lunes, 24 de octubre de 2022

Bajo el polvo 5. Que yo no fui a EGB; que fui a Primaria

Cinco meses sin pisar por aquí. Qué vergüenza. Y ahora es cuando yo os tengo que decir que ha sido porque he estado muy liado y enumero actividades justificando mi afirmación, pero en su lugar no voy a decir nada al respecto porque es posible que dichas actividades me den para varias entradas. Además, se me viene encima un proyecto que, con lo que me gusta estirar el chicle, puede que colonice este blog durante todo el año que viene. No obstante, y sabiendo lo bien que se me da dejar las cosas a medias, no voy a prometer nada y en vez de eso os voy a dejar pensando "¿de qué cojones has estado hablando desde el principio de esta entrada?".

Lo que sí que voy a hacer es ir finiquitando aquello que empecé tiempo ha. Por ello, retomo la serie en la que os hablo de mierda que rescaté de mi habitación haciendo limpieza y, al igual que en la anterior entrada (la cual escribí HACE MÁS DE UN AÑO. En serio, qué puta vergüenza), hoy van a caer otros cinco objetos relacionados con mi etapa estudiantil. Como por ejemplo...

Este tetraedro rotativo



Guao. Ésta no la habéis visto venir, ¿eh? De todas formas, no quiero tirarme flores, que he tenido que buscar en Google cómo se llama el cachivache porque no me acordaba. Para explicar qué pinta eso en mi habitación tengo que remontarme a cuarto de ESO.

Resulta que cuando rellené la matrícula de dicho curso elegí Informática como asignatura optativa (pues el año anterior me lo había pasado en grande cursándola). Sin embargo, debido a un problema de falta de plazas, de personal o yo qué sé, la secretaria del instituto me comunicó que podía ir arrojando mi gozo a un pozo y que eligiese otra materia en su lugar, sugiriéndome la de Taller de Matemáticas. Y yo, que sabía que aquella disciplina estaba dirigida a los alumnos más zotes en eso de hacer cuentas (y a mí aún se me daban bien las mates, tal y como expliqué brevemente en su día justo antes de hablar de mi lámpara de lava), pregunté si aquello era una broma.

Se me invitó entonces a discutirlo con el jefe del departamento, y éste me explicó amablemente (explicación que tuvo que dar a otros seis o siete alumnos que se encontraban en las mismas, por otra parte) que aquel curso el contenido de la asignatura buscaría estimular al Euclides que algunos teníamos dentro en lugar de machacar con ejercicios a quienes se les atascaba la tabla del cuatro. Y así fue. La profesora proponía problemas interesantes de pensamiento lateral, como ése de la oveja, el lobo y la lechuga cruzando un río que nunca he logrado resolver. O uno de un usurero. No recuerdo muy bien en qué consistía porque mi memoria guarda en su lugar los tres minutos de carcajadas que me dedicó la funcionaria cuando le confesé que siempre había pensado que un usurero es alguien que rebusca en los contenedores. Pero bueno, os podéis hacer una idea de en qué consistió aquello.

También había días en los que la clase se convertía en un Art Attack matemático. Por ejemplo, el día que nos tocó hacer un pentominó (actividad que me fascinó porque yo soy muy rarito). Otra manualidad, y por fin llego a donde quería, fue la consistente en elaborar el trasto de la foto. La gracia del chisme está en que, si uno aprieta el centro del mismo, es posible hacer que gire sobre sí mismo una y otra vez. Si, además, se ha dedicado tiempo a colorearlo detalladamente, el efecto visual es mu bonico, pero a mí me dio una pereza horrible y no me lo curré mucho. A la vista está. Al menos la profe no me dio la turra como a mi compañero, a quien sugirió de forma ligeramente insistente y algo perturbadora que decorase su tetraedro usando un patrón de ojos porque los suyos eran muy bonitos. Muy bonitos. Muy muy bonitos.

No llaméis a la policía, joder, que tampoco fue para tanto.

Este souvenir



Villamanín de la Tercia es un pueblecito del norte de León que se ha quedado prácticamente sin agua desde que en dos mil dos Francisco Álvarez Cascos se emperrase en llevar el AVE a Asturias a toda prisa sin pararse a pensar demasiado en que hay que tener mucho cuidado cuando de ponerse a cavar túneles en una zona llena de acuíferos se trata.

Poco antes de que las diferentes administraciones dejasen la zona más seca que un polvorón, el pueblo contaba con, además de agua, un albergue que a día de hoy parece seguir abierto. Pues bien, yo tuve la suerte de alojarme en el lugar en dos ocasiones: una como atleta y otra como estudiante.

Como atleta estuve allí unos días junto con mis compañeros de un club deportivo multidisciplinar, siguiendo un "programa de tecnificación" que consistió en matarnos a correr por la montaña mañana y tarde y en hacer el tonto por las noches llevando a cabo actividades que reforzasen el compañerismo y el espíritu de equipo y tal. Por ejemplo, intercambiando género y ropas con una baloncestista y llevándome una ovación ante mi cuidado maquillaje y lo bien que le quedaron al pelo ligeramente largo que tenía entonces las dos coletitas que me plantaron las del equipo.

Como estudiante, y siguiendo un proyecto que se llamaba "aulas en la naturaleza" o algo por el estilo, también pasé por allí (no recuerdo si antes o después de lo del atletismo). Y en esta ocasión lo que hicimos fue pegarnos caminatas interminables pero muy enriquecedoras culturalmente porque nos acompañaron una bióloga y un geólogo que nos contaron un huevo de cosas que ya se me han olvidado (excepto que "cinegético" significa "relativo a la caza"). Esta estancia tampoco estuvo exenta de actividades chorras vespertinas. En una ocasión tuve que interpretar a Blasa, el personaje de José Mota (arrancando muchos aplausos y risas del resto de alumnos) y, cuando se nos encomendó dividirnos en grupitos, investigar algo acerca del pueblo y contarlo después de forma interesante, otros dos chicos de mi clase y yo hurgamos cual usureros pordioseros en los contenedores cercanos al ayuntamiento y relatamos lo encontrado (papeles con información irrelevante, más que otra cosa), entre más risas y aplausos, haciéndonos pasar por los presentadores de Caiga Quien Caiga. Y yo hice del Gran Wyoming.

Sí, en aquel albergue quedó constancia de lo payaso que soy.

Ah, y lo del souvenir. Pues nada, que tuve que ir a la única tienda del pueblo para comprar una jabonera en la que guardar la pastilla de jabón de azufre que usaba entonces para intentar acabar con el acné que invadía mi cara (spoiler alert: no funcionó), y el jarroncillo de la foto se vino conmigo también porque me pareció muy cuqui. No tiene más misterio.

Esta cadena



Terminado el instituto, y tras ver cómo amigos míos que me sacaban un año escolar de ventaja se habían vuelto literalmente gilipollas al empezar la Universidad y tenérselo muy creído (el Síndrome de los techos altos, llamo a eso), decidí que tiraría por la Formación Profesional y estudiaría un ciclo relacionado con la Informática. El centro donde se impartía el mismo se encontraba en Parquesol, y a quienes no conozcáis este barrio vallisoletano os diré que el mismo se erige en lo alto de un cerro (un cerro es como una montaña que en vez de pico tiene la cima plana como el encefalograma de Alfonso Ussía) en la zona oeste de la ciudad. A pesar de haber sufrido la misma vorágine urbanística que todas las poblaciones del país en los últimos treinta años, las laderas que dan acceso a la barriada se han librado en gran parte del ladrillo y el cemento, por lo que cuenta con grandes parques y zonas verdes (y algún que otro secarral) en cuesta o en pendiente, según se mire.

El instituto en el que yo estaba aprendiendo a programar se hallaba en los límites del barrio, y para acceder al mismo me tocaba cruzar uno de estos parques cada amanecer. El paseo se antojaba bucólico, pero por desgracia la zona sufría dos plagas de diferentes animales por aquella época: una de conejos y otra de nazis. Si bien es cierto que el ser sorprendido por algún que otro lepórido correteando entre matojos me alegraba la mañana, la idea de cruzarme con un grupo de anormales dispuestos a grabarme una esvástica a navaja no me hacía ni puta gracia. Que a ver, en una situación de las de fight-or-flight yo soy de los de flight como alma que lleva el diablo, pero como nunca se sabe cuando va a ser inevitable lo del fight, pues me acerqué a una ferretería del centro, localicé los rollos de cadenas, calculé delante del atónito ferretero cuánto tendría que medir la misma si de zarandearla a la altura de la cintura se tratase y le solté un "corta por aquí" mientras señalaba el eslabón correspondiente.

Por suerte nunca me vi en la fea situación de tener que usar aquella cadena, y las únicas víctimas de la misma fueron los bolsillos del pantalón en los que la llevaba, para disgusto de mi madre, que atestiguaba cómo irremediablemente se daban de sí y así me lo hacía ver prácticamente a diario.

Esta biblia



Vale que el simple hecho de relacionar religión y enseñanza me parece repugnante; pero esperad, que la historia tiene girito. Resulta que una de aquellas mañanas libres de nazis, a mi llegada al centro donde me estaban enseñando a programar en Java y a diseñar bases de datos en el modelo relacional (no sé si esto que acabo de decir tiene sentido o es una burrada porque no me acuerdo muy bien de aquel temario), me topé con dos hombres que, armados con una enorme caja repleta de ejemplares de las Sagradas Escrituras, entregaban un librito como el de la foto a todo aquel joven dispuesto a aceptarlo, por el módico precio de cero euros.

Y a mí no hay que insistirme mucho cuando se me quiere dar algo gratis, todo sea dicho.

Además de quien escribe estas líneas, fueron muchos los estudiantes de ESO, Bachillerato y FP los que recibieron el presente y se dirigieron con él metido en el bolsillo a sus correspondientes aulas, dejando a los dos evangelizadores con las manos vacías en un santiamén. Sin embargo, lo que se produjo más tarde aquel día no fue precisamente la deseada catequización que buscaban. Esperad, que me explico.

Visualizad por un momento el conocidísimo concepto: "pelea de bolas de nieve". ¿Listo? Bien, ahora haced lo mismo con la idea "pelea de globos de agua". Lo veis, ¿no? Estupendo. Pues ahora extrapolad lo anterior y representad en vuestra mente lo siguiente:

"Pelea de biblias".

Al final no me toca explicarme mucho, ¿verdad? Sólo diré que pasar aquel recreo contemplando a decenas de jóvenes comportándose como si el patio del centro fuese Belfast en los setenta, usando como munición la Palabra de Dios, fue tan épico como blasfemo. Os lo juro.

Aunque lo mejor fue el fraternal fin de jornada que tuvo lugar después, pues los mismos estudiantes que horas antes habían estado peleando a bibliazo limpio celebraron un desfile por los pasillos del insti lleno de alegría, risas y mucho, mucho, MUCHO confeti que os podéis imaginar de dónde salió.

Estas gafas



Terminé mis estudios de FP al mismo tiempo que la crisis financiera de 2008 nos pasaba la mano por la cara a todos los que no salimos en la lista Forbes. Viendo que encontrar trabajo no ya de lo mío, sino de lo que fuese resultaría quimérico, me metí en la Universidad. Por un lado, hice todo lo posible por no creérmelo demasiado, so pena de acabar como mis antiguos compañeros de instituto y, por otro lado, no hice lo suficiente como para aprobar el porrón de asignaturas que me permitiesen fardar de ingeniería. Así que no, no terminé la carrera. Además, harto de arrastrar las mismas materias año tras año y con el Plan Bolonia pisándome los talones y amenazando con poner mi currículo patas arriba, acabé largándome a Irlanda para buscarme la vida y la jugada no me salió tan mal.

De mi etapa universitaria guardo un par de buenos recuerdos. Uno de ellos, que viene al caso, consistió en participar en un concurso de programación en Madrid para el que tuve que clasificarme compitiendo contra compañeros de mi facultad. Tras pasar la tarde de un viernes resolviendo ejercicios, obtuve un segundo puesto que me otorgaba un billete de tren a la capital del Reino y dos noches pagadas en una habitación de hotel de la calle Princesa. En la primera noche tuvo lugar una cena a la que invitaron a todos los participantes a aquella fase internacional y durante la que los de la Universidad de Valladolid no hicimos ni puto caso a nadie y dimos cuenta rapidito de los platos para acto seguido largarnos de fiesta a los Bajos de Argüelles.

A la mañana siguiente, mi amigo (que había quedado primero en la fase local porque es un hacha picando código) y yo nos entretuvimos más de la cuenta durante el desayuno, empeñados en probar TODOS los diferentes cafés de la Nespresso del hotel, por lo que tuvimos que ir por nuestra cuenta a la Facultad de Informática portando sendas taquicardias fruto de la sobredosis cafetera. Aquella jornada nos tocó aguantar varias conferencias, a cuál más aburrida, pero al menos nos regalaron parafernalia variada, incluidas esas gafas horteras.

El concurso en sí tuvo lugar durante la tercera y última jornada. Los tres miembros de mi equipo nos tiramos todo el día peleándonos con los veintipico problemas propuestos, y sólo fuimos capaces de resolver uno, mientras contemplábamos con impotencia a los de la Pompeu Fabra ventilándoselos con una facilidad asquerosa y llevándose el torneo de calle.

Así que la moraleja está clara, ¿no? Lo importante no es ganar. Lo importante es llevarse cosas gratis. Venga, hasta otra.

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