lunes, 14 de noviembre de 2022

Bajo el polvo 6. Me cago en la puta tecnología

Intuyo que el título de esta nueva entrega del repaso a la morralla que encontré en mi habitación hace ya un par de años le rechinará a más de uno como cuando intentas cambiar de marcha sin haber pisado el embrague a fondo. En mi defensa, diré que la frase no es mía. El autor es Joaquín Reyes, quien interpretando a Arturo Pérez-Reverte la deja grabada en su contestador en el que considero uno de los mejores fragmentos del programa Muchachada Nui.

Y si alguno de vosotros ya conocía esta referencia, mis respetos.

Los trastos de los que hablé en la anterior ocasión estaban relacionados con un concepto inevitable y a veces indeseado: la enseñanza. Pues bien, ahora me toca centrarme en algo que todos los milenials occidentales compartimos: la devoción por cualquier aparato con luces y pitidos, enchufado o a pilas, y que responda a la pulsación de botoncitos. Por ello, calculo que en la publicación habrá más nostalgia que chistes, pero es lo que hay. En fin, paso entonces a mostraros cachivaches varios, empezando por...

Esta cinta



Contemplar este videocasete me intriga por partida doble. En primer lugar, que a principios de los noventa la primera cadena de TVE emitiese dibujos animados los sábados por la tarde, justo después del Telediario, me resulta imposible de creer si no fuese porque el recorte del Teleprograma pegado en la carátula da fe de tan loca idea. En segundo lugar, no logro comprender qué coño me llevó a sentir interés por la serie de Alfred J. Kwak, siendo como era un puto drama de principio a fin: el protagonista (que en la versión española tenía una voz más triste que Luz Casal y Julieta Venegas cantando a dúo) se quedaba huérfano. Había un topo que vivía solo en un zapato y que pasaba a hacerse cargo de él. Un cuervo se dedicaba a putearle en casi todos los capítulos. Y, para más inri, el cuervo se acababa volviendo de un nazi que te cagas (algo de esperar, por otra parte. Que el pajarraco se llamaba Dolf, ¿vale? O sea, ario y en botella). En serio, me gustaría poder viajar atrás en el tiempo para preguntarme a mí mismo por qué.

Este tamagotchi



Al siglo le quedaban dos telediarios (después de los cuales ya no emitían dibujos animados protagonizados por patos tristes y cuervos nazis) y Bandai consiguió que casi todos los críos nos convirtiésemos en padres adoptivos de esta mascota virtual. No tuve que insistirle mucho a mi abuela para que invirtiese una fracción de su pensión mensual en el huevito (que es lo que significa tamagotchi en japota, por si no lo sabíais), adquirido en una nave-juguetería medio escondida a las afueras de mi barrio y que sólo abría un par de meses al año. Muy turbio todo. Y que encima se llamaba RUCA. Muy, muy turbio todo.

La esperanza de vida de cada criatura que surgía en la pantalla de mi juguete electrónico rara vez superaba la semana, lo que provocó que no tardase en cansarme de que se me muriesen los niños como si estuviese intentando criar a una familia en la Edad Media (o en las zonas rurales de Estados Unidos de aquí a unos años. Ya veréis). Entretanto, me vicié bastante repartiendo panes y caramelos virtuales, poniendo vacunas virtuales y limpiando cacas virtuales, hasta el punto de que mi tutora de sexto me confiscó el aparato (a mí, y a toda mi fila) porque no me acordé de silenciarlo y su pirí pirí pirí interrumpió la clase.

También tuve el juego de Tamagotchi para Game Boy, que permitía cuidar hasta seis mascotas e incluía la posibilidad de que las mismas sufriesen una aleatoria y estúpida muerte súbita, algo que a día de hoy aún me sigue poniendo de mala hostia, por lo que prefiero no ahondar en el tema.

Estos sudokus



Está claro que lo mío es dejarme engatusar por los japoneses, macho (ahora que me doy cuenta, la serie de Alfred J. Kwak es medio nipona, lo cual explica muchas cosas). Y es que, si el filósofo y erudito Tito MC cantaba (o algo así) "rapero que pillo, rapero que mato" en uno de sus grandes éxitos, yo, por mi parte, sudoku que pillaba, sudoku que tenía que resolver. Al principio sólo aparecían publicados en el periódico El Mundo y, para que os hagáis una idea de mi adicción, tenía controlado que cada mañana dejaban un taco de ejemplares de este diario ante la puerta de mi antiguo instituto. Pues bien, como si de un yonqui yanqui que atraca una farmacia y sólo birla el OxyContin (tenéis que ver Dopesick, en serio) se tratase, aprovechaba la oscuridad previa al despunte del alba y la niebla vallisoletana para poder robar (sí, ROBAR. Lo puedo decir porque fue hace mucho y ya ha prescrito) uno de los periódicos sin ser visto y seguir alimentando mi sudokudependencia. 

No, el periódico no lo leía. Que El Mundo es una mierda ahora y era una mierda entonces.

De todas formas, a las pocas semanas no había boletín o revista en España que no incluyese la rejilla de nueve por nueve, por lo que, incapaz de dar abasto con las publicaciones, terminé por recortar cientos de ejercicios que a día de hoy aún conservo, y que esperan a ser resueltos cuando tenga tiempo y ganas.

Como imaginaréis, no es que necesitase un generador de sudokus electrónico, habida cuenta del material existente en papel con el que contaba ya, pero a estas alturas de la película deberíais saber que a mí se me antoja TODO. Así que primero cayó el de la pantalla táctil y el puntero (regalo de cumpleaños), y más adelante el pequeñito, que me resultó curioso porque sólo admite números del uno al seis, mira tú. 

Este ordenador



Mi primer PC fue un 386 con Windows 3.11. Años más tarde, el pobre se quedaría corto en lo que a especificaciones y capacidad se refiere y fue sustituido por uno más moderno con unidad de CDs y Windows 98 (detalle que me hacía sentir superior a mi vecino porque el suyo venía con Windows 95 y yo pensaba que esto me hacía ser mejor que él). Víctima de la obsolescencia programada, el de Windows 98 tuvo que dejar paso a un tercer equipo con lector y grabador de DVDs y Windows XP. Y, ley de vida, este último también se tuvo que hacer a un lado cuando me hice con mi primer portátil, el cual incorporaba Windows Vista y me daba la oportunidad de estudiar y hacer trabajos con mis compañeros de ciclo superior (y, por un breve periodo de tiempo, de carrera) fuera de casa.

Teniendo en cuenta la progresión anterior, ¿qué me empujó a acumular 25 cupones del diario ABC y solicitar a mis padres que soltasen cien eurazos por un pedacito de chatarra con Windows CE (Cagarro Edition, solíamos decir que significaba) bastante inservible?

En efecto, el antojo. Eso, y un poquito de envidia, pues un amigo mío (el que quedó primero en el concurso de programación del que hablé en la anterior entrada) también lo tenía y yo quería uno.

No es que pudiese sacarle mucho partido al juguete, la verdad. Eso sí, me curré una pegatina sacada de un fotograma de 2001, una odisea del espacio que queda de lujo en la tapa y que no sale en la foto. En cuanto al uso real del mismo, gracias a mi amigo (un hacha en estas cosas, he de decir una vez más), que logró hacerle correr Linux desde la tarjeta SD, acudí con él a la facultad un par de veces sin que realmente fuera necesario. El profesor de Sistemas Operativos, sorprendido ante la presencia del aparato, me preguntó que qué sistema tenía, y cuando le dije que "una versión modificada de Debian", reaccionó soltando una expresión que le robé como si fuese un ejemplar de El Mundo a la puerta de un instituto y que he usado muchísimo desde entonces:

—Santo Dios.

Este walkman



Uno de los primeros reproductores portátiles de cintas de casete que cayó en mis manos incluía en su tapa, ojo cuidao, un juego de Tetris. Lo recibí como regalo de cumpleaños junto con la banda sonora de, ojo cuidao otra vez, Campeones (los dibujos de Oliver y Benji, no la peli de los chiquillos que juegan a baloncesto y os hacen sonreír como bobalicones condescendientes porque "ay, mírales. Angelicos"). No fueron pocas las veces que me dieron las tantas de la madrugada mientras escuchaba el "o, a, o, a, o, a, o, a, ooooh..." de la cinta y me comía líneas en el videojuego ruso al tiempo que el cacharro, por su parte, se comía a pares las necesarias pilas AA que lo hacían funcionar. No obstante, el utensilio se acabó jodiendo y yo quedé huérfano de walkman hasta que años después los reyes magos me trajeron otro que en realidad era una grabadora, con su botoncico rojo de REC y su altavoz que estuvo atronando una y otra vez el disco (mejor dicho, la cinta) de Celtas Cortos Nos vemos en los bares. Ignoro si fue debido a la voz de Gallo Claudio resacoso que tiene Jesús Cifuentes, pero la grabadora también se acabó jodiendo.

Hubo otros reproductores similares en mi vida, pero no guardo ninguna anécdota destacable de ninguno de ellos. Sin embargo, el de la foto tiene algo especial. Además de ser el único que conservo, fue el primero que adquirí con mis propios ahorros. Incluía una funda que ofrecía cierta protección ante manazas de ésos que siempre acaban jodiendo el walkman (y no miro a nadie porque no tengo un espejo cerca), la cual contaba con un clip para poder engancharlo al pantalón. Y aún me cuesta creer que fuese capaz de aprovechar esta circunstancia para llevarlo conmigo cuando salía a correr, habida cuenta de lo que abulta, pero así era. De hecho, recuerdo "estrenarlo" una tarde de verano recorriendo un circuito del sur de Valladolid que se adentraba en el Pinar de Antequera. Mi amigo y compañero de atletismo Pablo y yo solíamos completar dicho circuito en un tiempo de entre cincuenta minutos y una hora, y aquel día, con armatoste colgando de mi cadera y todo, logré la hazaña de bajar el tiempo a cuarenta minutos (con parada para dar la vuelta al casete incluida y todo), en parte debido a que lo que se estaba reproduciendo era el primer disco (mejor dicho, la cinta) de Rage Against the Machine y eso motiva que no veas.

De todas formas, hace poco probé a experimentar de nuevo lo de escuchar música salida del walkman, pero debido a que los discmans, los reproductores mp3 y Spotify nos han acostumbrado a una calidad de audio cada vez mejor, y a que el paso del tiempo ha ido jodiendo inevitablemente el registro magnético de mis cintas, la experiencia fue, por desgracia, bastante desastrosa.

Es lo que tiene la nostalgia, niños, que se disfruta cuando se recuerda pero suele decepcionar cuando se intenta revivir. Por eso las colecciones de ropa actuales inspiradas en los noventa nos parecen tan horripilantes.

Os lo advertí. Poca gracia. Y lo peor de todo (para vosotros, porque yo me lo estoy pasando en grande) es que la siguiente entrada va a ir de lo mismo. Avisados estáis.

Licencia Creative Commons

No hay comentarios:

Publicar un comentario