Mi novia acaba de cortarme el pelo, algo que me hace feliz por dos motivos: el primero es la maña que tiene, todo sea dicho; y el segundo es que me ahorra un mal rato. Mal rato que se habría visto agravado a causa de la barrera lingüística debido a que vivimos en un país de habla germana y tal.
Para celebrar de la que me he librado voy a escribir otra entrada hablando de cómo nos estamos llevando el alemán y yo, y lo voy a hacer en forma de lista por mucho que os joda, que así me cuesta menos y acabo antes. Para compensar, al final colaré una minianécdota para que nos riamos todos menos yo, así que tranquilos.
Un tema al que le he dado muchas vueltas es el cambio que hemos experimentado en lista de la compra desde que vinimos a vivir aquí tras (enlazo por enésima vez la misma entrada de siempre) siete años viviendo en Dublín. Para explicarme mejor, voy a enumerar una serie de artículos que no fui capaz de encontrar en los supermercados irlandeses (o que vi de forma excepcional) pero que nunca me ha costado localizar en Valladolid. Redescubrir este género en los pasillos de las tiendas austriacas suele reconfortarme como sólo el capitalismo puede hacer, ayudándome a sentirme un poco más cerca de casa y ahorrándome la habitual conversación que solía tener con mis padres via Skype cuando vivía en la Isla Esmeralda (mi padre diciendo con incredulidad: "¿cómo que allí no venden X?" y tal). Allá voy.
Inciso: si alguien con experiencia viviendo o comprando en el país irlandés tiene ganas de decirme "pues en tal supermercado polaco de tal pueblo a setenta kilómetros de Dublín venden tal producto" o "pues en la semana nosequé del Lidl suelen tener esto otro aunque tienes que ir el primer día porque se agota", le pido por favor que se pire. Como aquel compañero de curro que, ante mi protesta por la escasez de pescado en los supermercados irlandeses me soltó "siempre puedes ir a Howth a comprar pescado". A Howth, ¿sabéis? Un pueblo que pilla a hora y media en tartana del centro de Dublín. Vamos, que podría haberme dicho "siempre puedes ir a pescarlo tú mismo".A Howth. No me jodas...
Maizena
Creo que fue uno de los primeros productos que compré en Austria. Imagino que para preparar un postre pero no recuerdo cuál ni debido a qué ocasión. Eso sí, del paquete usé una cucharadita y el resto pasó a ocupar el fondo de un armario de la cocina aguardando pacientemente la llegada de su fecha de caducidad. Y juraría que ahí sigue.
Esperad, que voy a ver.
Efectivamente, ahí sigue. Y caduca en febrero del año que viene.
Bollycaos
Vale, estoy haciendo trampas. No son auténticos bollycaos. Pero es que los bollycaos que podéis comprar hoy en día tampoco son auténticos bollycaos, reconozcámoslo. Sin embargo, cada vez que les doy un mordisco a los de la foto siento lo mismo que cuando escucho a Carlos Herrera: un viaje al pasado. Su sabor y textura (de los bollos, no de Carlos Herrera) son algo que no había experimentado desde los noventa, y sólo les falta incluir Kaos o cromos de Sonic para hacer que se me salten las lágrimas.
Leche
Del tema lácteo desde el punto de vista de quien vive en Irlanda ya hablé en su día. Y ahora me toca ver las cosas desde el otro lado del Canal de la Mancha. Aquí ya no nos toca correr del supermercado a casa porque la leche sea fresca y se enrancie sólo con mirarla (en serio, lo de que la leche se pusiera mala antes de fecha llegó a ser asunto de Estado). La leche que compramos ahora es de la que aguanta meses fuera del frigorífico (siempre que no la abras) y compite con la Maizena por ver quién va a caducar más tarde.
Tomate frito
En Irlanda lo había de dos tipos: o triturado y totalmente distinto a lo que yo había probado hasta la fecha o directamente ketchup. Bueno, pues aquí no tengo ese problema. Y poco más puedo decir al respecto.
Canónigos
Cierto es que este vegetal fue una rara avis durante mi infancia y adolescencia. No obstante, disfruté de su ingesta las pocas veces que llegó a mi plato, y no recuerdo haberlo visto en supermercados dublineses. No había canónigos pero sí que había bolsas de ensaladas varias, aclaro. Salvo aquella vez que, por un tema de climatología o algo así, el Tesco al que me acercaba durante mis descansos del curro mostró las baldas correspondientes desiertas como un mitin de Ciudadanos, junto con un cartel explicativo que rezaba que debido a movidas en Europa no habían podido recibir existencias.
Es lo que tiene ser una isla con poco que exportar y mucho que importar. Aprovecho para saludar a Gran Bretaña y a su quinto primer ministro desde que se aprobó el Brexit.
Patatas sabor paprika
Creo que a estas alturas ya se ha dicho todo lo que se podía decir acerca de lo patateros que son los irlandeses. Y creo que hasta yo he llegado a dejar caer en este blog que la aerolínea del país llegó a ofertar en su menú el sandwich de patatas fritas de bolsa calificándolo como an Irish classic.
Sí, le podéis preguntar a cualquier irlandés si lo de jalarse patatas fritas de bolsa en pan de molde es algo habitual y os responderán con toda naturalidad (o incluso con algo de nostalgia, pues semejante guarrada constituye el desayuno de muchos niños y adolescentes) que yes.
Teniendo en cuenta esto, pensaréis que el país contará con una variedad de sabores interminable, ¿no?
1. Sal y vinagre.
2. Queso y cebolla.
Y eso es todo. Dos modalidades ante las que nunca podía decidirme porque no me quedaba claro cuál me iba a dejar peor aliento. Existía una tercera opción disponible en una de las tiendas del aeropuerto de Dublín: patatas con sabor a cóctel de gambas. Pero de ésas mejor ni hablar, hacedme caso.
Yogur con cerealitos
Véase esta entrada tan graciosa que escribí hace más de un año.
Hojuelas
He de reconocer que no me esperaba encontrarme este producto aquí, pero parece ser que para algunas delicias no existen fronteras en la Europa continental (y yo que me alegro). Al igual que sucede en España, salen a la venta en las fechas previas a la Cuaresma, y cada año entra un paquete en mi casa religiosamente (nunca mejor dicho). A riesgo de repetirme (pues no me apetece revisar entradas pasadas para confirmar si ya conté esto, aunque juraría que sí), os diré que el dentista al que iba de niño siempre las ofrecía a sus pacientes, y aunque por entonces me pareciese todo un detalle, ahora que lo pienso, que un dentista reparta comida TAN azucarada no deja de ser irónico. Como si un chapista te invitase a whisky.
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Sí, el paquete está casi vacío porque soy un carpanta |
Torreznos
Me dolió (y me duele) en el alma tener que dejar atrás el Irish breakfast, pues la promesa de que cada sábado o domingo fuese a meterme uno entre pecho y espalda era lo que me hacía salir de la cama cada mañana de lunes a viernes. El sustituto (por así decirlo) al que recurrimos aquí los domingos es el plato de huevos fritos con bacon (sí, como el que nos jalamos justo después de votar en aquella ocasión), que le deja a uno con ganas de más, pero a falta de pan...
Es habitual coronar los huevos con un poco de cebollino, y como mi novia y yo somos muy de cerdear, le añadimos unos pocos torreznos porque sólo se vive una vez.
Y no somos los únicos en esta casa con esa filosofía. Mirad:
En serio, mirad que dos yonkis de lo porcino, por favor:
Y ahora, la minianécdota.
No sé cuán mantequilleros sois vosotros, pero yo he de reconocer que muy poco. Sólo uso dicho derivado de la leche cuando preparo puré de patatas, cruasanes a la plancha, masa de croquetas o empanada. O si tengo que cocinar algún postre. Pero si tenemos en cuenta que mi novia y yo comemos fuera de casa prácticamente a diario y que mi falta de vida social se encarga de que apenas tenga que encender el horno, puedo contar con los dedos de una mano el número de veces al mes que tiro de mantequilla.
Por ello no es de extrañar que tarrinas con más de la mitad de contenido y la fecha de caducidad pasadísima se tengan que ir a la basura, algo que detesto porque, al igual que le ocurre al personaje de Mary Quinn en Derry Girls (una serie que, si no habéis visto ya, NO SÉ A QUÉ ESTÁIS ESPERANDO) con una lavadora a media carga, tirar comida va en contra de mis principios.
Pues bien, la solución a este problema pareció llegar a los pocos días de nuestro aterrizaje en tierras austriacas. Durante una de nuestras incursiones al supermercado de turno, y mientras echaba un ojo a las mantequillas, descubrí entre éstas unos paquetitos muy cuquis, con el tamaño de, digamos... la cabeza de una rata (no me juzguéis, que estoy escribiendo esta entrada del tirón y mis neuronas empiezan a quedarse por el camino), y a un precio irrisorio (unos veinte céntimos la unidad, me parece). Germ, se llamaban.
Y yo pensé: "llámate como quieras, pero te vienes conmigo porque me vienes de lujo".
Poco más tarde, mientras me disponía a preparar una de las cinco cosas que he enumerado hace un par de párrafos, eché mano del diminuto Germ, lo abrí y... ¿qué coño? ¿Por qué aquella mantequilla tenía un color grisáceo y una consistencia tan rara?
Pues porque, tal y como aprendí en ese momento, "Germ" significa "levadura".

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