En el que se realizan los preparativos del viaje y el autor de este blog, gilipollas él, sufre un percance que casi da al traste con todo y que condicionará la estancia allí que no veas.
Podría haber situado este prólogo, históricamente hablando, unos quince años atrás, cuando mi novia (a quien aún no conocía por aquella época), comenzó a ser una friki del país del sol naciente y decidió que, por su coño, tendría que visitarlo al menos una vez en la vida. O podría haberlo situado en el año dos mil once, cuando a los pocos días de conocernos y mientras visitábamos la sección de manga de una tienda de cómics de Dublín, dije (totalmente en broma, señor fiscal) que habría que borrar Japón del mapa, habida cuenta de cómo han estado y están los japos mentalmente hablando, y mi novia (qué aún no era consciente de que mi tono de voz cuando hablo en serio no se diferencia del que uso cuando estoy de coña) casi me saca los ojos. También habría podido comenzar la historia meses atrás, cuando fundimos el motor de búsqueda de Skyscanner tratando de dar con la mejor combinación a nivel de vuelos y echamos una tarde entera intentando encontrar hoteles lo menos claustrofóbicos posible.
Sin embargo, el prólogo va a caer en un sábado. Y por la tarde, además. Dicho sábado, faltando poco más de una semana para el despegue del avión que nos llevaría a Tokio con escala en París, decidimos invitar a casa a una compañera de trabajo de mi novia, holandesa y pelirroja, y yo tuve la estúpida idea de preparar chocolate con churros porque ella no los había probado nunca. Iba a ser la segunda vez en toda mi vida que cocinase el típico postre, y al igual que hice en la primera ocasión, tiré de Internet para hacerme con la receta. Que estaréis pensando "pues vaya gilipollez, si la masa de churros no tiene ningún misterio", y yo os digo que os vayáis a la mierda. No di con la web que seguí para hacer churros la primera vez (los cuales me quedaron de puta madre, todo sea dicho), pero debido a que todas las páginas que consulté indicaban que la masa debía llevar la misma proporción de harina que de agua, hice lo propio y, tras una media hora esperando a que el potingue reposase, calenté una cazuela llena de aceite (de girasol, que el de oliva está muy caro) y, con ayuda de mi novia y bajo la atenta mirada de la holandesa y pelirroja, vacié la mezcla dentro de una manga pastelera, con la idea de verterla poco a poco en el aceite (os preguntaréis qué tiene que ver todo esto con mi viaje a Japón, y ya os digo yo que, de momento, nada de nada).
Pero de la teoría a la práctica hay un trecho largo, y eso de mezclar harina y agua a partes iguales dio como resultado una pasta demasiado líquida que salió a toda hostia por la boquilla de la manga y se depositó en el fondo de la cazuela, lo que provocó que nos tocase extraerla de mala manera mientras yo le explicaba a la holandesa y pelirroja, que no sabe español, qué significa eso de "me cago en la puta de oros" que grité mientras la mezcla se vertía descontroladamente.
Lo que pasó a continuación os sorprenderá.
Tratando de corregir el error inicial, me pasé con la harina, y aunque la masa en esta ocasión sí que llegaba a la cazuela con forma de churro, su consistencia era demasiado dura, lo que provocó una hilarante situación: mientras daba la vuelta al último de los churros para que se friese por el lado que le faltaba, el muy hijoputa, que por fuera era todo corteza pero guardaba una sorpesa más líquida en su interior, decidió estallar, provocando una pequeña tormenta de aceite hirviendo que regó el fogón, un cazo lleno de leche en el que íbamos a preparar el chocolate, la encimera y el suelo. Ah, sí, y mi mano derecha. Y mi cara.
¿He dicho "hilarante"? Disculpad, quería decir que no tuvo ni puta gracia. El berrido de dolor que salió de mis pulmones dejó medio sordas a mi novia y a la holandesa y pelirroja, y a pesar de que corrí a meter la mano bajo el grifo, supe que la cosa no pintaba bien.
El dolor que sentía en la mano era, por decirlo suavemente, intenso de cojones. Me comí los churros (que salieron de pena, todo sea dicho) con mi zarpa derecha metida en un cubo de agua y, tras despedir a la holandesa y pelirroja, pasé el resto de la tarde echado en el sofá, agarrando una especie de esponja impregnada en no sé qué clase de aceite que mi novia tuvo a bien comprar en la única farmacia que había abierta a esas horas en el distrito dublinés en el que vivimos. Para que os hagáis una idea del mal rato que estaba echando, aquella tarde mi vecino (que me cae fatal porque un día yo estaba en la puerta de mi casa intentando hacerle fotos a mi gata, y el muy imbécil la espantó al salir de la suya en ese momento para presentarse) organizaba una ruidosa fiesta, y en un par de ocasiones los invitados que iban llegando llamaron a nuestra casa por error, siendo mi novia la encargada de decirles que aquí no era (la segunda vez que nuestro timbre sonó por error mi novia recibió una invitación oral a la fiesta por parte de un irlandés que iba bastante piojo), pues yo me encontraba en el sofá sintiendo que la mano me ardía y maldiciendo el momento en el que se me ocurrió lo de los putos churros. Bueno, pues a eso de las doce de la noche volvió a sonar nuestro timbre, y ahí ya se me hincharon los huevos del todo. Me levanté del sofá y abrí la puerta con violencia. En mi cara se leía claramente un "¿qué cojones queréis?" y las dos chicas que acababan de llamar dieron un paso atrás atemorizadas ante la mala bestia que había abierto la puerta. En ese momento una de ellas, con un hilillo de voz, dijo ser la vecina de la casa que tenemos detrás, y nos pidió que fuésemos tan amables de bajar un poquito la música porque tenían un bebé que no podía dormir.
La cara de mala bestia con la que abrí se convirtió en cara de gilipollas y les dije que no éramos nosotros los de la fiesta, así que las dos procedieron a llamar a la puerta de al lado para repetir lo del bebé, logrando por una parte que la fiesta finalizase y por otra mi respeto y admiración eternos al lograr semejante hazaña (ahora que lo pienso, todo esto sigue sin tener que ver con el viaje a Japón. Os jodéis si esperábais otra cosa).
He mencionado que el aceite me alcanzó la cara, pero esa parte no fue tan grave: sólo unas pocas quemaduras cerca del ojo (sí, rozamos la desgracia) y en el cuello que quedaban disimuladas entre el archipiélago de lunares que poseo y que desaparecieron a los pocos días. El marrón lo tenía en la mano. Cuando desperté a la mañana siguiente, el dorso de mi mano se parecía al guantelete de
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fuente: eldiario
Vivo sin vivir en míy tan alta vida espero que vaya cristo me he preparado en la mano por hacer el gilipollas, tú |
Aunque fue la palma de mi mano la que se llevó... la palma (jajajaja jajaja ja), y es que bajo el pulgar apareció una ampolla del tamaño del corazón de un niño pequeño (mi compañero de trabajo cordobés llama a las ampollas "vejigas", no te lo pierdas). No dolía, pero impresionaba que te cagas, y se quedó ahí, haciéndose cada día un poquito más grande hasta que me acerqué a la clínica/salón de belleza (en serio, allí lo mismo te sacan sangre para unos análisis que te hacen las ingles) que hay bajo mi oficina el lunes siguiente al accidente. La doctora que me atendió me trató como si yo hubiese sobrevivido a un atentado o algo por el estilo, y me explicó que tendría que haber pasado toda la noche con la mano metida en agua fría (cómo me gusta que me den soluciones a problemas cuando ya es tarde, oye). También me vació el ampollón (lo siento si os he pillado comiendo), me recomendó que fuese al hospital si la cosa se ponía chunga, me dio baja laboral para media semana, me citó para que dos días después la enfermera me cambiase el vendaje (bueno, si es que a dos tiras de trapo tapadas con una pegatina se les puede llamar "vendaje") y me cobró sesenta euros. Y me recetó antibióticos, a pesar de que no había infección, pero es que aquí te recetan antibióticos por todo. ¿Una ampolla? Una semana de antibióticos. ¿Una gripe? Otros pocos antibióticos, que me ha parecido verte un poco de infección en la garganta. ¿Un ataque de hipo? Antibióticos. Y así.
Esa misma tarde hablé con mis padres por Skype y aproveché para ponerles al tanto y hacerles un informe de daños vía webcam, ante el que me dijeron que tendría que haberle puesto una tapa al cazo y haber usado pinzas largas en vez de un tenedor para dar la vuelta al churro (insisto en lo chachi de las soluciones que me llegan tarde. Gracias, madre. Gracias, padre).
Cuando volví el miércoles, la enfermera de turno se aterró al quitarme el vendaje y descubrir el panorama. Luego procedió a colocar un nuevo vendaje y me pasó la factura: treinta euros por quitar vendaje, asustarse y poner uno nuevo. Esta misma escena, factura incluida, se repitió el viernes con una enfermera diferente, quien me dijo que continuase con una rutina de nuevo vendaje cada dos días hasta que la cosa mejorase. El domingo el cambio de vendas salió gratis porque lo hice yo en casa con ayuda de mi novia, y hasta aquí el prólogo.
Lo sé, no he hablado de los preparativos del viaje a Japón. Pero a estas alturas ya deberíais estar al corriente de lo miserable que soy.
Ya os daré más detalles del viaje en sí, ansiosos.

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