lunes, 15 de mayo de 2017

Vinimos, vimos y compramos

El otro día, mientras sufría una de mis cada vez más frecuentes crisis de creatividad, le confesé a mi novia que en esta ocasión lo estaba teniendo especialmente difícil para encontrar un tema del que hablar en este blog. Ella, con toda tranquilidad, me puso una mano en el hombro y me dijo suavemente:

—Mañana vamos a ir a IKEA. Seguro que de ahí sacas algo.

Y así es. Su augurio se ha cumplido y esta entrada comienza con un "El otro día fui con mi novia al IKEA". Me imagino que ahora estaréis deseando que mi narración fluya a través de uno de los dos caminos siguientes: o bien un monólogo casposo acerca de lo horrible que es que te veas obligado a compartir tu tiempo con tu pareja y a tener que hacer juntos diferentes actividades ("Bah, qué coñazo el otro día en el IKEA con mi novia, ¿eh? [guiño dirigido a los hombres]. Ahí, mirando cosas todo el rato y comprando y eso, con lo bien que podría haber estado en el bar, hablando de coches y fútbol y rascándome los huevos por encima del pantalón del chándal... [otro guiño dirigido a los hombres]"); o bien una enumeración de todas las desgracias que pueden sucederle a quien tiene la feliz ocurrencia de dirigirse al establecimiento sueco (que pilla a tomar por culo de nuestra casa) con la idea de adquirir un montón de productos y tener que hacerlo en autobús, pues no tenemos coche.

Lamento decepcionaros a todos. En primer lugar, no soy el puto Jorge Cremades. Y en segundo lugar, vale que sólo para llegar a la parada del bus tenemos que caminar varios kilómetros, vale que la palabra en castellano que mejor define a los vehículos de Dublinbus es "tartana", vale que tras una hora de lentísimo viaje a través de las calles de la capital irlandesa el recorrido termina en un páramo dejado de la mano de Dios y azotado por vientos huracanados, vale que una fuerza invisible e indescriptible te obliga a recorrer los pasillos del IKEA a paso de zombi y eso cansa más, y vale que el hilo musical del comercio consiste en el llanto de los críos que hay en su interior, quienes se sincronizan como si fuesen miembros de un ensayado coro gregoriano para que no haya un segundo de silencio (comprobadlo, en serio). Pero, joder, no es para tanto.

Para empezar, si lo primero que haces nada más levantarte es preparar un desayuno irlandés casero con ayuda de tu pareja para luego degustarlo mientras véis un episodio de Bola de Dragón, nada de lo que ocurra a continuación va a joderte el día. Y en cuanto a lo de cargar con la compra... no tendremos coche, pero contamos con un carrito que lleva años facilitándonos la adquisición y transporte de toda clase de bienes de consumo (de hecho, lo compré en IKEA para poder cargar con una estantería Billy). Boxer, llamamos al carrito. Exacto, como el caballo de Rebelión en la granja.

¿Que el viaje en bus es largo y pesado? Para eso inventó dios la Nintendo DS, los libros, los tamagotchis, los mightymaxes y la bonita costumbre de sacarse los mocos. Para no aburrirte durante el trayecto.

Lo primero que hice nada más entrar en el enorme local fue arrancar una tira de ésas de papel que miden un metro, doblarla en varios trozos y reemplazar la que llevaba un lustro en mi cartera. Queda muy friki llevar un metro encima a todas partes, pero es muy apañao porque nunca sabes cuándo te va a hacer falta. Y ahora vosotros también lo vais a llevar, frikis. De nada.

El motivo principal que nos había traído a IKEA fue el hacernos con un juego de cazuelas para reemplazar a las que estábamos usando en casa, pues el interior de las mismas estaba comenzando a adquirir tal tono oxidado que el agua que hervía en las mismas ya empezaba a teñirse de marrón. Que a lo mejor en algunos países con dudoso gusto gastronómico (no miro a nadie, Gran Bretaña) aprovechan esa circunstancia para dar condimento a la pasta o algo, pero yo no me fío. Y sí, nos hicimos con las cazuelas. Y con un huevo de cosas más.

Para empezar, varias macetas de cerámica que llegaron enteras a casa de puro milagro y que he utilizado para plantar los geranios que había de oferta en el Tesco. De oferta porque tienen pinta de no ir a dar flores en las próximas décadas:

Sí, la pared de mi patio necesita una mano de pintura. Que se la dé el casero, no te jode...

También me hice con un taladro de interior, pues el ventanal del salón estaba pidiendo a gritos un visillo o algo. Tengo que dejar claro que la gente de este país no es de husmear el interior de las casas cuando desde fuera se puede ver algo, pero no podíamos evitar sentirnos como participantes de un granhermano (a pesar de tener estudios) cada vez que nos sentábamos en el sofá. Por ello, y aprovechando el viaje, el taladro se vino a casa acompañado de una barra de cortina y un par de metros de visillo comprados al peso que nosotros mismos tuvimos que recortar del rollo (actividad que llevé a cabo pasándomelo como un enano, todo sea dicho):

No os enseño las cortinas en detalle porque el remate de los laterales me ha quedado hecho una mierda

Llegados a este punto, y tras haber incluido ya bastante mercancía en el carro, era obligatorio parar a degustar una tonelada de albóndigas (dicen que tienen carne de caballo, pero yo, ante semejantes afirmaciones, lo que hago es encogerme de hombros y seguir comiendo, qué queréis que os diga) y una porción de tarta de no recuerdo qué digna del mismísimo Jehová.

Una vez hubimos recuperado fuerzas, terminamos de hacernos con todo aquello que necesitábamos: trapos de cocina con los que reemplazar los que teníamos en la cocina (mugrientos a más no poder), velas aromáticas que han resultado no ser tan aromáticas, un tupper en el que poder meter la paella que me llevo al trabajo y que pone de los nervios a mucho tiquismiquis porque la preparo en una olla a presión, y la joya de la corona: una cama para nuestra gata. No, no. No estoy hablando de un cojín grande. Hablo de una cama con su somier, sus cuatro patas, su cabecero y su juego de sábanas:

Con esto hemos logrado que nos convaliden primero de Loca de gatos

Tras finalizar la adquisición de los productos, mi novia y yo nos dirigimos a las cajas a hacer lo que hace todo el mundo mientras la cajera escanea los productos en una caja del IKEA: mirarnos el uno al otro como si fuésemos concursantes de la prueba "La patata caliente" del Gran Prix mientras el total a pagar alcanza valores que no habíamos calculado durante nuestra impulsiva compra.

No sé en otros países, pero en Irlanda, si pasas la tarjeta IKEA Family al pagar, te toca un regalo. La cajera nos dijo al hacernos entrega del ticket: "Escaneadlo en los lectores que hay allí al fondo, que seguro que os toca un helado o algo". Y allá que fuimos, a por algo gratis. Y ¿qué fue lo que ganamos? Una cubertería de veinticuatro piezas valorada en dos mil pelas:

Lo sé. Con esto comen seis personas. Aún así no pienso invitaros a mi casa

Os juro que lo primero que pensé al enterarme de cuál era el premio fue "Vale, ¿y mi helado?", pero segundos después fui consciente de que esto era incluso mejor.

Para rematar la gloriosa tarde, descubrimos que en la sección de comida venden cebolla frita, la cual no es fácil de encontrar en este país y viene muy bien para echar por encima de los perritos calientes que solemos preparar los fines de semana, así que añadimos dos botes a la carga que Boxer llevaba encima sin quejarse y nos dispusimos a tomar la tartana de vuelta.

¿Sabéis qué frecuencia tiene el autobús que va de IKEA a Dublín los sábados por la tarde? Media hora. Y, ¿sabéis cuánto faltaba para que saliese el siguiente? Veintinueve minutos. Qué putada, ¿no? Pues sí, salvo que seáis capaces de disfrutar de veinte minutos de conversación con vuestra pareja al abrigo de un café y dos donuts en la cafetería del establecimiento.

Lo que bien empieza, bien acaba. Y si este día empezó con un desayuno irlandés y Bola de Dragón, el final fue incluso mejor: perritos calientes (con cebolla frita, lo habéis adivinado) y la peli Aterriza como puedas.

Os pensáis que sólo me ocurren desgracias en esta vida. Y ya véis que no.

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