lunes, 14 de noviembre de 2022

Bajo el polvo 6. Me cago en la puta tecnología

Intuyo que el título de esta nueva entrega del repaso a la morralla que encontré en mi habitación hace ya un par de años le rechinará a más de uno como cuando intentas cambiar de marcha sin haber pisado el embrague a fondo. En mi defensa, diré que la frase no es mía. El autor es Joaquín Reyes, quien interpretando a Arturo Pérez-Reverte la deja grabada en su contestador en el que considero uno de los mejores fragmentos del programa Muchachada Nui.

Y si alguno de vosotros ya conocía esta referencia, mis respetos.

Los trastos de los que hablé en la anterior ocasión estaban relacionados con un concepto inevitable y a veces indeseado: la enseñanza. Pues bien, ahora me toca centrarme en algo que todos los milenials occidentales compartimos: la devoción por cualquier aparato con luces y pitidos, enchufado o a pilas, y que responda a la pulsación de botoncitos. Por ello, calculo que en la publicación habrá más nostalgia que chistes, pero es lo que hay. En fin, paso entonces a mostraros cachivaches varios, empezando por...

Esta cinta



Contemplar este videocasete me intriga por partida doble. En primer lugar, que a principios de los noventa la primera cadena de TVE emitiese dibujos animados los sábados por la tarde, justo después del Telediario, me resulta imposible de creer si no fuese porque el recorte del Teleprograma pegado en la carátula da fe de tan loca idea. En segundo lugar, no logro comprender qué coño me llevó a sentir interés por la serie de Alfred J. Kwak, siendo como era un puto drama de principio a fin: el protagonista (que en la versión española tenía una voz más triste que Luz Casal y Julieta Venegas cantando a dúo) se quedaba huérfano. Había un topo que vivía solo en un zapato y que pasaba a hacerse cargo de él. Un cuervo se dedicaba a putearle en casi todos los capítulos. Y, para más inri, el cuervo se acababa volviendo de un nazi que te cagas (algo de esperar, por otra parte. Que el pajarraco se llamaba Dolf, ¿vale? O sea, ario y en botella). En serio, me gustaría poder viajar atrás en el tiempo para preguntarme a mí mismo por qué.

Este tamagotchi



Al siglo le quedaban dos telediarios (después de los cuales ya no emitían dibujos animados protagonizados por patos tristes y cuervos nazis) y Bandai consiguió que casi todos los críos nos convirtiésemos en padres adoptivos de esta mascota virtual. No tuve que insistirle mucho a mi abuela para que invirtiese una fracción de su pensión mensual en el huevito (que es lo que significa tamagotchi en japota, por si no lo sabíais), adquirido en una nave-juguetería medio escondida a las afueras de mi barrio y que sólo abría un par de meses al año. Muy turbio todo. Y que encima se llamaba RUCA. Muy, muy turbio todo.

La esperanza de vida de cada criatura que surgía en la pantalla de mi juguete electrónico rara vez superaba la semana, lo que provocó que no tardase en cansarme de que se me muriesen los niños como si estuviese intentando criar a una familia en la Edad Media (o en las zonas rurales de Estados Unidos de aquí a unos años. Ya veréis). Entretanto, me vicié bastante repartiendo panes y caramelos virtuales, poniendo vacunas virtuales y limpiando cacas virtuales, hasta el punto de que mi tutora de sexto me confiscó el aparato (a mí, y a toda mi fila) porque no me acordé de silenciarlo y su pirí pirí pirí interrumpió la clase.

También tuve el juego de Tamagotchi para Game Boy, que permitía cuidar hasta seis mascotas e incluía la posibilidad de que las mismas sufriesen una aleatoria y estúpida muerte súbita, algo que a día de hoy aún me sigue poniendo de mala hostia, por lo que prefiero no ahondar en el tema.

Estos sudokus



Está claro que lo mío es dejarme engatusar por los japoneses, macho (ahora que me doy cuenta, la serie de Alfred J. Kwak es medio nipona, lo cual explica muchas cosas). Y es que, si el filósofo y erudito Tito MC cantaba (o algo así) "rapero que pillo, rapero que mato" en uno de sus grandes éxitos, yo, por mi parte, sudoku que pillaba, sudoku que tenía que resolver. Al principio sólo aparecían publicados en el periódico El Mundo y, para que os hagáis una idea de mi adicción, tenía controlado que cada mañana dejaban un taco de ejemplares de este diario ante la puerta de mi antiguo instituto. Pues bien, como si de un yonqui yanqui que atraca una farmacia y sólo birla el OxyContin (tenéis que ver Dopesick, en serio) se tratase, aprovechaba la oscuridad previa al despunte del alba y la niebla vallisoletana para poder robar (sí, ROBAR. Lo puedo decir porque fue hace mucho y ya ha prescrito) uno de los periódicos sin ser visto y seguir alimentando mi sudokudependencia. 

No, el periódico no lo leía. Que El Mundo es una mierda ahora y era una mierda entonces.

De todas formas, a las pocas semanas no había boletín o revista en España que no incluyese la rejilla de nueve por nueve, por lo que, incapaz de dar abasto con las publicaciones, terminé por recortar cientos de ejercicios que a día de hoy aún conservo, y que esperan a ser resueltos cuando tenga tiempo y ganas.

Como imaginaréis, no es que necesitase un generador de sudokus electrónico, habida cuenta del material existente en papel con el que contaba ya, pero a estas alturas de la película deberíais saber que a mí se me antoja TODO. Así que primero cayó el de la pantalla táctil y el puntero (regalo de cumpleaños), y más adelante el pequeñito, que me resultó curioso porque sólo admite números del uno al seis, mira tú. 

Este ordenador



Mi primer PC fue un 386 con Windows 3.11. Años más tarde, el pobre se quedaría corto en lo que a especificaciones y capacidad se refiere y fue sustituido por uno más moderno con unidad de CDs y Windows 98 (detalle que me hacía sentir superior a mi vecino porque el suyo venía con Windows 95 y yo pensaba que esto me hacía ser mejor que él). Víctima de la obsolescencia programada, el de Windows 98 tuvo que dejar paso a un tercer equipo con lector y grabador de DVDs y Windows XP. Y, ley de vida, este último también se tuvo que hacer a un lado cuando me hice con mi primer portátil, el cual incorporaba Windows Vista y me daba la oportunidad de estudiar y hacer trabajos con mis compañeros de ciclo superior (y, por un breve periodo de tiempo, de carrera) fuera de casa.

Teniendo en cuenta la progresión anterior, ¿qué me empujó a acumular 25 cupones del diario ABC y solicitar a mis padres que soltasen cien eurazos por un pedacito de chatarra con Windows CE (Cagarro Edition, solíamos decir que significaba) bastante inservible?

En efecto, el antojo. Eso, y un poquito de envidia, pues un amigo mío (el que quedó primero en el concurso de programación del que hablé en la anterior entrada) también lo tenía y yo quería uno.

No es que pudiese sacarle mucho partido al juguete, la verdad. Eso sí, me curré una pegatina sacada de un fotograma de 2001, una odisea del espacio que queda de lujo en la tapa y que no sale en la foto. En cuanto al uso real del mismo, gracias a mi amigo (un hacha en estas cosas, he de decir una vez más), que logró hacerle correr Linux desde la tarjeta SD, acudí con él a la facultad un par de veces sin que realmente fuera necesario. El profesor de Sistemas Operativos, sorprendido ante la presencia del aparato, me preguntó que qué sistema tenía, y cuando le dije que "una versión modificada de Debian", reaccionó soltando una expresión que le robé como si fuese un ejemplar de El Mundo a la puerta de un instituto y que he usado muchísimo desde entonces:

—Santo Dios.

Este walkman



Uno de los primeros reproductores portátiles de cintas de casete que cayó en mis manos incluía en su tapa, ojo cuidao, un juego de Tetris. Lo recibí como regalo de cumpleaños junto con la banda sonora de, ojo cuidao otra vez, Campeones (los dibujos de Oliver y Benji, no la peli de los chiquillos que juegan a baloncesto y os hacen sonreír como bobalicones condescendientes porque "ay, mírales. Angelicos"). No fueron pocas las veces que me dieron las tantas de la madrugada mientras escuchaba el "o, a, o, a, o, a, o, a, ooooh..." de la cinta y me comía líneas en el videojuego ruso al tiempo que el cacharro, por su parte, se comía a pares las necesarias pilas AA que lo hacían funcionar. No obstante, el utensilio se acabó jodiendo y yo quedé huérfano de walkman hasta que años después los reyes magos me trajeron otro que en realidad era una grabadora, con su botoncico rojo de REC y su altavoz que estuvo atronando una y otra vez el disco (mejor dicho, la cinta) de Celtas Cortos Nos vemos en los bares. Ignoro si fue debido a la voz de Gallo Claudio resacoso que tiene Jesús Cifuentes, pero la grabadora también se acabó jodiendo.

Hubo otros reproductores similares en mi vida, pero no guardo ninguna anécdota destacable de ninguno de ellos. Sin embargo, el de la foto tiene algo especial. Además de ser el único que conservo, fue el primero que adquirí con mis propios ahorros. Incluía una funda que ofrecía cierta protección ante manazas de ésos que siempre acaban jodiendo el walkman (y no miro a nadie porque no tengo un espejo cerca), la cual contaba con un clip para poder engancharlo al pantalón. Y aún me cuesta creer que fuese capaz de aprovechar esta circunstancia para llevarlo conmigo cuando salía a correr, habida cuenta de lo que abulta, pero así era. De hecho, recuerdo "estrenarlo" una tarde de verano recorriendo un circuito del sur de Valladolid que se adentraba en el Pinar de Antequera. Mi amigo y compañero de atletismo Pablo y yo solíamos completar dicho circuito en un tiempo de entre cincuenta minutos y una hora, y aquel día, con armatoste colgando de mi cadera y todo, logré la hazaña de bajar el tiempo a cuarenta minutos (con parada para dar la vuelta al casete incluida y todo), en parte debido a que lo que se estaba reproduciendo era el primer disco (mejor dicho, la cinta) de Rage Against the Machine y eso motiva que no veas.

De todas formas, hace poco probé a experimentar de nuevo lo de escuchar música salida del walkman, pero debido a que los discmans, los reproductores mp3 y Spotify nos han acostumbrado a una calidad de audio cada vez mejor, y a que el paso del tiempo ha ido jodiendo inevitablemente el registro magnético de mis cintas, la experiencia fue, por desgracia, bastante desastrosa.

Es lo que tiene la nostalgia, niños, que se disfruta cuando se recuerda pero suele decepcionar cuando se intenta revivir. Por eso las colecciones de ropa actuales inspiradas en los noventa nos parecen tan horripilantes.

Os lo advertí. Poca gracia. Y lo peor de todo (para vosotros, porque yo me lo estoy pasando en grande) es que la siguiente entrada va a ir de lo mismo. Avisados estáis.

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miércoles, 9 de noviembre de 2022

Yo vs. el alemán. Noveno asalto

El otro día publiqué una entrada enumerando algunos elementos de mi lista de la compra (sí, es increíble hasta qué punto soy capaz de hablar de chorradas), destacando que todos ellos habían vuelto a mi vida gracias a que ahora vivo en Austria. Tal entrada pudo haber dado a entender que en estos momentos me encuentro en una especie de arcadia comercial en la que cualquier producto de consumo que se me antoje está al alcance de mi mano, pero nada más lejos de la realidad. Aquí también me las veo y me las deseo cuando quiero adquirir según qué, o me toca pagar un pastizal por ciertos artículos debido a que escasean inexplicablemente.

Por poner un ejemplo, el sábado me volví a casa con dos latas de Monster, de la modalidad Rehab (que es la única que no me da taquicardias ni convierte mi sistema digestivo en la fábrica de Play Doh). Pues bien, dichas latas fueron compradas en un quiosco de la Hauptplatz, y como no es posible encontrarlas en ningún supermercado, me clavaron cinco tazos por cada una.

Otro caso: debido a que nuestros gatos suelen tener brotes de idiotez que les llevan a insultar a paredes o pelearse con puertas, la del salón cuenta con un tope para evitar su accidental cierre y el consiguiente encierro de ambos animales en su interior (la caja de la arena quedaría fuera, y no me apetece ni pensar en el escenario resultante). Un tope de Rilakkuma, aclaro, que hasta hace poco era monísimo. Concretamente, hasta que uno de los mininos decidió convertir al pobre Rilakkuma en un personaje de una peli de David Cronenberg:

Viewer discretion is advised

De haberme encontrado en España, habría acudido a un bazar chino para buscar a un sustituto del tope, pero aquí no hay bazares chinos. Lo más parecido que tenemos es el Tedi. Intuyo que sabréis de sobra qué es el Tedi porque en Valladolid hay tres. Y si algo existe en Valladolid, eso quiere decir que lleva años implantado en todas partes, pues Valladolid es el penúltimo lugar al que llega todo (el último es Extremadura, pero no creo que haga falta decirlo). 

En el Tedi no había topes de puerta.

La segunda y última opción a la que recurrí fue el Sewa. Se trata de una franquicia similar al Tedi pero con un puntito wu wu que roza lo estrafalario: guantazo de olor a incienso nada más entrar, musiquita de crótalos de fondo y mucha parafernalia relativa a tradiciones orientales (tradiciones de las de ohm, chakras y tal, no de las de limpiarse el culo con la mano izquierda). El Sewa es el comercio ideal para gente que dice cosas como "yo no creo en Dios. Yo creo en la energía", colgados que van a manifestaciones contra los chemtrails o mi profesora de inglés del instituto.

Pero no sólo de magufadas vive el Sewa. También cuenta con sus baratijas de todo a cien y con un cliente descontento porque topes de puerta, lo que se dice topes de puerta, no tienen. Así que mientras espero a que Aliexpress me haga entrega de un nuevo y devorable trozo de goma que evite que mis gatos se queden sin acceso a su váter, voy a hacer un breve repaso de otros establecimientos a los que acudo ocasionalmente antes de contaros la última en la que me he metido gracias al idioma tan chachi que hablan aquí. Empezando por las tiendas de muebles.

Esta ciudad cuenta con un Ikea, y ha sido gracias al comercio sueco y a su servicio de reparto a domicilio que hemos podido amueblar más de la mitad del pisazo (lo habré dicho más veces pero lo repito una vez más: estaba vacío cuando entramos en él). No obstante, el Ikea no tiene absolutamente todo lo que se necesita cuando de meter mierda en un piso se trata. Por ello, no han sido pocas las veces que me ha tocado acudir a locales de las otras cadenas existentes aquí. La más conocida se llama XXXLutz, y si no fuese porque a la entrada expone una silla gigante que te da pistas de lo que vas a encontrar en su interior, al ver semejante nombre, uno podría pensar que está a punto de adentrarse en un puticlub de varios pisos. Aunque otras dos tiendas del gremio a las que me ha tocado ir un huevo de veces se llaman Möbelix y Mömax, lo que me hace pensar que aquí eligen a gente que no está bien para poner nombre a los comercios.

Enlazando con lo que acabo de decir, voy a meter un inciso para contar que una conocida empresa constructora de la ciudad se llama Granit, y que hay una de derribos llamada... Demolit. Os lo juro. Y yo, cada vez que paso por una zona en obras y veo estos carteles pienso que si tuviese dinero y ganas montaría una de limpiezas y recogida de andamios y la llamaría Limpit. Por las risas.

Otra tienda de muebles bastante popular es el Leiner, pero no me quiero detener mucho en ella porque es cara de cojones y lo único que he sacado de allí son un par de toallas y la promesa de ir alguna mañana a probar su desayuno buffet (pero es que hay que plantarse en el lugar antes de las once de la mañana y no veáis qué pereza).

Debido a que ese causante de todos los problemas que tenéis ahora mismo llamado Capitalismo ha hecho evolucionar nuestra especie hasta el punto de que tenemos que montar nuestros propios muebles, en los tres años que llevamos en este país he tenido que hacerme con tal surtido de herramientas y material de bricolaje que mi trastero parece el plató de Bricomanía. Para tal fin he recurrido dos comercios llamados Obi y Hellweg. Este último está a tiro de lapo de mi casa, lo cual es una ventaja por lo práctico que resulta si alguna vez necesito un destornillador de estrella de manera urgente, y una desventaja porque me he gastado MUCHA pasta en plantas para el balcón de ésas que tienen la manía de morirse demasiado pronto.

Y poco más os puedo contar. En cuanto a tiendas de ropa, nada que no sepáis ya, pues la sombra de Amancio también llega hasta aquí y, salvo una tienda viejísima que está a punto de cerrar porque ha vaciado los escaparates en la que compré una cazadora de señor mayor, aquí son todo zaras, bershkas y tal. Y con respecto a supermercados... Podría mencionar el Billa, que tiene la modalidad Billaplus en el que venden lo mismo pero más caro (algo así como el supermercado de El Corte Inglés) y en el que hicimos una de nuestras primeras compras importantes (al ver el precio de la misma, nos llegamos a plantear si los austriacos cagan dinero o algo). También está el Spar, que le viene bien a todo el mundo porque no hay quien no tenga uno al lado de casa, o los dos a los que acabamos yendo todos cuando de hacer compra grande se trata: el Hofer (que en España es el Aldi y no sé por qué tiene el nombre cambiado) y el Lidl. Mi novia y yo solemos ir a este último, pues está muy cerca de donde vivimos. Por otra parte, Lidl nos ofrece usar una app que entre otras cosas, sirve para recoger información acerca de TODO lo que nos llevamos a casa y cuenta con un histórico de nuestras compras para que podamos comparar los precios actuales de cada artículo con los de hace no mucho y nos preguntemos: "pero... ¿Qué coño? ¿Por qué está todo tan caro de repente?".

Lo habitual es que mi novia y yo formemos un equipo para enfrentarnos a los pasillos del Lidl, pues nos toca cargar con dos carros: el propio del supermercado en el que ir colocando artículos y el plegable de Ikea en el que los mismos harán el camino de vuelta a nuestro hogar. No obstante, debido a lo que sea, hay veces que uno de los dos tiene que encargarse de todo. Y el otro día yo fui ese "uno de los dos".

Tras varios minutos recorriendo el súper tirando de carrito y carrito, buscando productos de ésos que cambian de sitio una vez que he memorizado dónde estaban y cansándome en general, a la batería que alimenta mi cerebro se le encendió la luz roja. Por ello, no es de extrañar que en determinado momento, y tras meter no recuerdo bien qué en el carro del local, olvidase que el plegable también estaba conmigo, quedando éste abandonado en la sección de limpieza e higiene mientras yo me dirigía a la línea de cajas con la intención de pagar y largarme por fin.

Es posible que lo que voy a decir me haga quedar como un privilegiado asqueroso, pero me da igual: la línea de cajas es uno de los lugares que más me estresan. Llega, deposita todos los productos en la cinta, asegúrate de que no se mezclan con el comprador que está delante de ti, controla de reojo que el que viene detrás no mezcla a su vez su compra con la tuya, espera tu turno, saluda a la cajera, enseña el código de la app (espera, que se me ha apagado la pantalla. Ahora la aplicación no responde, mierda, etc.), echa una carrera para ver quién corre más: si la cajera escaneando o tú devolviendo mierda al carro, saca la tarjeta, apóyala en el lector, intenta recordar el pin porque es mucho dinero ("pero... ¿Qué coño? ¿Por qué está todo tan caro de repente?") y el contactless no se fía de ti, ignora la cara de impaciencia de la cajera, mete el pin de una vez, recoge el ticket, aléjate empujando el carro con los codos porque el ticket y la tarjeta tienen tus manos ocupadas... Qué angustia, por Dios.

Pues bien, añadid ahora que, en el día de autos, en algún punto del follón anterior fui consciente de que mi carrito plegable se había quedado atrás, entre compresas y rollos de papel higiénico. Tratando de no interrumpir a la cajera, esperé a que terminase su tarea escaneadora, y mientras procedía a pagar quise advertirle de mi situación. El problema es que yo no sabía cómo decir "carrito de la compra" en alemán, lo que me llevó a echar mano de un truco consistente en lanzar una moneda al aire desde el punto de vista lingüístico: "si tanto el alemán como el inglés tienen raíz germánica, tú prueba a decir la palabra en inglés y confía en que te entiendan".

Pero no coló. Vale que "carrito" en inglés se dice cart, pero es que lo más parecido a eso que hay en la lengua de Goethe es Karte. O séase: tarjeta.

La sufrida dependienta creyó que, en algún lugar de aquel Lidl, el muchacho español con un paupérrimo nivel de alemán que se intentaba explicar ante ella había perdido su tarjeta de crédito. La pobre procedió a pedir por megafonía que algún compañero acudiese a asistirme (aunque podría perfectamente haber dicho "por favor, que alguien se encargue de este imbécil", que no pillé ni jota de su mensaje) y de nada sirvió que yo intentase explicarle con gestos lo que realmente quería, pues a aquella altura del teatro surrealista que se estaba desarrollando, lo de poner la mano detrás de mí y moverla hacia delante y hacia atrás podría haber representado que estaba usando un carrito invisible o que me estaba abanicando un pedo.

La cajera, que seguía convencida de que mi medio de pago aún se hallaba fuera de mi alcance, quiso cancelar la compra, pero entonces descubrió que yo YA HABÍA PAGADO, y le explotó la puta cabeza. Aproveché su estupor, señalé mis artículos, le hice un gesto como diciendo "vigila que no se muevan de aquí" y corrí a rescatar a mi propio carro. Una vez recuperado el mismo, volví al lugar de los hechos cargando con él en volandas como si fuese un trofeo a la poca vergüenza y se lo mostré a aquella mujer, causando que en su cara se dibujase la expresión de entender por fin qué coño está pasando (como cuando en una peli de Christopher Nolan el prota le cuenta a otro personaje de qué va todo).

Por suerte no me tocó dar más explicaciones, pues la ayuda solicitada por megafonía nunca llegó a producirse y yo pude huir del lugar siendo consciente, una vez más, de que no sé hablar alemán.

Moraleja: "carrito" se dice Einkaufsroller.

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miércoles, 2 de noviembre de 2022

Yo vs. el alemán. Octavo asalto

Mi novia acaba de cortarme el pelo, algo que me hace feliz por dos motivos: el primero es la maña que tiene, todo sea dicho; y el segundo es que me ahorra un mal rato. Mal rato que se habría visto agravado a causa de la barrera lingüística debido a que vivimos en un país de habla germana y tal.

Para celebrar de la que me he librado voy a escribir otra entrada hablando de cómo nos estamos llevando el alemán y yo, y lo voy a hacer en forma de lista por mucho que os joda, que así me cuesta menos y acabo antes. Para compensar, al final colaré una minianécdota para que nos riamos todos menos yo, así que tranquilos. 

Un tema al que le he dado muchas vueltas es el cambio que hemos experimentado en lista de la compra desde que vinimos a vivir aquí tras (enlazo por enésima vez la misma entrada de siempre) siete años viviendo en Dublín. Para explicarme mejor, voy a enumerar una serie de artículos que no fui capaz de encontrar en los supermercados irlandeses (o que vi de forma excepcional) pero que nunca me ha costado localizar en Valladolid. Redescubrir este género en los pasillos de las tiendas austriacas suele reconfortarme como sólo el capitalismo puede hacer, ayudándome a sentirme un poco más cerca de casa y ahorrándome la habitual conversación que solía tener con mis padres via Skype cuando vivía en la Isla Esmeralda (mi padre diciendo con incredulidad: "¿cómo que allí no venden X?" y tal). Allá voy.

Inciso: si alguien con experiencia viviendo o comprando en el país irlandés tiene ganas de decirme "pues en tal supermercado polaco de tal pueblo a setenta kilómetros de Dublín venden tal producto" o "pues en la semana nosequé del Lidl suelen tener esto otro aunque tienes que ir el primer día porque se agota", le pido por favor que se pire. Como aquel compañero de curro que, ante mi protesta por la escasez de pescado en los supermercados irlandeses me soltó "siempre puedes ir a Howth a comprar pescado". A Howth, ¿sabéis? Un pueblo que pilla a hora y media en tartana del centro de Dublín. Vamos, que podría haberme dicho "siempre puedes ir a pescarlo tú mismo".

A Howth. No me jodas...

 

Maizena


Creo que fue uno de los primeros productos que compré en Austria. Imagino que para preparar un postre pero no recuerdo cuál ni debido a qué ocasión. Eso sí, del paquete usé una cucharadita y el resto pasó a ocupar el fondo de un armario de la cocina aguardando pacientemente la llegada de su fecha de caducidad. Y juraría que ahí sigue.

Esperad, que voy a ver.

Efectivamente, ahí sigue. Y caduca en febrero del año que viene.


Bollycaos


Vale, estoy haciendo trampas. No son auténticos bollycaos. Pero es que los bollycaos que podéis comprar hoy en día tampoco son auténticos bollycaos, reconozcámoslo. Sin embargo, cada vez que les doy un mordisco a los de la foto siento lo mismo que cuando escucho a Carlos Herrera: un viaje al pasado. Su sabor y textura (de los bollos, no de Carlos Herrera) son algo que no había experimentado desde los noventa, y sólo les falta incluir Kaos o cromos de Sonic para hacer que se me salten las lágrimas.


Leche


Del tema lácteo desde el punto de vista de quien vive en Irlanda ya hablé en su día. Y ahora me toca ver las cosas desde el otro lado del Canal de la Mancha. Aquí ya no nos toca correr del supermercado a casa porque la leche sea fresca y se enrancie sólo con mirarla (en serio, lo de que la leche se pusiera mala antes de fecha llegó a ser asunto de Estado). La leche que compramos ahora es de la que aguanta meses fuera del frigorífico (siempre que no la abras) y compite con la Maizena por ver quién va a caducar más tarde.


Tomate frito


En Irlanda lo había de dos tipos: o triturado y totalmente distinto a lo que yo había probado hasta la fecha o directamente ketchup. Bueno, pues aquí no tengo ese problema. Y poco más puedo decir al respecto.


Canónigos


Cierto es que este vegetal fue una rara avis durante mi infancia y adolescencia. No obstante, disfruté de su ingesta las pocas veces que llegó a mi plato, y no recuerdo haberlo visto en supermercados dublineses. No había canónigos pero sí que había bolsas de ensaladas varias, aclaro. Salvo aquella vez que, por un tema de climatología o algo así, el Tesco al que me acercaba durante mis descansos del curro mostró las baldas correspondientes desiertas como un mitin de Ciudadanos, junto con un cartel explicativo que rezaba que debido a movidas en Europa no habían podido recibir existencias.

Es lo que tiene ser una isla con poco que exportar y mucho que importar. Aprovecho para saludar a Gran Bretaña y a su quinto primer ministro desde que se aprobó el Brexit.


Patatas sabor paprika


Creo que a estas alturas ya se ha dicho todo lo que se podía decir acerca de lo patateros que son los irlandeses. Y creo que hasta yo he llegado a dejar caer en este blog que la aerolínea del país llegó a ofertar en su menú el sandwich de patatas fritas de bolsa calificándolo como an Irish classic.

Sí, le podéis preguntar a cualquier irlandés si lo de jalarse patatas fritas de bolsa en pan de molde es algo habitual y os responderán con toda naturalidad (o incluso con algo de nostalgia, pues semejante guarrada constituye el desayuno de muchos niños y adolescentes) que yes.

Teniendo en cuenta esto, pensaréis que el país contará con una variedad de sabores interminable, ¿no?

1. Sal y vinagre.

2. Queso y cebolla.

Y eso es todo. Dos modalidades ante las que nunca podía decidirme porque no me quedaba claro cuál me iba a dejar peor aliento. Existía una tercera opción disponible en una de las tiendas del aeropuerto de Dublín: patatas con sabor a cóctel de gambas. Pero de ésas mejor ni hablar, hacedme caso.


Yogur con cerealitos


Véase esta entrada tan graciosa que escribí hace más de un año.


Hojuelas


He de reconocer que no me esperaba encontrarme este producto aquí, pero parece ser que para algunas delicias no existen fronteras en la Europa continental (y yo que me alegro). Al igual que sucede en España, salen a la venta en las fechas previas a la Cuaresma, y cada año entra un paquete en mi casa religiosamente (nunca mejor dicho). A riesgo de repetirme (pues no me apetece revisar entradas pasadas para confirmar si ya conté esto, aunque juraría que sí), os diré que el dentista al que iba de niño siempre las ofrecía a sus pacientes, y aunque por entonces me pareciese todo un detalle, ahora que lo pienso, que un dentista reparta comida TAN azucarada no deja de ser irónico. Como si un chapista te invitase a whisky.

Sí, el paquete está casi vacío porque soy un carpanta

Torreznos


Me dolió (y me duele) en el alma tener que dejar atrás el Irish breakfast, pues la promesa de que cada sábado o domingo fuese a meterme uno entre pecho y espalda era lo que me hacía salir de la cama cada mañana de lunes a viernes. El sustituto (por así decirlo) al que recurrimos aquí los domingos es el plato de huevos fritos con bacon (sí, como el que nos jalamos justo después de votar en aquella ocasión), que le deja a uno con ganas de más, pero a falta de pan...

Es habitual coronar los huevos con un poco de cebollino, y como mi novia y yo somos muy de cerdear, le añadimos unos pocos torreznos porque sólo se vive una vez.

Y no somos los únicos en esta casa con esa filosofía. Mirad:


En serio, mirad que dos yonkis de lo porcino, por favor:


Y ahora, la minianécdota.

No sé cuán mantequilleros sois vosotros, pero yo he de reconocer que muy poco. Sólo uso dicho derivado de la leche cuando preparo puré de patatas, cruasanes a la plancha, masa de croquetas o empanada. O si tengo que cocinar algún postre. Pero si tenemos en cuenta que mi novia y yo comemos fuera de casa prácticamente a diario y que mi falta de vida social se encarga de que apenas tenga que encender el horno, puedo contar con los dedos de una mano el número de veces al mes que tiro de mantequilla.

Por ello no es de extrañar que tarrinas con más de la mitad de contenido y la fecha de caducidad pasadísima se tengan que ir a la basura, algo que detesto porque, al igual que le ocurre al personaje de Mary Quinn en Derry Girls (una serie que, si no habéis visto ya, NO SÉ A QUÉ ESTÁIS ESPERANDO) con una lavadora a media carga, tirar comida va en contra de mis principios.

Pues bien, la solución a este problema pareció llegar a los pocos días de nuestro aterrizaje en tierras austriacas. Durante una de nuestras incursiones al supermercado de turno, y mientras echaba un ojo a las mantequillas, descubrí entre éstas unos paquetitos muy cuquis, con el tamaño de, digamos... la cabeza de una rata (no me juzguéis, que estoy escribiendo esta entrada del tirón y mis neuronas empiezan a quedarse por el camino), y a un precio irrisorio (unos veinte céntimos la unidad, me parece). Germ, se llamaban.

Y yo pensé: "llámate como quieras, pero te vienes conmigo porque me vienes de lujo".

Poco más tarde, mientras me disponía a preparar una de las cinco cosas que he enumerado hace un par de párrafos, eché mano del diminuto Germ, lo abrí y... ¿qué coño? ¿Por qué aquella mantequilla tenía un color grisáceo y una consistencia tan rara?

Pues porque, tal y como aprendí en ese momento, "Germ" significa "levadura".

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lunes, 24 de octubre de 2022

Bajo el polvo 5. Que yo no fui a EGB; que fui a Primaria

Cinco meses sin pisar por aquí. Qué vergüenza. Y ahora es cuando yo os tengo que decir que ha sido porque he estado muy liado y enumero actividades justificando mi afirmación, pero en su lugar no voy a decir nada al respecto porque es posible que dichas actividades me den para varias entradas. Además, se me viene encima un proyecto que, con lo que me gusta estirar el chicle, puede que colonice este blog durante todo el año que viene. No obstante, y sabiendo lo bien que se me da dejar las cosas a medias, no voy a prometer nada y en vez de eso os voy a dejar pensando "¿de qué cojones has estado hablando desde el principio de esta entrada?".

Lo que sí que voy a hacer es ir finiquitando aquello que empecé tiempo ha. Por ello, retomo la serie en la que os hablo de mierda que rescaté de mi habitación haciendo limpieza y, al igual que en la anterior entrada (la cual escribí HACE MÁS DE UN AÑO. En serio, qué puta vergüenza), hoy van a caer otros cinco objetos relacionados con mi etapa estudiantil. Como por ejemplo...

Este tetraedro rotativo



Guao. Ésta no la habéis visto venir, ¿eh? De todas formas, no quiero tirarme flores, que he tenido que buscar en Google cómo se llama el cachivache porque no me acordaba. Para explicar qué pinta eso en mi habitación tengo que remontarme a cuarto de ESO.

Resulta que cuando rellené la matrícula de dicho curso elegí Informática como asignatura optativa (pues el año anterior me lo había pasado en grande cursándola). Sin embargo, debido a un problema de falta de plazas, de personal o yo qué sé, la secretaria del instituto me comunicó que podía ir arrojando mi gozo a un pozo y que eligiese otra materia en su lugar, sugiriéndome la de Taller de Matemáticas. Y yo, que sabía que aquella disciplina estaba dirigida a los alumnos más zotes en eso de hacer cuentas (y a mí aún se me daban bien las mates, tal y como expliqué brevemente en su día justo antes de hablar de mi lámpara de lava), pregunté si aquello era una broma.

Se me invitó entonces a discutirlo con el jefe del departamento, y éste me explicó amablemente (explicación que tuvo que dar a otros seis o siete alumnos que se encontraban en las mismas, por otra parte) que aquel curso el contenido de la asignatura buscaría estimular al Euclides que algunos teníamos dentro en lugar de machacar con ejercicios a quienes se les atascaba la tabla del cuatro. Y así fue. La profesora proponía problemas interesantes de pensamiento lateral, como ése de la oveja, el lobo y la lechuga cruzando un río que nunca he logrado resolver. O uno de un usurero. No recuerdo muy bien en qué consistía porque mi memoria guarda en su lugar los tres minutos de carcajadas que me dedicó la funcionaria cuando le confesé que siempre había pensado que un usurero es alguien que rebusca en los contenedores. Pero bueno, os podéis hacer una idea de en qué consistió aquello.

También había días en los que la clase se convertía en un Art Attack matemático. Por ejemplo, el día que nos tocó hacer un pentominó (actividad que me fascinó porque yo soy muy rarito). Otra manualidad, y por fin llego a donde quería, fue la consistente en elaborar el trasto de la foto. La gracia del chisme está en que, si uno aprieta el centro del mismo, es posible hacer que gire sobre sí mismo una y otra vez. Si, además, se ha dedicado tiempo a colorearlo detalladamente, el efecto visual es mu bonico, pero a mí me dio una pereza horrible y no me lo curré mucho. A la vista está. Al menos la profe no me dio la turra como a mi compañero, a quien sugirió de forma ligeramente insistente y algo perturbadora que decorase su tetraedro usando un patrón de ojos porque los suyos eran muy bonitos. Muy bonitos. Muy muy bonitos.

No llaméis a la policía, joder, que tampoco fue para tanto.

Este souvenir



Villamanín de la Tercia es un pueblecito del norte de León que se ha quedado prácticamente sin agua desde que en dos mil dos Francisco Álvarez Cascos se emperrase en llevar el AVE a Asturias a toda prisa sin pararse a pensar demasiado en que hay que tener mucho cuidado cuando de ponerse a cavar túneles en una zona llena de acuíferos se trata.

Poco antes de que las diferentes administraciones dejasen la zona más seca que un polvorón, el pueblo contaba con, además de agua, un albergue que a día de hoy parece seguir abierto. Pues bien, yo tuve la suerte de alojarme en el lugar en dos ocasiones: una como atleta y otra como estudiante.

Como atleta estuve allí unos días junto con mis compañeros de un club deportivo multidisciplinar, siguiendo un "programa de tecnificación" que consistió en matarnos a correr por la montaña mañana y tarde y en hacer el tonto por las noches llevando a cabo actividades que reforzasen el compañerismo y el espíritu de equipo y tal. Por ejemplo, intercambiando género y ropas con una baloncestista y llevándome una ovación ante mi cuidado maquillaje y lo bien que le quedaron al pelo ligeramente largo que tenía entonces las dos coletitas que me plantaron las del equipo.

Como estudiante, y siguiendo un proyecto que se llamaba "aulas en la naturaleza" o algo por el estilo, también pasé por allí (no recuerdo si antes o después de lo del atletismo). Y en esta ocasión lo que hicimos fue pegarnos caminatas interminables pero muy enriquecedoras culturalmente porque nos acompañaron una bióloga y un geólogo que nos contaron un huevo de cosas que ya se me han olvidado (excepto que "cinegético" significa "relativo a la caza"). Esta estancia tampoco estuvo exenta de actividades chorras vespertinas. En una ocasión tuve que interpretar a Blasa, el personaje de José Mota (arrancando muchos aplausos y risas del resto de alumnos) y, cuando se nos encomendó dividirnos en grupitos, investigar algo acerca del pueblo y contarlo después de forma interesante, otros dos chicos de mi clase y yo hurgamos cual usureros pordioseros en los contenedores cercanos al ayuntamiento y relatamos lo encontrado (papeles con información irrelevante, más que otra cosa), entre más risas y aplausos, haciéndonos pasar por los presentadores de Caiga Quien Caiga. Y yo hice del Gran Wyoming.

Sí, en aquel albergue quedó constancia de lo payaso que soy.

Ah, y lo del souvenir. Pues nada, que tuve que ir a la única tienda del pueblo para comprar una jabonera en la que guardar la pastilla de jabón de azufre que usaba entonces para intentar acabar con el acné que invadía mi cara (spoiler alert: no funcionó), y el jarroncillo de la foto se vino conmigo también porque me pareció muy cuqui. No tiene más misterio.

Esta cadena



Terminado el instituto, y tras ver cómo amigos míos que me sacaban un año escolar de ventaja se habían vuelto literalmente gilipollas al empezar la Universidad y tenérselo muy creído (el Síndrome de los techos altos, llamo a eso), decidí que tiraría por la Formación Profesional y estudiaría un ciclo relacionado con la Informática. El centro donde se impartía el mismo se encontraba en Parquesol, y a quienes no conozcáis este barrio vallisoletano os diré que el mismo se erige en lo alto de un cerro (un cerro es como una montaña que en vez de pico tiene la cima plana como el encefalograma de Alfonso Ussía) en la zona oeste de la ciudad. A pesar de haber sufrido la misma vorágine urbanística que todas las poblaciones del país en los últimos treinta años, las laderas que dan acceso a la barriada se han librado en gran parte del ladrillo y el cemento, por lo que cuenta con grandes parques y zonas verdes (y algún que otro secarral) en cuesta o en pendiente, según se mire.

El instituto en el que yo estaba aprendiendo a programar se hallaba en los límites del barrio, y para acceder al mismo me tocaba cruzar uno de estos parques cada amanecer. El paseo se antojaba bucólico, pero por desgracia la zona sufría dos plagas de diferentes animales por aquella época: una de conejos y otra de nazis. Si bien es cierto que el ser sorprendido por algún que otro lepórido correteando entre matojos me alegraba la mañana, la idea de cruzarme con un grupo de anormales dispuestos a grabarme una esvástica a navaja no me hacía ni puta gracia. Que a ver, en una situación de las de fight-or-flight yo soy de los de flight como alma que lleva el diablo, pero como nunca se sabe cuando va a ser inevitable lo del fight, pues me acerqué a una ferretería del centro, localicé los rollos de cadenas, calculé delante del atónito ferretero cuánto tendría que medir la misma si de zarandearla a la altura de la cintura se tratase y le solté un "corta por aquí" mientras señalaba el eslabón correspondiente.

Por suerte nunca me vi en la fea situación de tener que usar aquella cadena, y las únicas víctimas de la misma fueron los bolsillos del pantalón en los que la llevaba, para disgusto de mi madre, que atestiguaba cómo irremediablemente se daban de sí y así me lo hacía ver prácticamente a diario.

Esta biblia



Vale que el simple hecho de relacionar religión y enseñanza me parece repugnante; pero esperad, que la historia tiene girito. Resulta que una de aquellas mañanas libres de nazis, a mi llegada al centro donde me estaban enseñando a programar en Java y a diseñar bases de datos en el modelo relacional (no sé si esto que acabo de decir tiene sentido o es una burrada porque no me acuerdo muy bien de aquel temario), me topé con dos hombres que, armados con una enorme caja repleta de ejemplares de las Sagradas Escrituras, entregaban un librito como el de la foto a todo aquel joven dispuesto a aceptarlo, por el módico precio de cero euros.

Y a mí no hay que insistirme mucho cuando se me quiere dar algo gratis, todo sea dicho.

Además de quien escribe estas líneas, fueron muchos los estudiantes de ESO, Bachillerato y FP los que recibieron el presente y se dirigieron con él metido en el bolsillo a sus correspondientes aulas, dejando a los dos evangelizadores con las manos vacías en un santiamén. Sin embargo, lo que se produjo más tarde aquel día no fue precisamente la deseada catequización que buscaban. Esperad, que me explico.

Visualizad por un momento el conocidísimo concepto: "pelea de bolas de nieve". ¿Listo? Bien, ahora haced lo mismo con la idea "pelea de globos de agua". Lo veis, ¿no? Estupendo. Pues ahora extrapolad lo anterior y representad en vuestra mente lo siguiente:

"Pelea de biblias".

Al final no me toca explicarme mucho, ¿verdad? Sólo diré que pasar aquel recreo contemplando a decenas de jóvenes comportándose como si el patio del centro fuese Belfast en los setenta, usando como munición la Palabra de Dios, fue tan épico como blasfemo. Os lo juro.

Aunque lo mejor fue el fraternal fin de jornada que tuvo lugar después, pues los mismos estudiantes que horas antes habían estado peleando a bibliazo limpio celebraron un desfile por los pasillos del insti lleno de alegría, risas y mucho, mucho, MUCHO confeti que os podéis imaginar de dónde salió.

Estas gafas



Terminé mis estudios de FP al mismo tiempo que la crisis financiera de 2008 nos pasaba la mano por la cara a todos los que no salimos en la lista Forbes. Viendo que encontrar trabajo no ya de lo mío, sino de lo que fuese resultaría quimérico, me metí en la Universidad. Por un lado, hice todo lo posible por no creérmelo demasiado, so pena de acabar como mis antiguos compañeros de instituto y, por otro lado, no hice lo suficiente como para aprobar el porrón de asignaturas que me permitiesen fardar de ingeniería. Así que no, no terminé la carrera. Además, harto de arrastrar las mismas materias año tras año y con el Plan Bolonia pisándome los talones y amenazando con poner mi currículo patas arriba, acabé largándome a Irlanda para buscarme la vida y la jugada no me salió tan mal.

De mi etapa universitaria guardo un par de buenos recuerdos. Uno de ellos, que viene al caso, consistió en participar en un concurso de programación en Madrid para el que tuve que clasificarme compitiendo contra compañeros de mi facultad. Tras pasar la tarde de un viernes resolviendo ejercicios, obtuve un segundo puesto que me otorgaba un billete de tren a la capital del Reino y dos noches pagadas en una habitación de hotel de la calle Princesa. En la primera noche tuvo lugar una cena a la que invitaron a todos los participantes a aquella fase internacional y durante la que los de la Universidad de Valladolid no hicimos ni puto caso a nadie y dimos cuenta rapidito de los platos para acto seguido largarnos de fiesta a los Bajos de Argüelles.

A la mañana siguiente, mi amigo (que había quedado primero en la fase local porque es un hacha picando código) y yo nos entretuvimos más de la cuenta durante el desayuno, empeñados en probar TODOS los diferentes cafés de la Nespresso del hotel, por lo que tuvimos que ir por nuestra cuenta a la Facultad de Informática portando sendas taquicardias fruto de la sobredosis cafetera. Aquella jornada nos tocó aguantar varias conferencias, a cuál más aburrida, pero al menos nos regalaron parafernalia variada, incluidas esas gafas horteras.

El concurso en sí tuvo lugar durante la tercera y última jornada. Los tres miembros de mi equipo nos tiramos todo el día peleándonos con los veintipico problemas propuestos, y sólo fuimos capaces de resolver uno, mientras contemplábamos con impotencia a los de la Pompeu Fabra ventilándoselos con una facilidad asquerosa y llevándose el torneo de calle.

Así que la moraleja está clara, ¿no? Lo importante no es ganar. Lo importante es llevarse cosas gratis. Venga, hasta otra.

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viernes, 6 de mayo de 2022

Bajo el sol en febrero. Epílogo

Acabemos con esto, que ya toca.

Al final de mi anterior entrada dejé plantado el cliffhanger más cutre jamás visto, pues el tarugo que escribe estas líneas no sólo olvidó su ebook en el asiento del avión, sino que pensó que de su proceso de recuperación se podría sacar un post entero que sirviese como colofón a una serie que ha resultado, seamos sinceros, bastante mediocre (y yo que me alegro, considerando que mis mejores entradas suelen ser aquéllas en las que cuento desgracias y en esta ocasión no ha sido así).

Le he dado varias vueltas a dicho proceso, y la verdad es que todo lo que pasó no da para una entrada entera NI DE COÑA. Yo me esperaba enfrentarme a una odisea burocrática de ésas que te dejan con ganas de abandonar la civilización para siempre o de seguir los pasos de Unabomber, pero no fue así. Por ello voy a meter un pelín de paja antes, si os parece bien (y si os parece mal os jodéis, que nadie os obliga a ver esto). Hablemos de lectores de libros electrónicos.

Mentiría si dijese que compré mi primer ebook allá por dos mil diez. Más que nada porque quienes lo compraron fueron mis padres, ya que yo no tenía ni un duro por aquel entonces pero sí muchos caprichos. El aparato, un Wolder Mibuk Gamma 6.0 costaba ochenta eurazos en Carrefour pero gracias a un chequeahorro salió por veinte menos. Que lo sigo considerando una ganga, pues el mismo cacharro, meses y meses después, seguía ofertándose por doscientos tazos en El Corte Inglés. El aparato, además de serme útil para almacenar todos los apuntes de la carrera a los que no presté la atención necesaria y darme buenos ratos cuando de soportar viajes en los autobuses de Dublín se trataba (recuerdo haberme tragado toda la saga de la Fundación de Asimov y la trilogía de Heliconia de Brian Aldiss, entre otros, a bordo de aquellas tartanas infectas), constituía todo un ejemplo de cómo debe ser la tecnología y ya no es. Y es que una tapa trasera daba acceso a las tripas del bicho y permitía retirar su batería y una tarjeta SD en la que guardar los archivos. Vamos, un enemigo acérrimo de la obsolescencia programada.

Peeero... Podéis olvidar lo que acabo de decir. Hace menos de un año mi compañero electrónico empezó a mostrar signos de fatiga y, entre otros achaques, su imagen perdía nitidez si le daba el sol a la pantalla, lo cual arruinaba mis planes consistentes en tirarme al sol en las playas del sur de Granada en su compañía durante una semana ignorando todo a mi alrededor. Tuve que buscar un sustituto, y mi mejor amigo (que hasta la fecha sólo se ha equivocado en vaticinar la muerte de Constantino Romero) me recomendó el Kobo Clara de Rakuten. Todo un acierto. Vale que no tenía un teclado precioso que por otra parte nunca llegué a usar, y su forma de mostrar archivos era bastante farragosa, pero al menos contaba con luz propia y un refresco de páginas rapidísimo.

Mi viejo Wolder pasó entonces a habitar un cajón de la habitación en la que duermo cada vez que visito a mis padres, junto con otros objetos de los que aún tengo pendiente hablaros, y el recién llegado Kobo no tardó en incorporar en su memoria más libros de los que me voy a leer en mi vida.

Y entonces, recordemos, cuando el avión procedente de Dubai tomó tierra en Viena, yo me bajé del mismo y el ebook no.

Tardé bastante en ser consciente de mi olvido, pues la recogida de maletas y la carrera al tren que conectaba con la capital austriaca se produjeron a un ritmo algo trepidante. Fue una vez nos subimos al segundo tren, dispuestos a chuparnos las tres últimas horas de viaje, cuando eché mano a mi bolso y descubrí que tenía un lector de libros menos de lo habitual. Decidí entonces (tras cagarme en todo en voy alta y provocar que más de un viajero se girase sobresaltado) llamar al teléfono de Emirates correspondiente al aeropuerto vienés, pero allí no había nadie para descolgar, pues yo estaba intentando contactarles a última hora de la tarde y su horario de atención al público terminaba a mediodía (algo que, por otra parte, no vi reflejado en ningún sitio y deduje tras unos cuarenta minutos en los que mi novia y yo no dejamos de escuchar la estridente musiquita de espera desde nuestros respectivos terminales).

A la mañana siguiente, descansado y recuperado de la paliza viajera, volví a intentar lo de llamar a Emirates, y tras otros cuarenta minutos de espera en los que me dio tiempo a tender una lavadora y preparar la comida, di con una agente que me indicó, tras escuchar atentamente lo que me había pasado, que aquello no era problema suyo, y que tendría que contactar con la oficina de objetos perdidos del aeropuerto.

Tras agradecer la información obtenida (porque, y no me cansaré de decirlo, quienes vertéis vuestras frustraciones en el personal de atención al cliente sois unos miserables), accedí a la web de lost and found como se me había indicado: una página con una navegabilidad anclada en otro tiempo en el que la conexión a internet se hacía a través de módems de 56kbps. No teniendo muy claro que la información que se me presentaba fuese de fiar y temeroso de que aquel sitio web fuese en realidad un timo, localicé un teléfono de contacto al que llamé inmediatamente, recibiendo como respuesta una locución que me invitaba amablemente a volver a la fea web y tramitar mi solicitud desde allí.

Viendo que no me quedaría más remedio, rellené el formulario describiendo mi ebook lo mejor que podía recordar, especificando, entre otros detalles, que contaba con el libro American Gods, de Neil Gaiman, a medio leer (en la descripción no dije que dicho libro me estaba pareciendo UN TOSTÓN INFUMABLE porque no procedía, pero ganas me dieron).

Minutos después recibí un email en el que se me indicaba que, qué alegría, qué alboroto, otro perrito piloto, mi ebook se hallaba en sus manos y que sólo tenía que pagar el rescate y contactar con la empresa de transportes de turno si quería recuperarlo.

Alternativamente, tenía la opción de plantarme en el aeropuerto y recogerlo yo mismo, pero ni el horario de la oficina de objetos perdidos me cuadraba, ni el precio del billete de tren a Viena me salía rentable. Mantuve entonces dos líneas de comunicación por correo electrónico con los de lost and found y la empresa de transportes en las que, básicamente, me dediqué a enviar justificantes de pago (no sin cierto mosqueo porque aquello me seguía pareciendo un timo) y procedí a esperar los dos o tres días laborables que supuestamente tardarían en enviármelo.

Al final, y sin que sirva de precedente en esta mi vida de hombre blanco heterosexual que no tiene problemas y necesita inventárselos, un repartidor se presentó en mi casa con una caja en cuyo interior había viajado el lector:

Sí, lo sé. Tengo que limpiar la mesa

Éste venía con la retroiluminación a tope y la batería casi descargada, lo cual provocó que me mosquease, y me da la impresión de que desde entonces se queda sin pilas antes de lo normal, pero lo más seguro es que esta idea se deba a mi imaginación de drama queen. Lo importante es que hayáis sacado una lección de todo esto. Yo, desde luego que no he aprendido nada, pues hace poco volví a subirme a un avión y en esta nueva ocasión me olvidé un termo de metal que me regalaron en mi primer día de curro. Pero no voy a contar nada más al respecto porque me dio igual.

Y hasta aquí mi viaje a Dubai. Yo ahora podría meter una conclusión de la hostia reflexionando acerca de geopolítica, derechos humanos y demás, pero no lo voy a hacer. Primero, porque internet ya está saturadísimo de esa clase de contenidos, y no tengo nada nuevo que añadir. Y en segundo lugar, porque no veáis qué pereza sólo pensar en ello.

Así que hasta otra, supongo.

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viernes, 29 de abril de 2022

Bajo el sol en febrero. Capítulo 8

No voy a empezar esta entrada hablando de lo que soñé durante la última noche que pasé en Dubai. Y es que ni lo recuerdo, ni tomé nota de ello. De hecho, no tomé notas en absoluto y me toca confiar en mi escasa memoria para echarme a escribir. Teniendo en cuenta que todo lo que estoy a punto de contaros ocurrió hace ya dos meses y que apenas saqué fotos durante la jornada, se avecina un post breve, para alivio de todos.

Aunque lo más adecuado habría sido no usar despertador (pues la paliza en la Expo del día anterior pedía a gritos dormir en condiciones), el hecho de que el avión, pese a partir a primera hora de la tarde, no iba a esperar por nosotros, hizo que no nos quedase más remedio que salir bien temprano de la cama. Para ayudarnos a enfrentarnos a la mañana con más ganas, bajamos al mcdondalds en el que prácticamente se sabían mi nombre y recurrimos a su grasienta (aunque deliciosa) opción en lo que a primera comida del día se trata.

Tras dar cuenta de huevos, bacon, hashbrowns y demás (y recoger las bandejas porque vivimos en una sociedad), aprovechamos la cercanía de una tienda Mumuso para terminar de comprar mierdas que habíamos localizado en incursiones previas a dicho establecimiento pero que no nos habíamos atrevido a adquirir por miedo a la sobrecarga maletil. Yo me compré este cojín tan mono:


Otra cosa que hicimos fue deleitarnos con la decoración de dudoso gusto que había en la zona:

Esta foto la hizo mi novia. No pensaba incluirla, pero la entrada va a camino de ser insultantemente breve y tengo que rellenar con algo

Una vez de vuelta en el apartamento procedimos a empaquetar nuestras pertenencias y toda la morralla adquirida durante la semana (os recuerdo que, entre otros objetos, me pillé un órgano Yamaha). Viendo que aún contábamos con un par de horas previas a la vorágine que supone viajar en avión, fuimos a la cercana playa, donde pasamos media hora tumbados al sol para callar a quienes me dijeron al enterarse de mi viaje "sI VAs a Ir a DUbAi TiENeS qUE iR a LA plAyA A tOmAR eL sOL". Lo que no hicimos fue bañarnos, pues la zona reservada a bañistas constituía tan sólo una minúscula cala dentro de un pequeño golfo en un rincón de la costa.

No sé si me he explicado, pero lo que quiero decir es que el agua no podía tener más mierda.

Viendo que se acercaba la hora de decir adiós a Dubai para siempre, abandonamos la playita, nos pegamos una ducha rápida y bajamos a buscar el taxi más cercano disponible (no sé por qué, pero lo de llamar a un taxi siempre me ha dado cosica. Por cierto, tengo pendiente hablar de taxis en general. Que no se me olvide). El taxista nos acercó al aeropuerto y aquí nos tocó hacer una cola importante para poder facturar las maletas. Facturarlas nosotros, ojo, porque Emirates se ha ventilado a casi todo su personal de tierra y ahora es uno mismo el que tiene que encargarse de pesar su maleta, colocarle pegatinas y echarla a la cinta transportadora. ¿Os cuesta a vosotros menos el billete desde que las aerolíneas se ahorran un pastizal con detalles así? A mí tampoco.

Tras trabajar gratis para Emirates durante unos minutos pasamos el control de seguridad, en el cual no pude evitar acojonarme un poquito porque mi pasaporte estaba dando problemas para ser leído, y el agente encargado de darme el visto bueno no estaba por la labor de contarme lo que pasaba mientras revisaba en su ordenador Alá sabe qué. Pero bueno, al final todo salió bien y mi novia y yo pudimos felizmente encaminarnos al trenecito que nos llevaría a las puertas de embarque.

Llegados a dicha zona, y aprovechando que las escaleras mecánicas no se acababan nunca, saqué una foto del interior de la nave para mostrar lo enorme del lugar, pero la verdad es que la foto no hace justicia a lo que estoy defendiendo. La voy a poner aquí igualmente:


La hora de embarcar se acercaba, y de camino a la propia puerta nos tocó cruzar por varios duty free porque los que diseñan aeropuertos son unos coyotes, oye. Que te obligan a pasar por según qué sitios para que te gastes pasta y siempre hay algún primo que no puede evitar comprarse la última gilipollez comercializada por Kinder:


Al final nos plantamos en la puerta en el momento justo de subir al avión, y mientras nos leían las tarjetas de embarque descubrí que las sillas allí presentes tenían pinta de ser muy cómodas:

Y yo perdiendo el tiempo comprándome puñeteras huchitas

Por cierto, en la entrada en la que hablaba de nuestra llegada a Dubai comenté que el avión era monstruoso, y si necesitáis una prueba, os pongo una foto de los TRES pasillos desplegados para acceder al mismo:

No pasa nada si al ver la foto os preguntáis que dónde coño está el tercer pasillo, si sólo se ven dos. A mí me acaba de pasar, demostrando lo tonto que soy al no darme cuenta de que hice la foto desde el tercer pasillo. En fin, estoy cansado

Una vez metidos en el aparato y ocupados nuestros sitios, recordé el vuelo de ida y mi alegría al descubrir que no tenía a nadie detrás que me diese patadas (alegría que me duró lo que tardó la miserable de delante en echar su respaldo hacia atrás). En esta ocasión, también fui feliz durante unos minutos, pues nuestros sitios eran los primeros de la fila y no teníamos a nadie delante dispuesto a joderme reclinando su asiento. Peeero... Lo habéis adivinado: un criajo colocado detrás de mí se pasó todo el vuelo echando un partidito de fútbol con mi asiento.

Y no fue la única criatura que dio por saco. Os juro que ni me lo estoy inventando ni exagero: en las seis horas que duró el viaje no hubo ni un segundo en el que no se oyese a niños gritando o llorando. Semejante coro hizo que entre el despegue y el aterrizaje me entrasen unas ganas cada vez más intensas de emular a Arnold Schwarzenegger en Poli de guardería. A pesar de todo, mi cerebro logró filtrar el estruendo de fondo y pude echar una cabezada de un par de minutos, que fue el tiempo que tardó una mocosa que corría frente a nuestros sitios en despertarme de una patada.

Afortunadamente, nos sirvieron la comida poco después, y antes de echarle el tenedor saqué la foto de rigor para meter algo más de paja por aquí:


Tras comer, y una vez recogidas las bandejas, pasé el resto del tiempo intentando ignorar mi dolor de espalda, escuchando podcasts descargados y tratando de hacer una foto de algo que me parecía curioso: en la pantalla situada ante nosotros, cada cierto rato aparecía una imagen mostrando en qué dirección con respecto al avión se encontraba La Meca, para que quien quisiera rezase y tal. Sin embargo, cada vez que sacaba mi móvil la imagen cambiaba, por lo que esto es lo mejor que pude obtener:

Es lo que hay

A falta de un par de horas para nuestro aterrizaje en Viena nos dieron la merienda:


Una vez encafetado, y consciente de que me iba a pasar el resto del vuelo en vela, traté de leer un rato, pero me resultaba imposible concentrarme en mitad del barullo que estaba teniendo lugar en aquel jardín de infancia con alas. Por ello, lo di por imposible, coloqué mi ebook sobre el asiento a mi derecha (que estaba vacío, aclaro) y dediqué el tiempo restante a oír música.

Aterrizó el avión, salimos del mismo, cruzamos el control de seguridad (en el que dio igual haber elegido la cola de ciudadanos de la Unión Europea o la del resto de pasaportes, pues todas van siempre igual de lentas) y aguardamos pacientemente a que se nos hiciese entrega de las maletas. Mientras esperábamos, desarrollé una teoría absurda: el tiempo que se tarda en ver la maleta propia aparecer en la cinta es directamente proporcional al miedo que se siente al pensar que la han perdido. De todas formas, el ver que la zona sigue llena de gente esperando para lo mismo sirve para darse cuenta de que estamos todos en el mismo barco y la maleta terminará saliendo sí o sí.

No quiero con esto protestar contra el personal maletero, que bastante tienen con pasarse la jornada cargando bultos de otros. Y si a alguien le parece que el tiempo de espera es excesivo, la culpa es que quienes deciden no contratar a suficiente gente.

En fin, una vez nos hicimos con nuestras pertenencias, fuimos a la estación del aeropuerto. Desde aquí, un tren nos llevó a Viena, y fue en la capital austriaca donde hicimos el transbordo que nos dejó, pasadas tres horas, en nuestro destino (y creo que nos colamos en primera clase, pero nadie nos echó la bronca, por lo que no sé si en realidad los asientos eran demasiado cómodos y yo no estoy acostumbrado a viajar en un medio de transporte que no me haga daño).

Ya de vuelta en nuestro destino, caminamos a nuestro pisazo arrastrando las maletas, y como colofón a este día que empezó bien y fue evolucionando hacia cada vez peor fuimos bienvenidos por el siguiente cartelito de los cojones:

Alcensol aberiado, que dirían los de Gomaespuma

Podría terminar aquí esta serie, dejando que imaginéis entre risas cómo mi novia y yo nos dirigimos, maletas en ristre, y tras chuparnos horas y horas de viaje, escaleras arriba hasta el sexto piso. No obstante, queda un pequeño detalle en el aire...

Al describir mi mierda de vuelo he dejado caer que en cierto momento del mismo deposité mi ebook a un lado. ¿Os suena haber leído que después lo recogí? No, ¿verdad? Bueno, pues en la próxima entrada os cuento.

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