lunes, 30 de junio de 2025

Aquel viaje. Minutos literarios

Nuestra última jornada en Camboya tocaba a su fin y Jorge y yo cruzábamos sin problema el control de pasaportes del aeropuerto de Siem Reap. Quien no pudo decir lo mismo fue una joven argentina con la que coincidimos en aquellos mostradores. Tenía no sé qué problema con su documentación y su inglés no le daba para entenderse muy bien con el funcionario que le impedía llegar a las puertas de embarque. La parte de mi conciencia que quiso echar una mano tuvo que callarse cuando se impuso la parte de mi conciencia que creció en un ambiente social caracterizado por el "no te metas donde no te llaman", así que mientras hacíamos tiempo hasta que tocase subir al avión que nos alejaría de aquel increíble país, y tratando de disipar el sentimiento de culpa que me invadía por no haber ayudado a aquella chica que, ¿quién sabe? Quizá a estas alturas, como si de Tom Hanks en La terminal se tratase, aún sigue atrapada en el control de pasaportes, víctima de la burocracia camboyana y de su limitado nivel de inglés, me acerqué al duty free y eché un ojo a los libros que estaban a la venta.

De entre todos ellos, os voy a hablar aquí de tres: uno que quise comprar y no compré, uno que no compré pero que sí tengo y otro que sí que compré.

El que quise comprar y no compré, titulado La guía de Angkor. Tu compañero esencial en los templos es, como su nombre indica, una guía de los templos de Angkor. Y es precioso. Resulta que no sólo describe en detalle las estructuras que Jorge y yo recorrimos ensimismados durante dos días, sino que a las fotografías que reflejan el estado actual de cada templo se superponen transparencias con ilustraciones recreando cómo lucían siglos atrás, con colorines y todo.

El problema es que es un libro gordo. Y de tapa dura. Así que me tocó reprimir el deseo de hacerme con él cuando lo tuve en mis manos porque aún teníamos por delante medio viaje y no quería añadir más peso a mi mochilón. De todas formas, un libro tan espectacular sería fácil de conseguir cuando estuviese de vuelta en Austria, ¿no?

Pues no. Resulta que este tomo, de no adquirirse en el propio aeropuerto o en un puñado de hoteles de Siem Reap por un precio de treinta dólares, sólo está disponible en Amazon o en Abebooks, y vale noventa. NOVENTA (de segunda mano, además). Cuando descubrí este desalentador detalle una vez hubo concluido nuestro viaje envié un email al aeropuerto preguntando si me lo podrían enviar directamente, lo que dio lugar a un intercambio de correos con triste final que voy a reproducir a continuación:

Estimado Sr. Aeropuerto:

Hace unos días localicé en el duty free un libro que me habría gustado comprar: La guía de Angkor. Tu compañero esencial en los templos. Sin embargo, no pude hacerlo debido a un problema de espacio en mi equipaje.

Me gustaría saber si podría ponerme en contacto con alguien responsable de la tienda para poder comprar dicho libro y enviarlo a mi dirección actual en Austria, haciéndome responsable de los gastos de envío necesarios.

Muchas gracias y saludos.

Joseá

***

Estimado Sr. Joseá:

En este momento dispongo de existencias del libro que desea adquirir. Por favor, indíqueme su dirección y cuántas copias necesita.

Atentamente,

Aeropuerto

***

Estimado Sr. Aeropuerto:

Muchas gracias por su respuesta. Querría adquirir sólo una copia del libro. Y la dirección de envío sería Austria. Antes de facilitarle la dirección completa, ¿podría por favor indicar cuál sería el precio total, incluyendo el coste del libro y los gastos de envío?

Un saludo.

Joseá

***

Estimado Sr. Joseá:

Tras solicitar presupuesto a DHL, le informo de que el coste total por enviar el libro a Austria, desglosado, sería el siguiente:

Precio del libro: 29,00 $
Gastos de envío: 127,80 $
Impuesto bancario 2%: 3,14 $
Total: 159,94 $

Este presupuesto es válido hasta el final de diciembre de 2022. Si está de acuerdo con el mismo, puede pagar vía transferencia bancaria o tarjeta VISA.

Atentamente,

Aeropuerto

***

Estimado Sr. Aeropuerto:

Muchas gracias por su respuesta. Lamentablemente, los gastos de envío sobrepasan mi presupuesto, por lo que no voy a adquirir el libro en este momento.

Agradeciendo la asistencia ofrecida se despide,

Joseá

Si alguien tiene pensado visitar Siem Reap próximamente, que me avise, que le voy a hacer un encargo para cuando pase por el aeropuerto.

El segundo libro, que no compré pero que sí tengo (y esto es debido a, ejem ejem, cierta razón que termina en .epub, .mobi o, en el peor de los casos, en .pdf) se llama Cómo llegó Pol Pot al poder. Me pareció interesante porque, si su nombre da lo que promete, en sus páginas se debería encontrar una explicación a cómo tuvo lugar uno de los más horribles genocidios de nuestra historia reciente (porque ya lo he dicho aquí alguna vez: ya está bien de simplificar estos episodios con el nombre del dictador de turno, una fecha y un número de muertos como si fuese el resultado que da la báscula al pesar la fruta en el Alimerka).

El problema es que este libro es denso de cojones. No he conseguido llegar a la mitad del mismo, y en el camino he tenido que tragarme una descripción muy exhaustiva y nada literaria de alternancias políticas descritas con un nivel de detalle tal, que me hacen sentirme como si me estuviese leyendo el BOE camboyano. Pero bueno, sigo prometiéndome a mí mismo que algún día seré capaz de concluirlo.

Y el último libro, que sí compré allí mismo, y que está relacionado con el tostón anterior, se llama Generación perdida, la historia del rock and roll camboyano. Os pongo una foto para que veáis que esta vez he sido legal:


Debido a que hace algunos meses me tocó sufrir de lo lindo en este blog mientras trataba de comentar un libro no voy a caer en la misma trampa. Resumiendo mucho, diré que este ejemplar relata cómo Camboya experimentó la influencia de estilos musicales occidentales durante la década de los sesenta y setenta. Sus más célebres intérpretes, como Sinn Sisamouth (que llegó a grabar más de quinientas canciones), Ros Sereysothea o Pan Ron no sólo versionaron al jemer éxitos como House of the rising sun, Proud Mary o You've got a friend, sino que dieron comienzo a un género con identidad propia que se fue a la mierda cuando Pol Pot se hizo con el poder en el país.

De todas formas, si esta reseña se os ha quedado corta y tenéis más ganas de que hablemos de música, esperad a la siguiente entrada, que os vais a hartar.

Licencia Creative Commons

lunes, 23 de junio de 2025

Aquel viaje. Tercer madrugón en Siem Reap

Si habéis seguido cada una de las entradas que llevo escritas hasta la fecha relativas al interminable viaje que estoy relatando a lo largo de este año, pensaréis que todo lo que vivimos Jorge y yo fue divertido y alegre, y que si hubo algún detalle negativo, ahora puedo quitarle peso envolviéndolo en un par de chistes. Sin embargo, hoy voy a romper esa tendencia porque la entrada que vais a leer viene con detalles que siguen quedando crudos por muchas vueltas de sartén que pueda darles. Avisados quedáis.

Aquella mañana siguió a una noche reparadora, pues por primera vez en bastantes días, decidí que no estaría mal hacer una excepción, finalizar la jornada a una hora decente (más o menos) y descansar como es debido. Lo primero que hicimos fue dar cuenta del desayuno (el mío incluía dos huevos fritos, por cierto), y lo segundo encontrarnos con nuestro tuktukero Perún, quien nos llevó al segundo lugar más famoso de la zona después de los templos de Angkor: el lago Tonlé.

Resumiendo mucho, esta masa de agua ha sido fundamental para la economía de la zona durante siglos debido a lo fértil de sus riberas para el cultivo de arroz y a la pesca que proporciona a los habitantes de la zona. Habitantes que, por otra parte, viven EN el lago, ya que sus residencias son palafitos situados sobre la superficie. Y al tiempo que muchos de los lugareños dedican sus días a preparar redes con las que atrapar los peces del lago, algunos han conseguido preparar otra clase de red con la que atrapar a turistas. Turistas como Jorge y como yo. Permitidme que entre en detalles.

Para empezar, la carretera al Tonlé cruza por varios pueblos y aldeas cuyos habitantes no cuentan con el poder adquisitivo de quienes residen en Siem Reap. Recorrer este camino viendo a no pocos niños y adultos que nunca han sabido lo que se siente al ponerse un par de zapatos, pues impresiona, chico. Impresiona para mal, evidentemente. Y esa impresión se mantenía cuando dejamos atrás aquel panorama y llegamos a un control en el que dos militares con pinta de Action Man nos vendieron la entrada al lago por nada más y nada menos que veinte señores dólares por cabeza. También nos sugirieron que hiciésemos uso del retrete porque a partir de entonces lo tendríamos complicado.

Tras el pago y vaciado de vejigas, Perún nos llevó hasta el embarcadero, y durante los pocos segundos que pasaron entre bajar del tuk tuk y subir a la embarcación que nos adentraría en la zona de los palafitos, una pareja allí situada nos sacó una foto a Jorge y a mí que, cual si de montaña rusa se tratase, podríamos recoger comprar revelada al volver.

Además del barquero, los únicos ocupantes de aquella lancha éramos Jorge y yo. Jorge se sentó cerca de aquél y los dos fueron dándose conversación el uno al otro durante el trayecto, pero yo me quedé más hacia atrás y aproveché la soledad de mi sitio para sacar fotos como éstas:




Dicho trayecto finalizaba en una especie de bar-restaurante que en ese momento estaba vacío (yo creo que lo abrimos nosotros, fíjate). El barquero, antes de desaparecer, nos indicó que volvería a por nosotros más adelante, y Jorge y yo nos quedamos allí a merced de quien estuviese al mando sin saber muy bien qué hacer.

Entonces apareció el que intuyo era dueño de aquel lugar. Nos ofreció tomar algo y nosotros declinamos la propuesta educadamente. Su segunda oferta consistió en dar de comer a los cocodrilos que chapoteaban bajo nuestros pies. Sí. Cocodrilos:


Os comento: la tontería de echarles un pescado atado a una cuerda a los bichos costaba seis dólares. Yo dije que no me interesaba al tiempo que mentalmente le rezaba a Buda para que aquella estructura no se hundiese bajo nuestros pies, pero Jorge apoquinó por la experiencia y yo poseo unas fotos muy graciosas que no voy a compartir aquí en las que mi compañero de viaje aparece sorprendido al ver cómo los cocodrilos devoran la pieza.

La tercera oferta consistió en un paseo en canoa por el manglar, a cinco dólares cada uno, y puesto que la alternativa a aquello sería esperar la vuelta del barquero como dos pasmarotes, dijimos que vale, que venga la canoa. Pagamos pues por dicho paseo y entonces el hombre hizo llamar a quien nos llevaría por la zona: dos niñas. Dos niñas de nueve y once años que estaban dedicando la mañana a trabajar paseando a turistas por el manglar. Y mientras Jorge intentaba suavizar la experiencia sacándole conversación a la mayor de las dos, la más pequeña y yo callábamos, aunque se podía leer en nuestras miradas lo que pensábamos: que ninguno de nosotros tendría que estar subido a esa canoa.

Tras aquellos incómodos minutos (y no por la postura que mi cuerpo de metro ochenta y nueve tuvo que adoptar en la barquita precisamente) que incluyeron una parada frente a una segunda canoa-kiosko (desde la que una mujer nos quiso vender bolsas de patatas y logró colarme, por otros cinco dólares, varios cuadernos y lápices "para regalar a los niños de la zona"), así como el pasar por delante de la escuela en la que las dos chiquillas estaban aprendiendo, entre otras cosas, el inglés con el que poder hablar con Jorge, volvimos al bar-restaurante de los cocodrilos. Antes de abandonar la canoa, repartí parte del recién adquirido material escolar entre las pequeñas como señal de agradecimiento, aunque mi deseo en ese momento era encontrar al responsable de aquella trampa para turistas que se estaba llevando a costa nuestra tal cantidad de dólares que a aquella altura había perdido la cuenta (dólares que, por otra parte, no llegaban a aquella paupérrima comunidad), y meterle por la garganta cada cuadernito y cada lapicerito.

Por desgracia, no puede llevar a cabo dicha actividad (aunque no dejé de fantasear con ello durante nuestra vuelta en la lancha, la cual se cruzó con otra similar bien llena de turistas que iban derechos a pasar por lo mismo que nosotros) y tras tomar tierra e ignorar a los que pretendían vendernos la ahora enmarcada foto que nos hicieron al llegar, le di a Jorge el resto de cuadernos y lápices, y él se encargó de pedirle a Perún que detuviese su tuk tuk cada vez que veía a chiquillos a orillas de la carretera para repartírselos mientras nos dirigíamos nuevamente a Siem Reap.

Con la hora de llenar el buche encima, y al igual que ocurrió en las dos jornadas anteriores, Perún nos quiso llevar a un restaurante de su elección, pero Jorge y yo habíamos acordado previamente que le invitaríamos al sitio de las costillas del que nos enamoramos durante nuestra primera noche en Camboya, y aunque él prefirió otra opción del menú, nosotros repetimos. Y es que, tal y como dice el refrán que voy a versionar a mi manera porque éste es mi blog y aquí mando yo: "lo bueno, si dos veces, dos veces bueno".

Durante la sobremesa Perún nos contó un poco acerca de él. Entre otras cosas, que estaba saliendo con una profesora y que se pasó los meses del covid ajeno a todos los problemas del mundo mientras cuidaba con alegría el huerto de la casa de sus padres, que por lo visto se encontraba en el culo de Camboya. También nos confesó que, en cuanto a fauna turística, siempre intentaba evitar tratar con surcoreanos, pues su bordería y falta de educación le tocaban los cojones de manera especialmente intensa. Tras este rato de charla nos acercamos a una librería cercana donde le compré a mi madre un cuento en jemer, y para que la tarde hiciese juego con aquella mañana agridulce, Perún nos llevó a visitar un museo sobre el genocidio de los jemeres rojos.

El lugar era en realidad una finca invadida por la vegetación entre la que se encontraban restos de tanques y todo tipo de armamento convertido en chatarra por efecto de la guerra y el tiempo, con un local lleno de bombas, granadas y minas oxidadas cuyas paredes tenían colgados retratos de camboyanos víctimas de toda esta mierda. Cuando nuestros estómagos dijeron "hasta aquí", Jorge y yo salimos del lugar y le pedimos a Perún que nos dejase en el hotel. Además, se nos acababa el tiempo.

El vuelo que nos alejaría de aquel país increíble estaba programado para última hora de la tarde, y aunque ya habíamos dejado la habitación, el amable recepcionista nos indicó que podíamos hacer uso de la piscina por última vez.

No nos lo tuvo que decir dos veces.

El chapuzón nos protegió de la cálida tarde y disolvió en parte los malos ratos que habíamos pasado, y al mismo siguió un rato en las tumbonas durante el cual Jorge charló con tres españolas que pernoctaban allí y que, casualidades de la vida, habían ido a la misma universidad que él. Jorge les contó que había pasado media semana en Krabi, en el sur de Tailandia, bañándose en sus playas, haciendo kayak, visitando algún que otro templo y conociendo a una pareja de brasileñas muy majas. Ellas, por su parte, relataron que habían llegado el día anterior, y que en realidad eran cuatro pero que la que faltaba se encontraba en esos momentos encerrada en el baño arrepintiéndose por varios orificios de su cuerpo de haber cenado la noche anterior en la zona maloliente que precisamente nosotros evitamos dos jornadas atrás.

Llegó entonces el momento de irnos, y Perún volvió a aparecer para llevarnos al aeropuerto. Una vez en el aeródromo, nos despedimos de él, y antes de pasar el control de pasaportes ya estábamos echándole de menos.

Qué intenso todo lo que pasó en Camboya, ¿no? Pues aún teníamos medio viaje por delante, y Vietnam nos estaba esperando. Pero antes de meterme con esa parte, culturicémonos un poquito. Ya os diré.

Licencia Creative Commons

lunes, 16 de junio de 2025

Aquel viaje. Los putos monos

Pensaréis que los monitos son unas criaturas adorables, ¿no? Pues no. No lo son. Son unos cabrones de cuidado y si existe un infierno tiene que estar lleno de ellos. Y a quienes piensen que exagero les dedico esta entrada, en la que voy a contaros algunas anécdotas relacionadas con esta criatura del demonio que tuvieron lugar durante nuestro viaje.

Empezaré recordándoos que semanas antes de plantarme en Indochina, entre las muchas vacunas que tuve que ponerme, incluí la de la rabia, cuyas tres dosis (a más de cien euros por pinchazo) estaban destinadas a protegerme de los patógenos que el hipotético ataque de un simio asiático me pudiese transmitir. Vale que mi médico de cabecera mencionó que fue una rata la que mordió en Bangkok a una amiga suya, pero las probabilidades de ataque de mono eran más altas que las de roedor. Y si no, que se lo digan a Jorge.

Resulta que Jorge, mientras días antes de mi llegada pasaba media semana en Krabi, en el sur de Tailandia, bañándose en sus playas, haciendo kayak, visitando algún que otro templo y conociendo a una pareja de brasileñas muy majas, también realizó otro tipo de actividades, como por ejemplo recibir un ataque de este hijoputa:


Pacífico al principio, el primate decidió de repente que odiaba a Jorge (con lo buena gente que es Jorge, que nunca le ha hecho daño a nadie), y así lo hizo ver abalanzándose sobre mi compañero de viaje y endiñándole un estupendo zarpazo en la pierna.

Y no, Jorge NO estaba vacunado contra la rabia.

De todas formas, en el puesto de socorro de la zona le dijeron que aquella herida no tenía pinta de ser tan profunda como para resultar preocupante, y habida cuenta de que han pasado años del evento y a fecha de publicación de esta entrada Jorge sigue vivo, podemos concluir que, efectivamente, no fue para tanto.

Yo supe de esta historia al poco de llegar a la capital tailandesa y encontrarme con él, y fue entonces cuando decidí aumentar en diez metros la ya de por sí considerable distancia de seguridad que mi cerebro había establecido si se llegaba a dar el caso de encontrarnos con estos bichos. Tal encuentro se dio, fíjate tú, en Siem Reap, durante el primer día de nuestra visita a los templos de Angkor. Concretamente, en el templo Bayón. Allí vi al primer ejemplar de este malvado animal de la jornada:


No era el único, no. Había más:


Había MUCHOS. Y algún que otro insensato sin miedo a nada se arriesgaba a aproximarse para conseguir alguna foto del grupo:


Sin embargo, el premio a la insensatez se lo llevaron dos adolescentes alemanas, quienes pasaron un rato jugueteando con varios monos ante nuestra atónita mirada. Los pequeños primates se subían encima de ambas chicas y enredaban en su pelo buscando hipotéticos parásitos que llevarse a la boca mientras ellas se carcajeaban y una de ellas exclamaba:

—¡Se creen que tengo piojos!

Y yo, que reconozco que soy un rato ocurrente, le dije entonces a Jorge:

—Que no se preocupe que a partir de ahora los va a tener.

De todas formas, lo siguiente que la muchacha resaltó fue que uno de los bichos le había mordido en el culo, por lo que era posible que, a partir de ese momento, los piojos no fuesen la mayor de sus preocupaciones.

En aquel mismo lugar, a pocos metros del escenario en el que las alemanas estaban sufriendo tan hilarante ataque, otro par de monitos se dedicaban a joder los retrovisores de dos motocicletas aparcadas:


Os pongo también esta foto que sacó Jorge en la que se ve con detalle el acto vandálico. Si el dueño quiere usarla como prueba ante su seguro si de reclamar se trata, adelante:


Y, por si todo lo que he contado hasta ahora no fuera suficiente para confirmar lo perversas que son estas criaturas, allá va un último detalle: tal y como dejé caer en mi anterior entrada en la que enumeré los templos que visitamos, fue en lo alto del templo de Baphuon donde un vigilante de seguridad hacía la ronda armado con un tirachinas. Este hombre le contó a Jorge (porque Jorge era capaz de tener conversación con todo el mundo y le envidio por ello) que el motivo de su ocupación y armamento eran, ni más ni menos, que los putos monos, pues éstos se lo pasaban en grande trepando por las fachadas del templo y empujando las piedras que encontraban sueltas, tratando así de descalabrar a los despistados visitantes.

¿Lo veis? Unos cabrones de cuidado.

Licencia Creative Commons

lunes, 9 de junio de 2025

Aquel viaje. Los templos de Angkor

Durante las últimas semanas, he recogido en este blog las entradas correspondientes a Camboya del viaje que hace años me llevó al otro lado del mundo. En varias de ellas he mencionado por encima que Jorge y yo visitamos varios de los templos de Angkor, sin entrar en detalles acerca de cuáles vimos en concreto o si pasó algo interesante en cada uno. Y es que, echándole morro, resulta que podría sacar una entrada entera que resumiese esa parte de mi estancia en Siem Reap. Entrada que, como habréis adivinado, estáis a punto de leer. Así que vamos allá.

Tengo que reconocer que no me ha resultado fácil escribir este post, pues por mucho que me apasionase realizar esta visita, mi conocimiento del complejo era bastante limitado, y tampoco es que me dedicase a memorizar el nombre de cada lugar al que Perún nos llevó en su tuk tuk durante aquel par de días, a pesar de que nuestro guía, que fue el encargado de marcar el itinerario, nos mostraba de vez en cuando una fotocopia plastificada con un plano del lugar y, al tiempo que nos ofrecía botellitas de agua mineral bien fría, nos iba señalando cada una de las paradas. Y nosotros, como si nos encontrásemos ante la instalación de Windows, decíamos que sí a todo sin entrar en más detalles.

Por suerte, cuento con tres elementos que me han ayudado a daros la turra con relativa precisión geográfica: las fotos que hicimos Jorge y yo durante aquellas dos jornadas, la Wikipedia, y esta revista tan cuqui que compré en Valladolid el pasado enero mientras acompañaba a mi madre al quiosco para adquirir los periódicos del día:

Cada vez que abro esta revista quiero volver a Camboya

El primer templo al que fuimos fue el principal: Angkor Wat. Y como del tiempo que pasamos en él ya hablé en su día más o menos en detalle, voy a pasarlo por alto y a mencionar directamente el segundo: Angkor Thom, que en realidad es una ciudadela con varias edificaciones, a la cual accedimos por el puente que lleva a su espectacular puerta sur:


Y es que ojito al detalle de la parte superior de dicha puerta:


Tras varias paradas en el lugar para hacer cientos de fotos, llegamos a Bayón. Bayón es el nombre de una conocida tienda de ropa para bebés y niños situada en el centro de Valladolid. Hasta hace no mucho, era obligación consuetudinaria el adquirir allí alguna prenda para regalar cada vez que se producía la aparición de un recién nacido en los círculos sociales o familiares vallisoletanos, y las colas que se formaban en el local eran considerables, de las de echar a perder la mañana entera. Pero vosotros no habéis venido aquí a leer historias sobre el Valladolid del siglo pasado, ¿verdad? Habéis venido a que os cuente que Bayón también es esto otro:


Y esto:


Aunque allí no vendiesen ropita con la que quedar bien si de tocar visitar al nuevo sobrino o primo segundo de turno se tratase, sus columnas y torres nos dejaron sin palabras, y en los alrededores de Bayón fuimos testigos de un par de anécdotas que dejo para otra entrada que seguramente caiga la semana que viene.

A pocos metros de Bayón se encuentra Baphuon, y fue ante su espectacular fachada que intenté sacar una foto de larga exposición. Localicé un murete en el que apoyar mi cámara, establecí los parámetros para poder dejar el obturador abierto durante unos segundos y... Un grupito de ciclistas guiris (algunos con ropa fosforito para más inri) aparecieron en el momento y se quedaron en la parte inferior del encuadre, jodiéndome la instantánea:


Debido a que no me apetecía perder media mañana intentando perfeccionar una toma que, sinceramente, tampoco iba a ser para tanto, me adentré en Baphuon y subí hasta su terraza. Jorge, que había llegado minutos antes que yo porque él no había venido hasta aquí para perder el tiempo sacando fotitos de larga exposición, se encontraba conversando con un guardia de seguridad que, tirachinas en ristre, le explicaba el motivo por el que se hallaba allí portando tan curiosa arma. Y yo os lo voy a contar a vosotros, pero será la semana que viene como ya he mencionado hace unas pocas líneas.

Para compensar, aquí tenéis otra foto de Baphuon sin puñeteros guiris:


Nuestra recorrido por Angkor Thom nos llevó a Phimeanakas, un edificio medio escondido en la jungla:


De hecho, a Phimeanakas llegamos tras atravesar un agujero en una tapia que no tenía pinta de ser parte del itinerario. En mi defensa diré que, además de Jorge y yo, otra pareja de españoles con pinta de andar por allí celebrando su luna de miel siguieron el mismo camino. Muy cuqui el templo, sí, pero con unas escaleras empinadísimas por las que estuve a punto de esmorrarme al marcharnos de allí.

Cruzando la interminable Terraza de los elefantes volvimos a encontrarnos con Perún, quien nos acercó al segundo templo con más afluencia de turistas de todo el complejo: Ta Prohm. Y no me extraña, considerando que cuenta con detalles como éste:


O éste:


O este otro:

A mi padre, esta foto le pareció especialmente espectacular

El último templo que visitamos durante nuestra primera jornada fue Banteay Kdei, situado a pocos metros del lago en cuya orilla saqué esta foto:


Nuestro segundo día visitando la zona tuvo como primera parada el templo Pre Rup, con una hilera de tortuosas escaleras que me hacían arrepentirme de las decisiones tomadas horas antes:

El de la foto es Jorge, que en aquellos momentos estaba más vivo que yo

Pero oye, todo fuese por las vistas:


Nuestra segunda parada, la cual alcanzamos tras muchos kilómetros en tuk tuk y más de media hora caminando por la jungla, fue Kbal Spean (lo siento, no tiene entrada de Wikipedia en castellano), una ruina con varios grabados que el río que serpentea por la zona se ha ido comiendo durante los últimos siglos:


La visita continuó después de comer, y así llegamos a Banteay Srei, con el característico tono rojizo de sus muros y muy bien cuidadas estatuas:


Luego fuimos a Mebon. Aquí, Jorge y yo estuvimos solos durante todo el rato, pudiendo admirar en paz sus descomunales estatuas de elefantes:


En castellano, la expresión "por último" es correcta, pero no sé si lo mismo ocurre al decir "por penúltimo". Imagino que no, pues nunca lo he oído. Pero me viene de perlas ahora mismo, así que la voy a usar aunque no deba. Por penúltimo, visitamos Neak Pean, un santuario rodeado por un inmenso estanque poblado de nenúfares al que se llegaba a través de un largo puente infestado de adolescentes echándose selfies. De los adolescentes no hice foto porque no estoy enfermo, pero del estanque sí:


Y por último, dando fin a esta vertiginosa visita de dos días y a esta interminable entrada, dimos con Preah Khan, un templo que parecía ser un resumen de todo lo anterior. Y es que contaba con multitud de estatuas y grabados:


Al mismo se llegaba a través de un puente flanqueado por más esculturas:


Y estaba parcialmente invadido por la vegetación:


Sólo le faltaban los monos. ¿Que de qué monos hablo? Ya os he dicho que la semana que viene os cuento. Tened paciencia.

Licencia Creative Commons

lunes, 2 de junio de 2025

Aquel viaje. Una tarde algo menos loca que la anterior

Mi anterior entrada comenzó tras haber pasado yo una noche sin dormir y sin vergüenza, y la misma acabó conmigo durmiéndome a la mesa del restaurante como un gilipollas. Así que que alguien de una palmada o me sacuda para despertarme, que acaban de traer la comida. Por cierto, se notaba que el sitio era pijo porque tenía mantelitos individuales y platos cuadrados:


Nuestra visita a los templos de la zona continuó tras finiquitar aquel menú que incorporó una minisiesta no programada. Como tengo una entrada enumerándolos todos, no voy a entrar en detalles acerca de dichos templos ahora. Mientras el tuk tuk nos llevaba de uno a otro, vimos a un grupo de hombres trabajando en los arrozales, acompañados por varios bóvidos que voy a llamar bueyes aún a riesgo de quedar como un inculto en taxonomía. Jorge pidió a Perún que parase un momento porque quería ver aquella escena de cerca, y no se limitó a ver: también intentó preguntar un montón de cosas sobre su trabajo a los campesinos que no pudieron responder por no hablar inglés mientras miraban a Jorge como si fuese un alien recién llegado en su ovni.

Un alien que, por otra parte, hizo bien en sacar unas cuantas fotos. Más que nada porque yo ahora voy a robarle algunas:





No, yo no hice fotos. Yo me quedé en el tuk tuk con Perún ligeramente atónito ante la audacia de mi compatriota. Sí, y hecho mierda debido a la serie de acontecimientos de las últimas cuarenta y ocho horas, también.

Al poco, nuestra segunda jornada llegó a su fin, y en el camino de vuelta, tras adentrarnos en varios templos (entre los que se encontraba uno que incluía un museo dedicado a no recuerdo qué y una tienda de souvenirs en la que Jorge trató una vez más, sin éxito, de encontrar un trozo de tela que pudiese convertir en mantel para la mesa de su salón), recogimos a un autoestopista anarquista portugués. No, no me lo invento. Mientras el tuk tuk alcanzaba Siem Reap, el hombre nos contó que vivía en una colectividad agrícola en Portugal y que lo único que había allí de su propiedad allí era un perro, que semanas atrás había ahorrado un poco para pagarse el billete de avión, que estaba recorriendo mundo con una muda limpia en la mochila, viviendo al día, y que cuando se le acabase el dinero o echase mucho de menos al chucho, se volvería a su colectividad agrícola.

Olé por aquel punki, todo sea dicho.

Jorge le contó que había pasado media semana en Krabi, en el sur de Tailandia, bañándose en sus playas, haciendo kayak, visitando algún que otro templo y conociendo a una pareja de brasileñas muy majas. Y yo no abrí la boca porque no tenía nada interesante que contar.

Volvimos al hotel, y ahora os recuerdo que aquella gente con la que pasé la noche anterior nos había invitado a una fiesta en la casa que compartían varios de ellos, por lo que Jorge y yo nos preparamos para terminar el día en su compañía. Montamos en un tuk tuk que, tras hacer parada en un seven eleven donde adquirimos bebidas y snacks de cortesía, nos llevó a aquel domicilio. La fiesta ya había comenzado y la mitad de las provisiones disponibles habían desaparecido. Para nosotros dejaron unos rollitos vietnamitas y, atención, huevos de codorniz con el pollito a medio hacer que Jorge declinó tras palidecer reprimiendo arcadas y que yo acepté porque si la cena que me metí la víspera a altas horas de la noche no me había hecho daño, nada lo haría en Camboya.

Por cierto, el otro día tuve una reunión en mi oficina y, para romper el hielo, nos tocó responder a cada uno que qué era lo más raro que habíamos comido. Una compañera mencionó los escorpiones de Bangkok que yo no quise probar, y yo conté lo que habéis leído en el párrafo anterior porque consideré que mis compañeros de trabajo no estaban preparados para escucharme decir "sesos de lechazo".

Mientras de fondo sonaba música que a mí no me gusta por ser demasiado moderna porque soy un yayo para estas cosas y que Jorge no sólo reconocía en todo momento, sino que pudo complementar con otras sugerencias por el estilo (y que tampoco me gustaban, por supuesto), recorrimos toda clase de temas de conversación. Dos de los chicos de aquel grupo eran sudafricanos que estaban enseñando inglés a críos de la ciudad y que nos contaron cómo hay zonas en su país en las que no es nada extraño encontrarse con leones en el patio de casa, o que en ciertos barrios de Johannesburgo sufrir un atraco no es que sea habitual, es que es obligatorio. Yo les confesé que todo lo que sabía de Sudáfrica lo había aprendido viendo la película Chappie, y creo que ninguno se dio cuenta de que me estaba burlando un pelín de ellos, habida cuenta de lo mal retratado que sale su país en dicha cinta (digo "cinta" porque soy un yayo, ¿veis?). Uno de ellos, al descubrir que Jorge y yo vivíamos en Austria, confesó su envidia, pues había estado en nuestro continente en alguna ocasión y seguía maravillándole que, según sus propias palabras "en Europa todo funciona". Tras esto, añadió que o bien él mismo o bien alguien conocido en Siem Reap acabó en urgencias por cierta dolencia que requirió que le abriesen y, debido a que el material quirúrgico no se encontraba esterilizado adecuadamente, se agarró una infección que lo mantuvo ingresado durante seis meses.

Defended la sanidad pública y de calidad con uñas y dientes, niños.

Como podréis imaginar, Jorge les contó, entre otras cosas, que había pasado media semana en Krabi, en el sur de Tailandia, bañándose en sus playas, haciendo kayak, visitando algún que otro templo y conociendo a una pareja de brasileñas muy majas.

Cuando la bebida y los snacks desaparecieron de la mesa, acordamos volver al bar de la tarde anterior donde tomar algo y disfrutar de la cálida noche, y de ahí a la zona de fiesta, pues cierta botella de Jack Daniels sin acabar nos llevaba esperando desde la víspera. Sin embargo, en esta ocasión hubo que recogerse antes. Y es que mi cuerpo, como si de un entrenador de fútbol que increpa al árbitro la duración excesiva del último tiempo de descuento ante la perspectiva de que el marcador favorable termine dado la vuelta, no paraba de pedirme que me fuese a la cama de una puta vez. Y tras hacerle caso a mi organismo por primera vez en muchas horas, Jorge y yo nos despedimos de aquella gente para siempre. Tras otra parada en el mismo seven eleven en el que compramos sendas bolsas de patatas que nos acompañasen en nuestro camino de vuelta al hotel, nos largamos a dormir y reponer fuerzas antes de afrontar el que sería nuestro último día en Camboya, poniendo fin a una vorágine de cuarenta y ocho horas (la cual me pasaría factura días después, ya veréis) y a una entrada ligeramente más corta de lo normal.

Licencia Creative Commons