Habréis oído miles de veces que es mejor prevenir que curar. Y si en mi anterior entrada os hablé del proceso de prevención inmunológica que seguí antes de embarcarme (bueno, mejor dicho, enavionarme) en mi viaje a Indochina, hoy os voy a dar un poquito la turra con respecto a mi preparación de cara a posibles situaciones en las que no quedase más remedio que curar.
En mi mochilón, amén de mucha otra morralla, metí dos neceseres. El primero, destinado a artículos de higiene, lo adquirí semanas antes en una droguería del centro, y me gusta especialmente porque cuenta con estampado de dinosauritos y una etiqueta en la que pone "ROARRR!" y todo.
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ROARRR! |
El segundo neceser, más soso, gris y de Adidas, llevaba rondando por mi casa Dios sabe cuánto, y acabó lleno a rebosar de toda clase de medicinas. Resulta que, para bien o para mal, mi novia y yo siempre hemos contado con un considerable alijo de las mismas en nuestra casa, habida cuenta de que vivir en el extranjero hace que la mayoría de veces sea más cómodo automedicarse ante el catarro o dolor de espalda de turno que tener que enfrentarse a un sistema sanitario alienígena (no sé si esto que estoy diciendo es muy adecuado bajo el punto de vista del sentido común, pero es lo que hay). Pues bien, esa filosofía viajó conmigo al otro lado de Eurasia y así de petado fue el neceser, por consiguiente.
Para que os hagáis una idea, os voy a dar una relación de toda la mandanga portada. Pero antes, ya que no quiero líos, voy a dejar claro que no hago esto con intención ejemplarizante. Ni soy médico, ni soy enfermero, ni soy celador, ni soy farmacéutico, y las siguientes líneas no incluyen ningún consejo facultativo. ¿Queda claro? Considero que cualquiera que lea esto tiene la inteligencia suficiente como para darse cuenta de que aquí venimos a echar unas risas y ya. Y si hay alguien lo suficientemente estúpido como para considerar que esto es un manual de instrucciones de la vida y que lo que escribo tiene sentido y debe aplicarse, le recomiendo que directamente se trinque una botella entera de lejía y nos deje en paz a todos.
Dicho lo anterior, allá voy:
Paracetamol: Mi panacea. Me salva la vida a los primeros síntomas de catarro y me libra de los dolores de espalda que me causa el pasarme horas sentado en un mundo que no ha sido diseñado para gente con mi elevada estatura.
Nolotil: Para dolores más serios a los que el paracetamol no llega. Generalmente, todo lo relacionado con dientes, muelas y encías.
Almax: Para mis noches de acidez y de ilusión (tengo que reconocer que mientras tomaba notas para preparar este monstruoso proyecto escribí lo que acabáis de leer porque me pareció ingenioso, y al releerlo mientras me ponía con la entrada me he hecho mucha gracia a mí mismo. Es cierto, soy imbécil).
Aciclovir: Mis calenturas son tan oportunas como la lluvia en un día de boda. Suelen salirme cuando estoy muy cansado o paso por rachas estresantes (al día siguiente de correr mi primera maratón me salieron dos), y durante un viaje de tres semanas a Tailandia, Camboya y Vietnam, por mucha filosofía que le echase, podría acabar pasando por algún episodio chungo, así que no estaba de más contar con esta pomada.
Omeprazol: Protector gástrico y yo no tengo problemas gástricos. Siempre he oído que hay que tomarlo antes de un ibuprofeno, y también he oído que no hace falta tomarlo antes de un ibuprofeno. No obstante, mi neceser-botiquín contaba también con diclofenaco, y en esos casos sí que es necesario.
Diclofenaco: Para el dolor de espalda jodido de verdad. Al poco de llegar a Austria, por culpa de colchones y sillas de escritorio de mala calidad, mi columna vertebral acabó pareciendo el tobogán de un McDonalds, y mi doctora de cabecera me lo recetó porque las estrellas que yo veía por aquel entonces invadieron todos los rincones de su consulta como si estuviésemos en un relato de Gabriel García Márquez.
Algidol: Para resfriados que el paracetamol no puede controlar. El secado de mocos es inmediato y me hacen sentir una mejoría evidente.
Aerored: Pichu es a Pikachu lo que el aerored es al almax. Pero qué tonto soy.
Ibuprofeno: Para luchas contra mis inflamaciones. Especialmente, contra las que sufre mi garganta y hacen que me duela al tragar.
Fortasec: A petición popular, pues fueron MUCHOS quienes me dieron el consejo de que incluyese antidiarreico en mi equipaje, esta medicina me acompañó cada día sin que, por suerte, necesitase abrirla en ningún momento.
Repelente de mosquitos: No sirvió de nada contra los terriblemente poderosos mosquitos de allí.
Afterbite: No sirvió de nada contra las terriblemente poderosas picaduras de los terriblemente poderosos mosquitos de allí.
Enantyum: Para esos dolores de cabeza chungos, los que se producen a su vez por el dolor de cervicales. Mano de santo, oye.
Hemoal: Porque ya tengo una edad. Y si vosotros no la tenéis, ya la tendréis. Vuestras vidas, como la mía, son los ríos que van a dar en la mar, que es el hemoal.
Buena mierda, ¿verdad? Pues al final no tuve que usar casi nada. Algún que otro aerored y paracetamol ocasional cuando viajar de acá para allá le hacía pupita a mi espalda. Lo más irónico de todo es que, lo que sí que necesité, no lo tenía. Me estoy refiriendo a una pomada que aliviase la dermatitis que apareció sin avisar en mi codo y antibióticos para una infección de garganta de la que ya os hablaré en detalle dentro de muchas semanas. Pero por hoy, ya vale.
