Si, por el motivo que sea, os perdisteis la anterior entrada y sois lo suficientemente vagos como para no querer echarle un ojo, os diré que la misma terminó con Jorge y conmigo a la puerta de un hotel que no era el nuestro. Y es que en dicho hotel fue donde el taxista cortísimo de vista terminó su carrera tras recogernos en la bulliciosa estación de autobuses tailandesa a nosotros dos y al matrimonio portugués que se nos unió al comenzar la jornada tras encontrar gracioso que Jorge se dirigiera en español a una joven y confundida asiática durante el viaje en minibus/furgoneta que nos llevó a Ayutthaya porque la pobre no era capaz de organizar su espacio disponible debido al maletón que portaba.
Que digo yo que igual sí que os conviene leeros la entrada anterior, ¿no?
En fin, que Jorge y yo nos fuimos andando a nuestro hotel, encontrándonos a nuestro paso con más lagartos alienígenas como los que vimos el día anterior y sin que yo fuese lo bastante rápido como para poder sacarles una foto antes de que se lanzasen al río o a la acequia de turno, y al llegar decidimos relajarnos pasando unos minutos a remojo en la piscina que el hotel tenía en su terraza.
Mientras el sol que nos había estado dando toquecitos en el hombro a lo largo de todo el día como diciendo "¿no queríais pasar calor en noviembre? Pues TOMAD CALOR" desaparecía tras el enjambre de edificios visibles desde aquella altura, se nos unió un tercer huésped procedente de un país que no recuerdo o que no me molesté en averiguar porque estaba ocupado agradeciendo mentalmente que Jorge hubiese reservado un hotel con piscina allá por octubre. Al encontrarme yo enfrascado en tan placentera tarea mental, no participé en la conversación en la que el recién llegado nos narraba su experiencia en el lugar hasta la fecha y Jorge, por su parte, le contaba que él había pasado media semana en Krabi, en el sur, bañándose en sus playas, haciendo kayak, visitando algún que otro templo y conociendo a una pareja de brasileñas muy majas.
Ya de noche, y habiéndonos repuesto de la paliza turística del día, pedimos un taxi que nos llevó a Chinatown. Y vosotros deberíais saber cómo fue el trayecto hasta allí porque hablé de ello hace semanas en una entrada que trata exclusivamente sobre taxis y que he enlazado hace unos cuántos párrafos.
Y si no estáis al tanto, es que sois unos vagos, joder.
El barrio chino tailandés se desarrolla en torno a su vía principal: Yaowarat Road. Y fue ésta la que Jorge y yo recorrimos a pie descubriendo el bullicio del lugar. A ambos lados de la vía, un reguero de puestos de comida eran asaltados (no literalmente, ya me entendéis) por la horda de turistas que nos encontrábamos allí. Y al pie de las aceras, decenas de tuk tuks formaban colas y entorpecían el ya de por sí congestionado tráfico mientras sus conductores aguardaban a que alguien solicitase sus servicios para largarse de allí tras haber satisfecho sus necesidades nutricionales. El humo de los coches se mezclaba con el procedente de la fritanga que los afanados cocineros preparaban al aire libre en cada puesto, haciendo que fuese difícil determinar si olía bien o no; y a la mencionada contaminación procedente de los tubos de escape había que añadirle otra acústica, pues como podréis imaginar aquello no era precisamente un bosque, y otra lumínica, ya que miles de carteles y letreros que colgaban de las fachadas arrojaban su luz sobre esta caótica escena que con más o menos exactitud he tratado de describiros en un único párrafo.
Ha sido agotador. Si lo llego a saber me limito a dejaros aquí la foto que saqué al llegar y me ahorro el esfuerzo:
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La foto no se oye, pero os hacéis una idea |
Uno no puede irse de Chinatown sin haber probado la comida que se prepara allí. Y Jorge y yo estábamos dispuestos a ello, pero como ya he comentado más de una vez, nos aterraba comer algo en mal estado que nos obligase a pasar dos días haciendo turnos para abrazarnos a la taza del váter de la habitación del hotel. Tras mucho pensárnoslo y dar muchas vueltas en busca de alguna opción a priori saludable desde el punto de vista sanitario, acabamos eligiendo el último puesto de una oscura bocacalle bastante alejada de la vorágine chinatownera. Sí, un poco gilipollas sí que fuimos, la verdad.
No obstante, las bolas de (creo que era) pollo nos supieron deliciosas, y antes de dar cuenta de ellas, Jorge las inmortalizó en una imagen que resume bastante bien todo lo que llevo contado del lugar hasta ahora:
Sin embargo, habida cuenta de lo ajetreado del día, no podía considerarse que aquello nos pudiese aportar todas las calorías que nuestros organismos necesitaban, pero por otra parte ya habíamos tragado suficiente ruido, por lo que decidimos buscar algún sitio en el que completar la cena en un ambiente más tranquilo. Mientras abandonábamos Chinatown, descubrí a un par de graciosas lagartijas paseando por el cartel de un centro médico. Al contrario que me solía ocurrir con los lagartos alienígenas gigantes que están esperando pacientemente a que los humanos terminemos de volvernos gilipollas para invadir nuestro planeta (al menos, ésa es mi teoría), a éstas dos sí que me dio tiempo a echarles una foto:
Al final dimos con un local de lo más agradable situado en una esquina y abierto a dos calles, con una decoración mezcla de bar de carretera estadounidense y floristería regentada por alguien con dudoso gusto estético (dicho esto, me arrepiento de no haber hecho fotos) y una enorme terraza que asediaba un puesto de crêpes propiedad del mismo establecimiento. Yo me pedí un ramen con albóndigas que incluía, por supuesto, huevo:
Y no recuerdo qué se pidió Jorge, pero de postre no pudo resistirse a una crêpe de Nutella. Que mí también me dieron ganas, pero se me quitaron cuando vi que la suya había quedado crujiente. A ver, no quiero dármelas yo de sibarita, pero reconozcamos que una crêpe tiene su punto y si está dorada y hace "crac" al morderla, es porque el crêpero tenía que haberla retirado de la plancha bastante antes. Porque no se le puede pedir que la deje poco hecha o muy hecha como si fuese un entrecot, ¿no? Quiero decir, para mí pedir una crêpe siempre ha sido una lotería porque me las han preparado riquísimas, blanquitas ellas (en Ranelagh, Dublín, había un puesto que las petaba de Nutella y chocolate blanco. Solía comerme una los domingos por la tarde al volver a casa del cine y como la llevaba de la mano, todo el dulce se acumulaba en la parte de abajo y con los últimos bocados me daba un chute de azúcar que era capaz de ver el ruido de los coches) o prácticamente tostadas, y si ahora me decís que es posible decirle al crêpero algo en plan "así vale" cuando empieza a marronear, vais a hacer que me plantee muchas cosas acerca de mi propia existencia.
Ay, mira que siempre me acabáis liando con historias que no tienen nada que ver con lo que quiero contar y acabo yéndome por las ramas. Total, que Jorge y yo acabábamos de cenar en un sitio muy cuqui de Bangkok, y al salir de allí se nos acercaron dos hombres que, en plan "venid aquí y que no se entere nadie porque tenemos que hablaros de algo secreto" nos propusieron llevarnos en su coche a un local en el que se celebraría un ping pong show (y para quien no sepa a estas alturas en qué consiste, es básicamente un espectáculo en el que una stripper y/o prostituta hace toda clase de malabares y virguerías sirviéndose de cierto orificio de su anatomía). Asimismo, nos aseguraron que en lo respectivo a putas, su club contaba para nuestro deleite con una plantilla que ríase usted de la Quinta del Buitre. Y todo ello se encontraba tan solo a un sospechoso viaje en vehículo privado con dos desconocidos de distancia.
¿Que si accedimos? Pues... Hay que reconocer que la propuesta prometía al menos cinco o seis párrafos más en esta entrada o, si estiro el chicle, una entera contando la experiencia. Pero ésta está a punto de acabar y en la próxima (que va a seguir la cronología del viaje) hablaré, entre otras cosas, de más templos, de Jorge necesitando hacer pis y de otro tipo de explotación (animal, aclaro), pero no de vaginas poseedoras de talentos especiales. Así que no, no nos metimos en aquel coche y no asistimos a ningún Cirque du Soleil sórdido. Lo que hicimos fue dar la jornada por terminada y volver al hotel.
Por cierto, creo que mi paranoia gastroenterítica empezaba a remitir y aquella noche, antes de meterme en la cama, usé agua del grifo en lugar de agua mineral para lavarme los dientes.
