lunes, 31 de marzo de 2025

Aquel viaje. De Tailandia a China sin salir de Bangkok

Si, por el motivo que sea, os perdisteis la anterior entrada y sois lo suficientemente vagos como para no querer echarle un ojo, os diré que la misma terminó con Jorge y conmigo a la puerta de un hotel que no era el nuestro. Y es que en dicho hotel fue donde el taxista cortísimo de vista terminó su carrera tras recogernos en la bulliciosa estación de autobuses tailandesa a nosotros dos y al matrimonio portugués que se nos unió al comenzar la jornada tras encontrar gracioso que Jorge se dirigiera en español a una joven y confundida asiática durante el viaje en minibus/furgoneta que nos llevó a Ayutthaya porque la pobre no era capaz de organizar su espacio disponible debido al maletón que portaba.

Que digo yo que igual sí que os conviene leeros la entrada anterior, ¿no?

En fin, que Jorge y yo nos fuimos andando a nuestro hotel, encontrándonos a nuestro paso con más lagartos alienígenas como los que vimos el día anterior y sin que yo fuese lo bastante rápido como para poder sacarles una foto antes de que se lanzasen al río o a la acequia de turno, y al llegar decidimos relajarnos pasando unos minutos a remojo en la piscina que el hotel tenía en su terraza.

Mientras el sol que nos había estado dando toquecitos en el hombro a lo largo de todo el día como diciendo "¿no queríais pasar calor en noviembre? Pues TOMAD CALOR" desaparecía tras el enjambre de edificios visibles desde aquella altura, se nos unió un tercer huésped procedente de un país que no recuerdo o que no me molesté en averiguar porque estaba ocupado agradeciendo mentalmente que Jorge hubiese reservado un hotel con piscina allá por octubre. Al encontrarme yo enfrascado en tan placentera tarea mental, no participé en la conversación en la que el recién llegado nos narraba su experiencia en el lugar hasta la fecha y Jorge, por su parte, le contaba que él había pasado media semana en Krabi, en el sur, bañándose en sus playas, haciendo kayak, visitando algún que otro templo y conociendo a una pareja de brasileñas muy majas.

Ya de noche, y habiéndonos repuesto de la paliza turística del día, pedimos un taxi que nos llevó a Chinatown. Y vosotros deberíais saber cómo fue el trayecto hasta allí porque hablé de ello hace semanas en una entrada que trata exclusivamente sobre taxis y que he enlazado hace unos cuántos párrafos.

Y si no estáis al tanto, es que sois unos vagos, joder.

El barrio chino tailandés se desarrolla en torno a su vía principal: Yaowarat Road. Y fue ésta la que Jorge y yo recorrimos a pie descubriendo el bullicio del lugar. A ambos lados de la vía, un reguero de puestos de comida eran asaltados (no literalmente, ya me entendéis) por la horda de turistas que nos encontrábamos allí. Y al pie de las aceras, decenas de tuk tuks formaban colas y entorpecían el ya de por sí congestionado tráfico mientras sus conductores aguardaban a que alguien solicitase sus servicios para largarse de allí tras haber satisfecho sus necesidades nutricionales. El humo de los coches se mezclaba con el procedente de la fritanga que los afanados cocineros preparaban al aire libre en cada puesto, haciendo que fuese difícil determinar si olía bien o no; y a la mencionada contaminación procedente de los tubos de escape había que añadirle otra acústica, pues como podréis imaginar aquello no era precisamente un bosque, y otra lumínica, ya que miles de carteles y letreros que colgaban de las fachadas arrojaban su luz sobre esta caótica escena que con más o menos exactitud he tratado de describiros en un único párrafo.

Ha sido agotador. Si lo llego a saber me limito a dejaros aquí la foto que saqué al llegar y me ahorro el esfuerzo:

La foto no se oye, pero os hacéis una idea

Uno no puede irse de Chinatown sin haber probado la comida que se prepara allí. Y Jorge y yo estábamos dispuestos a ello, pero como ya he comentado más de una vez, nos aterraba comer algo en mal estado que nos obligase a pasar dos días haciendo turnos para abrazarnos a la taza del váter de la habitación del hotel. Tras mucho pensárnoslo y dar muchas vueltas en busca de alguna opción a priori saludable desde el punto de vista sanitario, acabamos eligiendo el último puesto de una oscura bocacalle bastante alejada de la vorágine chinatownera. Sí, un poco gilipollas sí que fuimos, la verdad.

No obstante, las bolas de (creo que era) pollo nos supieron deliciosas, y antes de dar cuenta de ellas, Jorge las inmortalizó en una imagen que resume bastante bien todo lo que llevo contado del lugar hasta ahora:


Sin embargo, habida cuenta de lo ajetreado del día, no podía considerarse que aquello nos pudiese aportar todas las calorías que nuestros organismos necesitaban, pero por otra parte ya habíamos tragado suficiente ruido, por lo que decidimos buscar algún sitio en el que completar la cena en un ambiente más tranquilo. Mientras abandonábamos Chinatown, descubrí a un par de graciosas lagartijas paseando por el cartel de un centro médico. Al contrario que me solía ocurrir con los lagartos alienígenas gigantes que están esperando pacientemente a que los humanos terminemos de volvernos gilipollas para invadir nuestro planeta (al menos, ésa es mi teoría), a éstas dos sí que me dio tiempo a echarles una foto:


Al final dimos con un local de lo más agradable situado en una esquina y abierto a dos calles, con una decoración mezcla de bar de carretera estadounidense y floristería regentada por alguien con dudoso gusto estético (dicho esto, me arrepiento de no haber hecho fotos) y una enorme terraza que asediaba un puesto de crêpes propiedad del mismo establecimiento. Yo me pedí un ramen con albóndigas que incluía, por supuesto, huevo:


Y no recuerdo qué se pidió Jorge, pero de postre no pudo resistirse a una crêpe de Nutella. Que mí también me dieron ganas, pero se me quitaron cuando vi que la suya había quedado crujiente. A ver, no quiero dármelas yo de sibarita, pero reconozcamos que una crêpe tiene su punto y si está dorada y hace "crac" al morderla, es porque el crêpero tenía que haberla retirado de la plancha bastante antes. Porque no se le puede pedir que la deje poco hecha o muy hecha como si fuese un entrecot, ¿no? Quiero decir, para mí pedir una crêpe siempre ha sido una lotería porque me las han preparado riquísimas, blanquitas ellas (en Ranelagh, Dublín, había un puesto que las petaba de Nutella y chocolate blanco. Solía comerme una los domingos por la tarde al volver a casa del cine y como la llevaba de la mano, todo el dulce se acumulaba en la parte de abajo y con los últimos bocados me daba un chute de azúcar que era capaz de ver el ruido de los coches) o prácticamente tostadas, y si ahora me decís que es posible decirle al crêpero algo en plan "así vale" cuando empieza a marronear, vais a hacer que me plantee muchas cosas acerca de mi propia existencia.

Ay, mira que siempre me acabáis liando con historias que no tienen nada que ver con lo que quiero contar y acabo yéndome por las ramas. Total, que Jorge y yo acabábamos de cenar en un sitio muy cuqui de Bangkok, y al salir de allí se nos acercaron dos hombres que, en plan "venid aquí y que no se entere nadie porque tenemos que hablaros de algo secreto" nos propusieron llevarnos en su coche a un local en el que se celebraría un ping pong show (y para quien no sepa a estas alturas en qué consiste, es básicamente un espectáculo en el que una stripper y/o prostituta hace toda clase de malabares y virguerías sirviéndose de cierto orificio de su anatomía). Asimismo, nos aseguraron que en lo respectivo a putas, su club contaba para nuestro deleite con una plantilla que ríase usted de la Quinta del Buitre. Y todo ello se encontraba tan solo a un sospechoso viaje en vehículo privado con dos desconocidos de distancia.

¿Que si accedimos? Pues... Hay que reconocer que la propuesta prometía al menos cinco o seis párrafos más en esta entrada o, si estiro el chicle, una entera contando la experiencia. Pero ésta está a punto de acabar y en la próxima (que va a seguir la cronología del viaje) hablaré, entre otras cosas, de más templos, de Jorge necesitando hacer pis y de otro tipo de explotación (animal, aclaro), pero no de vaginas poseedoras de talentos especiales. Así que no, no nos metimos en aquel coche y no asistimos a ningún Cirque du Soleil sórdido. Lo que hicimos fue dar la jornada por terminada y volver al hotel.

Por cierto, creo que mi paranoia gastroenterítica empezaba a remitir y aquella noche, antes de meterme en la cama, usé agua del grifo en lugar de agua mineral para lavarme los dientes.

Licencia Creative Commons

lunes, 24 de marzo de 2025

Aquel viaje. Medio día al norte de Bangkok

Si en mis anteriores entradas en las que describía el inicio de este viaje me he dedicado a quejarme (y con razón) de que pasé por todo aquello sin haber dormido ni gota, hoy quiero comenzar diciendo que mi primera noche en Bangkok se puede describir con dos palabras: sueño reparador. Que mira que yo doy más vueltas que una peonza cuando estreno una habitación de hotel y suelo despertarme de madrugada totalmente desorientado. Pues no fue el caso, oye. La mañana me encontró descansadísimo y listo para la actividad que ocuparía toda la mañana y parte de la tarde. Pero antes, había que comer.

Jorge y yo quisimos probar el desayuno buffet del hotel, que aunque no estaba incluido en la reserva, se podía adquirir aparte. Y no sé si porque estoy acostumbrado al agasaje desayunil de los hoteles europeos, pero el de aquí no me pareció gran cosa:

Al menos venía con huevo. Ya os hablaré de este tema

Una vez nutridos y aseados, Jorge y yo pedimos un taxi que nos recogió en la entrada del hotel. Mientras esperábamos su llegada, saqué esta foto del local de masajes que había enfrente:

Costumbrismo

El vehículo nos dejó en la estación de autobuses, que resultó ser uno de los lugares más caóticos por los que pasé en aquellas semanas. Sin aún comprender muy bien cómo fuimos capaces de ello, dimos con la oficina de venta de billetes, donde una taquillera nos hizo entrega de dos trozos de papel ilegibles que debíamos entregar al conductor del minibus si es que conseguíamos dar con la dársena.

Como estaréis imaginando, encontramos la dársena y encontramos el minibus. De no haber sido así esta entrada terminaría aquí, pero si os asomáis un poquito hacia abajo veréis que aún os quedan un huevo de párrafos por leer. Y, por cierto, he dicho "minibus" dos veces (bueno, tres si contamos esta última, no me seáis especialitos) pero decir "furgoneta" le haría más justicia. Le dimos al chófer los papelitos, ocupamos dos asientos al azar dentro del vehículo y enseguida se nos unieron más ocupantes hasta casi llenarlo.

Con bastante puntualidad, el trasto se puso en marcha, y dentro del mismo sólo había dos asientos libres que se ocuparon en la primera parada que hizo el conductor al poco de dejar atrás Bangkok, donde recogió a una pareja de tímidas asiáticas. Una de ellas portaba un maletón del tamaño de medio ataúd, y sin saber muy bien cómo gestionar la situación, colocó el cachivache sobre su asiento y se quedó de pie en medio del vehículo, como bloqueada.

Y entonces Jorge entró en escena: algo impaciente (y con los nervios un pelín por las nubes, pues cualquier desplazamiento por carretera que tuvimos que hacer por allí le subía la tensión al pobre), agarró la enorme maleta, la colocó en el poco espacio libre que había en el pasillo entre asientos y, mientras le propinaba dos graciosas palmadas al asiento que acababa de liberar, le soltó a la asiática en un perfecto español:

―Siéntate, cariño.

La muchacha, que no necesitaba conocer la lengua de Cervantes para entender la orden, hizo caso a Jorge como si de un obediente soldado se tratase. Quienes sí que comprendieron el mensaje (encontrándolo hilarante, a tenor de las risas que se les escaparon mientras lo repetían en voz alta), fueron los dos portugueses de mediana edad sentados al fondo. Quizá fue el comentario de Jorge lo que rompió el hielo, pero este matrimonio luso se nos unió en cuanto llegamos a nuestro destino, formando una curiosa alianza ibérica con nosotros que duró hasta que termine esta entrada.

Todavía no lo he dicho, aunque puede que el título os dé alguna pista (a estas alturas aún no sé cómo voy a titular el post aunque seguro que no se me ocurre nada ingenioso porque me duele la cabeza), pero fuimos a Ayutthaya, un complejo arqueológico que pudimos conocer más a fondo gracias a los dos portugueses. Y es que Jorge y yo teníamos intención de patear por la zona sin alejarnos demasiado del punto en el que la furgoneta nos recogería horas después, pero en cuanto pusimos un pie en el suelo y nos recibió el olor a mierda de elefante más intenso que he sentido en mi vida, la conductora de un tuk tuk se ofreció a llevarnos por la zona a los cuatro con parada para comer y todo. Y oye, aprovechamos la ocasión.

Jorge fue listo y le sacó una foto al curioso vehículo. Y sí, el techo era tan bajo que los baches que pillábamos por el camino se sincronizaban con las hostias que me daba en la cabeza contra el mismo

La primera parada en nuestra visita fue un complejo de varios templos cuyo nombre no me molesté en aprender porque soy así de paleto. Lo que más me llamó la atención de este sitio fue un altar en el que había varios peluches de Doraemon y ante el que gente joven rezaba con mucho fervor, como se puede ver en la foto que hice:


Éste era un lugar de culto en activo, vista la afluencia de creyentes:


De hecho, mientras nos encontrábamos allí pudimos ver cómo le cambiaban la túnica a una de las estatuas de Buda, pero mi cámara y yo no llegamos a tiempo para inmortalizar el momento:


La siguiente parada del tour fue el monasterio Wat Yai Chai Mongkhon, con su imponente pagoda:


Y su no menos imponente estatua de Buda

Esta foto la usé durante un tiempo como fondo de escritorio porque así es mi ego

Poco después, de mano de la guía del tuk tuk pasamos junto a la estatua de Buda reclinado perteneciente a otro templo que no he logrado localizar:


Vale que no era tan espectacular como el que pudimos ver en Bangkok el día anterior, pero tenía buen tamaño, aunque la foto no le haga justicia. En esta otra se puede apreciar mejor, creo:

Las dos personas que salen en el lado izquierdo estuvieron colocándole la túnica minutos ante de que hiciese la foto, por cierto. Lo sé, mi cámara y yo siempre llegamos tarde a la ceremonia

La mañana se completó con otras dos paradas en aquella visita: una al templo Wat Phanan Choeng, donde se recogía comida para repartir entre los monjes budistas que viven de la caridad de los fieles. Aquí había una enorme estatua dorada de Buda:

Comparto la del detalle de la cabeza porque el resto de fotos que hice en el lugar no son para tanto

Y otra a Wat Mahathat, donde se encuentra el objeto más fotografiado de todo el complejo:

Por respeto hay que agacharse o arrodillarse para sacar la foto. En el lugar había un segurata encargado de que todo el mundo lo hiciese

Nuestra siguiente parada fue en el restaurante elegido por la guía. Aquí pedimos comida frita porque nos seguía aterrando la posibilidad de que nos sintiese mal (situación que empeoraron los portugueses al contarnos que sabían de gente que se había agarrado una gastroenteritis de padre y muy señor mío en el último día de su estancia en la zona por haber cenado en un McDonalds). Mientras dábamos cuenta del papeo, Jorge les habló de la media semana que pasó en Krabi, en el sur, bañándose en sus playas, haciendo kayak, visitando algún que otro templo y conociendo a una pareja de brasileñas muy majas. Y ellos, por su parte, nos contaron que habían empezado a viajar por el mundo ahora que sus hijos se encontraban en los últimos años de la adolescencia y les habían dejado por fin en paz.

Acabo de ver que Jorge sacó una foto de su plato. Decidme qué os parece:


Tras una comida en la que eché de menos un café que la culminase, nuestra visita continuó bajo un sol de justicia por diferentes templos, ruinas y monasterios de los que no os voy a hablar porque a estas alturas ya se os estarán mezclando unos con otros como si fuesen muestras de perfume del pasillo de las colonias del Mercadona. Sólo destacaré otra estatua de Buda reclinado a la que intenté sacar una foto de larga exposición mientras Jorge y los portugueses se compraban sendos helados, los muy insensatos, que mira que dijimos Jorge y yo que nada de hielo. Pero chico, ¿qué le vas a hacer? No vas a andar prohibiendo a la gente que se coma lo que le apetezca porque tú tengas miedo a ponerte malo, ¿verdad? Pues eso.

Ah, sí. La foto:

Si la hubiese hecho bien, las nubes tendrían otro efecto. Pero las prisas y tal

La última parada de nuestro tour fue un monasterio en el que había expuestas MILES de estatuas de gallos sin que yo averiguase por qué ni entonces, ni ahora que la entrada me está empezando a quedar muy larga y ya me da pereza todo:


La visita terminó donde había empezado, y la misma furgoneta que nos trajo por la mañana nos dejó en la estación de autobuses de Bangkok sin que ninguna muchacha asiática con un maletón diese inicio a alianzas ibéricas. Al llegar, los cuatro protagonizamos la minihistoria del taxista cortísimo de vista de la que ya os hablé hace unas semanas, quien nos dejó a los cuatro ante el hotel de los portugueses porque el nuestro estaba a tiro de lapo. Poco antes de despedirnos y dedicar la tarde a otras actividades y visitas de las que ya os hablaré, Jorge les dio su teléfono móvil para que, si les parecía bien, volviésemos a juntarnos mientras nos encontrábamos en la capital tailandesa.

No volvimos a saber de ellos. Y a día de hoy no sabemos si esto fue debido a algún tipo de sequedad portuguesa de la que no hicieron gala en ningún momento durante nuestras horas en Ayutthaya, o si por el contrario la culpa fue de Jorge, quien no tuvo claro si al darles su móvil les indicó correctamente el prefijo austriaco +43 o si se hizo la picha un lío de tanto hablar en español durante la jornada y lo hizo con el +34 patrio.

Licencia Creative Commons

lunes, 17 de marzo de 2025

Aquel viaje. Descubriendo Bangkok II

Como estaréis imaginando quienes hayáis seguido la serie de entradas sobre mi viaje con la que os estoy dando la turra durante este año, empezaré ésta en la que voy a terminar de relataros mi primer día en Bangkok diciendo que yo iba con sueño acumulado. Recapitulemos: salida de mi casa, tres horas de tren a Viena y once de avión a Tailandia, llegada al aeropuerto, viaje en taxi a la capital y medio día pateando. ¿Qué queréis que os diga? Doy gracias a Buda por no haber caído frito en mitad de la acera nada más salir del restaurante en el que dimos cuenta de nuestra primera comida allí.

Pero es que aún nos quedaba mucho por ver en aquella jornada. Nuestros pasos nos llevaron uno de mis sitios favoritos de todo el viaje, el cual descubriréis enseguida. Pero antes de adentrarnos, figuras cubiertas de pan de oro captaron nuestra atención:

Muchas de las fotos que hice están fuera de foco. Y por lo visto la culpa no es del todo mía (y aquí es donde yo debería enlazar un artículo que vi hace poco en el que un pavo se quejaba de lo difícil que era enfocar con el objetivo 50mm de Canon, pero no he logrado volver a encontrarlo, así que voy a quedar como un bocazas y ya)

Tras dejar atrás las estatuas fuera de foco, ahora sí, pasamos a la larguísima sala que alojaba el Buda reclinado, una imagen de cuarenta y seis metrazos de largo. Conseguir retratar sólo su cabeza ya me supuso un quebradero de ídem, habida cuenta del tamaño:


Para que os hagáis una idea de la monumentalidad, atención a los pies:


Bueno, pues entre cabeza y pies, otros cuarenta metros, así que calculad el tamaño.

Salimos del lugar y nos calzamos, que no he dicho esto hasta ahora, pero uno tiene que descalzarse antes de entrar a cada uno de aquellos sitios, y aunque Jorge era un despreocupado que se libraba de las zapatillas sin desatar los cordones, a mí se me ha educado de cierta manera y cada nuevo templo o sala atestiguaba cómo me sentaba en los escalones de la entrada, desabrochaba y aflojaba cordones de ambas playeras y acto seguido las dejaba colocaditas junto a las de los otros turistas y visitantes. Luego no es de extrañar que cuando voy a comprarme calzado porque me he comido las suelas de tanto andar y correr, el de la tienda las vea desde arriba y se extrañe porque están como nuevas. Pero no, amigo. Lo que pasa es sé que las cosas valen un dinero y hay que actuar en consecuencia para que duren y tal.

¿Por dónde iba yo? Ah, si. Lo de Tailandia.

Total, que dedicamos el resto de la tarde a recorrer el interior de Wat Pho y maravillarnos con su decoración y con las decenas (aunque quizá pueda decir "cientos" y no me equivoque) de estatuas de Buda de sus claustros. Algunos sentados:


Y otros de pie:


Y alguno que otro más grande. No tan espectacular como el reclinado, pero también teniendo su mérito.


Tras esta lección de Barrio Sésamo budista, abandonamos el complejo y fuimos a tomar un café con tarta mientras reflexionábamos acerca de lo musical que suena el acento tailandés, pues (y esto lo dice la Wikipedia) el idioma cuenta con una fonología bastante variopinta. Tras encafetarnos adecuadamente, salimos de nuevo al exterior y callejeamos un rato por el cercano mercado de las flores:

Me hubiese gustando poder compartir una foto con más ángulo, pero a esas horas de la tarde no pude conseguir nada mejor. Yo me entiendo

Se acercaba la hora de la cena, y voy a aprovechar esa circunstancia para contar un detalle: resulta que Jorge leyó no sabe dónde que Bangkok cuenta con algo así como puestos de comida callejera que, ojo cuidao, tienen estrella Michelín. Que uno, al enterarse de esto, se imagina que tales establecimientos, por muy callejeros que sean, tendrán una afluencia de las de ver la cola desde lejos y darse media vuelta invadido por la pereza. Pues bien, nosotros nos topamos con un local que se encontraba prácticamente vacío, pero que contaba con un bonito cartel a la entrada en el que aparecía representado el muñeco ése horrible blanco, mascota de la empresa gabacha de neumáticos. Jorge y yo dedicamos unos segundos a preguntarnos si habríamos dado con el famoso lugar por casualidad, y viendo que los platos de quienes ya estaban cenando allí tenían buena pinta, le concedimos una oportunidad al restaurante.

Pues al final resultó ser un local con estrellas Michelín, fíjate tú. Concretamente, con CERO estrellas Michelín, que lo de la entrada no era más que un truco para atraer a turistas panolis como Jorge y como yo. Pero bueno, ya que habíamos caído, nos quedamos a cenar y dimos cuenta de una deliciosa variedad de platos fritos (la idea de que la comida nos iba a sentar mal seguía asentada en nuestros pensamientos cada vez que nos llevábamos los palillos a la boca). Yo, entre otras cosas, cené esto:


La hora de cerrar se acercaba, pues el personal comenzaba a colocar las sillas de los sitios vacíos sobre las mesas, y no había yo terminado de trincarme lo que acabáis de ver cuando contemplé como una de las empleadas, encargada ella de pasar la fregona, estrujaba ésta con ambas manos desnudas para escurrirle la renegrida agua sobre el cubo. Y yo le pedí a Buda que por favor mi plato no hubiese sido preparado por manos enjuagadas en agua de fregar.

Aquella noche no vomité ni tuve que empezar a tomar Fortasec, por lo que intuyo que mi cena fue preparada por manos muy limpias o que mi sistema digestivo es la hostia, pero la visión causó que tras salir de aquel lugar y pasar de nuevo ante la imagen de la mascota de Michelín que, ahora sí, claramente se estaba riendo de nosotros, me encontrase ligeramente preocupado. Pero bueno, la preocupación me duró poco. Concretamente, lo que tardamos en llegar caminando a un local de masajes en el que recibí una relajante sesión de la que hablaré en otra entrada porque soy así de ruin.

Y ya que el lugar se encontraba en una zona de bares de la capital tailandesa en la que puestos callejeros ofrecían la oportunidad de degustar escorpiones y carne de cocodrilo (lo cual evitamos haciendo uso de nuestro sentido común), aprovechamos los últimos minutos del día para tomar el primer long island de muchos (sin hielo, ojo, que el hielo también le daba miedo a nuestros estómagos) en una terraza cercana, disfrutando de la extraña sensación que produce en alguien criado en Europa encontrarse en pantalón corto al aire libre una noche de noviembre. Que vale que dentro de unos años, a causa del cambio climático que seguís negando porque sois idiotas, lo del pantalón corto en invierno será tendencia en Europa, pero no quise preocuparme por ello entonces. Entonces, mientras Jorge y yo dábamos cuenta de nuestras bebidas, preferí pensar en todo lo que llevábamos visto a pesar de que aquél era sólo el primer día de nuestro viaje, e imaginé que, a ese ritmo, tendríamos historias como para llenar un blog de entradas semanales durante todo un año, ejem, ejem.

También pensé que tenía un sueño de la hostia, lo cual era lógico, así que me terminé el long island rapidito y nos largamos al hotel, que ya iba siendo hora de dormir un poco, ¿no? Además, al día siguiente nos esperaba otra estupenda paliza, ya veréis.

Licencia Creative Commons

lunes, 10 de marzo de 2025

Aquel viaje. Descubriendo Bangkok I

Llamadme pesado, pero insisto en que mi primer día en Bangkok estuvo marcado por un detallito: no dormí nada durante el vuelo que me llevó allí. Y teniendo en cuenta que el sueño es el pegamento que usa nuestro cerebro para que no se le caigan las memorias, considero un milagro el ser capaz de recordar cada detalle de aquel día que estoy a punto de contaros.

En compañía de Jorge, abandoné el hotel al que llegué en la entrada que publiqué hace un par de semanas, y el callejeo por la zona cercana me reveló uno de los primeros detalles sorprendentes del lugar: minitemplos que se encuentran por todas partes y de los que no os voy a dar explicaciones aquí porque ya he dicho alguna vez que esto no es un blog de viajes. Os pongo la foto que saqué de uno de ellos y os podéis dar con un canto en los dientes:


El segundo detalle que me sorprendió fueron las criaturas que poblaban las acequias y canales que aparecían a nuestro paso, algo así como super lagartos o minidragones alienígenas de los que tampoco os voy a dar explicaciones porque esto no es un blog de biología. Y tampoco tengo foto, que se escondían muy rápido y no me daba tiempo a sacar la cámara.

Nuestro paseo nos llevó a la orilla del río (¿que qué río? Ay, yo qué sé. Buscad vosotros el nombre que esto no es un blog de geografía), y una vez localizado el embarcadero, montamos en un barquito que nos dio un paseo durante el cual nos cruzamos con esta barca tan cuqui:


Tras esta ruta fluvial, el navío nos depositó cerca de uno de los principales complejos de templos de la ciudad. A pocos metros de la entrada de dicho complejo había un puesto de pantalones largos feísimos cuyo dueño se estaba forrando. Resulta que está prohibido acceder a los templos enseñando las piernas, y no son pocos los turistas que ignoran esta ley, por lo que tienen que pasar por caja y adquirir dicha prenda. Jorge y yo, que nos movíamos por la ciudad en pantaloncitos cortos como si fuésemos colegiales de la España franquista, estábamos al tanto del detalle... más o menos. Os explico: yo, por mi parte, le coloqué a mi pantalón convertible las perneras que habían viajado en la mochila hasta entonces (una prenda tan hortera como práctica, di que sí), pero Jorge pretendía cubrirse de cintura para abajo con una especie de pareo. Y en su caso no coló. Cual portero de discoteca borde, el segurata de la entrada le dijo con gestos que de qué coño iba luciendo semejantes pintas y le exigió darse media vuelta y no pisar por allí si no contaba con un atuendo más adecuado a las exigencias del lugar. Así que Jorge no tuvo más remedio que engrosar la larga lista de turistas que pululaban por el lugar portando un pantalón horrendo con estampado de elefantes.

De todas formas, el gasto mereció la pena, habida cuenta de lo que nos esperaba allí dentro. Si queréis culturizaros al respecto, os miráis la entrada de Wikipedia, que yo sólo os voy a poner aquí algunas de las fotos que hice.

Muchas estatuas y muchas cúpulas doradas por allí

Más estatuas y más dorado

Colorines y brillibrilli

Budismo

Más budismo. Y más dorado

Os hacéis una idea, ¿no? Tras recorrer el complejo salimos en busca de un restaurante. Siguiendo las recomendaciones de mi fisio, entramos en el que más comensales tenía, pero este detalle no impidió que lo hiciésemos bastante acojonados, pues el fantasma de la gastroenteritis que recorrió nuestros miedos durante todo el viaje se sentó a la mesa con nosotros (para que os hagáis una idea de la paranoia, os diré que los primeros días yo me lavaba los dientes con agua mineral). Debido a ello, pedimos comida frita y evitamos todo plato que incluyese pescado. Esta autolimitación gastronómica no impidió que disfrutásemos de aquella primera comida tailandesa, incluso a pesar de la presencia de un grupo de jóvenes españolas que conversaban en una mesa próxima a la nuestra lo hiciesen a un volumen que podría resultar aceptable para cualquier español no residente en el extranjero, pero que a todas luces era excesivo para el resto de la población.

Antes de salir del local quise hacer uso del baño porque yo también soy un ser humano con sus necesidades y tal, aunque no siempre lo parezca. El váter se hallaba en el piso superior, y mientras esperaba a que el mismo se quedase libre, pude ver que aquella planta era también un depósito de sacos de porexpán, lo que convertía el edificio en una caja de cerillas gigante en el caso en el que, Buda no lo quisiera, se produjese un incendio. Pero es que allí el concepto de seguridad estaba más relajado que en occidente. Y si no os lo creéis, preguntadle a los pintores que vimos a la salida:

Prevención de riesgos laborales mal

Del resto de la jornada (a la que me enfrenté sin haber dormido, pues lo de echar la siesta después del almuerzo sólo lo haríamos una vez días después) ya os hablaré en otra entrada si os parece bien. Y si no, también.

Licencia Creative Commons

lunes, 3 de marzo de 2025

Aquel Viaje. De acá para allá como dos señoritos

Cuando os hablé acerca de mis primeras dos horas en Tailandia me negué a daros detalles acerca del viaje en el taxi que me llevó del aeropuerto al hotel. Y no lo dice por vagancia (aunque la vagancia es a día de hoy uno de mis principios, al ser una forma válida de luchar contra el capitalismo. Pensadlo), sino porque, siendo varias las veces que Jorge y yo hicimos uso de este medio de transporte, contaba con escribir una entrada que resumiese nuestras experiencias (o al menos las que tuviesen más chicha). Y ahora vosotros habéis empezado a leerla.

De decenas de fotos que hicimos, sólo hay una en la que salgan taxis. Y encima, a lo lejos y malamente

Semanas antes de que todo esto ocurriese, mientras Jorge y yo intercambiábamos mensajes de whatsapp en los que preparábamos los detalles del viaje, llegó a salir el tema de los taxis. En algún que otro artículo de los que nos enviamos solían mencionarse dos detalles: que moverse en taxi por Tailandia, Camboya y Vietnam era relativamente barato, y que entrar a un vehículo con el taxímetro oculto bajo un trapo implicaba timo seguro.

Adivinad cómo se encontraba el taxímetro durante mi primer trayecto taxista.

Sé que todos sois listísimos y habríais optado por decirle algo al conductor, o directamente abandonar el taxi y probar suerte en otra parte, pero yo tenía cuarenta cosas en la cabeza en aquel momento y, cuando reparé en la jugada, ya habíamos enfilado la autopista.

De todas formas, aquel hombre me dio un viaje de lo más interesante. El pobre tenía una pasión que seguro que ninguno de vosotros compartís: Suiza. Estaba enamoradísimo del puto país, os lo juro. Y no hacía falta ser muy perspicaz para darse cuenta: bastaba con fijarse en la enorme Switzerland escrita en el frontal de la gorra que llevaba puesta, o en la foto del salpicadero, en la que aparecía posando en un glaciar suizo con su casita de madera detrás. Y lo que voy a decir es una impresión mía, pero juraría que cuando le dije que yo vivía en Austria (bien cerca de Suiza, añadí con interés), el pavo me hizo el favor de pisar un poquito más el acelerador. Lo que sí que hizo fue despegar la imagen y acercármela para que pudiese verla en detalle mientras me relataba las maravillas que había descubierto en aquel país.

También me habló de no sé qué convención que estaba teniendo lugar en Bangkok en aquellos días, habida cuenta del gran número de carteles alusivos que nos daban la bienvenida cuando llegamos a la ciudad; y me sugirió que, si tenía ocasión, fuese a ver un combate de muay thai, aunque me lo dijo sin la misma pasión que expresó al relatarme sus peripecias helvéticas.

Otro taxista del que guardo interesantes recuerdos es el que nos recogió tras nuestra a visita a Ayutthaya con un matrimonio portugués al que conocimos aquel mismo día. La furgoneta que nos devolvió a Bangkok por la tarde nos depositó en algo parecido a una estación de autobuses, y nuestro plan consistía en montar los cuatro en un vehículo que nos dejase en el hotel de los portugueses, pues el nuestro se hallaba a pocos minutos andando.

Jorge hizo la reserva del taxi vía app, y pasado un buen rato, en el chat que se abrió con el taxista, éste le solicitó a Jorge que le enviase una foto de su localización, pues no lograba dar con el punto exacto que el GPS le indicaba. Si tal actitud por parte del conductor os resulta extraña, enseguida entenderéis a qué se debía. Y es que el hombre era mayor. MUY MUY MAYOR. Cuando por fin nos encontró y subimos al taxi, el pobre anciano quiso echar un vistazo a la pantalla de su móvil para confirmar el destino y la ruta. Para tal fin, amplió el zoom al máximo que le permitía el aparato y, acto seguido, SE SACÓ UNA LUPA DEL BOLSILLO Y LA ACERCÓ A LA PANTALLA PARA PODER VERLO BIEN. Que yo en ese momento pensé: "si no me mato en este taxi, es que soy inmortal".

Al final el trayecto fue de lo más suave y tranquilo, oye. Y eso que, a poco de comenzar el mismo, mientras yo estaba convencido de que el viaje y mi propia vida estaban a punto de pasar a los títulos de crédito, el taxista nos preguntó si queríamos ir por la autopista. En ese momento, antes de que nadie pudiese responder, yo le grité que "yes" porque, si tenía que irme al otro barrio, prefería hacerlo a lo grande.

En otra ocasión, una taxista, también en Bangkok, nos llevó del hotel a Chinatown. No hubo parte del trayecto que no hiciese a toda hostia, motivada como estaba ante la potente música que sonaba a través de los altavoces del coche y que le hacía cantar (o hablar sola durante los trozos sin letra), y perdí la cuenta de los semáforos que se saltó en rojo.

Sin duda, el mejor trayecto en taxi de toda mi vida.

Al día siguiente, más o menos a la misma hora, un nuevo conductor nos recogió en el mismo hotel y nos llevó a una zona gentrificadísima cuyo nombre no logro recordar en este preciso momento. No iba tan follado como la que os acabo de relatar, y éste sí que contaba con sentido común como para respetar la luz roja de los semáforos y la seguridad vial en general, y nos intentó dar algo de palique durante el trayecto, haciendo el mismo algo más entretenido que el que nos llevó al aeropuerto el día que volamos a Camboya. El conductor iba a lo suyo (aunque mucho más calmado), escuchando lo que parecían ser noticias en la radio. Buscando entretenimiento, mi cerebro me hizo fantasear con que aquella radio empezaba a emitir marchas militares para informar después acerca de un inminente alzamiento militar. Mi imaginación funciona así, ¿qué queréis que le haga? Que igual pensé aquello porque aún estaba fresco el golpe de estado que meses atrás se había producido en Birmania, o a lo mejor fue porque, por el camino, pasamos por varios cuarteles y edificios gubernamentales cuyas fachadas mostraban enormes imágenes de distintos miembros de la familia real vistiendo entorchados uniformes. Es lo que tienen aquellas regiones con democracias no muy allá, ¿verdad? Que se les va la mano con el culto al líder y tal. Esperad, que os enseño una foto de lo que estoy describiendo para que lo veáis vosotros mismos:

fuente: el español
Ups, me he equivocado de foto. Bueno, no importa

Con respecto a Camboya no puedo hablar de taxis porque no subimos a ninguno, pues Perún se encargó de llevarnos a todas partes y sólo hice uso de un tuktuk que no fuera el suyo en una mañana que en mi memoria aún se mezcla con la noche anterior por motivos que ya descubriréis.

Por último, en Vietnam sólo tiramos de taxi en dos ocasiones: para ir del aeropuerto de Hanoi a la ciudad y viceversa. Y en ambos casos tuve tiempo de sobra para reflexionar acerca de este medio de transporte, habida cuenta de que el aeródromo hanoiano está, técnicamente hablando, a tomar por culo. Una reflexión que yo pensaba plasmar aquí y que giraba entorno al pijerío en general, nuestros mochilones y el supermercado del Corte Inglés, entre otros conceptos. Pero después de haberla escrito, haberla leído, haberla reescrito un par de veces y no haberme convencido de que mereciese la pena lo que la misma decía, he decidido que era mejor terminar la entrada de esta forma tan rara.

Licencia Creative Commons