viernes, 21 de febrero de 2020

Yo vs. el alemán. Segundo asalto

A ver, es posible que vosotros tengáis tiempo de sobra en vuestras vidas para hacer lo que os dé la gana. Pero yo no. No tengo tiempo ni de jugar a los médicos, oye. Bueno, salvo que quien quiera jugar conmigo sea el sistema sanitario austriaco, que hace un par de días se empeñó en hacerme perder unas tardes (y acortar mi esperanza de vida unos añitos gracias al estrés ocasionado) a raíz de unos eczemas en los codos y unas ampollas muy pequeñas pero muy hijaputas que decidieron quedarse a vivir en mis dedos y picarme.

Antes de nada, he de aclarar que mi primera experiencia con los facultativos del país tuvo lugar al poco de que yo llegase y la cosa fue muy bien gracias a que Frau Pfefferoni se encargó de ponerme todo en bandeja (de aquello ya hablaré más adelante porque lo que me pasó entonces se merece entrada propia).

Pero, insisto, fue una muy honrosa excepción. Y es que, si me preguntáis que qué hace falta para poder visitar a un matasanos en Austria, os diré que, por encima de permisos, tarjetas y demás morralla burocrática, lo que se necesita es un huevo de paciencia. Eso, y mentalizarse ante la idea de que el proceso va a ir para largo sí o sí. Y no lo digo yo, lo dice todo aquél que se ha visto en una similar, pues es más que habitual que cuando un compañero solicita ausentarse "durante un rato" debido a cualquier tipo de consulta médica, el rato varíe entre tres horas y cuarenta años.

Con semejante panorama en mente, traté de evitar la odisea mientras cada noche durante dos semanas me iba a dormir muerto de picor, despertando a la mañana siguiente con braille en los dedos y los codos exhibiendo sendos mapas de Mallorca. Al final, convencido de que no me quedaba otra, me puse a buscar dermatólogos.

Que igual lo suyo habría sido tirar primero de médico de cabecera, pero como estaba convencido de que me iba a derivar, no me daba la gana perder dos días si podía perder sólo uno, por lo que recurrí a una relación de diferentes especialistas angloparlantes (recordemos que NO sé alemán) que mi novia tuvo a bien encontrar no sé dónde y me propuse contactar con alguno de los dos dermatólogos que, según indicaba el listado, aceptarían pelearse con mi aseguradora cuando tocase apoquinar por la consulta.

Cuando llamé al primero, lo que surgió al otro lado del teléfono fue una incomprensible locución (digo "incomprensible" pero en realidad quiero decir "en alemán") que, intuyo, describía los horarios de consulta. Pensé que era todo un detalle por su parte el darme esa información, pero luego descubrí aterrado que no iba a sacar nada más de la llamada, pues la misma finalizaba cuando se callaba la puta locución.

Y yo a cuadros, imaginad.

Total, que llamé al segundo médico de la lista y... más de lo mismo. Una locución relatando lo que creía eran horarios y tut-tut-tut seguido de silencio sepulcral al final. Aquello era surrealista. Convencido de que no me quedaría otra que tirar de dermatólogo privado, busqué entre los que estaban cerca de la oficina porque soy de un vago que te cagas y di con uno que tenía unas valoraciones de la hostia. Peeero... Otra locución de los huevos y fin de la llamada.

A aquellas alturas yo ya empezaba a considerar la opción de hacerme amigo del picor de codos, pero quise quemar un último cartucho y, tras un poco de búsqueda, averigüé que mi aseguradora contaba con un centro dermatológico propio. Aunque me aterraba la idea de escuchar una grabación metálica una vez más, contacté con el centro, pero esta vez me atendió una auxiliar que, tras cambiar de alemán a inglés a regañadientes porque se lo pedí por favor, me aclaró que, si quería pisar por allí, tendría que llamar al día siguiente a las seis y media de la mañana, y ya me dirían si habría sitio para mí o no. Vamos, el mismo sistema que siguen los yayos en la playa de Benidorm cuando se plantan allí con la sombrilla antes de que se haga de día. Pero bueno, como yo ya estaba hasta los cojones de marcar teléfonos y llevarme palos, acepté la propuesta y me fui a dormir una vez más entre picores.

A la mañana siguiente, puntual como no lo han sido los trenes de Reino Unido desde que a Margaret Thatcher le dio por joder, volví a llamar al centro, y en esta nueva ocasión (con su jerga incomprensible en alemán, su entschuldigungsprechensieenglisch por mi parte y su cambio a inglés a regañadientes reglamentarios) la que atendió la llamada me dijo una cosa distinta. Que llamase el tres de abril (para que os situéis por si leeís esto en el futuro, casi dos meses después del día de autos).

"El tres de abril ya no tengo ni codos ni dedos, como sigamos a este puto paso de burra", pensé. Obviamente, no dije eso. Dije "danke" con el hilillo de voz que me quedaba y me fui a la oficina sumido en la mayor de las desesperaciones.

Y entonces llegó Superluisa.

Superluisa es una compañera de curro y cada día más amiga que me llama Josecito (aunque de su boca suena Josesito, pues tiene acento de Guatemala y eso le da un punto aún más entrañable si cabe), que lleva hablando alemán desde antes de que yo naciese y que no ha parado de salvarme el culo desde que aterricé en el país. ¿Que quiero comprar plantas grandes para decorar la entrada de casa y el salón porque tengo un gusto finísimo para estas cosas? Superluisa me lleva en el Luisamóvil al mejor vivero de la región y me ayuda a cargar con los tiestos. ¿Que tengo que ir a pedir que me devuelvan la pasta que he palmado por un curso de alemán, pues lo han cancelado porque aparentemente no hay suficiente personal con mi nivel de mierda como para hacer grupo? Superluisa se planta en el mostrador conmigo y además de conseguir mi dinero, se las apaña para que en mi ficha cambien frau Jose por herr Jose. ¿Que tengo que llevar al Ikea mi puto colchón para que me lo cambien por otro porque la espuma se ha hundido a los cuatro meses y los de Ikea dicen que va a venir a mi casa Rita la cantaora a buscar el trasto? Superluisa y su Luisamóvil one more time. Y así.

Y claro, cuando le narré a Superluisa la serie de catastróficas desdichas que había venido sufriendo hasta ese momento, me dijo que no me preocupase y puso en marcha sus superpoderes. Lo primero que hizo fue llamar al dermatólogo cinco estrellas de al lado de la oficina y, tras escuchar la misma locución, aclararme que el mensaje avisaba de que la consulta estaba cerrada por vacaciones. Y lo hizo sin reírse de mí ni nada, que tiene más mérito.

Después de esta necesaria aclaración, me contó que ella había oído hablar de un dermatólogo que debía de ser una eminencia. Tiró de buscador para hacerse con el teléfono y, tras intercambiar galimatías con la consulta desde su Luisaiphone, me dijo que preparase la cartera, que esa misma tarde, a las 17:30, tenía cita con el dermatólogo en tal número de tal calle. A veinte minutos andando de la oficina, tú.

Os juro que no me lo creí. Yo estaba convencido de que Superluisa había llamado a Frau Pfefferoni, habían echado una parrafada en alemán sin que yo tuviese ni zorra de la conversación y lo que me iba a esperar a las 17:30 en la susodicha dirección sería la mayor troleada sufrida por mí hasta la fecha. Pero Superluisa me aseguró que ella no es tan mala, y además, con Frau Pfefferoni de vacaciones en Cuba la troleada no era muy viable, así que aquello tenía pinta de ser una nueva heroicidad de la guatemalteca.

Total, que a esas alturas lo único que quedaba por sufrir era la tradicional tarde echada a perder en la sala de espera, pero al menos me consolaba saber que el picor de codos que llevaba atormentándome dos semanas tenía los días contados. Cuando terminó mi turno, acudí a la consulta, la cual se ubicaba en un edificio cuyo estilo andaba a caballo entre brutalismo trainspottingiano y parking de bloque de viviendas de protección oficial. Pero yo no estaba allí para juzgar arquitecturas. Al llegar, la auxiliar me pidió los datos y me hizo sentar a esperar mi turno.

¿Sabéis cuánto tiempo me tiré hasta que el dermatólogo asomó la cabeza y pronunció mi nombre? Dos minutos. DOS MINUTOS. Que cuando me levanté de la silla y enfilé la consulta lo único que se pasaba por mi cabeza era que a la mañana siguiente le iba a dar a Superluisa un abrazo crujecostillas. O dos.

El médico me echó un ojo a los dedos y los codos y no tuvo que pensárselo mucho para diagnosticarme una fabulosa dermatitis de contacto (lo cual no logro explicarme, pues yo pensaba que era inmune a cualquier mierda química gracias a haber pasado mi infancia entre placas de uralita), para la que me recetó manga larga y unas gotas que mezcladas con agua forman un mejunje en el que tengo que sumergir los dedos durante unos minutos durante los que no puedo evitar acordarme de Jesús Gil en el jacuzzi rodeado de jamelgas.

fuente: el español
No olvidemos los noventa o estaremos condenados a repetirlos

Además de lo anteriormente descrito, el lote repararronchas incluye una pomada que no pude conseguir hasta el día siguiente porque aquí las farmacias echan el pestillo a las seis (y no me voy a poner a hablar ahora de cómo me peleo a diario con la hora de cierre de los comercios porque bastante habéis tenido).

La verdad, no sé cómo acabará esta historia. Todo esto pasó hace un par de días y acabo de estrenar la pomada, aunque intuyo que habrá final feliz. Mis codos y dedos volverán a su estado habitual libre de urticarias de cualquier tipo y yo le deberé una más a Superluisa.

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