Resulta que, mientras analizaba con mi novia el tema de la cuarentena, del distanciamiento social y de toda esta movida, llegué a la siempre agradecida conclusión de que no estamos tan mal. Y es cierto, no estamos tan mal. Las medidas que se han aplicado en Austria no son muy restrictivas y, aunque recomiendan que no pises la calle más que para tirar la basura o hacer la compra cuando no te quede otra, uno puede permitirse que le dé el aire unos minutos siempre y cuando no se vaya a juntar con más individuos. Que es posible que de aquí a una semana todo cambie y nos encierren a todos a punta de pistola, pero de momento, insisto, no estamos tan mal. Además, esa afirmación se ve reforzada cada vez que me paro a pensar en el pisazo en el que estamos viviendo en este momento. Es enorme, está bien aclimatado y lo único que necesita para ser perfecto son unas pocas fotos enmarcadas por aquí y por allá y más plantas. Siempre más plantas.
Partiendo de esta introducción que no me he currado mucho, voy a meteme directamente en harina porque no quiero enrollarme, que la semana pasada me quedé de un a gusto que te cagas y agradecería que esta vez mi pelea con las teclas acabase un poco antes, que he retomado el Patapon 2 en la PSP y la estoy gozando cosa bárbara. En fin, que después de haberle dado un par de vueltas, se me han ocurrido cinco sitios en los que podría pasar dos meses encerrado sin problema y cinco sitios en los que no, ni de coña. Empiezo por los buenos:
El Centro Comercial Vallsur que fue y ya no es
Sé que ya he mencionado a este mastodonte en alguna ocasión (en más de una, de hecho), pero es que su inauguración me cambió la vida, macho. A menos de un kilómetro de mi casa, y tenía de todo: un hipermercado con auriculares en los que poder escuchar los discos más recientes donde descubrí cuánto me flipaba el Tubular Bells III, una tienda de ropa pija donde me compré el set de pantalón más cazadora de Levis Type 1 por veintiochomil pelas de la época (mi abuela, a pesar de ser pensionista, me pagó la cazadora, todo sea dicho), una tienda de deportes en la que mi abuela siempre lograba entre un cinco y un diez por ciento de descuento porque al pagar solía decir "no me haríais descuento, ¿verdad? Que soy pensionista", un kebab cuyo dueño invitaba a patatas fritas a todos menos a mí, un Burger King en el que adquirí cientos de juguetes del menú infantil porque me negaba a afrontar que ya no tenía edad para menús infantiles, una tienda de modelismo en la que vendían sets de imanes muy locos con los que jodí algún que otro aparato eléctrico en mi casa, un Coronel Tapiocca que ofrecía chorradas para irse a la selva que ME FASCINABAN porque yo era consciente de que lo más salvaje que iba a ver en mi vida eran las lagartijas de mi patio, un salón de recreativas en el que me dejaba media propina jugando al Radikal Bikers, una tienda de electrónica en la que me compré la PS One para jugar EXCLUSIVAMENTE al Radikal Bikers... De todo aquello no queda casi nada, y cada vez que vuelvo al sitio lo encuentro más irreconocible, pero las tardes de mi adolescencia VOLABAN una vez que cruzaba su puerta dispuesto a echar el rato gastando la menor cantidad de pasta posible. Y dos meses allí dentro me parecerían dos minutos.
Acabo de descubrir que el párrafo anterior es un calco de algo que ya dije en una de las entradas que he enlazado. Me quedo sin ideas. Sin inspiración. Me acabo. En fin.
La última tienda de campaña que compraron mis padres
No ha habido julio en mi infancia sin sus tres semanas de camping por el norte de España junto a mis padres y mi hermano. Y no lo digo de coña, que con menos de un año yo ya sabía lo que era dormir en colchoneta. Como un bendito, además:
Bueno, salvo en no recuerdo qué año, que mi madre tuvo que pillarse las vacaciones en agosto y no quedó otra que saltarse la tradición por treinta días. La cuestión es que, a nivel tiendadecampañil, mis padres fueron prosperando que no veas. De una pequeña canadiense pasaron a una familiar con dormitorio y cortinas que tenían dibujos de cactus muy monos, y de ahí a la madre de todas las tiendas de campaña: dos dormitorios con capacidad para tres personas cada uno, un hueco entre ambos con una barra para usar a modo de perchero, una zona común con espacio para cocina y un toldo a la entrada bajo el que protegerse al aire libre. A todo lo anterior habría que sumar un avance del mismo tamaño que la propia tienda con el que se ocupaba toda la parcela asignada y que apenas dejaba sitio para el Ford Escort, pero no lo tengo en cuenta porque el avance era una mierda, duró dos telediarios y se quedó en un camping de Cudillero una noche que llovió más de la cuenta.
Porque (y aquí es donde yo quería llegar), no era de extrañar que nuestras vacaciones incluyesen el tener que tirarnos entre una y dos semanas bajo la lona por culpa del orballo gallego, el orbayu asturcántabro, el sirimiri vasco o el calabobos del norte de Palencia. Y daba igual. El hábitat que se preparaba bajo los mástiles, sumado a la capacidad infinita que tenían mis padres para que mi hermano y yo no nos aburriésemos, hacían que las vacaciones se hiciesen demasiado cortas tanto dentro como fuera de la tienda, y siempre llegaba demasiado pronto el día en el que tocaba recoger bártulos, dejar en la parcela una marca del tamaño de la tiendaza en forma de césped blancuzco por la falta de clorofila y poner Picos de Europa de por medio escuchando a los Pekenikes en el Ford Escort.
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Casi se me olvida poner aquí esta foto. Pero lo he hecho y espero que eso le ahorre un disgusto a mi madre |
El Polideporivo Pisuerga
A estas alturas de la película ya deberíais saber todos que soy un friki del correr. Pues bien, años ha no es que fuese un friki del correr sin más, es que era un friki del correr FEDERADO. Y durante toda esa época pasé por varios equipos de atletismo. Uno de aquellos clubs incluía en su rutina de entrenamiento semanal el que los atletas pasásemos las tardes de los miércoles en este edificio del sur de Valladolid. Se inauguró en mil novecientos ochenta y cinco con motivo del campeonato del mundo de gimnasia rítmica, y es feo de cojones. Sin embargo, la diversión entre sus cuatro paredes de jormigonako no tenía fin: bien fuese haciendo el gilipollas en su sala de musculación, bien fuese haciendo el gilipollas en su piscina de gomaespuma, bien fuese (lo habéis adivinado) haciendo el gilipollas mientras corríamos por los pasillos oscuros del piso superior, me encantaba que fuese miércoles porque significaba que tocaba polideportivo. Casi hasta compensaba la peste a sudor que inundaba el lugar y todo, fíjate.
La sala de mis delirios febriles
Una de las cosas que yo hacía con más frecuencia de pequeño, a pesar de no estar entre mis favoritas, era ponerme enfermo. Raro era que cada cuatro o cinco meses no me tocase tirarme un par de días metido entre las sábanas con décimas de más. Pues bien, para sobrellevar semejante desajuste vital, mi cerebro decidió construir una especie de habitación del tamaño de un campo de fútbol, limpísima y toda pintada de blanco, en la que únicamente estábamos una pelota de goma que rebotaba por sus paredes para entretenerme al ritmo del pitar de mis oídos y yo. De vez en cuando mi madre entraba en esa sala imaginaria, me daba el medicamento de turno y volvía a largarse, y eso era todo. Y oye, aquella especie de set davidlynchiano minimalista me resultaba de lo más entretenido.
¿Qué pasa? A Descartes le pasó algo por el estilo y nadie le llama puto loco por ello.
El Hospital Militar de Valladolid
Yo nací aquí, y de aquí guardo muchos recuerdos que, por haberme pillado siendo muy pequeño, seguramente estén alterados por mi imaginación o sean directamente mentira. Pero bueno, como mis padres van a leer esto, ya se encargarán de corregirme si suelto alguna burrada.
Recuerdo que el sitio era inmenso y estaba siempre vacío; y cuando yo iba a visitar a mi padre, que curraba en ventanilla, y él encontraba un rato libre, aprovechábamos para jugar con un balón de gomaespuma en la desierta sala de espera; y si estaba liado, me dejaba escribir a máquina en una Olivetti que no usaba nadie. Recuerdo que, en otra ocasión, nos reunieron a todos los hijos del personal en su salón de actos y, tras proyectar la película de Las tortugas ninja (en la cual, llegado cierto momento, todas gritaban "¡De puta madre!", algo que memoricé de lo lindo y que mis padres no es que precisamente celebrasen cuando lo repetía por la calle), un tío vestido de papá noel nos dio juguetes de Playmobil. Recuerdo que el dentista siempre tenía una caja de hojuelas riquísimas en su consulta. Recuerdo que en otra de las consultas había un esqueleto al que todos llamaban Federico (ahora que lo pienso, si el nombre era una referencia a Lorca, NO TIENE NI PUTA GRACIA). Recuerdo que Julita, una de las monjas que trabajaban allí, me adoraba y me daba besos que hacían ventosa y más daño que las inyecciones que me ponía después. Y recuerdo que, a finales del siglo pasado, algún lumbreras decidió que a Valladolid le sobraban hospitales, con lo bien que habría venido en estos días inciertos contar con sus habitaciones, sus camas y su excelente personal médico. Qué triste, ¿verdad? Pues más triste va a volverse todo aún porque paso a enumerar los sitios en los que, por Dios, espero no verme jamás durante dos meses. O dos minutos:
Empecemos dejando las cosas claras: Twitter es una mierda. Y sé que no es un espacio físico, pero si me preguntáis que a qué me recuerda, os diré que a los típicos edificios de viviendas chungos que salen en las películas americanas, con sus inquilinos pegándose gritos que se oyen a través de las paredes, sus charcos de orina en los rincones, sus redadas, sus pintadas horrorosas y su olor a síndrome de Diógenes. Sí, eso resume bastante bien lo que es Twitter hoy en día. Qué asco da Twitter.
El Museo de la minería y la industria de Asturias
Se encuentra en El Entrego, y aprovechando que los de mi equipo de atletismo fuimos allí para participar en la "Carrera Popular les cebolles rellenes" (os juro que no me lo invento), visitamos dicho museo. Una actividad la mar de interesante, ¿no os parece? Pues mi aprensión estuvo a punto de matarme mientras me encontraba allí metido.
Resulta que una de las principales atracciones del lugar consistía (y no sé si consiste) en una representación real de una mina, a la que se accedía en un ascensor trucado que fingía descender la hostia de metros. Y la mina en sí era de un realista y de un claustrofóbico que daba miedo, con recovecos oscuros, ambiente húmedo y la sensación constante de que el mundo se nos iba a echar encima en cualquier momento. Total, que cuando terminó ese trozo de visita y el guía nos hizo salir a la superficie por unas escaleras que revelaban que apenas habíamos bajado dos pisos, yo ya estaba medio enfermo. Si a eso añadimos una sección dedicada a reproducir con exquisito realismo todos los males que mineros y obreros solían sufrir en la zona debido al desempeño de sus tareas, no os extrañará que pasase el viaje de vuelta a Valladolid convencido de que me había pillado una silicosis.
Una tarde pasé allí. No quiero ni imaginarme cómo serían dos meses.
Nuestro primer piso en Dublín
Cuando mi novia y yo nos fuimos a vivir a Irlanda pasamos por siete hostales, a cual más lúgubre, hasta que logramos el primer contrato de alquiler. Se trataba de un flat en Cabra road por el que pagábamos bastante poco a la semana, pero que se cobraba en salud lo que nos ahorrábamos en pasta. Y es que el casero, siguiendo la moda de la ciudad, había dividido una casa típica irlandesa en el mayor número de apartamentos posible, y a nosotros nos tocó el del semisótano. Era minúsculo, una única habitación con una cocina en un rincón y una ducha y retrete en otro en la que apenas había sitio para la cama, el sofá y una mesita con dos sillas. El wifi llegaba a duras penas, el viento se colaba por todas partes (en especial por la chimenea mal cegada) y la temperatura en el interior no llegaba a los dieciséis grados por las mañanas (y trece en la ducha, con dos cojones), pues la calefacción era central y sólo se ponía en marcha durante unos veinte minutos dos veces al día. La lavadora era comunitaria y la secadora no funcionaba, por lo que tocaba tender la ropa dentro, aprovechando el poquísimo espacio restante y aumentando la humedad y el frío en el lugar. Eso sí, el casero nos dejó una estufa eléctrica para compensar, pero la hijaputa no funcionaba. Para más inri, el colchón estaba tan gastado que se doblaba si lo intentaba poner de pie.
Tras mucho insistir y pelear, el todopoderoso casero se dignó a cambiar el zarrapastroso colchón por uno nuevo, y cuando, pasados tres meses en semejante infierno pudimos poner pies en polvorosa incumpliendo el contrato de un año que habíamos firmado, el muy miserable nos echó en cara la jugada del colchón, pues opinaba que el anterior se encontraba en perfecto estado.
Si no fuese porque me pilló cargado de maletas, le habría pisado el cuello en aquel instante. Pero tranquilos, que lo único que hice fue dejarle con la palabra en la boca y jurarme a mí mismo que ni una más, Santo Tomás.
Una sidrería de Llanes en particular
No os molesteís en tirar de Google Maps, que el sitio ya no existe. Pero si visitasteis el pueblo asturiano en algún momento durante las últimas décadas del pasado siglo es posible que acabáseis entrando en el tugurio y sepáis de lo que hablo. El lugar tenía tal cantidad de polvo, telarañas y mierda inundando paredes y baldas que a su lado el peor retrete de Escocia de la peli Trainspotting parecía un quirófano. Hace años escuché a un compañero de la fábrica de frenos en la que curré durante las noches de un verano soltar una perla que describía el lugar a la perfección: "allí las ratas se salían a vomitar afuera".
Vale, sé que no me creéis, y me jode no contar con un documento gráfico que pruebe lo que estoy afirmando. Pero resulta que, de entre todas las fotos que mis padres sacaron durante nuestros viajes al norte, ninguna inmortalizó el antro (y la exhaustiva búsqueda que hizo mi madre el otro día lo confirma), por lo que una vez más os toca creerme.
En definitiva, un asco de sitio en el que nadie en su sano juicio podría pasar más de veinte segundos.
El concierto que dio La fuga en la Sala Mambo de Valladolid en dos mil cuatro
Sí, es el peor sitio de todos los que llevo describiendo Y CON DIFERENCIA. Para empezar, en el ránking de grupos españoles moñas La Fuga deja el listón a una altura inalcanzable por el resto (haciendo comparaciones de mal gusto, vendría a ser más o menos como el número de víctimas del coronavirus que va a tener Estados Unidos comparado con cualquier país dentro de un par de semanas. Ya lo veréis), y agradeceré que no me preguntéis qué cojones hacía yo allí. Y en cuanto a la sala en la que tuvo lugar el concierto... No sé, yo creo que he visto hornos en los que había una temperatura más agradable. Además, estoy seguro de que se pasaron de aforo vendiendo entradas, y si aquello no acabó como la grada del Heysel en el 85 fue porque Dios no quiso. Y no me lo explico, pues en circunstancias normales el sitio no estaba mal del todo. Varias noches (incluida una en la que mis compañeros de equipo de atletismo y yo fuimos a ver a otro compañero que participaba en una especie de Operación Triunfo de barrio, pero esa historia la dejo para una entrada sobre taxis que aún no he empezado a escribir) acabé en aquel lugar y no era desagradable del todo, pero el día del concierto... En serio, lo único que deseaba mientras estaba allí era que todo acabase cuanto antes.
Más o menos lo mismo que estaréis deseando vosotros, después de tantas semanas de encierro, ¿no? Por el momento, lo que se acaba es esta entrada, que yo quería no haberme liado mucho y al final se me ha vuelto a ir la mano.
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Y ya que mi madre se ha molestado, pues metro aquí otra foto mía de camping, que no le va a hacer daño a nadie |

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