Bueno, pues de eso se cumplen estos días cinco años y, considerando el panorama a nivel laboral, nuestra estancia en la Isla Esmeralda tiene pinta de ir para largo.
Podría dedicar esta entrada especial aniversario a relataros nuestros primeros meses, en los que buscábamos trabajo con la desesperación de quien es capaz de hacerse un currículum falso y dormíamos en albergues cuyas habitaciones alojaban a veinte personas de diferentes nacionalidades, edades y niveles de higiene. No obstante, prefiero dejar nuestras tristes desventuras para otra ocasión (vamos, para cuando me quede sin ideas), y esta vez voy a mencionar lo bueno. En forma de top ten, que eso se lleva mucho hoy en día.
Intentar meter en una lista diez detalles relacionados con Irlanda que me gustaría destacar no ha sido fácil, y no porque me haya costado encontrarlos a mí, que soy un experto en quejarme y sacarle pegas a todo, sino porque son tantos que he tenido que dejarme un montón de ellos fuera, pues no quería daros mucho la turra. Pero tengo que reconocerlo: después de todo, Irlanda es la hostia. Y para muestra, diez botones:
10 — El porridge
Algunos tiquismiquis protestaréis, pues estoy haciendo un poco de trampa. Vale que las gachas no tienen por qué ser originarias de Irlanda, pero sí es cierto que son el desayuno oficial de millones de habitantes del país (mi novia y yo incluidos) entre el lunes y el viernes.
Mi primera experiencia con este alimento fue entre traumática y repulsiva: conocí el porridge de la mano de una compañera de habitación de albergue canadiense, quien me preparó un tazón una mañana del primer noviembre que pasamos en Dublín. Debido a que el porridge estaba mezclado con agua y no incluía ningún endulzante (y a lo mejor también debido a que ese día yo tenía una ligeeera resaca tras haber celebrado mi cumpleaños la noche anterior por insistencia del resto de compañeros de habitación, quienes me regalaron una sudadera que guardo como oro en paño), aquella pasta blancuzca estuvo dentro de mi organismo unos tres minutos, aproximadamente.
Sin embargo, y a pesar de que el mal rato aún volvía a mi cerebro y a mi garganta cada vez que oía la palabra porridge, le di una segunda oportunidad, usando esta vez leche y añadiendo una cantidad considerable de miel. Y aquello fue amor a primera cucharada. Las raciones que me meto a diario son TRIPLES, para que os hagáis una idea.
9 — El Butlers
Puedo pasar cinco años en un país que no tiene Mercadona. Puedo pasar cinco años en un país que no tiene bollycaos. Puedo pasar cinco años en un país que no tiene tiendas de todo a cien. Lo que no puedo, no podría y no podré es prescindir del café. Y tengo suerte de que los irlandeses sean bastante cafeteros. El país dispone de bares y cafeterías más que de sobra para que yo pueda disfrutar de mi adicción, y uno de mis establecimientos favoritos tiene nombre propio: Butlers.
En realidad es una cadena que cuenta con locales repartidos por Dublín (en el aeropuerto hay uno por terminal y me viene muy bien, las cosas como son). Cierto es que sus precios no son todo lo asequibles que mi yo rata querría, pero el café que sirven es bastante decente y cada consumición viene con un bombón de regalo.
Y yo pensaba haber ido a un Butlers este fin de semana y poner aquí una foto del momento, pero este sábado se puso a llover de forma cataclísmica mientras mi novia y yo íbamos para allá y acabamos refugiándonos en otra cafetería distinta, así que no hay foto.
Por Dios, que puto desastre de entrada llevo hasta ahora...
8 — Dominique McElligott
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fuente: netflix |
Y aquí no voy a decir nada.
7 — Los paisajes (y las carreteras que llevan a ellos)
"Verde a un lado, al otro verde, y allá a su frente, verde también". Y si a esto añadimos algún que otro muro de piedra y ovejas a punta pala, ya tenemos cualquier paisaje estándar irlandés. Porque son todos iguales, oye. Pero, no sé por qué, uno nunca se cansa de tanto verdor de similares características. Quizá sea porque los veinticinco años que pasé chupando campos de Castilla antes de mudarme de país aún persisten en mis retinas y por ello sigo agradeciendo el contraste, no sé.
En cuanto a las carreteras... Irlanda tiene un puñado de autopistas superpobladas de peajes, y a partir de ahí, conducir por el país equivale a hacerlo por la España de los setenta: entre las carreteras nacionales que atraviesan pueblos, los tractores que obligan a recorrer kilómetros y kilómetros a veinte por hora viéndole la nuca al tractorista, las ovejas ninja que salen a tu encuentro a la vuelta de una curva y las hileras de árboles ocupando el sitio que le correspondería a las cunetas en estrechos caminos por los que, incomprensiblemente, deben caber al mismo tiempo tu coche de alquiler y el autocar que viene de frente, es imposible aburrirse mientras se está sentado al volante. Especialmente cuando las carreteras anteriormente descritas se encuentran flanqueadas por señales que limitan la velocidad a ochenta kilómetros por hora. En esas situaciones no puedo evitar pensar "a ochenta, mis cojones", mientras me aseguro de no subir de cuarenta.
6 — La canción The fields of Athenry
La música tradicional irlandesa mola un huevo, con sus violines, sus gaitas, sus bodhráin y toda la parafernalia. Y para aquellos que no saben tocar un instrumento pero no tienen problema en ponerse a berrear letras como si fuesen cabras, hay vida más allá de las gigas y reels que suenan de fondo en cualquier campaña turística de las de vistas aéreas de los acantilados de Moher, pues son muchísimas las canciones cuyos versos hacen referencia a diferentes aspectos culturales e históricos del país. El problema para los que vivimos en Dublín es que lo único que se oye en la ciudad, vayas donde vayas, es Molly Malone: entras en un pub y están tocando Molly Malone; te metes en una tienda de souvenirs y el hilo musical atruena Molly Malone; tiras de la cadena y suena Molly Malone... Que igual tienes suerte y para variar cae Galway girl o Whiskey in the jar, pero no suele ser el caso.
Y mira que me da rabia, pues hay una canción de aquí que me gusta especialmente y que apenas se oye (quizá porque es bastante bajonera). Se trata de The fields of Athenry, una balada compuesta en los setenta por Pete St. John que hace referencia a la Gran Hambruna irlandesa, la cual tuvo lugar entre 1845 y 1849 y dejó la isla a medio gas poblacionalmente hablando.
La letra habla de un hombre que ha sido detenido por robar maíz para alimentar a su hijo, y de su mujer, quien se encuentra al otro lado del muro de la cárcel en la que él espera ser deportado a Australia. Mientras llega ese momento, ambos recuerdan con nostalgia los tiempos previos a la hambruna, en los que tenían "sueños y canciones que cantar". Muy triste todo.
Tan triste como perder al fútbol, me imagino, pues The fields of Athenry es la canción que suele corear la afición de la selección de Irlanda cada vez que les dan un repaso. Como cuando España les clavó un cuatro a cero en la Eurocopa de dos mil doce, por ejemplo.
Por cierto, he de destacar que la primera vez que escuché esta canción fue de boca del conductor ligeramente desdentado del autocar que nos llevó en la visita de un día a Glendalough y Kilkenny, pues no tenía nada que contar en ese momento y por lo visto le parecía mal que los pasajeros aprovechásemos para dormir un rato. Y aún en esas circunstancias, la canción me gustó, fíjate.
5 — Cillian Murphy como Patrick "Kitten" Braden en la peli Desayuno en Plutón
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fuente: pathé |
Y aquí tampoco voy a decir nada.
4 — Los bed and breakfast
Una guía turística de Irlanda que le robé a un amigo mío hasta que se dio cuenta y me pidió que se la devolviese decía que el país posee los mejores bed and breakfast de Europa. Y yo no he estado en ninguno fuera de la isla, pero los que he visitado aquí hasta la fecha han dejado el listón en lo más alto. Son casas (señores casoplones en muchos casos) cuyos dueños ponen a disposición de los turistas para que éstos hagan uso de sus habitaciones para pasar la noche. Y hay cientos, salpicando el mapa de Irlanda y encontrándose en los sitios más recónditos (de hecho, siempre que tengo que alojarme en uno procuro que esté lo más alejado de la civilización posible porque si me pierdo al tratar de llegar a él puede que saque material para una entrada). La amabilidad de sus dueños is over nine thousand y podrían competir en nivel limpieza con los hoteles más pijos (los bed and breakfast, no los dueños).
Y lo mejor viene a la mañana siguiente, cuando uno sale de una cama que no tiene que hacer y pasa por la ducha del baño ensuite, pues lo que aguarda en el salón del bed and breakfast, preparado con cariño por una señora mayor (porque el 95% de los bed and breakfast están regentados por irlandesas de avanzada edad) se merece su propio apartado en esta lista.
3 — El desayuno irlandés
Salchichas.
Bacon.
Champiñones.
Tomate.
Judías.
Hasbrown.
Morcilla negra.
Morcilla blanca.
Huevo frito.
Tostadas.
Café.
Si todo lo anterior no ha provocado que se os haga la boca agua, no pintáis nada en mi vida. Se aceptan variaciones en un desayuno irlandés, como modalidades vegetarianas (o incluso veganas), que falte algún ingrediente o que se le añadan rarezas en plan farl o especias por encima. O incluso cambiar el café por un té.
He perdido la cuenta del número de cafeterías en las que, llegado el fin de semana, nos hemos metido el cebatil anteriormente descrito entre pecho y espalda (mi novia tiene contactos en Facebook que me conocen exclusivamente por aparecer en fotos jalándome un Irish breakfast detrás de otro). Y los que nos quedan, oye. Después de tener más mili en esto que el palo de la bandera, un consejo que puedo dar a quien esté interesado en disfrutar de tan maravillosa experiencia gastronómica es que huya como de la peste de aquellos locales que llaman brunch al desayuno irlandés, pues lo que se va a encontrar es lo mismo que en cualquier otro sitio, pero cuatro euros más caro por tener un nombre pijo.
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Éste cayó hace dos días en un sitio cuya ubicación no pienso revelaros, que me gusta mucho y bastante concurrido está sin que vayáis vosotros a quitarme el sitio |
2 — Los irlandeses
Desde aquella señora que a mi novia y a mí nos confesó su envidia hacia el clima español "porque el frío y el calor seco matan a los microbios, no como aquí, que es todo humedad", hasta el compañero de trabajo que me saluda cada mañana con un "Buenas díos, ¿cómo estásss?", pasando por el que nos agradeció el vivir aquí "pues al venir gente de fuera se renuevan los genes del país", los irlandeses rezuman amabilidad. Al contrario que ocurre en España, donde conocemos a alguien que viene de fuera y, dependiendo de su país de origen, damos por sentado que ha venido o bien para robarnos el trabajo o bien para robarnos la novia, cuando le dices a un irlandés que eres español, lo primero que va a hacer es preguntarte por tu ciudad de origen para acto seguido, y en el caso en el que la conozca personalmente, relatarte emocionado cientos de anécdotas de cuando estuvo allí. En mi caso, como el último irlandés que estuvo cerca de la capital del Pisuerga fue Hugh O'Donnell, lo que suelen hacer es contarme sus últimas vacaciones en Tenerife o Torremolinos y darme su opinión acerca del Real Madrid en la temporada actual.
Otro detalle destacable es que (una vez más, al contrario que ocurre en España), la amabilidad irlandesa se incrementa con la edad, y son los integrantes de la tercera edad quienes suelen hacer un mayor esfuerzo por dejar bien claro que aqui somos bienvenidos. Por nuestra parte, el único sacrificio requerido es ser capaces de entender lo que dicen, pues el acento de este país es al inglés como el murciano al español, y muchos nos hemos llevado una cura de humildad del tamaño del condado de Kerry al descubrir que uno no sabe inglés por haberse visto dos cintas del curso de Muzzy. Pero no pasa nada, porque a un irlandés le pides cuarenta veces que te repita lo que acaba de decir, y las cuarenta veces lo hace encantado.
Vale, no todos los irlandeses son un cielo. También los hay ariscos y bordes. De hecho, el habitante de este país con más mala follá que he conocido hasta la fecha se merece, por paradójico que pueda parecer, el primer puesto en mi top ten.
1 — Arya
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<3 |
Fue una tarde de invierno de dos mil quince, mientras mi novia y yo salíamos de trabajar, cuando este trasto de cuatro patas hizo su aparición estelar y aceptó compartir piso (y después casa) con nosotros. Pero, pensándolo mejor, creo que contaré su historia en una entrada aparte, que por hoy ya vale, ¿no?

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