viernes, 1 de enero de 2021

Dos verdades incómodas

Lo primero que me veo obligado a hacer, incluso antes de desear que el recién estrenado año sea ligeramente mejor que el que hemos dejado atrás en lo que a epidemias, crisis, terremotos (que el de Croacia de hace pocos días nos pilló de refilón en Austria y no veáis QUÉ PUTO SUSTO) e imbéciles haciendo comentarios de mierda en redes sociales se refiere, es alertar de que esta entrada NO es para niños. Vale, ninguna entrada en mi blog lo es, pero en esta ocasión quiero hacer un hincapié muy gordo porque luego me vienen a montar el pollo papás y mamás que no saben educar a sus hijos y les dejan navegar por internet sin supervisión.

Dejado claro lo anterior, voy a mandaros a todos, literariamente hablando, a una tarde parda y fría de invierno de mediados de los noventa en la que yo, protagonista de la historia (ou yeah, vuelve la tradición a este blog. Es uno de enero y al igual que hice en 2018, 2019 y 2020, os abro la puerta de mi humillante pasado para que las risas acompañen a vuestras resacas), me encontraba dando un paseo con mis padres. Inocente de mí, le solté una frase a mi padre que comenzaba con: "Oye, papá, una pregunta", y fue entonces cuando se desarrolló una brevísima conversación tras la cual me hice mayor de golpe.

Esta introducción in medias res forma parte de un flashback que sufrí hace unos días mientras mi novia y yo hablábamos con Frau Pfefferoni de tradiciones navideñas y no navideñas. Otra cosa que sufrí fue un torcimiento de culo considerable. Bueno, lo sufrimos los tres. Ella porque descubrió que los españoles somos unos tolais de cuidado que pasamos la infancia creyendo en ratones recogedientes y en reyes magos que se montan en una sola noche una maniobra de entrega de paquetes que ríase usted de Amazon Prime, y nosotros porque descubrimos que cuando a un niño austríaco se le cae un diente no pasa NADA, y que la mañana del seis de enero los niños austríacos no reciben NADA. Que pude haberle preguntado si en Austria los chiquillos en vez de tarta de cumpleaños lo que tienen es plato de berza de cumpleaños, pero no lo hice por tres motivos: el primero es porque de entrada hay que respetar a toda aquella cultura que no se dedique a tocarle las narices al prójimo (y los austriacos llevan setenta y cinco años cumpliendo esto); el segundo es porque seguramente habría pecado de ignorante, pues estoy convencido de que hay decenas de tradiciones y actividades interesantes para entretener a los mocosos del país que en estos momentos ignoro miserablemente (y que me propongo descubrir); y el tercero es porque la coña del plato de berza se me acaba de ocurrir, que a mí a esprit d'escalier no me gana nadie.

Como algunos de quienes leéis este blog no os habéis criado en España, voy a hacer un inciso para hablar en más detalle de lo que acabo de contar, que no quiero que se me pierda nadie. Empezando por lo de los piños.

Vale que en muchos países anglosajones existe el "hada de los dientes", y que lo que hacemos en España se extiende a otras culturas, especialmente en Latinoamérica, pero no todo el mundo conoce al Ratoncito Pérez: cada vez que a un chiquillo español se le cae un diente de leche, los adultos le animan a colocarlo bajo la almohada al acostarse durante la noche, pues el susodicho ratón se va a encargar de pasar a recogerlo y entregar algo de dinero a cambio. Y, joder, ocurre tal cual. El zagal se va a dormir con un hueco espantoso en la encía y se despierta a la mañana siguiente siendo cien o doscientas pelas más rico (bueno, lo que corresponda en euros). Que dicho así puede parecer que los niños participan en una operación de tráfico de órganos, pero la verdad es que todo resulta de un bucólico que te cagas.

Pero lo del roedor es una mierda pinchada en un palo al lado de lo que ocurre en España el seis de enero, fecha en la cual los niños reciben la visita de los Reyes Magos de Oriente, que son quienes traen la mierda buena en lo que a regalos se refiere. La vorágine tiene su inicio un par de meses antes, que es cuando los anuncios de juguetes comienzan a aparecer con una frecuencia cada vez más descarada (lo cual a mí me venía de puta madre, pues mi cumpleaños cae por entonces), llegando a ocupar el bloque entero de publicidad entre dibujos animados al llegar diciembre. A este lavado de cerebro infantil nacional se une la publicación del catálogo de juguetes de los grandes hipermercados, el cual incluye la "carta a los Reyes Magos": una hoja en blanco en la que el mocoso enumera por escrito todos los cachivaches que desea. Una vez escrita y ensobrada la carta, toca acercarse al súper o juguetería de turno y hacerle entrega de la misma al "paje real", que no es otro que un pobre subcontratado (o directamente un sufrido reponedor) que se pasa todo el mes de diciembre pelándose los huevos de frío en la puerta del Corte Inglés ante una interminable procesión de mocosos, los cuales le dan la turra con lo de haberse portado muy bien y haber sacado muy buenas notas y tal, confiando en que el "paje" cumpla con su cometido de hacer llegar la misiva a los propios Reyes Magos. 

Para que los niños no tengan duda de que todo aquello es real a tope, la noche del cinco de enero cada ciudad y pueblo medianamente importante del país organiza "la cabalgata": un desfile de carrozas acompañadas de danzarines, animales y frikadas varias y ocupadas por chiquillos y jóvenes encargados de arrojar caramelos al público. Aunque el punto fuerte de dicha cabalgata lo constituye la presencia de Melchor, Gaspar y Baltasar. Sus Mismísimas Reales Majestades, a pocas horas de colarse en tu casa para petarte el salón de regalos, diciéndote "adiós" con la mano en plena lluvia de caramelos. En tu puta cara, niño.

A ver, es de entender que la mezcla de ignorancia y flipe que caracteriza a los infantes les impida darse cuenta del pufo. El cual a veces roza una evidencia insultante, como cuando se tira de celebridades a la hora de representar a los tres protagonistas. Y si no, que le pregunten a los asistentes a la cabalgata que tuvo lugar en Arcos de la Frontera en dos mil doce. Que o bien no hubo tiempo ni ganas de recurrir a un negro de verdad que hiciese de Baltasar, o bien la organización se emperró en adjudicar el papel a Jesulín de Ubrique, pero lo que está claro es que no hubo ni tiempo ni ganas de maquillar al diestro como era debido:

fuente:eljueves
Esta foto me hace reír cada vez que la miro. Os lo juro

En fin, que el desfile termina, los chavales se largan a casa con los bolsillos llenos de caramelos y, antes de irse al sobre, dan lustre a sus zapatos y los dejan bajo el árbol de Navidad para que los Reyes Magos aprecien lo limpios y ordenados que son (no sé, al menos eso se hacía en mi casa. Aunque era mi pobre madre la encargada cada año de untar mis playeras de Kanfort). También suele ser un detalle el poner a disposición de Sus Majestades un plato con turrón y polvorones. Y no sé ahora, pero en mis tiempos había chiquillos demasiado flipados que colocaban un cubo con agua en la entrada de casa para que los camellos (porque esa es otra. Los Reyes Magos viajan en camello) abrevasen tranquilamente mientras sus dueños hacían entrega de la paquetería. 

Y era llegados a este punto de los acontecimientos cuando yo las pasaba putas, pues me metía en la cama con una excitación tal que me impedía dormirme, y la tradición dice que los Reyes no dejan regalos en aquellas casas donde encuentran chiquillos despiertos. Al final caía en una especie de duermevela aderezado con pesadillas alusivas en las que la troupe real se percataba de que no estaba sobando y hacía sonar una horrísona alarma mientras abandonaba mi hogar ignorando mis implorantes lágrimas.

De todas formas, todos estos miedos desaparecían con el amanecer del seis de enero, y yo me levantaba espídico perdido para descubrir no sólo regalos, sino decoración por todo el salón a base de confeti y serpentinas (globos no, que los reyes LO SABÍAN TODO y estaban al tanto de que me daban dan miedo). Además, los dulces navideños del plato desaparecían cada año. Y, por si todo lo dicho no supusiera suficiente evidencia, en una ocasión tuve los huevazos de solicitar a Melchor, Gaspar y Baltasar que plantasen en sendos folios SUS PUTOS AUTÓGRAFOS (no me juzguéis), los cuales descubrí por la mañana, acompañados de una nota manuscrita en la que me felicitaban por haber sacado realmente buenas notas. Vale, la caligrafía era clavada a la que usaba mi padre en las autorizaciones que tenía que rellenar cuando mi colegio nos llevaba de excursión al Henar de Cuéllar, pero eso no era lo importante. Lo importante era que el acontecimiento tenía lugar cada año, y que cada año alguno de mis amigos o primos juraba y perjuraba que había oído el trote de los camellos, le había visto la capa a algún miembro del trío real de forma fugaz en el pasillo o había sorprendido desde la ventana a un paje echándose un cigarrillo en el portal mientras Sus Majestades trasteaban en el salón.

Teniendo en cuenta todo lo anterior, no es de extrañar que yo creyese a pies juntillas que tres señores venidos del otro lado del Mediterráneo dejaban regalos en todas las casas cada seis de enero. Aquello era un dogma de fe y punto. Y yo, todo sea dicho, era muy feliz en mi ignorancia. Insisto: MUY FELIZ. Sin embargo, lo que me empezaba a rechinar era lo del ratón. Y no sólo a mí. Llegó un momento en el que todos los chicos de mi clase andábamos con la mosca detrás de la oreja. No porque la idea de que un roedor se colase en nuestras habitaciones para literalmente comprar nuestras recién caídas piezas dentales hiciese aguas por todas partes, pues nuestros cerebrines aún no tenían la consistencia suficiente como para hacer un análisis crítico de aquello y preguntarse desde cuándo tienen los ratones semejante nivel de inteligencia, o qué motivo puede llevar a un ejemplar de la especie a acaparar dientes humanos. Por no hablar de la logística necesaria para adentrarse en cientos de dormitorios cada noche cargando con monedas de veinte duros y salir con los dientes. Lo que en realidad nos hizo sospechar fue la torpeza de una abuela. Concretamente, la de uno de nuestros compañeros. Y es que el chico había descubierto alarmado una mañana que, cuando despertó, como si del dinosaurio de Augusto Monterroso se tratase, su diente todavía estaba allí. El muchacho, temeroso de que al pobre ratoncito le hubiese atropellado un Renault Mégane de camino a hacer la recogida o algo por el estilo, avisó al resto de miembros de la casa, quienes se arremolinaron en torno a la cama para contemplar la pieza dental. Fue entonces cuando la yaya echó mano al bolsillo de la bata, sacó una moneda y la arrojó sobre la almohada ante la vista de todos, creyendo con espectacular candidez que nadie se había percatado de la jugada.

Joder con la abuela, macho.

Y claro, yo tenía que salir de dudas y desenmascarar la trama Pérez de una vez por todas. Para tal fin aproveché aquel paseo con mis padres del que os he hablado al principio de la entrada y me lancé en busca de la verdad:

—Oye, papá, una pregunta. Eso del Ratoncito Pérez... Es cosa vuestra, ¿no?

—Mira, yo creo que ya tienes edad suficiente para saberlo. Pues sí, lo del Ratoncito Pérez es cosa nuestra.

—Lo sabía.

—Y ya que estamos... Lo de los Reyes Magos también.

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