lunes, 26 de mayo de 2025

Aquel viaje. Segundo madrugón en Siem Reap

Repasemos: el día anterior habíamos salido de la cama a las tres de la madrugada (a las putas tres de la madrugada, concretamente) para tirarnos toda una jornada visitando templos guiados por nuestro adorado conductor de tuk tuk Perún. Después, pasamos la tarde callejeando por Siem Reap, y cuando nos dirigíamos al hotel en busca del necesario sueño reparador, un grupo de desconocidos que pronto dejaron de serlo nos invitaron a salir de fiesta con ellos. Jorge pasó pero yo me uní.

Y se me hizo de día (con lo cual el título de la entrada no tiene mucho sentido, ahora que lo pienso. Pero bueno, mejor lo dejo así que no quiero liarme).

Por ello, la mañana de la jornada que nos ocupa comenzó conmigo buscando a un conductor de tuk tuk que pudiese llevarme de vuelta a mi alojamiento a tiempo para continuar las visitas guiadas que habíamos contratado con Perún. Mi móvil, que en aquel momento contaba con un seis por ciento de batería, no tenía acceso a internet, ya que, si bien tanto en Tailandia como en Vietnam me hice con sendas tarjetas SIM, nuestra breve estancia en Camboya me hizo descartar esta opción. Y tampoco es que contase con amanecer alejado del hotel, la verdad. Por ello, tuve que indicarle el camino al pobre hombre que me recogió como buenamente pude, desde el asiento de atrás y estirando mi brazo hacia adelante como un ridículo mascarón de proa que le iba señalando qué dirección tomar.

Cuando llegué a mi destino, vestido con las ropas del día anterior y con unas ojeras que no cabían por la puerta, Perún ya estaba allí y charlaba animadamente con el recepcionista. Tras pasar ante ellos dedicándoles un agónico good morning, pude ver por el rabillo del ojo cómo se daban algún que otro codazo, al tiempo que nuestro guía me lanzaba una sonrisilla cabrona que le duró el resto del día.

Jorge, que acababa de levantarse en ese momento, me vio entrar en la habitación y me confesó que su preocupación había sido tan grande, al no saber nada de mí, que llegó a telefonear a su novio buscando consuelo, pues la perspectiva de tener que repatriar mi cadáver tomó forma dentro de su cabeza (y no le culpo, que yo en su lugar me habría sentido igual o peor). No obstante, me felicitó por haber desaparecido aquella noche, pues por lo visto un grupo de adolescentes habían tomado el hotel (piscina bajo nuestra habitación incluida), convirtiendo el lugar en el escenario de mi peor pesadilla, llegando a tal punto que Jorge tuvo que bajar a recepción a quejarse para acto seguido subir a la habitación contigua a la nuestra acompañado del recepcionista nocturno (quien, según afirmó mi amigo y compañero de viaje, no parecía capacitado o no tenía lo que había que tener para resolver aquella inconveniencia), aporrear la puerta y montarles un pollo de padre y muy señor mío, haciéndoles saber que, si no podían refrenar sus ganas de jarana y de dar por culo, podían irse a la zona de bares de Siem Reap, que tampoco estaba tan lejos.

Fíjate, igual se habrían encontrado conmigo y todo.

Tras una ducha que no ayudó a que me librase de mi cansancio, le conté a Jorge que se nos había invitado a unirnos al grupo del día anterior a cenar y él, que se apuntaba a todo siempre y cuando no le quitase horas de sueño, dijo que por supuesto.

Bajamos entonces a desayunar, y yo no tomé café porque el del hotel sabía a mierda (y muy malo tiene que ser el café para que yo lo rechace), pero sí que pedí que por favor me cociesen un par de huevos que pudiesen ayudarme a afrontar el día que se avecinaba. Tras dar cuenta de la primera comida del día, subimos al tuk tuk y yo le pedí a Perún que parásemos en algún sitio a tomar café, so pena de que mi cerebro cerrase sesión definitivamente y yo acabase cayéndome de su vehículo, pero no debió darse cuenta de mi solicitud, o se le olvidó, y aquel día no hubo café.

Nuestra primera parada fue un templo con muchas escaleras del que hablaré en otra entrada en la que voy a enumerar todos los que visitamos (o los que recuerde, ya veré). Después, recorrimos un huevo de kilómetros (y durante este trayecto Perún se giró varias veces para preguntar a mi cadáver "are you ok?" entre risas, el muy perro). Por el camino, entre otras cosas, pasamos ante este curioso puesto de cestas del que no me acordaba hasta haber visto otra vez la foto hace cinco minutos:


Otra estampa curiosa que pudimos ver fue la de este monje protegiéndose del sol a la entrada de un comercio:


Llegamos así a una zona de senderismo que, según nuestro guía, nos llevaría a una cascada tras cuarenta minutos de caminata por la montaña.

Está claro que elegí un mal día para no dormir.

Y oye, será porque estoy más o menos en forma o porque puse el piloto automático, pero no fue nada difícil alcanzar nuestro destino a pie. Tras contemplar las ruinas de lo que tiempo ha fue otro de los templos del lugar, llegamos a la famosa cascada. Nos tocó esperar durante un rato a que una pareja de australianos se quitasen del puto medio, y entonces pude hacer uso del filtro de densidad neutra que me había traído y sacar esta foto:


Volvimos por el mismo camino, y una vez en el lugar donde Perún nos había dejado un par de horas atrás (un claro en el bosque junto a la carretera con varios puestos de souvenirs), varios críos se nos acercaron pidiéndonos un dólar. Jorge les preguntó que por qué no estaban en el colegio en ese momento, y yo le pedí que por favor se callara porque a lo mejor la respuesta a esa pregunta no iba a ser agradable de escuchar.

Durante el largo camino de vuelta (el cual incluyó otros tantos "are you ok?" de cachondeo) Perún paró a repostar su tuk tuk, y quiso invitarnos a una cerveza en el bar de una especie de cochera que hacía las veces de gasolinera pero yo preferí que cayese una cocacola porque iba a agradecer la cafeína y el azúcar.

Nuestra siguiente parada coincidió con la hora de comer, y nuestro tuktukero nos dejó en un restaurante ligeramente pijo para los estándares de la zona que, para bien o para mal, no contaba con hamacas como el de la víspera. Esto no impidió que, en los minutos que transcurrieron desde que pedimos hasta que nos sirvieron la comida, yo me quedase dormido en mi asiento como si fuese la pobre Eloísa en el programa de Juan y Medio.

Y oye, ya que me acabo de quedar sopas en la historia, creo que es buen momento para hacer una pausa y dejar el resto del día para la siguiente entrada, ¿no?

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lunes, 19 de mayo de 2025

Aquel viaje. Coladas

Es posible que la que estáis a punto de leer sea la entrada más corta de la serie dedicada a mi viaje a Tailandia, Camboya y Vietnam. Resulta que, cuando empecé a tomar notas para estructurar toda la historia, vi que además de contar lo que ocurrió de manera secuencial, podría hacer varios altos en el camino metiendo posts temáticos que recogiesen hechos comunes ocurridos en distintos momentos de mi estancia por allá. Los trayectos en taxi, o las sesiones de masaje, entre otros, son ejemplos de lo que estoy intentando explicar en un párrafo destinado únicamente a llenar esto de paja.

Sin embargo, en lo referente a lavar la ropa, dicho evento sólo tuvo lugar cuatro veces, y aunque las notas que tomé acerca de ello dan la impresión de llenar un espacio decente, la verdad es que lo puedo contar en literalmente cuatro frases y echaros de aquí antes de lo que considero honrosamente aceptable, pero es lo que hay, así que allá vamos.

Creo que lo he mencionado anteriormente, pero mientras Jorge y yo planificábamos el viaje, descubrimos que teníamos diferentes maneras de encarar el problema de la ropa sucia. Él contaba con hacerse responsable de su colada, y no fueron pocas las veces que mencionó la existencia de un detergente en seco que pretendía incluir en su equipaje, amén de una cuerda de tender. De hecho, cuando llegué a Bangkok poco después que él (pues Jorge, media semana antes que yo, había volado a Krabi, en el sur, para bañarse en sus playas, hacer kayak, visitar algún que otro templo y conocer a una pareja de brasileñas muy majas), se encontraba en pleno proceso lavandero en la habitación del hotel.

Yo, por mi parte, dándomelas de señorito, decidí que no iba a perder tiempo en lavar mis ropas y que buscaría algún lugar cuando hiciese falta en el que poder hacer lo propio. Y, si esto no fuese posible, ya me compraría ropa barata que me hiciese el apaño.

Inciso: si alguien quiere criticarme por caer en el fast fashion con lo que acabo de decir, que sepa que separo mi basura y no tengo ni hijos, ni coche, ni mi propia piscina privada, así que mi cupo ecológico está cumplido CON CRECES.

La primera vez que tuve que hacer uso de un servicio de lavandería fue en Camboya, el día que aterrizamos en Siem Reap. Imbécil de mí, hice entrega de mi ropa sucia con cierta preocupación, y es que el lugar no destacaba precisamente por su nivel de higiene: diferentes prendas y juegos de cama se encontraban tendidos en plena calle, sometidos al polvoriento pasar de los coches y al corretear de algún que otro perro de los que no saben lo que es un baño. Sin embargo, la sorpresa y la lección de humildad que me llevé al recoger lo mío al día siguiente fueron mayúsculas: mis ropas se encontraban limpísimas, y a ello había que añadirle una suavidad y un perfume como pocas veces había experimentado. Cuando le mostré el resultado a Jorge, él tampoco se lo podía creer.

Días después, mientras nos encontrábamos en Cát Bà, repetí el proceso. Esta vez en un local que, amén de lavandería, también era una tienda en la que se encontraban a la venta... utensilios de pesca. Os lo juro. Del resultado de este lavado mejor os hablo al final, que es lo único medianamente gracioso y así aprovecho para rematar la entrada.

La tercera colada tuvo lugar también en Cát Bà, el día antes de partir hacia Tam Cốc. Resulta que el día de excursión que pasamos con las dos valencianas a las que conocimos allí estuvo tan pasado por agua que Jorge y yo tuvimos que comprarnos camisetas en el restaurante en el que nos dieron de comer:

Let your dreams blossom

Pues bien, mi mochila, veinticuatro horas después de dicha excursión, seguía empapada. Por ello, pedí en recepción un lavado y secado de emergencia de la misma. Que sabía que el hotel contaba con este servicio porque Jorge y yo, miserables de nosotros, nos colamos en la azotea del hotel en un momento de nuestra estancia en el que no teníamos nada mejor que hacer y vimos las lavadoras, las secadoras y la ropa tendida. Pues bien, a la mañana siguiente pude recoger la mochila en el mismo sitio. Limpia, seca y con olor a mimosín vietnamita incluido.

Finalmente, y poco antes de concluir este viaje, volví a dejar mi ropa en una lavandería. Esta vez, en Tam Cốc, en un local situado frente a nuestro hotel. La lavandera, al igual que había ocurrido en las anteriores ocasiones, me indicó que mi colada estaría lista al día siguiente. A pesar de que el local se hallaba sepultado bajo montañas de bolsas de ropa, así fue: las prendas estaban limpias y olían muy bien cuando pasé a recogerlas.

Por cierto, no recuerdo cuánto pagué en cada caso, pero aquello resultó barato, incluyendo el lavado y secado de emergencia de mi mochila castigada por la lluvia torrencial, así que en general, lo recomiendo.

Y ahora los detalles de la segunda colada. Como ya he dicho, Jorge había decidido ser su propio lavandero, pero logré convencerle para que él también hiciese uso de este servicio tras el idílico resultado obtenido en Siem Reap. Por ello, en Cát Bà, acudió conmigo a la lavandería/tienda de artículos de pesca. Dos dependientes nos atendieron y recogieron nuestras prendas por separado. Y al día siguiente nos encontramos un escenario bastante distinto al idílico de Camboya: en esta ocasión, prendas suyas se encontraban en mi colada y viceversa. Y lo peor de todo es que olían raro. Como a comida para peces.

Creo que Jorge aún me odia por ello.

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lunes, 12 de mayo de 2025

Aquel viaje. La tarde en Siem Reap que no terminó nunca

Tras una mañana visitando templos que había comenzado mucho más pronto de lo habitual a la que había seguido un rato de descanso en la piscina del hotel, Jorge y yo fuimos andando al centro de Siem Reap, pero antes de ello me acerqué a por la colada que había dejado pendiente la tarde anterior.

Por el camino que nos llevaba al centro nos tocó parar más de una vez para chocar los cinco con los muchos críos que salían a nuestro paso gritando high five! High five! entre risas, y ya que no habíamos probado el café en no sé cuántas horas, nos metimos en una cafetería estilo Starbucks para que nuestros cerebros repostasen adecuadamente. Una vez espabilados, continuamos nuestro callejeo, el cual nos llevó a un mercado de artesanía cuyas pijadas a la venta nos atrajeron como canto de sirenas. Y es que en uno de los primeros stands por los que pasamos había expuestos bolsos y estuches de distintos tamaños confeccionados con tela de sacos viejos. La dependienta nos contó que se los compraba a una especie de oenegé de comercio justo que empleaba a mujeres en riesgo de exclusión social y tal, y Jorge picó y compró una funda de portátil para su novio.

Y yo piqué y me compré este estuche que ahora uso para guardar monedas y billetes de distintos países:


¿Que por qué digo que picamos? Pues porque, o bien la susodicha dependienta nos la había colado, o la supuesta oenegé contaba con una cadena de producción que ríase usted de Inditex. Y es que minutos después descubrimos que los mismos bolsos y estuches se encontraban a la venta en decenas de lugares diseminados por toda la ciudad. Y muchas veces, a mejor precio.

El paseo nos llevó entonces a una zona con otro tipo de puestos. Esta vez, de comida, y a un precio sospechosamente barato para los estándares de Siem Reap. Y si esto no fuese suficiente motivo para hacernos levantar una ceja, el fuerte y nada agradable olor que invadía la zona nos terminó de convencer para pasar de largo y buscar un lugar que inspirase más confianza a dos paranoicos como nosotros.

Un par de días después, un grupo de españolas nos haría descubrir que habíamos tomado la decisión correcta.

Al final nos decantamos por uno de los restaurantes de la zona turística y nos comimos una pizza, que igual a alguno le parece un sacrilegio eso de volar a la otra punta del mundo para consumir algo que pueden servirme a cincuenta metros de casa, pero estaba buena. Y eso es lo que cuenta.

Después de cenar, aprovechando que estábamos en el centro, Jorge buscó en las tiendas de souvenirs de la zona la dichosa tela que le permitiese hacerse un mantel para la mesa del salón, pero fracasó en su intento. Yo, mientras tanto, me dediqué a sacarle fotos al cocinero de un restaurante cercano cuyo fogón se encontraba en la calle, pues las llamaradas que provocaban lo que fuese que estaba preparando constituían un espectáculo muy efectivo a la hora de atraer comensales. El problema es que, incluso aunque el hombre me avisaba con gestos para que pudiese retratar su performance, no logré echar ni una triste foto decente, por lo que, al igual que Jorge, yo también fracasé en lo que estaba intentando.

Decididos a dar por terminada la jornada, caminamos de vuelta al hotel, pasando en nuestra ruta por un local de masajes que, en esta ocasión, no contaba con personal que nos abordase como la tarde anterior (o que estuviese dentro, tirado en el suelo, bajo la influencia de alcohol y/o estupefacientes, como la tarde anterior), por lo que decidimos entrar y recibir un masaje del que tengo pendiente hablar en otra entrada porque soy así de ruin.

Tras esto, volvimos a pasar por el bar de la víspera, y aquí repetimos la misma escena casi al pie de la letra: pedimos dos long island con la intención de charlar tranquilamente y, al poco de ser servidos, comenzó una actuación que nos impidió abrir la boca.

Después de unos minutos de música en directo, y conscientes de que lo largo que había sido el día y de que ya tenemos una edad, Jorge y yo consideramos, ahora sí, que era buen momento para recogerse hasta la mañana siguiente. Peeero... por el camino, y mientras pasábamos junto a una de las muchas terrazas diseminadas por la calle, Jorge me dijo:

—José, esa gente nos ha saludado.

A lo que yo respondí:

—Qué coño. Aquí no nos ha saludado nadie.

Y él:

—Que sí, que nos han saludado. Vamos a ver.

Así que fuimos a ver. Dimos media vuelta y nos acercamos a una de las mesas, desde la que un grupito de gente, efectivamente, nos había hecho así con la mano. Tras presentarnos, recibimos la oferta de encontrarnos con ellos en el centro más tarde, ya que pensaban tomar algo en un bar que se llamaba nosequé (no, no me quedé con el nombre en el momento). Sin embargo, el cansancio del día pesaba, así que declinamos amistosamente su propuesta y volvimos a ponernos en marcha. Peeero... la idea de juntarnos con gente totalmente desconocida en un país tan alejado de casa resultaba interesante. Bueno, en realidad me resultaba interesante a mí, porque Jorge, a aquellas alturas, sólo quería dormir.

Y tras unos minutos dando vueltas a las diferentes posibilidades, terminé por decir a mi compañero de viaje: "sujétame los souvenirs un momento, que te veo luego en la habitación" y me volví caminando al centro, yo solo, en busca de dicho bar.

Primero pregunté a un grupo de masajistas que, en la puerta de su correspondiente local, me dijeron que no les sonaba nada parecido a nosequé, pero que si quería un masaje. Y yo que no, que gracias, que acababa de darme uno. Luego probé con un chiquillo que deambulaba por allí, y él también negó saber de tal sitio para después pedirme un dólar. Pero yo no tenía suelto, se siente, chico, así que intenté por tercera vez, esta vez preguntando a un hombre parado en mitad de la calle. Este hombre, que tampoco conocía el bar nosequé, me preguntó entonces que si quería comprarle cocaína (os lo juro) y yo ya estaba a punto de concluir que aquello era una broma pesada que gustaban de gastar a turistas panolis como yo cuando vi que, allí mismo, el lugar existía, y una de las mesas de su terraza estaba ocupada por la misma gente que nos había hecho así con la mano poco antes.

Me uní a ellos, y sus expresiones de estupor (pues no contaban con que ninguno de nosotros aceptase su propuesta) dieron paso a un clima muy agradable acompañado por un par de copas (que pedí sin hielo, pues os recuerdo lo de mi miedo constante a las intoxicaciones alimentarias). Me contaron que eran de Tailandia y que querían abrir un bar en la zona. Y esto me hizo sospechar que igual el motivo de su cortesía hacia mí era el sablarme de alguna manera, pero no fue así. Tras un rato de charla en aquella terraza, fuimos a un club en el que pedimos una botella de Jack Daniels y varias cocacolas para compartir.

No sé si fue al tercer o al cuarto Jack Daniels, pero llegó un momento en el que dejó de importarme lo del hielo. Y horas después, cuando en mitad de la noche nos fuimos a comer algo a un local que, milagrosamente, aún se encontraba abierto, tampoco es que me importase mucho el contenido de los platos. Eso sí, la parte de mi cerebro que aún razonaba decidió sacar una foto por si acababa en urgencias y me tocaba dar explicaciones:

Hay huevo, sopa de arroz, verduras y creo que pescado

Pero no, no acabé en urgencias. Seguí de fiesta con esa gente toda la noche haciendo caso omiso a lo que el sentido común le estaba pidiendo a gritos a alguien tan viejo como yo, y cuando decidí volver al hotel (tras prometer que al día siguiente volveríamos a vernos, y que esta vez Jorge también se uniría), el día comenzaba a clarear.

Lo del viacrucis en que consistió mi retorno lo dejo para otra entrada, ¿vale?


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lunes, 5 de mayo de 2025

Aquel viaje. Primer madrugón en Siem Reap

Existen varios motivos por los que alguien deba salir de la cama a las tres de la madrugada para no regresar hasta la noche siguiente, y la mayoría son malos. No obstante, en el día que os estoy empezando a contar no me costó demasiado ponerme en pie a tan intempestiva hora, pues a Jorge y a mí nos aguardaban los templos de Angkor, y como ya he dicho varias veces en este blog, llevaba deseando hacer esa visita desde que tenía once años.

Quien también tuvo que pegarse el madrugón fue Perún, el conductor de tuk tuk a quien introduje en mi anterior entrada. Perún y su vehículo se encontraban en la puerta del hotel cuando Jorge y yo salimos cargados con los desayunos que habíamos encargado la noche antes.

Iluminados por hileras de farolas, llegamos a las taquillas del complejo, y allí tuvimos que obtener la entrada. No recuerdo cuánto me costó ni me importó en su momento, habida cuenta de la expectación que sentía entonces. Expectación que, por otra parte, no disimuló la cara de sueño con la que salgo en la foto que tuvieron que hacerme para plasmar en el pase que nos permitiría acceder a los diferentes templos durante los siguientes dos días.

¿Qué le voy a hacer? Cuando he dormido poco y no he tomado café, se nota.

Una vez finalizados los trámites pertinentes, Perún nos dejó en la entrada de Angkor Wat, acordando que nos recogería en el mismo sitio a las tres horas. A aquella hora aún no había empezado a clarear, así que Jorge y yo tuvimos que adentrarnos en la penumbra mientras confiábamos en que seguir los pasos de los muchos turistas que portaban linternitas nos llevaría al sitio adecuado.

A los pocos minutos, mientras las torres del icónico templo comenzaban a mostrarse a lo lejos, Jorge y yo nos sentamos a dar cuenta de nuestros desayunos take away (el mío con huevo, por supuesto). Tras suplir nuestras necesidades nutricionales, yo me dediqué a hacer pruebas con la cámara, buscando el mejor encuadre para retratar la escena (el mejor dentro de las limitaciones, pues los sitios preferentes para sacar la foto llevaban un buen rato tomados por turistas más madrugadores). Finalmente, a pocos minutos de que apareciese el sol, saqué varias fotos, y creo que ninguna le hace justicia al lugar:





Después nos adentramos en el templo en sí, y yo me quedé con el culo torcido en varias ocasiones debido a su espectacularidad. Que me gustaría a mí contar con la calidad narrativa necesaria para poder transmitiros todo aquello, pero como no es el caso, os voy a dejar por aquí alguna foto para que os hagáis una idea de, por ejemplo, sus torres:


Sus pórticos:


La decoración de sus fachadas:


O uno de los detalles que más me maravilló. Un interminable mural grabado en piedra representando escenas de batalla cuya historia, como podréis imaginar, no me molesté en averiguar:


Tras un par de horas vagando por el lugar con los ojos como platos, Jorge y yo abandonamos el complejo y volvimos a encontrarnos con Perún a la entrada del mismo. Aunque, tal y como vaticinó mi compañero de trabajo en su día, fue Perún el que se encontró con nosotros en medio de la multitud. Que suena fatal, pero es que por aquel entonces aún no nos había dado tiempo a quedarnos con su cara. Eso sí, si tuviese que reconocerle ahora, no me costaría ningún trabajo. No sólo porque en mi salón hay una foto de los tres, sino porque se portó tan bien con nosotros durante aquellos días, que dejó huella en nuestros corasonsitos y tal.

En fin, dejémonos de moñerías y sigamos. Perún nos llevó a otros templos de los que tendré que hablar en entrada aparte porque fueron muchos, mientras nos ofrecía una botella de agua fría detrás de otra para soportar el calor de la jornada. Llegada la tarde, hicimos alto en un restaurante en el que Jorge demostró que había superado su fobia al arroz (y menos mal, porque dime tú si no de qué se iba a alimentar durante tres semanas por estas latitudes, el pobre):


Al terminar de comer, Perún nos estaba esperando en la puerta del restaurante. Pero no para partir inmediatamente. Nuestro guía reposaba felizmente en una hamaca y nos invitó a unirnos a él y ocupar un par de las que se encontraban vacías con la idea de descansar un rato antes de continuar nuestra visita.

Cayó una siesta que me supo a gloria, oye. Y nosotros quisimos aún más a Perún (y también al dueño del local por haber tenido tan genial idea).

Esta pausa reparadora nos ayudó a encarar el resto de la tarde, aunque es cierto que nos dimos una paliza considerable yendo de acá para allá. Por ello, agradecimos el rato de piscina del que pudimos disfrutar una vez de vuelta en el hotel.

¿Os parece cansado todo esto? Pues ya veréis lo que me esperaba para el resto del día.

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