Pensaréis que los monitos son unas criaturas adorables, ¿no? Pues no. No lo son. Son unos cabrones de cuidado y si existe un infierno tiene que estar lleno de ellos. Y a quienes piensen que exagero les dedico esta entrada, en la que voy a contaros algunas anécdotas relacionadas con esta criatura del demonio que tuvieron lugar durante nuestro viaje.
Empezaré recordándoos que semanas antes de plantarme en Indochina, entre las muchas vacunas que tuve que ponerme, incluí la de la rabia, cuyas tres dosis (a más de cien euros por pinchazo) estaban destinadas a protegerme de los patógenos que el hipotético ataque de un simio asiático me pudiese transmitir. Vale que mi médico de cabecera mencionó que fue una rata la que mordió en Bangkok a una amiga suya, pero las probabilidades de ataque de mono eran más altas que las de roedor. Y si no, que se lo digan a Jorge.
Resulta que Jorge, mientras días antes de mi llegada pasaba media semana en Krabi, en el sur de Tailandia, bañándose en sus playas, haciendo kayak, visitando algún que otro templo y conociendo a una pareja de brasileñas muy majas, también realizó otro tipo de actividades, como por ejemplo recibir un ataque de este hijoputa:
Pacífico al principio, el primate decidió de repente que odiaba a Jorge (con lo buena gente que es Jorge, que nunca le ha hecho daño a nadie), y así lo hizo ver abalanzándose sobre mi compañero de viaje y endiñándole un estupendo zarpazo en la pierna.
Y no, Jorge NO estaba vacunado contra la rabia.
De todas formas, en el puesto de socorro de la zona le dijeron que aquella herida no tenía pinta de ser tan profunda como para resultar preocupante, y habida cuenta de que han pasado años del evento y a fecha de publicación de esta entrada Jorge sigue vivo, podemos concluir que, efectivamente, no fue para tanto.
Yo supe de esta historia al poco de llegar a la capital tailandesa y encontrarme con él, y fue entonces cuando decidí aumentar en diez metros la ya de por sí considerable distancia de seguridad que mi cerebro había establecido si se llegaba a dar el caso de encontrarnos con estos bichos. Tal encuentro se dio, fíjate tú, en Siem Reap, durante el primer día de nuestra visita a los templos de Angkor. Concretamente, en el templo Bayón. Allí vi al primer ejemplar de este malvado animal de la jornada:
No era el único, no. Había más:
Había MUCHOS. Y algún que otro insensato sin miedo a nada se arriesgaba a aproximarse para conseguir alguna foto del grupo:
Sin embargo, el premio a la insensatez se lo llevaron dos adolescentes alemanas, quienes pasaron un rato jugueteando con varios monos ante nuestra atónita mirada. Los pequeños primates se subían encima de ambas chicas y enredaban en su pelo buscando hipotéticos parásitos que llevarse a la boca mientras ellas se carcajeaban y una de ellas exclamaba:
—¡Se creen que tengo piojos!
Y yo, que reconozco que soy un rato ocurrente, le dije entonces a Jorge:
—Que no se preocupe que a partir de ahora los va a tener.
De todas formas, lo siguiente que la muchacha resaltó fue que uno de los bichos le había mordido en el culo, por lo que era posible que, a partir de ese momento, los piojos no fuesen la mayor de sus preocupaciones.
En aquel mismo lugar, a pocos metros del escenario en el que las alemanas estaban sufriendo tan hilarante ataque, otro par de monitos se dedicaban a joder los retrovisores de dos motocicletas aparcadas:
Os pongo también esta foto que sacó Jorge en la que se ve con detalle el acto vandálico. Si el dueño quiere usarla como prueba ante su seguro si de reclamar se trata, adelante:
Y, por si todo lo que he contado hasta ahora no fuera suficiente para confirmar lo perversas que son estas criaturas, allá va un último detalle: tal y como dejé caer en mi anterior entrada en la que enumeré los templos que visitamos, fue en lo alto del templo de Baphuon donde un vigilante de seguridad hacía la ronda armado con un tirachinas. Este hombre le contó a Jorge (porque Jorge era capaz de tener conversación con todo el mundo y le envidio por ello) que el motivo de su ocupación y armamento eran, ni más ni menos, que los putos monos, pues éstos se lo pasaban en grande trepando por las fachadas del templo y empujando las piedras que encontraban sueltas, tratando así de descalabrar a los despistados visitantes.
¿Lo veis? Unos cabrones de cuidado.

No hay comentarios:
Publicar un comentario