Vale, los dos últimos años han sido una mierda pandemialmente hablando, y resulta aún más descorazonador pensar que tras tantos meses padeciendo contagios y confinamientos, lo único que podemos sacar en claro es que el ser humano es gilipollas. Con tanto tener que aguantar a negacionistas, conspiranoicos, inconscientes y quejicas en general, no sé vosotros, pero yo paso por momentos en los que me falta el canto de un duro para ponerme del lado del virus.
Sin embargo, he de darle las gracias a la pandemia por algo en particular: ya no voy a cortarme el pelo. Pensaréis que soy un cínico por poseer un sistema de valores tan lamentable con la que está cayendo, y os doy la razón. Pero es que, tal y como ya dejé claro, el meterme en una peluquería está entre mis miedos más chungos, y como aquí en Austria el gremio tuvo que cerrar a cal y canto durante lo peor de la pandemia, pasadas unas semanas empecé a echarme a perder a nivel capilar como el Señor Burns en aquel episodio. Y es que todas las máquinas cortapelos del universo se agotaron de la noche a la mañana (así como las impresoras, algo que no me explico. Si ya no hay que imprimir nada, ¿no?). No obstante, como si de un milagro se tratase, resultó que en una de las droguerías (las cuales, recordemos, estaban abiertas) del barrio había varios modelos a buen precio, y una de ellas pasó desde entonces a habitar mi cuarto de baño.
Sólo se me ocurre un motivo que pueda explicar el que hubiera existencias en el local, y es que a nadie se le habría ocurrido mirar allí. Porque, insisto, se trataba de una droguería, el último sitio en el mundo donde podrían tener estos utensilios. Pero bueno, considerando que hace casi diez años encontré adaptadores de enchufe UK-Europa en una farmacia de Irlanda, ya no me asombro por nada.
Pues bien, ya han sido varias las ocasiones en las que mi novia, con gran destreza, hace uso del artilugio y me pega un rapado al siete (y al once en lo alto) que da gusto verlo, convirtiéndose así en mi peluquera particular y ahorrándome la pasta (aunque eso es lo de menos) y el mal rato que paso yo cuando tengo que cortarme el pelo fuera de casa.
A esto le estaba dando vueltas hace un rato, porque (si ningún imprevisto de última hora lo jode todo) estoy a pocos días de pasar una semana tocándome los huevos y releyéndome la serie de la Fundación en una playa de Granada y mi novia me acaba de convertir, capilarmente hablando, en Regular Sized Rudy (si no habéis visto YA Bob's Burgers, no sé a qué coño estáis esperando), pues el orden correcto consiste en primero cortarse el pelo y luego tomar el sol, que cuando se hace al revés quedan unas marcas horrendas. Total, que mientras mi cabellera alfombraba el suelo del baño, me he dado cuenta de que aún no os he contado cómo me fue a nivel barberos por aquí antes de que dos mil veinte nos pasase a todos la mano por la cara. Como fueron pocos los meses de normalidad que pudimos disfrutar, tal acontecimiento sólo se dio en dos ocasiones. La primera no tuvo nada de especial: la peluquería, sita en un centro comercial de la ciudad, contaba con personal que habla inglés mejor que yo, por lo que el proceso no contó con ningún detalle destacable más allá de mi miedo a que me rajasen la yugular por error. Pero la segunda tuvo más chicha, sí. Así que os voy a contar lo que recuerdo de ella para que os cachondeéis un rato de mí y de mi falta total de destreza en eso de usar la lengua germana.
No recuerdo por qué no volví a ir a la peluquería angloparlante, con lo bien que me había ido en la ocasión anterior. Quizá fue porque por aquel entonces aún íbamos a una oficina a trabajar en lugar de hacerlo en gayumbos desde nuestros dormitorios, o porque soy imbécil y me apetecía complicarme la vida, pero decidí que aquella tarde de diario me pelasen en una barbería cercana a mi casa a la que acudiría en cuanto terminase mi turno. Temeroso de que allí sólo hablasen alemán, le pedí a mi compañero (que aunque también es español lleva más tiempo viviendo en Austria y controla el idioma) que me enseñase algunos conceptos para poder defenderme, y la lección consistió en:
- Corto: kurz
- Máquina: Maschine
- Tijeras: Schere (y esto último lo he tenido que buscar AHORA porque se me había olvidado. Qué vergüenza)
Con lo anterior en mente, me dirigí a la peluquería convencido de que me haría entender sin problema, pero... ¡Ay mísero de mí, y ay, infelice! Tres palabras sueltas no le dan a uno para hablar un idioma. Al entrar por la puerta, descubrí que sólo había un cliente siendo atendido por el único peluquero, y cuando le pregunté a éste si hablaba inglés, y él me dijo que nein sin soltar las tijeras, me senté en uno de los sillones de espera en vez de hacer caso a mi cerebro, que me pedía a gritos que saliese corriendo de allí. Llegado mi turno, pasé a la silla de marras que el estilista me señaló con su brazo, y respondí a su primera frase (cuyo significado no logré descifrar) con un entrecortado "Maschine und Schere, bitte" (algo que tuve que repetir varias veces porque, habida cuenta de mi pronunciación, sabe Dios qué estaba diciendo en realidad). El hombre me preguntó por el número y yo, que me había tirado siete años cortándomelo al five en Irlanda, le dije que fünf. Entonces él puso la máquina al fünf, me la acercó al lateral derecho de la cabeza y arreó el primer viaje de Maschine. Y yo me cagué en todo.
No sé si es que no hay una normativa en la Unión Europea que estandarice los cortes de pelo o qué, pero aquel fünf no tenía nada que ver con el five al que estaba acostumbrado. Mientras trataba de disimular mi expresión de pavor al contemplar en el espejo la fantástica calva que acababa de plantarme sobre la oreja, el pavo me preguntó que si me parecía bien, y yo estuve a punto de decirle que no, que qué cojones entendía él por "cinco", que se había pasado tres pueblos y que por aquel hueco de mi pelo se me estaban empezando a escapar las ideas. Pero, como imaginaréis, no le dije nada de eso. En primer lugar, porque no sabía (ni sé aún, QUÉ VERGÜENZA) decir todo eso en alemán; y en segundo lugar porque no habría servido de mucho, que estas cosas no tienen controlzeta. Porque, ¿qué iba a hacer el peluquero si le llego a decir que la había cagado? ¿Recoger el mechón del suelo y pegármelo con celo? Pues eso, que le mentí como un bellaco y le dije que todo bien, que adelante con aquella mierda del fünf que tenía más pinta de three o de two que otra cosa mientras pensaba en el frío que iba a pasar durante las próximas semanas.
El resto de la sesión transcurrió sin incidentes, y entre ambos se mantuvo un silencio algo tenso sólo roto cuando me preguntó que de dónde era yo. Tras responder le devolví la pregunta, y creo que él dijo ser de Turquía, pero no estoy muy seguro porque mis siete neuronas estaban tan ocupadas dándose codazos entre sí y señalando al espejo mientras contemplaban con atención morbosa la escabechina que el recuerdo de la conversación no se grabó muy bien en mi memoria.
Hablando de grabar. Hace años grabé la peli de Mr. Bean en una cinta virgen y días después mi hermano, que quiso grabar a su vez dibujos animados, usó esa misma cinta sin darse cuenta, pero en vez de La 2, el vídeo tenía seleccionado el canal 1, así que a mi cinta de Mr. Bean le faltan unos minutos del principio en los que sale un hombre siendo entrevistado por un reportero del informativo territorial de Castilla y León durante una protesta agraria. Que esto no tiene NADA que ver con la historia, pero es que estoy a punto de acabar y la entrada me está quedando muy corta. En fin, sigo.
Una vez el proceso llegó a su fin, el peluquero me preguntó por mi opinión ante el resultado, y yo mentí por segunda vez diciéndole que me gustaba. Al ir a pagar (doce euros) presenté un billete de veinte (el único que tenía), y el hombre puso mala cara y me dio con pesar un billete de diez al cambio, pues no tenía monedas con las que darme las vueltas exactas (y tampoco datáfono, así que de pagar con tarjeta nada, monada). Salí del lugar y, quizá fue porque el invierno austriaco le estaba afectando a mis meninges más de lo normal, pero me sentí mal por haber recibido un descuento inmerecido. Por ello, me metí en el Lidl cercano, me hice con un cruasán con chocolate que pagué con el billete de diez y, aprovechando que entre el cambio había dos euros, volví a la peluquería para dárselos, recibiendo a cambio una sonrisa.
Y entonces sí, ahí ya sí que me fui a mi casa mientras daba cuenta del cruasán y pensaba "qué buena persona soy. Y qué puto frío tengo".
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fuente: philips Recordad: se dice Maschine. Y el fünf es MUY corto |

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