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fuente: twitter
Don Arturo me comprende |
La historia que os voy a contar hoy se divide en dos actos. El primero tuvo lugar en Valladolid el veintiuno de septiembre de mil quinientos sesenta y uno (21-09-1561 para los vagos). Aunque yo no estuve allí para confirmarlo, un zócalo de azulejos mu bonico existente en el pucelano Palacio de Pimentel describe un incendio DE LA HOSTIA que arrasó el centro de la ciudad aquel día. Tal incendio fue tan importante y marcó tanto a los vallisoletanos que dio lugar a dos leyendas tan falsas como una exclusiva de Okdiario pero que siguen siendo creídas a día de hoy: la primera es que las fiestas vallisoletanas cambiaron de fecha para conmemorar la tragedia, y la segunda es que el escudo de la ciudad posee unas llamas que hacen alusión al tema.
Pues no, y no. Las fiestas llevan cambiando la época en la que tienen lugar desde la Edad Media. Las hubo en agosto (y no iba ni Dios, pues todos los campesinos estaban trabajando en el campo), las hubo en octubre (y tampoco iba ni Dios, ya que el tiempo empezaba a ser una mierda), y acabaron por celebrarse en torno al 21 porque es cuando mejor tiempo hace (hasta que el anterior alcalde, esa bellísima persona (creo que ya puse este enlace en otra entrada, pero MEDAIWÁ), decidió adelantarlas dos semanas para así
Leyendas aparte, y como apunte para que aprendáis algo, otro elemento del escudo vallisoletano que lo caracteriza es la Cruz Laureada de San Fernando, un detalle que tuvo el Caudillo con el Club de Fans de Francisco Franco de Valladolid. Y es que la gente del CFFFV estuvo muy a tope con el grupo de Paquito durante su gira nacional 1936-1939. Así que Franco dijo "tomad, laureles en vuestro escudo por ser unos franquistas cojonudos". Y así hasta hoy, fíjate.
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fuente: google maps
El escudo y tal, visto desde el aire. Si os parece cutre que tire de capturas de Google Maps para ilustrar esta entrada, os voy avisando de que ésta no va a ser la última |
Pero bueno, voy a dejar de meterme en política para pasar a narraros el segundo acto de esta historia, el cual coprotagonicé con mi amigo Gabriel y tuvo lugar en la misma capital vallisoletana (aunque del otro lado del Pisuerga, en el pijo barrio de Parquesol), casi medio milenio después, una calurosa tarde de agosto.
Como era habitual durante nuestra adolescencia, la falta de dinero y el exceso de tiempo libre que nos otorgaban las vacaciones de verano propiciaban el clima perfecto para que yo ahora pudiese escribir una o varias entradas relatando anécdotas de por aquel entonces, pues Gabriel y yo éramos unos hijos de puta de cuidado y no había día que no liásemos alguna (para que os hagáis una idea, la madre de Gabriel nos dijo en una ocasión, a pocos días de que acabase el periodo estival: "hay que ver lo que van a descansar los vecinos cuando ya no andéis por aquí"), y no descarto que en el futuro muchas de ellas acaben plasmadas en este blog. Pero centrémonos.
Yo le había enseñado a Gabriel que una bengala de las grises de cumpleaños que echan chispitas inocentemente (bueno, o no, pues recuerdo que de pequeño jodí un microscopio por prender una de éstas e intentar ver su luz aumentada doscientas veces. Pero eso es otra historia), tras ser encendida y arrojada a lo lejos en mitad de la noche, constituía un espectáculo QUE TE CAGAS tanto en su luminoso vuelo como al estrellarse contra el asfalto. Vamos, que nos habíamos tirado toda la hora de la cena lanzando bengalitas como gilipollas al pie del bloque de pisos de Parquesol en el que vivía mi amigo.
Al día siguiente, Gabriel quiso llevar el espectáculo descubierto la noche anterior al más difícil todavía: sirviéndose de un poco de celo, había unido cinco bengalas, y aquel casero artefacto, además de un mechero Bic, se hallaba a buen recaudo en uno de los bolsillos de su pantalón de chándal a la espera de volar incandescente por los aires. En el otro bolsillo reposaba felizmente un yoyó granate modelo Firestorm de Bandai que poco después daría un giro interesante a la historia.
Gabriel, amén de muy impresionable, era todo un cagaprisas, y la idea de tener que esperar varias horas a la caída del Sol para llevar a cabo aquella performance de La Fura del Baus en miniatura se le antojaba impensable. Por ello, aprovechando la enorme extensión del descampado en pendiente que se extendía ante nosotros de camino al Carrefour al que nos dirigíamos para perder el tiempo y refugiarnos del calor, echó mano del manojo de bengalas y del mechero, prendió aquél con éste y, mientras cogía un poco de carrerilla, dijo:
—Veréis (no lo dijo en plural porque me hablase de vos, sino porque su hermano pequeño también estaba allí).
Pero no vimos nada, joder. ¿En qué cabeza cabe que encender bengalas a las cinco de la tarde en agosto vaya a dar el más mínimo espectáculo, con aquel solazo? Tras el lanzamiento, sólo pudimos contemplar a duras penas un puntito de luz que destacó una mierda contra el azul del cielo y desapareció enseguida entre la maleza del descampado.
Esperad, que os pongo un mapa editado con prisas para que os hagáis una idea de la jugada:
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fuente: google maps
Os lo advertí. La entrada de hoy venía cutre a nivel multimedia. Pero se entiende, ¿no? |
Tras unos segundos en los que tratamos de reponernos del fiasco, y ya dispuestos a cruzar aquel descampado (os recuerdo, en pendiente) con destino al hipermercado gabacho, eché la mirada en dirección al lugar del impacto bengalil y aprecié que aquel área brillaba mucho, como si allí hubiese un objeto metálico. Pero, como os estaréis imaginando, ni metal ni hostias. Lo que había era un estupendo fuego fruto de las bengalas pegadas con celo y arrojadas por Gabriel que acababa de nacer y que había venido al mundo con un hambre considerable, pues estaba devorando las hierbas secas a un ritmo más que alarmante.
Y ahora es cuando vosotros diréis: "¿a quién se le ocurre lanzar bengalas encendidas en medio de un secarral?" PUES A NOSOTROS, JODER. A NOSOTROS. Pero en aquel instante, siendo testigos de la que estaba a punto de armarse, no andábamos como para atender al juicio que los lectores de este blog íbais a hacer años después, coño.
Cuando tiene lugar un incendio, lo habitual y sensato es que todos los animales del lugar (seres humanos incluidos) huyan como quien se espanta avispas del culo. Lo habéis visto en los documentales, lo habéis visto en las noticias y lo habeís visto en Bambi. Pero Gabriel y yo (o al menos nuestra versión adolescente) teníamos poco o nada de sensato, por lo que nos lanzamos pendiente abajo en dirección a las llamas. Su hermano no. Su hermano se quedó en el sitio incapaz de reaccionar o articular palabra sin que hubiese nadie cerca para darle un guantazo y sacarle de su estado catatónico como hacen en las películas.
A los pocos metros de aquella alocada "I Carrera Popular Todos Contra el Fuego" en la que sólo estábamos participando Gabriel y yo, mi compañero se paró en seco. Y no me hizo falta girarme para conocer el motivo, pues sus gritos fueron bastante explicativos:
—¡Mierda! ¡Que se me ha caído el yoyó!
El panorama se antojaba de lo más chachi: cual extraña alineación planetaria en medio del descampado, un inmóvil planeta de hielo a lo lejos, otro rotando entre las pajas en busca de un puto yoyó de Bandai y un tercero en trayectoria de colisión directa contra un sol que no paraba de crecer y engullir todo lo que pillaba a su paso. Llegué al área del fuego y me puse a pisotear las llamas como si fuese Joaquín Cortés sufriendo una descarga eléctrica, cada vez más convencido de que el periódico El Norte de Castilla nos dedicaría un hueco entre sus páginas al día siguiente.
Por si fuera poco, el mismo viento de levante del que hablaba Trillo cuando lo de Perejil decidió que aquél era el momento perfecto para darse un paseo por el descampado y decir "hola, ¿qué tal todo por aquí?", provocando que el fuego doblase su tamaño. La noticia que iba a hablar del tema en El Norte también se estaba haciendo cada vez más grande dentro de mi cabeza, por cierto.
Afortunadamente, el hecho de que por aquel entonces yo ya calzase un cuarenta y seis me vino de perlas a la hora de patear las llamas, y pasados unos cuantos segundos angustiosos que se me antojaron décadas, pude extinguir el pequeño incendio y ahorrarle a Valladolid (o al menos a Parquesol) un disgusto. Y no salimos en El Norte.
Jadeante y con el corazón aún cabalgándome dentro del pecho debido a la carrera y al posterior esfuerzo extintor, con las manos en las rodillas y contemplando la carbonilla que se abrazaba a las suelas de mis zapatones de deporte, oí los pasos de Gabriel, que se acercaba tranquilamente hacia el ennegrecido lugar. Una vez estuvo ante mí, exclamó con alegría:
—Menos mal que he podido encontrar el yoyó.
Y entonces me incorporé, con respiración aún entrecortada, le miré a los ojos con una expresión tan seca como un mantecado de Portillo, puse mi mano en su hombro y, con la mayor claridad que mis resuellos me permitieron, le dije:
—Me cago en tu puta madre, Gabriel.
Hala, podéis seguir de resaca. Hasta más ver.

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