Hace unas semanas pasé unos días en Valladolid. Sí, visitando a la familia y tal. Estando allí decidí dedicar una de mis pocas tardes libres a acercarme hasta la calle Me falta un tornillo, situada en las afueras de la capital del Pisuerga, con el objetivo de hacerme una foto bajo la placa de dicha vía y demostrarle a mi compañera de curro argentina que tal lugar existe. Y como soy imbécil, fui andando (estamos hablando de más de seis kilómetros de ida y otros seis de vuelta, ojo). Tras llegar a mi destino (a eso de las nueve peeme, atardeciendo), hacerme la foto y tal, me metí en el Mcdonalds cercano, pedí a través del quiosco/pantalla (porque ya sabéis que me aterra hablar con la gente) un café con helado y me fui a mear mientras me lo preparaban. Al salir del aseo, estuve esperando un rato ante el mostrador a que se me hiciese entrega de la orden, pero el personal estaba de un ocupado que te cagas con los pedidos del mcauto y mi helado con café no llegaba. Tras unos cinco minutos, decidí interpelar (con educación) al que tenía pinta de encargado para que me aclarase qué había de lo mío. El empleado, tras echar un vistazo rápido en derredor, localizó mi bebida-postre, echó una ligera bronca a cuantos le rodeaban por no haberse hecho cargo, me pidió disculpas por la tardanza y me preparó un nuevo café con helado, haciéndome acto seguido entrega de ambos para mi disfrute.
Y yo, que soy un cagao considerable, no tuve lo que hay que tener para decir "oye, que esto ha sido culpa mía porque habrán cantando mi número mientras yo estaba en el baño y tal". En lugar de ello me limité a agradecer el dosporuno inesperado y me trinqué aquella doble ración de cafeína y azúcar sentado en uno de los bancos del exterior del local mientras contemplaba cómo el sol, avergonzado de mí, se escondía tras los cerros de Zaratán.
Por ello no es de extrañar que el karma me visitase a las pocas horas y me dijese: "mucho vas fardando tú de working class y mucha hostia, pero los curritos mcdonaleros se han comido un pollo del jefe por tu culpa y no has dicho esta boca es mía para deshacer el entuerto, ¿eh? ¿Estaban ricos los dos cafés que te has trincado? Pues ahora te vas a tirar en vela hasta las cuatro de la mañana. Gilipollas".
Y como no tenía nada que hacer durante el tiempo que duró tal feliz y merecidísima alteración en mi ciclo circadiano, me puse a darle vueltas a la entrada que vais a leer ahora (porque todo esto no ha sido más que intro), que ya va siendo hora de que continúe hablando de las mierdas que redescubrí en mi habitación hace ya más de un año. En esta ocasión os voy a hablar del cole. Para empezar...
Este muñequillo
Lo tengo desde antes de que empezase a acumular recuerdos, así que imaginad la de años que lleva conmigo. Llegó a mis manos por azar, ya que estaba dentro de una bola de plástico de ésas que, si eras tan caprichoso como yo y dabas la suficiente turra a los padres, podías conseguir por veinte duros en las máquinas que había en algunos bares y que los frikis de lo japota llamáis gachapon.
Vale que esta pelusa con ojos y boca no tiene nada que ver con la enseñanza, pero desde muy pequeño decidí que iba a acompañarme en mi periplo educativo (y a darme suerte, porque yo antes creía en esas tonterías), llamé al bicho Estudiante (sí, como Pepe Sancho en Curro Jiménez. Me acabo de dar cuenta) y me encargué de que siempre estuviese presente en mi mesa de estudio, vigilando que hiciese los deberes y me aprendiese las lecciones correspondientes. Desde la primaria hasta el año en que decidí dejar la carrera a medias. Y como ya no estudio, Estudiante pasa los días recogiendo polvo en una estantería. Qué penica.
Quizá debería recuperarlo para que me echase una mano con el alemán, que falta me hace.
Este estuche
Por favor, si es que es precioso. Fue un regalo que mis abuelos me hicieron cuando aún cursaba preescolar y desde el primer momento me pareció uno de los objetos más bonitos que he poseído nunca, con esos dos mininos en la tapa. Y eso que por aquel entonces aún no era la loca de los gatos que soy hoy en día. Si ya entonces lo atesoraba, ahora sería capaz de pisarle la mano al primer miserable que se atreviese a tocarlo sin mi permiso. Es que, por favor, dos gatitos. Dos gatitos MONÍSIMOS. ¿Se puede pedir algo más?
Pues sí, otros dos gatetes igual de salaos si se le da la vuelta al estuche:
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Con pajarita y todo. Me muero, os lo juro |
Esta regla
¿Qué tal andáis de interpretación de onomatopeyas? Porque os voy a pedir que hagáis un esfuerzo e imaginéis cómo sonaría lo siguiente:
CLA-CLA-CLA-CLA-CLA-CLA-CLA-CLA-CLA
¿Lo tenéis, más o menos? A ver, otra vez:
CLA-CLA-CLA-CLA-CLA-CLA-CLA-CLA-CLA
Bueno, pues ahora multiplicad ese mismo sonido por cinco o seis, que es el número de alumnos de mi clase de quinto de primaria que teníamos la puñetera reglita y os haréis una idea de por qué la profesora de turno las acabó prohibiendo. Vale que el artilugio venía bien para trazar líneas rectas y onduladas, pero al resto de compañeros (y a la susodicha maestra) no les compensaba soportar el por culo que dábamos cada vez que poníamos una de éstas en posición vertical con la intención de montar una carrera entre los dos coches situados en el medio de la misma. Y es que éstos, en su caída, iban rebotando contra las barritas de plástico, y de ahí el jaleo que con mayor o menor precisión os habréis imaginado.
Visto con perspectiva, yo también las habría prohibido.
Este payaso
Había una curiosa tradición en mi colegio consistente en joder a los alumnos cada vez que llegaba el tercer trimestre, obligándoles a llevar a cabo alguna titánica manualidad en la clase de Educación Plástica que consumía una de tiempo y recursos del copón. La de sexto de primaria fue el payasete de la foto, que será todo lo cuqui que tú quieras, pero tuvo su polémica. Recuerdo que cuando la profe nos dijo que necesitaríamos tela suficiente como para poder obtener CINCUENTA putos circulitos de quince centímetros de diámetro con los que formar el cuerpo y las extremidades del muñeco, no fueron pocos los padres y madres que pusieron el grito en el cielo en plan "¿esta señora se cree que yo tengo una tienda de telas o qué?". Por suerte para mí, en mi casa siempre hemos sido de conservar una cantidad de retales y ropa vieja que ríase usted de las performances de Christo, pero eso fue sólo el principio. Que igual parece que recortar, hilvanar y fruncir los círculos de los huevos es fácil y se hace enseguida, pero de eso nada. Las clases de Plástica se nos quedaron cortas, y nos tocó llevarnos el trabajo a casa y hacer que nuestros hogares se pareciesen a los bonitos talleres que tiene Amancio diseminados por el tercer mundo y de los que nadie quiere hablar.
No sé qué objetivo tenía el esclavizarnos de aquella manera, pero en mi caso la actividad sirvió para unir aún más a mi familia: mientras mi madre, mi abuela y yo organizábamos un sistema fordista cada tarde para poder formar el cuerpo del payaso, mi padre se dedicaba a recorrer tiendas y mercerías vallisoletanas en busca de cascabeles y bolas de corcho con las que completar el proyecto.
Al final, como si hubiese descubierto un nuevo continente, dio con una tienda de curtidos en el centro ("Lobejón", se llamaba. Y para mi sorpresa, aún existe. Que tiene hasta página de Facebook, ojo) con un ambiente propio de un cuento de Dickens (mi señor padre dixit) en la que disponían de todo tipo de utensilios de corcho, y yo me convertí en héroe por un día cuando se lo conté a mis compañeros, ya que sus desesperados (y reconvertidos en explotados costureros) progenitores aún no sabían de dónde coño sacar el material restante para que sus hijos no cateasen la asignatura.
Finalicé el curso (aprobando Plástica, por supuesto) y el colegio, y yo pensaba que al entrar en el instituto se acabarían las actividades chorras, pero no. Veréis.
Esta escultura
Tras meses peleándonos con el dibujo técnico, las perspectivas caballera e isométrica, la obtención de polígonos regulares y los rotrings de 0.2, 0.4 y 0.8, el profesor de Plástica (pero qué asco le pude coger a esa asignatura, joder) de tercero de ESO decidió dar un giro a su materia y pedir que elaborásemos una escultura, pero que tuviese algún tipo de significado especial más allá del propio objeto.
Y yo ya estaba hasta los cojones de todo y sólo quería terminar el curso y despedirme de Plástica para siempre, por lo que supe que iba a aplicar por enésima vez en mi vida la Ley del Mínimo Esfuerzo. Y así fue. De hecho, el trabajo se podía realizar en grupo o de forma individual, y yo, sabiendo que una sola persona acaba antes porque no tiene que perder el tiempo discutiendo decisiones, me puse a ello esa misma tarde, terminando la obra en dos días, dos horas y un segundo: un segundo para pensar "hay que joderse"; dos horas para hacer unos chorizos de papel de periódico, cubrirlos de papel de culo con mejunje Art attack, pegarlos con cola entre sí dándoles la forma que veis, clavar al resultado dos trozos de alambre y posar todo sobre una tablilla de madera cubierta de cinta aislante roja que hiciera de soporte; y dos días para dejar que se secase. Plis, plas (eso es la onomatopeya de sacudirse las manos). A tomar por culo.
Aquello representaba a un niño jugando con un aro, sin más. La inspiración me vino porque pocos años antes habían inaugurado en el sur de Valladolid una escultura con dos críos haciendo salto de pídola. De hecho, dicha obra está medio escondida al lado de una iglesia fea y casi nadie la conoce (para que os hagáis una idea, mi padre, que para calles y detalles de Valladolid es como un Google Maps andante, aún anda desconcertado porque se enteró de su existencia hace sólo un mes).
Mi falta de motivación e imaginación provocó que, llegado el día de presentar los trabajos, el profesor acabase un pelín decepcionado conmigo. Tres chicos habían esculpido en cerámica una cabeza sin ojos que representaba "la ceguera humana y todo aquello que el hombre no puede ver por culpa de la sociedad y blablabla"; otras dos compañeras se plantaron con un tubo de cartón sobre el que flotaban estrellitas y dijeron que su obra era "un canto a las estrellas y al cosmos, que está lleno de enigmas esperando ser resueltos" o algo por estilo. Y entonces me tocó a mí:
—¿Qué representa tu escultura?
—Es un niño jugando con un aro.
—Ya veo. Pero... ¿cuál es el mensaje de la obra?
—No tiene mensaje. Es un niño con un aro y ya.
—A lo mejor es una representación de la infancia, no sé.
—Pues no.
—O de la importancia de mantener la mente joven, ¿no crees? Del juego como actividad que...
—Que no. Que sólo es un niño que juega con su aro.
—...
—...
—Vale, José. Puedes volver a tu sitio.
Seco, como me gusta a mí. Y mientras esperáis a una nueva entrega de la serie, esta entrada también va a acabar de forma seca.

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