia para obtener la última dosis (soltando otros 105 euros, claro) de manos del personal tan amable que trabaja en la misma (nunca me cansaré de decirlo).

¿Sabéis quién no fue tan amable? El enfermero que me puso esta última vacuna en lugar de mi doctora habitual, pues ésta libraba aquella mañana. Bueno, en realidad fue muy amable cuando me saludó y me dijo no sé qué en alemán. Pero al momento, cuando me excusé diciéndole que mi nivel de germano no era muy bueno, borró su sonrisa y me preguntó que si mejor en inglés. Yo le respondí que yes, please, y él no volvió a abrir la boca ni para despedirse después de la inyección (inyección que yo temí tuviese burbujas de aire o algo, habida cuenta del odio que invadió al pavo de repente). Para más inri, al salir, la auxiliar de la entrada me indicó que tendría que pagar 15 euros por la consulta, algo que no había hecho hasta entonces.

Todo este proceso, si bien debilitó un pelín mi economía (como habéis podido ver), al menos fortaleció mi sistema inmunológico de cara a enfermedades chunguísimas de ésas que como mínimo te dejan tonto (todo para que al final no me mordiesen ratas ni otra clase de animales salvajes, no me jodáis). No obstante, consciente de que no soy inmortal y, sabedor de que me vería expuesto a otras afecciones y dolencias, también me preparé para esta clase de inconvenientes. Pero de eso ya os hablaré en otra ocasión.

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