lunes, 27 de enero de 2025

Aquel viaje. Las drogas. Las drogas legales, se entiende, que no quiero meterme en líos

Habréis oído miles de veces que es mejor prevenir que curar. Y si en mi anterior entrada os hablé del proceso de prevención inmunológica que seguí antes de embarcarme (bueno, mejor dicho, enavionarme) en mi viaje a Indochina, hoy os voy a dar un poquito la turra con respecto a mi preparación de cara a posibles situaciones en las que no quedase más remedio que curar.

En mi mochilón, amén de mucha otra morralla, metí dos neceseres. El primero, destinado a artículos de higiene, lo adquirí semanas antes en una droguería del centro, y me gusta especialmente porque cuenta con estampado de dinosauritos y una etiqueta en la que pone "ROARRR!" y todo.

ROARRR!

El segundo neceser, más soso, gris y de Adidas, llevaba rondando por mi casa Dios sabe cuánto, y acabó lleno a rebosar de toda clase de medicinas. Resulta que, para bien o para mal, mi novia y yo siempre hemos contado con un considerable alijo de las mismas en nuestra casa, habida cuenta de que vivir en el extranjero hace que la mayoría de veces sea más cómodo automedicarse ante el catarro o dolor de espalda de turno que tener que enfrentarse a un sistema sanitario alienígena (no sé si esto que estoy diciendo es muy adecuado bajo el punto de vista del sentido común, pero es lo que hay). Pues bien, esa filosofía viajó conmigo al otro lado de Eurasia y así de petado fue el neceser, por consiguiente.

Para que os hagáis una idea, os voy a dar una relación de toda la mandanga portada. Pero antes, ya que no quiero líos, voy a dejar claro que no hago esto con intención ejemplarizante. Ni soy médico, ni soy enfermero, ni soy celador, ni soy farmacéutico, y las siguientes líneas no incluyen ningún consejo facultativo. ¿Queda claro? Considero que cualquiera que lea esto tiene la inteligencia suficiente como para darse cuenta de que aquí venimos a echar unas risas y ya. Y si hay alguien lo suficientemente estúpido como para considerar que esto es un manual de instrucciones de la vida y que lo que escribo tiene sentido y debe aplicarse, le recomiendo que directamente se trinque una botella entera de lejía y nos deje en paz a todos.

Dicho lo anterior, allá voy:

Paracetamol: Mi panacea. Me salva la vida a los primeros síntomas de catarro y me libra de los dolores de espalda que me causa el pasarme horas sentado en un mundo que no ha sido diseñado para gente con mi elevada estatura.

Nolotil: Para dolores más serios a los que el paracetamol no llega. Generalmente, todo lo relacionado con dientes, muelas y encías.

Almax: Para mis noches de acidez y de ilusión (tengo que reconocer que mientras tomaba notas para preparar este monstruoso proyecto escribí lo que acabáis de leer porque me pareció ingenioso, y al releerlo mientras me ponía con la entrada me he hecho mucha gracia a mí mismo. Es cierto, soy imbécil).

Aciclovir: Mis calenturas son tan oportunas como la lluvia en un día de boda. Suelen salirme cuando estoy muy cansado o paso por rachas estresantes (al día siguiente de correr mi primera maratón me salieron dos), y durante un viaje de tres semanas a Tailandia, Camboya y Vietnam, por mucha filosofía que le echase, podría acabar pasando por algún episodio chungo, así que no estaba de más contar con esta pomada.

Omeprazol: Protector gástrico y yo no tengo problemas gástricos. Siempre he oído que hay que tomarlo antes de un ibuprofeno, y también he oído que no hace falta tomarlo antes de un ibuprofeno. No obstante, mi neceser-botiquín contaba también con diclofenaco, y en esos casos sí que es necesario.

Diclofenaco: Para el dolor de espalda jodido de verdad. Al poco de llegar a Austria, por culpa de colchones y sillas de escritorio de mala calidad, mi columna vertebral acabó pareciendo el tobogán de un McDonalds, y mi doctora de cabecera me lo recetó porque las estrellas que yo veía por aquel entonces invadieron todos los rincones de su consulta como si estuviésemos en un relato de Gabriel García Márquez.

Algidol: Para resfriados que el paracetamol no puede controlar. El secado de mocos es inmediato y me hacen sentir una mejoría evidente.

Aerored: Pichu es a Pikachu lo que el aerored es al almax. Pero qué tonto soy.

Ibuprofeno: Para luchas contra mis inflamaciones. Especialmente, contra las que sufre mi garganta y hacen que me duela al tragar.

Fortasec: A petición popular, pues fueron MUCHOS quienes me dieron el consejo de que incluyese antidiarreico en mi equipaje, esta medicina me acompañó cada día sin que, por suerte, necesitase abrirla en ningún momento.

Repelente de mosquitos: No sirvió de nada contra los terriblemente poderosos mosquitos de allí.

Afterbite: No sirvió de nada contra las terriblemente poderosas picaduras de los terriblemente poderosos mosquitos de allí.

Enantyum: Para esos dolores de cabeza chungos, los que se producen a su vez por el dolor de cervicales. Mano de santo, oye.

Hemoal: Porque ya tengo una edad. Y si vosotros no la tenéis, ya la tendréis. Vuestras vidas, como la mía, son los ríos que van a dar en la mar, que es el hemoal.

Buena mierda, ¿verdad? Pues al final no tuve que usar casi nada. Algún que otro aerored y paracetamol ocasional cuando viajar de acá para allá le hacía pupita a mi espalda. Lo más irónico de todo es que, lo que sí que necesité, no lo tenía. Me estoy refiriendo a una pomada que aliviase la dermatitis que apareció sin avisar en mi codo y antibióticos para una infección de garganta de la que ya os hablaré en detalle dentro de muchas semanas. Pero por hoy, ya vale.

Licencia Creative Commons

lunes, 20 de enero de 2025

Aquel viaje. Pinchazos

Cuando se trata de viajar lejos, existe una ley no escrita (voy más allá: dicha ley NI SIQUIERA EXISTE. Me la estoy inventado ahora mismo para poner en marcha esta entrada), la cual dicta que la distancia entre la Unión Europea y nuestro destino es directamente proporcional al número de vacunas que vamos a creer necesitar antes de subir al avión. Y si mis destinos iban a ser Tailandia, Camboya y Vietnam, intuía que mi cartilla de vacunaciones iba a ganar al menos una página de pegatinas y garabatos.

Teniendo en cuenta que vivo en Austria, mi plan de inmunización pasaba por enfrentarme a un ejército de sanitarios, farmacéuticos y operadores telefónicos, no todos duchos en la lengua de Shakespeare, por lo que el primer paso que tuve que seguir fue armarme de paciencia y, una vez concienciado, telefonear al departamento de inmunología del hospital de mi ciudad. Varios conocidos me aseguraron que de esta forma podría obtener toda la información necesaria e incluso concertar las citas necesarias de cara a pincharme. Sin embargo, a mí no me salió tan bien la jugada como a ellos.

La mujer que atendió mi llamada no hablaba inglés, así que usando mi paupérrimo alemán tuve que explicarle que pensaba viajar nach Thailand, Kambodscha und Vietnam, ante lo que respondió con una retahíla que no logré entender. Le rogué varias veces que me repitiese su mensaje más despacio y más claramente, y ella, como buena austriaca, varias veces me repitió su mensaje igual de rápido y de forma aún más ininteligible si cabe.

Para que os hagáis una idea del éxito que tuvo esta interacción, sólo me quedé con que, si viajaba a Tailandia, tendría que vacunarme de algo que sonó como "fedlgwefs". ¿No sabéis lo que es el fedlgwefs? Yo tampoco.

La siguiente opción con la que conté fue mi médico de cabecera, quien atiende a sus pacientes en una casita situada en un barrio del norte de la ciudad (no, en Austria no saben lo que es un centro de salud. Aquí vas a la casa del médico particular o directamente al hospital si ya te estás muriendo). Ella sí que habla inglés, por lo que en este caso la conversación fue más fructífera. El día de la cita me planté en su consulta con una relación de todas las vacunas que se me han puesto en España a lo largo de mi vida, así como mi adicional cartilla austriaca en la que aparecen los pinchazos del covid, los de no sé qué enfermedad que te pueden pegar las garrapatas cuando sales al monte y alguno contra la gripe que mi novia y yo recibimos en no recuerdo qué invierno porque era gratis.

La facultativa, todo sea dicho, se tiró media hora rebuscando información de distintas fuentes antes de concluir qué vacunas necesitaría. Confirmó que, efectivamente, no serían pocas, y allí mismo me endosó la Repevax (difteria, tétanos, polio y tos ferina), por si las moscas. Y por sesenta euros, añado.

Por si las moscas, pero no por si los mosquitos, pues consideró que no necesitaría la del dengue ni la de la fiebre amarilla, pero me advirtió que si sufría alguna picadura y me subía la fiebre, CORRIESE al hospital más cercano en busca del tratamiento pertinente. Pues bien, os adelanto que no serían pocos los mosquitos que acabaron cebándose con mis piernas y brazos, y sí que llegué a tener fiebre, pero fue en unas circunstancias que me hicieron descartar a los alados insectos como causa de la misma, por lo que no llegué a ver un hospital por dentro.

Me hizo saber que también necesitaría las vacunas del tifus y la hepatitis A, pero como no las tenía en su consulta, me extendió una receta para que las adquiriese en la farmacia. Yo le pregunté si no necesitaría también la del fedlgwefs, a lo que respondió que de qué coño le estaba hablando. Por último, me recomendó encarecidamente que me vacunase contra la rabia. Y es que, según me contó, una amiga suya estuvo en Bangkok tiempo ha y, mientras disfrutaba de un café sentada en una terraza, una rata salida de ninguna parte le endiñó un bocado en el tobillo. Y yo me fui de allí pensando: "qué anécdota más tranquilizadora, señora".

Al día siguiente fui al lugar que más me gusta de la ciudad austriaca en la que resido actualmente: la farmacia de la estación central. Y es que quienes trabajan allí no sólo hablan inglés (o incluso español, en algunos casos), sino que cuentan con una amabilidad que te alegra el día y el resto de la semana si ya es jueves. Tras solicitar la dosis que quedó pendiente de Viatim (tifus y hepatitis A, os recuerdo) y la primera de Rabipur (ésta última es para la rabia pero yo creo que no tendría que haberlo explicado, ¿no?), procedí a pagar los 83,10 euros de la primera y los 105 euros de la segunda (sí, habéis leído bien. A veces es caro escapar de la muerte), pero mi cerebro decidió en ese momento hacer limpieza de disco duro y borró de mi memoria el pin de mi tarjeta bancaria, dejándome ante la farmacéutica con una más que evidente cara de gilipollas. Por suerte, pude echar mano de mi cuenta de Revolut para apoquinar por las vacunas mientras lamentaba para mis adentros que más tarde ese día me tocaría solicitar a mi banco que me enviasen una carta recordándome el numerito de los huevos.

Pero antes de enfrentarme a la burocracia financiera fui por segunda vez a la consulta de mi médico para que se me administrasen las recién adquiridas vacunas. Debido a que recomendaban que las mismas se mantuviesen siempre refrigeradas so pena de perder efectividad, las llevé metidas en una neverita que uso cada vez que vuelo a España y hago acopio de compangos, pues no he logrado encontrarlos en Austria.

Inmunización y fabada, por fin juntas

Pasó una semana y yo volví a la farmacia del personal amabilísimo, donde compré la segunda dosis de Rabipur (otros 105 euros). Como estaréis imaginando, me dirigí a la consulta con la vacuna metida en la neverita de los compangos. Y no sé si lo sabéis, pero la vacuna de la rabia es como la peli de El Hobbit que hizo Peter Jackson, que se divide en tres partes sin que yo entienda muy bien por qué. Digo esto porque, pasada otra semana, tuve que volver por tercera vez a la misma farmacia para obtener la última dosis (soltando otros 105 euros, claro) de manos del personal tan amable que trabaja en la misma (nunca me cansaré de decirlo).

¿Sabéis quién no fue tan amable? El enfermero que me puso esta última vacuna en lugar de mi doctora habitual, pues ésta libraba aquella mañana. Bueno, en realidad fue muy amable cuando me saludó y me dijo no sé qué en alemán. Pero al momento, cuando me excusé diciéndole que mi nivel de germano no era muy bueno, borró su sonrisa y me preguntó que si mejor en inglés. Yo le respondí que yes, please, y él no volvió a abrir la boca ni para despedirse después de la inyección (inyección que yo temí tuviese burbujas de aire o algo, habida cuenta del odio que invadió al pavo de repente). Para más inri, al salir, la auxiliar de la entrada me indicó que tendría que pagar 15 euros por la consulta, algo que no había hecho hasta entonces.

Todo este proceso, si bien debilitó un pelín mi economía (como habéis podido ver), al menos fortaleció mi sistema inmunológico de cara a enfermedades chunguísimas de ésas que como mínimo te dejan tonto (todo para que al final no me mordiesen ratas ni otra clase de animales salvajes, no me jodáis). No obstante, consciente de que no soy inmortal y, sabedor de que me vería expuesto a otras afecciones y dolencias, también me preparé para esta clase de inconvenientes. Pero de eso ya os hablaré en otra ocasión.

Licencia Creative Commons

lunes, 13 de enero de 2025

Aquel viaje. Cronología previa

Una de las primeras cosas que hice cuando decidí que ya era hora año de empezar a hablar de este viaje y comencé a tomar notas que se traducirían en las entradas que pacientemente estáis leyendo ahora, fue echar un ojo a las conversaciones de Whatsapp que mantuve con Jorge, desde que tuvo lugar su propuesta inicial hasta que se produjeron nuestros correspondientes embarques (aclaro que Jorge fue a Tailandia días antes que yo y pasó media semana en Krabi, en el sur, bañándose en sus playas, haciendo kayak, visitando algún que otro templo y conociendo a una pareja de brasileñas muy majas). Al revisar los mensajes intercambiados descubrí que, haciendo alarde una vez más de lo bien que se me da echarle morro y sacar entradas de las más insignificantes nimiedades, podría aprovechar y narrar una cronología que resumiese nuestros preparativos. Así que allá va:

7 de agosto

Jorge me propone viajar con él a Tailandia, Vietnam y Camboya. Un viaje de varias semanas de los de mochila al hombro. Yo le digo que no, pero a las pocas horas rectifico y acepto su propuesta.

9 de agosto

Jorge me envía los primeros enlaces a blogs de viajes con enclaves que merece la pena visitar en Vietnam.

10 de agosto

Jorge sugiere que hagamos alguna ruta en moto. Ni Jorge ni yo hemos montado jamás en moto.

28 de agosto

Jorge empieza a insistir en la importancia de comprar el billete de avión de Viena a Bangkok cuanto antes, so pena de que los precios se disparen. Sin embargo, yo aún no tengo confirmación de que mis vacaciones vayan a ser aprobadas, pues al ser un periodo de más de dos semanas mi jefe necesita pedir un permiso especial o algo así.

2 de septiembre

Jorge y yo hacemos un primer intento de adquirir los vuelos, pero no logramos ponernos de acuerdo en cuanto a fechas y duración.

4 de septiembre

Jorge sugiere que, una vez en Tailandia, vayamos en tren de Bangkok a Chiang Mai, en el norte. Es un viaje de trece horas y mi espalda y yo respondemos que ni de coña. Por mi parte, planteo la opción de alquilar un coche, aduciendo que nos dará más libertad para movernos, y la idea aterra a Jorge (spoiler alert: al final, no hubo ni tren a Chiang Mai, ni coche).

7 de septiembre

Es nuestro aniversario y compramos los billetes a Tailandia.

19 de septiembre

Jorge y yo hablamos acerca de la sugerencia que me ha hecho un compañero de oficina: asistir a un ping pong show en Bangkok. Ya daré más detalles sobre esto en el futuro.

24 de septiembre

Siguiendo mi consejo, Jorge se ha abierto una cuenta de Revolut (Revolut NO está patrocinando nada de esto, aclaro). Es mi opción preferida a la hora de hacer pagos en el extranjero por dos motivos: el primero es que mi cuenta austriaca no me lo permite. El segundo es que no tengo ni idea de cómo funciona el cambio de divisas y prefiero sacar a pasear la tarjeta sin pararme a pensar en las comisiones que me puedan clavar. Simplemente hago los pagos o saco dinero del cajero automático allá donde esté y que sea lo que Dios, Buda, Alá o la deidad de turno quiera. Pues bien, Jorge está teniendo problemas con la verificación de su cuenta y al final decidirá llevar encima un manojo de billetes de euro e ir adquiriendo moneda local en distintas casas de cambio.

27 de septiembre

Le cuento a Jorge que estoy tratando de organizar mi plan de vacunación previo al viaje, pero en esos días estoy contagiado de covid y poco puedo hacer encerrado en casa.

14 de octubre

Compro el mochilón que usaré para llevar mi equipaje. Jorge me pregunta por el tamaño del mismo y le indico que mi novia podría caber dentro. También debatimos la opción del seguro de viaje, pues un tío de su novio trabaja en una aseguradora o algo así y nos sugiere una póliza con cláusulas ilegibles (entre otras cosas porque el pavo nos manda todos los documentos en alemán, que ya le vale). Al final, no sé qué decisión toma Jorge, pero yo contacto con la agente responsable de nuestro propio seguro de hogar y lo amplío para que nos cubra los viajes (cobertura de la que, Dios no lo quiera, también podría llegar a aprovecharse mi novia, llegado el caso). La agente me indica que uno de los supuestos incluidos es el rescate en helicóptero, y la parte más gilipollas de mi cerebro desea que pase algo chungo porque nunca he volado en helicóptero y sería toda una experiencia (spoiler alert: no pasó nada grave y para bien o para mal me quedé sin volar en helicóptero).

15 de octubre

Recibimos una notificación de una de las líneas aéreas informando de que el vuelo de Bangkok a Siem Reap ha sido cancelado. Nos toca replanificarlo (no sé por qué el editor me marca la palabra "replanificarlo" como errónea, pero bueno) y reducir nuestro tiempo de estancia en Camboya. Este detalle no me importa en ese momento porque, ignorante de mí, sólo estoy interesado en los templos de Angkor y no soy consciente de que el país me ofrecerá muchísimo más que eso.

16 de octubre

Jorge comienza a reservar hoteles. Elige dos para cada ciudad en la que haremos noche con la idea de enseñármelos después y cancelar el que no nos guste en cada caso.

24 de octubre

Jorge me confiesa que al final no se ha vacunado de la rabia y yo le respondo que por su bien no se tire a ningún murciélago. Que yo sepa, Jorge seguirá mi recomendación, pero se llevará un pequeño susto al sufrir el ataque de otro tipo de animal.

5 de noviembre

Jorge y yo hablamos acerca de opciones en cuanto a ropa de abrigo y lluvia. Descartamos llevar paraguas porque es un engorro. Mi única ropa de abrigo consistirá en un forro polar y un chubasquero fino. Me arrepentiré de ello.

8 de noviembre

Jorge me hace saber que le ha dado a su madre tanto mi número de teléfono como el de mi novia, pues nunca se sabe lo que puede acabar pasando.

10 de noviembre

Varios días después de haber pedido la visa para entrar en Camboya, aún esperamos una confirmación del gobierno de allí, el ministerio pertinente o quien sea que se encargue de tramitar este papeleo. Un ligero nerviosismo nos invade debido a ello y yo intento relajar la situación proponiendo que, de no contar con dicha visa cuando llegue el momento, sobornemos al guardia del control del aeropuerto.

12 de noviembre

Le envío a Jorge el vídeo del derrape de Chechu. Esto no tiene NADA que ver con el viaje, pero me apetecía contarlo porque dicho vídeo lleva casi veinte años haciéndome gracia.

fuente: youtube
¡Ha' un derrape, corre! ¡Ha' un derrape, ha' un derrape, corre!

13 de noviembre

Jorge tiene el mochilón abierto en el salón de su casa para poder prepararlo con calma porque no tiene gatos que se puedan colar dentro a joder y debatimos acerca de cuántas camisetas llevar (spoiler alert: yo metí menos de las que debería y acabé comprándome varias por ello). Jorge comenta que probablemente compre porcelana en Vietnam y teme que su mochilón no cuente con capacidad suficiente. Le tranquilizo asegurando que si es tan grande como el mío podrá traerse dentro del mismo hasta un prostituto tailandés pequeñito.

16 de noviembre

Jorge me informa de que ha embarcado en el vuelo a Bangkok. A su lado hay un pasajero que huele fuerte a tabaco y sudor.

20 de noviembre

Informo a Jorge de que he embarcado en el vuelo a Bangkok. Por suerte, no hay nadie cerca que huela fuerte a tabaco y sudor.

Licencia Creative Commons

lunes, 6 de enero de 2025

Aquel viaje. El origen de todo esto

Viajemos en el tiempo. ¿A cuándo? Al siete de agosto de dos mil veintidós, día internacional de la amistad. En aquella jornada, los dueños de una bodega de Brooklin recuperaron a Boka, un gato gris que había sido robado días antes; Gustavo Petro juró su cargo como presidente de Colombia y a mi móvil llegó un mensaje de Whatsapp enviado por Jorge.

Ahora mismo os estaréis preguntando: ¿quién es Jorge? Jorge es un amigo y compañero de trabajo a quien conocí saltando a la comba. Os lo juro. Este curioso detalle no se debe a que Jorge sea un colega de la infancia o algo por el estilo; lo que ocurre es que al par de días de aterrizar en Austria, la empresa en la que por aquel entonces trabajábamos tanto mi novia como yo contrató a una agencia de eventos para organizar una actividad de ésas motivadoras que incluía varias competiciones por equipos y una sesión de cocina. En una de dichas competiciones el objetivo consistía en, monitores de corazón mediante, lograr que todos los miembros del grupo alcanzasen la misma frecuencia cardiaca, para lo que era necesario hacer más o menos ejercicio sirviéndose de una cuerda de saltar (qué chorradas inventan, ¿verdad?). Pues bien, Jorge (a quien no había visto hasta entonces por la oficina) apareció tarde, cuando ya habíamos empezado, y se unió a nuestro equipo y a mi actividad brincadora.

Jorge y yo no es que fuésemos amigos íntimos, precisamente. Nuestra relación se limitaba al ámbito profesional (se limitaba mucho, pues ni siquiera compartíamos equipo y sólo nos veíamos a la hora de comer, o ni siquiera eso) y, fuera del trabajo, quedamos un puñado de veces con mi novia y su novio para tomar algo, celebrar algún cumpleaños o subir al monte como manda la tradición austriaca. Una vez, Jorge cuidó de nuestros gatos durante unos días en los que mi novia y yo estuvimos de viaje y tuvo que encerrarles fuera del salón mientras les preparaba la comida porque no dejaban de echársele encima. Nos mandó una foto retratando la situación.

Ésta no es la foto, pero se le parecía mucho

Por lo visto, también aprovechó el acceso a nuestro pisazo para colar a un par de colegas una tarde y echarse una partida a nuestro Cards against humanity, pero es que Jorge es despreocupado y extrovertido, y si sabe que sus acciones no le hacen daño a nadie, pues no se corta. Si digo esto es porque su peculiar personalidad me vendría de perlas en multitud de ocasiones, pero no adelantemos acontecimientos.

Con respecto al contenido del mensaje que me envió aquel siete de agosto de dos mil veintidós, día internacional de la amistad, quienes estuvisteis aquí la semana pasada ya sabréis lo que contenía. A los que acabáis de llegar, os diré que Jorge me estaba proponiendo unirme a él en un periplo de varias semanas por Tailandia, Camboya y Vietnam que tendría lugar a finales de ese mismo año, antes de la temporada navideña.

Resulta que es muy habitual entre los austriacos el aprovechar los meses posteriores a su graduación universitaria para pegarse un viajazo al otro extremo del mundo que puede prolongarse durante semanas o incluso meses. Esto resulta chocante para alguien como Jorge o como yo, quienes nos hemos criado en España, un país en el que uno alcanza el final de su etapa estudiantil y, no habiéndose secado su título recién impreso, ya está enterrando en curriculums todos los negocios y empresas en un radio de cincuenta kilómetros para empezar a ganar dinero CUANTO ANTES. Pero en Austria, como digo, salarios más decentes permiten vivir con menos estrecheces y darse homenajes como el que os he contado al principio del párrafo. Jorge tenía bastantes amigos y conocidos que lo habían hecho y le habían hablado de las maravillas que le esperan a uno en Indochina, poniéndole los dientes largos. Y aunque Jorge ya no tenía la edad de un recién graduado, lo que si que tenía era pasta ahorrada y días de vacaciones de sobra para poder permitirse experimentarlo él también.

Lo que Jorge no tenía era con quién ir, pues nadie en su entorno tenía tanto tiempo libre. Por mi parte, yo andaba anímicamente un poquito por los suelos: acababan de levantarse las restricciones y mi novia contaba con otro trabajo que le permitía socializar, pero yo no tuve esa suerte y pasaba las tardes de verano muerto de asco como si fuese la bruja de las tres mellizas, paseando solo por la ciudad mientras escuchaba podcasts y me preguntaba qué había hecho para que todos los habitantes de aquel país en el que el alemán suena especialmente raro me odiasen. Jorge estaba al tanto de todo esto, por lo que me sugirió que viajase con él, asumiendo que, evidentemente, le diría que sí.

Evidentemente, le dije que no.

¿Qué se me había perdido a mí en una zona del planeta donde los retretes, con toda seguridad, serían de mucha peor calidad que el que hay en mi casa? Que no, que no. Que yo no estaría nada a gusto en aquella época, pero un cambio de aires tan gordo me producía una pereza insoportable.

Sin embargo, mi negativa no fue completamente rotunda. Durante ese mismo día me dediqué a darle vueltas (porque otra cosa no, pero darle vueltas a las cosas se me da de lujo) y los pros de unirme al viaje comenzaron a colarse por unas grietas que se abrían cada vez más en la lista de contras. La verdad es que, dejando a un lado prejuicios absurdos, ideas preconcebidas e ignorancia en general, Jorge me estaba proponiendo un plan de puta madre. Llegada la noche, le escribí diciéndole que había cambiado de idea y que contase conmigo. Bueno, lo que le dije exactamente fue: "una cosita: VETE A LA MIERDA". Quienes me conocen saben que significa "le he dado muchas vueltas y tu plan me parece muy buena idea, así que me apunto", pero ya he dicho que Jorge y yo no teníamos una relación muy cercana, así que mi mensaje le dejó bastante descolocado.

Una vez aclarado el simpático malentendido, comenzamos a planear qué hacer por allí. Él era más de buscar consejo en amigos y conocidos que ya habían vivido la experiencia e informarse mediante webs y blogs de viajes (aprovecho para aclarar una cosita. Esto NO es un blog de viajes, y quien venga aquí con esa idea, que se prepare para llevarse una decepción bastante gorda), mientras que yo prefería dejar que Google Maps y Street View me revelasen un lugar en el que cualquier rincón me parecería exótico y digno de ser descubierto, sin la necesidad de que nadie planificase mi estancia por mí.

Esto provocó que no nos pusiésemos de acuerdo en qué visitar y en cómo hacerlo, y cuando intentábamos poner en común lo que cada uno pensaba, el otro solía recibir cada sugerencia con poco entusiasmo. Semejante falta de entendimiento se prolongó durante varios días hasta que, idiota de mí, decidí por segunda vez que, ni aquello iba a ninguna parte, ni yo viajaría con Jorge.

Sin embargo, una nueva ronda de darle vueltas a todo hizo que recuperase la cordura, pues analicé la situación bajo otra perspectiva: la idea del viaje era suya y me estaba invitando a participar en ella; y sería difícil que aquello saliese mal, independientemente de si las actividades o lugares a visitar que yo proponía se caían del calendario. Sólo puse dos condiciones: iríamos a Angkor Wat sí o sí (pues soy un friki que llevaba queriendo ir desde que vi unas fotos de los templos a los once años en un libro que mis padres aún conservan) y los hoteles tendrían una calidad decente acorde a las exigencias de dos treintañeros como nosotros. Me negaba rotundamente a dormir en pocilgas o en albergues, valga la redundancia. Aparte de dichas dos condiciones, mi actitud paso a ser: sí a todo.

Tras dejar atrás altibajos absurdos, pasamos de juntarnos para discutir si hacer o no tal o cual cosa, a juntarnos para comprar billetes de avión, reservar hoteles (bueno, en realidad los hoteles los reservó él. Y qué puntería tuvo para elegirlos bien, oye), solicitar visados y ultimar detalles de un viaje que, como descubriréis, acabó siendo la hostia.

Sin embargo, Jorge me transmitió una última preocupación que le avasallaba como una pareja de irrespetuosos gatos incapaces de esperar a que se les prepare la cena: teniendo en cuenta que no es que hubiese una confianza inmensa entre nosotros, ¿qué pasaría si, una vez embarcados en esta odisea, descubríamos que se nos acababan los temas de conversación? ¿Nos veríamos invadidos por un silencio incómodo que podría prolongarse durante horas o incluso días? Y yo le tranquilicé asegurándole que eso no ocurriría jamás. Pues, de ser así, siempre podríamos recurrir a un tópico inagotable: hablar mierda del resto de compañeros de la oficina.

Licencia Creative Commons

miércoles, 1 de enero de 2025

Aquel viaje

Pensaba empezar con un "feliz dos mil veinticinco" y aprovechar que la rima fácil ha vuelto pasados veinte años como si fuera un cometa joviano para caer en ella yo también. Pero no lo quiero hacer. Más que nada, porque lo de "feliz" no me lo creo ni yo, y me da que ya se va a encargar el año que entra de que dicha rima se cumpla literalmente.

Que no tengo nada de pitoniso (ni yo, ni NADIE), pero el futuro cercano se presenta oscuro y frío como una noche de enero y no espero más que malas noticias de aquí a diciembre. Y, si resulta que pasa algo bueno para la humanidad, lo consideraré un milagro. Mis expectativas son tan bajas que al año nuevo sólo le pido que, si todo se tiene que ir al carajo por culpa de algún cataclismo epidémico, financiero o nuclear, al menos sea después de que Netflix haya sacado El Eternauta y la segunda parte de Cien años de soledad.

De todas formas, no quiero ser un cenizo sin más que empeore vuestras ya de por sí jodidas resacas de año nuevo, sino que me gustaría hacer algo que contrarreste la que se nos viene encima.

Mi plan consiste en aprovechar este blog para construirme un refugio que me proteja de tan aciago augurio. Y lo voy a hacer ignorando el consejo que da Sabina en Peces de ciudad cuando dice que "al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver". Porque voy a volver, al menos narrativamente, a varios lugares a los que fui feliz, tirando de historias acerca de un viaje que realicé a Tailandia, Camboya y Vietnam en dos mil veintidós y que llenó mi no del todo sano cerebro de bonitos recuerdos, al tiempo que dio para MUCHAS entradas que he ido posponiendo desde entonces. ¿Cuántas? Veamos... Si de una semana en Nueva York pude sacar un post (y otro que tocaba el MoMA de refilón), mi primera estancia en Japón dio para once entradas, y de mi paso por Dubai os pude hablar aquí en diez ocasiones, ¿cuánto creéis que seré capaz de estirar el chicle esta vez, teniendo en cuenta que el viaje del que os quiero hablar esta vez duró casi tres semanas?

Pues, si todo sale bien, me propongo publicar CINCUENTA Y DOS entradas sin contar ésta que estáis leyendo. Con dos cojones.

Que igual debería cortarme un poquito con las mayúsculas y los exabruptos, habida cuenta de lo bien que se me da dejar cosas a medias, pero quiero volver a ser por enésima vez mi propio juez inquebrantable (y mi peor enemigo, todo sea dicho), como cuando eché a andar este blog allá por dos mil dieciséis (no puedo con lo rápido que pasa el tiempo. NO PUEDO) y me empeñé en publicar un post semanal, y que la historia se repita. Esta vez, dedicando la historia a un sólo tema.

Vale, por aquel entonces fui capaz de mantener el ritmo durante poco más de un año y al final tuve que bajar la frecuencia de mis publicaciones porque era habitual que muchas tardes de domingo me pillasen ante una página en blanco que no sabía muy bien cómo rellenar, pero como a veces aprendo de mis errores, esta vez cuento con un elemento que me va a ayudar a lograr mi objetivo:

Os presento a mi sidekick bloguero

La libreta de la foto, la cual robé me encontré en mi oficina y ahora mismo atesoro como si fuese uno de mis órganos internos por razones obvias, contiene UN HUEVO (el huevo será protagonista de la historia dentro de unos meses, ya veréis) de notas que he ido tomando como un puto loco mientras echaba mano de memorias, conversaciones de Whatsapp y fotos durante los últimos días en los que vosotros habéis estado disfrutando de las navidades con familiares y amigos, dejándome solo en casa como un puto perro.

Que no, que yo estos días me he sentido como Adrián Beovides.

Confío en que gracias a todas esas notas podáis ver un nuevo post sobre el viaje cada semana que decidáis pasaros por mi blog de aquí a diciembre. También aviso de que estos posts contarán con enlaces entre ellos que van a convertir el proyecto en una orgía de hipervínculos que os harán sentir como si fueseis Teseo preguntando dónde está el baño de caballeros del laberinto para poder entrar a vomitar del mareo que os va a dar saltar constantemente entre historias. Intuyo que la mayoría de entradas tendrán una longitud decente, en otras me iré tanto por las ramas que podré dividirlas en dos en un acto de ruindad que no os merecéis, y algunas resultarán insultantemente cortas. Como ésta que estáis leyendo ahora, por ejemplo. Que termina ya, pues sólo me queda deciros que este mismo lunes os quiero a todos aquí, bien limpitos y peinados, que empieza la turra.

Al final las expectativas ante todo esto han acabado animándome, mira tú. Así que qué coño, feliz dos mil veinticinco. Y como tengo el sentido del humor de crís de nueve años, por el culo os la hinco y tal.

Licencia Creative Commons