viernes, 18 de diciembre de 2020

Bajo el polvo 3. Right in the childhood

Nos encontramos a un par de semanas de que muera un año que no debió nacer y ahora es cuando a todo el mundo le da por echar la vista atrás para, en una especie de búsqueda de consuelo colectivo, intentar rascar lo poco bueno que nos ha pasado. Y yo podría hacer lo mismo y sacarme de la manga una entrada moñas que recoja detalles de ésos que me hacen sentirme bien conmigo mismo y que os aburren un huevo porque sólo venís aquí para verme pasarlo mal (destructores, que sois unos destructores), pero en lugar de ello nos voy a hacer un favor a todos y sólo voy a comentar un detalle positivo que creo necesario destacar: mi blog sigue vivo.

Y es que, habida cuenta del poco tiempo que he tenido en dos mil veinte, no me creo ni yo que me haya dado para sacar, incluido éste que estáis empezando a leer, quince posts largando mis miserias; pero creo que uno de los motivos que me han llevado a no cerrar y tirar la llave ha sido el dejar asuntos pendientes, como le pasaba a los fantasmas de la peli Casper (y ahora es cuando os confieso que la primera vez que la vi me pilló sensiblón y lloré como una magdalena). Uno de dichos asuntos es el relativo a la morralla que encontré en mi habitación vallisoletana meses atrás, y si en la anterior entrada de la serie hablé de objetos sin relación entre sí que inexplicablemente aún conservaba, hoy voy a presentaros varios que caracterizaron mi tierna infancia y en su día dieron pistas de que yo apuntaba maneras en eso de ser raro de cojones. Por ejemplo, puedo hablaros de...

Este Tuli-Explorer



Si uno entra en Amazon y hace una búsqueda de kits prepper, podrá encontrar toda clase de packs, a cual más completo y caro, destinados a ayudar a su dueño a sobrevivir en caso de que se produzca el Apocalipsis, la civilización colapse o a Ortega Cano le dé por coger el coche. Y algunos kits son más completos que otros, pero todos son una mierda porque ninguno incluye un flamante Tuli-Explorer.

Imagino que es la primera vez que os enfrentáis al concepto, pero es que el Tuli-Explorer es la hostia. Ahí donde lo véis (reconozco que mal, porque la foto no le hace justicia), se trata de un utensilio que posee lupa, prismáticos, espejo, brújula, reloj de sol, linterna, silbato, medidor de inclinación y una chuleta con el código morse. Y cordón para llevarlo colgado del cuello.

El trasto venía de regalo con la compra de tres paquetes grandes de galletas Tulipán, y como ya habréis adivinado, del arsenal galletil me comí tres o cuatro galletas y el resto se fue derecho a casa de mis primas, quienes también tenían que hacerse cargo con frecuencia de las muchas cajas de cereales que hacía comprar a mis padres por el juguete que incluían tras prometer, para poco después incumplir mi promesa, que me jalaría el contenido.

Pero esto no va de reñir a mi yo pasado, sino de fardar de Tuli-Explorer. O no, porque al chisme le hice caso dos tardes antes de olvidarme de él por completo. ¿Qué queréis? El patio de mi casa no era precisamente una jungla y las calles y descampados de mi barrio no es que contasen con infraestructura como para montarme mi propia Ruta Quetzal, así que poco uso pude haberle dado.

Este yoyó



La primera vez que un yoyó medianamente serio cayó en mis manos fue gracias a las galletas Oreo (empiezo a ver un patrón aquí), pues era posible, al comprar un par de cajas (y las Oreo sí que me las papeaba. VAYA QUE SI ME LAS PAPEABA), obtener uno muy majo blanco y negro de ésos que se quedan girando abajo y vuelven a la muñeca al darles un tirón. No obstante, la locura yoyil llegó un par de años después, propiciada por la combinación de dos factores.

En primer lugar, la invasión de quioscos y jugueterías por parte de Bandai con modelos de todo tipo, desde unos baratísimos a otros que parecían diseñados por la puta NASA; y en segundo lugar, la nostalgia que tuvo mi padre por los yoyós de Fanta con los que él jugó durante su infancia. Y es que no tuve que pedírselo dos veces para que me comprase uno sencillito (y un poco mierda) cuando los descubrí en el quiosco del barrio. Aquella tarde, mientras empezaba a poner en práctica mis habilidades con el juguete, mi padre no paró de decir que los de Fanta eran mejores, que los de Fanta pesaban más, que los de Fanta eran más grandes y que con los de Fanta podías hacer unas virguerías que ríase usted del Cirque du Soleil (ya os he dicho que el mío era un poco mierda, así que razón no le faltaba al pobre hombre). Por ello, tampoco me fue difícil hacerme con el Firestorm de la foto, a pesar de que costaba seis veces más que el Hyperloop quiosquero que tenía originalmente. Me bastó con decirle a mi padre que el Firestorm era mejor, pesaba más, era más grande, lo de las virguerías y tal. Total, que no había finalizado mi argumentación y mi padre ya me estaba soltando las dos mil quinientas pelas que tuve que pagar por él.

No sé si os sonará, pero el Firestorm ya apareció una vez en este blog, pues mi amigo Gabriel se lo compró poco después que yo porque le di una envidia que te cagas.

Lo bueno es que Bandai no se limitó a soltar sus yoyós por la geografía nacional sin más, sino que además organizó varios concursos, los cuales tuvieron lugar un par de viernes y sábados a pie de quiosco y fueron dirigidos por una joven de origen asiático que nos exigía demostrar nuestra habilidad reproduciendo varios trucos que ella mostraba de antemano. Y ahora debería decir que aquellos concursos no tuvieron mucho éxito, pues al final sólo nos apuntamos cuatro frikis, pero he de reconocer que esto jugó a mi favor, y es que aunque es cierto que nunca logré pasar del segundo puesto (siempre ganaba el mismo pavo, que me sacaba unos cuatro años) porque se me atravesaba el truco de los loopings, la escasa asistencia causaba que tocásemos a más parafernalia por cabeza, por lo que en cada ocasión me volvía a casa atiborrado de libretas, reglas, camisetas y demás.

Estos imanes



No, no tienen nada que ver con galletas. Siento joder la racha.

Los compré por internet hace la hostia de años, cuando internet era un descampado en el que sólo destacaban el MSN Messenger, las webs de Petardas y El rellano y el chat de Terra (en el cual era muy divertido entrar haciéndose pasar por una chiquilla de catorce años para que pervertidos cuarentones sugiriesen quedar en persona y mandarles, dirección falsa mediante, al barrio más chungo de Valladolid. Pero no quiero dar detalles de eso). No habría community managers, instagramers, influencers ni mierdas por el estilo, pero ya había posers. Empezando por mí. Y es que me pillé dichos imanes sin haber visto ni una puta emisión de La bola de cristal. De hecho, mi postureo llegó a tal punto que durante unos meses mi avatar de Messenger consistió en una foto del electroduende Maese Sonoro, y llegué a plantarme en clase con una hoja que descargué de no recuerdo qué foro de colgados para, no os lo perdáis, recoger firmas que enviar a TVE exigiendo que repusieran el ochentero programa. Pero la tontería se me pasó rápido. Concretamente, lo que tardó mi compañero de pupitre en echar mano de dicha hoja y, creyendo que aquello iba de broma (razón no le faltaba, todo sea dicho), llenarla de pollas dibujadas a boli.

Aquella fue mi primera compra online, y también la primera vez que me sentí estafado, pues lo que yo pedí fueron unas chapas y cuando me acerqué a correos a recoger el paquetito descubrí que me habían dado gato por liebre. Pero claro, con lo complicado que ya era entonces hacer compras a través de una web, intentar exigir una devolución o cambio prometía ser un pifostio espectacular, por lo que pasé de siquiera intentarlo y me comí los imanes con patatas. Bueno, voy a decir que me los comí con galletas para no desentonar con lo que llevo de entrada.

Esta bola



Ahora sí que dejo a un lado las galletas definitivamente y paso a pediros que veáis este vídeo. ¿Ya? Pues ahora responded: ¿cuán flipados estábamos en los noventa?

No, mucho no. Muchísimo. Y para muestra, la roller power de los huevos. Que uno veía el anuncio, se trincaba la cocacola sin cafeína correspondiente, esperaba la llegada del cartero con ilusión (ilusión de flipado, insisto) y descubría que aquello no era más que una pelota de plástico rellena de líquido en la que flotaba otra bola, dando impresión de que se deslizaba. Y encima a mí me enviaron la más fea de todas.

De todas formas, quizá porque entonces éramos más impresionables o porque a mí me das un palo y me divierto durante semanas, no fueron pocos los ratos que pasé entretenidísimo lanzando la roller power por el pasillo y corriendo tras ella para darle alcance antes de que impactase contra rodapiés y puertas varias. Pero qué tontico he sido siempre.

Esta figura



Cierro la entrada dejando caer a los Power Rangers por segunda vez. Y es que la serie lo tenía todo para encantarme: el nivel de flipe correspondiente a la década no defraudaba, había guantás en cada episodio y el power ranger azul, que encima tenía como dinozord a un triceratops (mi dinosaurio favorito porque soy muy raro) era un empollón con el que me sentía identificado.

¿Qué queréis que os diga? Pues que go go power rangers, joder.

En mi grupo de amigos del barrio era habitual emular a estos personajes y echar la tarde fingiendo que zurrábamos a enemigos invisibles entre saltos y cabriolas de todo tipo (chorradas que se hacen de niño. No me juzguéis), y aunque yo no era el líder (ya habréis deducido que mi papel era el de power ranger azul), el niño que hacía de rojo, debido a un problema de dicción, nunca lograba pronunciar correctamente la frase "a metaformosearse" de la misma forma que hacían en la serie cuando se disponían a vestirse de payasos y repartir leña, por lo que delegaba semejante tarea en mí y me hacía creer que yo era alguien importante que llegaría lejos en esta vida. En fin.

Pues el bicho de la foto era uno de los monstruos a los que los rangers se enfrentaban en algún episodio. Y me lo compró mi abuela pocas semanas después de haberme comprado, en el mismo establecimiento (el supermercado de la Sociedad Cooperativa Nuestra Señora de la Merced, el cual ya he mencionado antes en este blog y al que debería dedicar una entrada completa si no fuese porque me da una pereza horrible) una figura del power ranger... Azul (lo habéis adivinado). Paradojas de la vida, yo idolatraba la figura del héroe y la del malo me daba un poquito más igual, pero acabé perdiendo aquélla y conservo ésta, de la misma forma que conservo todos estos recuerdos tan aleatorios que, sólo Dios sabe por qué, he vuelto (y volveré) a compartir con vosotros.

Me apetecen galletas, tú.

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viernes, 13 de noviembre de 2020

Ven y cuéntalo

A ver, os comento.

Resulta que en mi empresa hay una especie de comité o asociación que de forma muy noble se dedica a ayudar y orientar a todos los que hemos llegado aquí desde otro país y necesitamos enfrentarnos a la burocracia local (algún día hablaré de ello largo y tendido, porque telita). Además, la buena gente de dicho grupo realiza actividades cada cierto tiempo para que no decaiga el espíritu colaborativo y el buen rollo dentro de la oficina, y entre sus últimos puntazos se encuentra el haber lanzado una intranet que posee información útil acerca del país y la ciudad, amén de una sección en la que caben aquellas anécdotas protagonizadas por nosotros. De ésas que, debido al choque cultural, dan vergüencita ajena y terminan en risa colectiva.

Y alguien ha metido ahí mi blog.

Que tiene sentido, pues es cierto que ya son cuatro (y lo que te rondaré, morena) las historias que he publicado en las que relato lo que pasa cuando uno se muda a un país sin conocer la lengua local y yo mismo he llegado a narrarlas entre mis compañeros de confianza confesándoles que aquí las podrían encontrar con la gracia que no tengo cuando hablo. Peeero... no sólo de cagarla con el alemán vive mi blog. Por ello, y con la mente puesta en el hecho de que ahora la gente de la que depende que reciba una nómina cada mes puede leerme, he revisado entradas antiguas en busca de contenido no apropiado para un entorno laboral, y me he llevado las manos a la cabeza MUCHAS veces ante el aluvión de barbaridades alojadas en este blog que podrían perfectamente costarme un billete de ida al departamento de Recursos Humanos.

Lo suyo sería resolver este problemón, ¿no? (y ahora es cuando mi novia estará pensando: "tronco, que no es para tanto") Por ello, tengo en mis manos tres opciones:

1 - Solicitar que el enlace a mi blog sea retirado de la intranet del curro para poder seguir siendo un miserable en las sombras.

2 - Modificar el contenido de aquellas entradas más irreverentes, eliminando chistes inapropiados y siendo políticamente correcto.

3 - Intentar alcanzar por enésima vez en en mi vida el más difícil todavía y aprovechar esta coyuntura para echar más leña al fuego y ver el mundo arder con un regocijo a la altura de mi miserabilidad.

Pues bien, os voy a dar una serie de pistas para que adivinéis cuál ha sido mi decisión final: el enlace a mi blog sigue en la intranet, no he modificado ni una coma de mis anteriores entradas y en el post de hoy voy a hablaros de... la ETA.

Eso sí, antes de comenzar y para decepcionar a aquellos que hayan empezado a marcar el número de teléfono de la Fiscalía, quiero aclarar que aquí no va a haber apología de ningún tipo ni se va a ensalzar a nada ni a nadie. Lo que ocurre es que el otro día dejé caer que me faltaba el visto bueno de mi padre para contar una anécdota protagonizada por él, y mi padre ha dicho que a qué estoy esperando. Por ello toca colocar algo de paja que aclare conceptos (porque algunos de vosotros, por juventud o por no haber crecido en mi país ignoráis de qué van las siglas del párrafo anterior) y me ayude a mantenerme a flote, pues intuyo que me voy a enfangar de lo lindo.

Resumiendo mucho y mal, la ETA fue una banda terrorista que, desde finales de los cincuenta hasta hace pocos años, se dedicó a abrir telediarios en España (aunque otros países como Francia también tuvieron lo suyo) con una frecuencia tristemente alta a base de coches bomba, secuestros y tiros en la nuca. Con la excusa de buscar la autodeterminación del País Vasco, la actividad de la organización dejó a sus espaldas un despreciable recuento consistente en ochenta y seis secuestros, más de tres mil heridos y el asesinato de 853 personas y de Carrero Blanco.

Quienes acabaron sufriendo más que nadie fueron los propios vascos. La mayor parte de los actos de ETA tuvieron lugar en las provincias vascongadas, y sé de boca de amigos y conocidos de la región que el miedo campaba por allí a sus anchas. Quienes éramos testigos de todo esto desde Valladolid, a doscientos kilómetros de Euskadi, podíamos considerarnos afortunados. Dejando a un lado los carteles con fotos de etarras en busca y captura que decoraban la comisaría en la que tocaba renovarse el DNI, o que en dos mil cuatro estalló un artefacto en una cafetería de la Plaza Mayor vallisoletana de la que nadie había oído hablar hasta ese día, la ETA no era para nosotros más que una mención en las noticias cada cierto tiempo. Los vallisoletanos teníamos problemas más importantes que la banda terrorista de los que ocuparnos, como sufrir ante el enésimo amago de descenso a segunda división del equipo de júrgol local o que nuestro anterior alcalde volviese a declarar alguna imbecilidad de las suyas. Afortunados, insisto.

Puede que no hubiese miedo como tal en Valladolid, pero lo que sí que había era mucha ignorancia. Muchísima. Algo en plan aquel hilarante capítulo de MacGyver pero sin tener ni puta gracia. El más que justificado odio hacia el terrorismo creció y se deformó hasta convertirse en odio hacia todo lo vasco, y no eran pocos los paisanos convencidos de que todo aquel nacido en Euskal Herria era en realidad un terrorista que se dedicaba a calzarse un pasamontañas para cargarse españoles de bien en sus ratos libres; y que no había una sola tapia en Euskadi que no contase con agujeros de bala o restos de titadine.

Y no exagero. Recuerdo que en el noventa y ocho, durante mi primer intercambio con Francia, y mientras el autocar enfilaba la autopista por tierras vascas en dirección a los Pirineos, un compañero no dejó de cagarse en todo lo cagable ante la idea de tener que cruzar por allí, como si nuestro bus fuese a ser asaltado por etarras cual diligencia en el lejano oeste o a pisar una mina colocada por un comando en medio de la AP-1. Dos años después, durante otro intercambio, se repitió la historia, siendo en esta ocasión una compañera (que de hecho fue la que sale en esta otra entrada) la protagonista del absurdo berrinche. Sin embargo, ella fue más moderada, cambiando los exabruptos por un leve ataque de nervios que la acompañó hasta que cruzamos la frontera francesa y dejamos atrás sólo ella sabía qué.

Y lo peor es que a nadie parecía interesarle arrojar algo de luz y al menos hacer un esfuerzo por intentar comprender qué coño estaba pasando y por qué. Para que os hagáis una idea, varios compañeros propusimos dedicar la clase de tutoría de bachillerato a ver la película Operación Ogro y (aquí viene lo importante) debatir sobre el tema después. Pues bien, tras concluir la primera mitad, no pocos alumnos le montaron un pollo de padre y muy señor mío al tutor porque consideraron que aquello rozaba el enaltecimiento terrorista y exigieron que se dejase de reproducir la cinta, so pena de abandonar el aula como medida de protesta. El tutor, que no quería líos (y con razón, habida cuenta del panorama) decidió que la siguiente tutoría estaría libre de películas controvertidas y aquellos alumnos se salieron con la suya... hasta el año siguiente, pues la profe de Historia (la misma que me dijo esa cosa tan graciosa que conté hace no mucho) incluyó como actividad obligatoria en su asignatura ver ésta entre otras películas (algo que, dejando a un lado controversias, agradecí mucho porque sus apuntes eran un poco coñazo).

Otro ejemplo, éste buceando directamente en el absurdo, tuvo lugar durante mi último viaje a Francia (que a veces parece que todo lo que me ha pasado en la vida ha tenido lugar durante intercambios, pero chico, es lo que hay). En aquella ocasión llevé conmigo La pelota vasca, la piel contra la piedra, un libro con entrevistas a diferentes personajes involucrados de una forma u otra en el conflicto. Tengo que reconocer que el libro de marras resultó ser un tostón infumable que me hacía añorar los apuntes de Historia cada vez que lo abría. No obstante, hice el esfuerzo por ver si sacaba algo de información útil de ahí, y mientras dedicaba un rato libre a repasar el texto, un compañero de la habitación del albergue me preguntó si leía "aquello" porque estaba a favor de la ETA. Tal cual. Y no me dio opción a responderle que lo que acababa de soltar era una subnormalidad absoluta, pues salió corriendo en cuanto levanté la mirada del tocho, creyendo que lo iba a matar o algo, no sé.

En definitiva, que salvo honrosas excepciones, los vallisoletanos no podían ver a los vascos ni en pintura. ¿Se daba este sentimiento en el sentido contrario? ¿Le tenían ganas los vascos al resto de españoles en general y a los pucelanos en particular? Pues no cuento con ejemplos de primera mano que lo nieguen, pero sí con noticias que lo afirman. Como por ejemplo, la de aquella boda con invitados de Valladolid y San Sebastián que acabó como el rosario de la aurora en cuanto ambas partes se metieron en política. De todas formas, ¿sabéis dónde no se atisbaba ni pizca de todo este odio absurdo?

En mi casa.

Mis padres tuvieron dos dedos de frente y no dejaron que prejuicios de ningún tipo cruzasen nuestra puerta, al tiempo que pusieron a mi disposición herramientas para que formase mis valores morales y mi pensamiento crítico con imparcialidad (la única vez que me dieron un toque fue durante una visita a mis familiares de Bilbao, pues aunque yo tenía seis o siete años ya era el bufón oficial de la familia y allí esperaban mis chanzas como agua de mayo; y mis padres me advirtieron que, para evitar liarla, si sabía algún chiste de ETA me aguantase las ganas de contarlo). En mi casa no se hablaba de política, por lo que mis padres no tienen en absoluto la culpa de que a día de hoy, cada vez que en una reunión del curro un jefazo se las da de guay y pregunta que qué necesitamos los empleados para llevar mejor el trabajar durante la pandemia, me quede con ganas de responder "los medios de producción".

Habiendo soltado ya toda esa chapa, voy a centrarme ahora en la anécdota que os quería contar. Mi padre, aparte de ser apolítico, cuenta con (entre otras) dos cualidades que casi siempre ha poseído y que tienen relevancia en esta historia: su corpulencia y un fantástico bigotón que casi puede verse desde el espacio. La combinación de ambas, unida a un gesto por defecto serio (porque los vallisoletanos, odiemos o no a los vascos, tenemos todos cara de palo), le da a mi padre un aspecto de guardia civil que te cagas (y no lo digo yo, que el segurata de la estación de Chamartín se lo dijo personalmente mientras cruzaba el control de acceso al Alvia, aunque creo que esto ya lo he mencionado alguna vez). Y, las cosas como son, teniendo en cuenta el clima malrollero que he descrito más arriba, cuando alguien con pinta de picoleto se da un paseo por un pueblecito de Euskal Herria para comprar el periódico y después tomarse un vino en un bar local se expone a que, como mínimo, le pongan mala cara. O algo peor.

Pues mi padre, mientras pasábamos unos días visitando a la familia de allí, con toda su pinta de picoleto, decidió darse un paseo por un pueblecito de Euskal Herria para comprar el periódico y después tomarse un vino en un bar local.

Que vale que toda la morralla política que tengo en la cabeza no la he heredado de él, pero estoy convencido de que lo de buscar el más difícil todavía sí. Pues al hombre no le bastaba con haber comprado cualquier periódico, no. Se hizo con el ABC. Repito, con el ABC:

fuente:kiosko.net

Insisto. El ABC:

fuente:kiosko.net

Dejadme que comparta otra portada, que me empieza a dar morbo:

fuente:kiosko.net

La última, la última. Os lo prometo:

fuente:kiosko.net

Y es que existen tres motivos por los que alguien puede hacerse con un diario tan facha: seguir su línea editorial, haberse quedado sin papel higiénico o que el periódico incluya algún regalo o suplemento. Teniendo en cuenta lo que llevo un rato contando, que en mi familia tenemos la suerte de no haber sufrido nunca escasez de papel de culo y que mi padre siempre ha sido de dejarse engatusar por toda clase de fascículos y colecciones (algo que yo también he heredado), podemos concluir que en este caso la tercera opción fue la correcta.

Y ¿adónde se dirigió una vez adquirido el panfleto y su correspondiente suplemento? Pues considerando que el arranque masdificiltodaviyesco no había llegado a su fin, mi padre no pudo elegir un diáfano y neutro establecimiento, sino que acabó metido en una herriko taberna. Que no enlazo a la Wikipedia porque os quiero contar directamente lo que es a quienes no lo sabíais ya:

Herriko taberna (del euskera, «taberna del pueblo») es el nombre que reciben los bares donde se reúnen los afiliados y simpatizantes de la izquierda abertzale (la izquierda independentista vasca).

Así que imaginad la escena que tuvo lugar: mi padre y su bigotón, con el ABC bajo el brazo, adentrándose en un lugar empapelado de ikurriñas, pancartas pidiendo el acercamiento de presos etarras y demás parafernalia al uso y aproximándose a la barra. Tras ésta, el encargado del local pasando de la estupefacción a la mala hostia ante semejante aparición. Mi padre, que no sé yo si tenía muy claro dónde se acababa de meter, aguardando a que el mozo le preguntase que qué quería tomar y no recibiendo más respuesta que un silencio tenso de cojones. Tras unos segundos, el euscaldún, clavando en el castellano unos ojos encendidos como dos contenedores ardiendo en el centro de Hernani, espetó entre dientes:

—Usted no es de aquí, ¿verdad?

Y entonces mi padre, con tono sosegado pero firme, tuvo los huevazos de soltar el siguiente órdago:

—No. Soy de Valladolid.

¿Os suena esa escena de Hermanos de Sangre en la que el teniente Speirs se cruza dos veces las líneas enemigas a la carrera sin que ningún nazi le meta un tiro porque no se creen que alguien sea capaz de cometer una locura de tal calibre? Pues yo creo que al de la barra le debió pasar algún pensamiento similar por la cabeza. Y es que aquel inocente con pinta de picoleto que se metió en una herriko taberna con el ABC debajo del brazo pregonando su origen vallisoletano, contra todo pronóstico, no se llevó ninguna hostia.

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lunes, 26 de octubre de 2020

Yo vs. el alemán. Cuarto asalto

A veces pienso que mi vida da para que Christopher Nolan saque una peli rara de las suyas (por cierto, sigo esperando a que alguien me explique Tenet). Teniendo en cuenta cómo le gusta al colega montarse tramas enrevesadas, el hecho de que mi existencia consista en una serie de bucles en los que todo lo que me ocurre se repite constantemente le vendría de perlas al británico para montarse otro taquillazo que no haya por dónde coger. ¿Pensáis que exagero? Permitidme que os cierre la boca dos veces.

El primer bucle tuvo lugar hace unas semanas en un Bausatzlokal de la ciudad. Y como algunos estaréis torciendo el gesto ante el palabro, os aclaro que no, un Bausatzlokal no es una sede del PNV. Eso es un batzoki. Y tampoco es un sitio de reunión de abertzales. Eso es una herriko taberna (por cierto, si mi padre me da permiso, algún día os hablaré de lo que le pasó en una de ellas porque es una historia para mearse de risa). Un Bausaztlokal es un bar/restaurante que cuenta con menús personalizables: en cada mesa hay varios tacos de folios relativos a las diferentes comidas: pizzas, hamburguesas, sopas, ensaladas... Y cada folio, a su vez, contiene una especie de quiniela que permite marcar aquellos ingredientes y componentes deseados de cara a la elaboración del plato. ¿Os suena lo que acabo de decir? Debería, pues lo he calcado de la entrada que escribí cuando narré el Affaire Pfefferoni hace casi un año. Para más inri, esta nueva historia tuvo lugar en el mismo sitio y con un resultado casi igual de catastrófico. Si la primera vez me trajeron pimientos porque elegí Pfefferoni creyendo que era salami, en esta ocasión, contando con que tengo la noción básica en lengua germana como para cagarla sin ser consciente, y buscando jamón entre los ingredientes a sabiendas de que la tradución empieza por "Sch" (spoiler alert: Schinken), marqué lo más parecido que pude ver en la hoja: Schnecken.

El hecho de que el camarero tardase un huevo en venir a recoger las hojas fue lo que me salvó la vida. Yo ya estaba salivando como si fuese Salvador Sostres en la puerta de un colegio al formar en mi mente el plato de patatas con huevo, jamón y queso que me iba a meter entre pecho y espalda, y mi novia tuvo a bien el sacarme de mi ensimismamiento gastronómico tras echar un vistazo a mi papel, dándome a la vez una valiosa lección de alemán:

—Tronco, que Schnecken significa "caracoles".

Acto seguido, mientras yo le daba las gracias y echaba mano de una nueva hoja, me sugirió que guardase la de la pifia, pues ella y yo sabíamos que todo esto iba a acabar reflejado en el blog. Y servidor es cumplidor, todo sea dicho, así que os enseño la prueba de mi ridículo:

"Schnecken", "Schinken". Joder, a mí me suenan igual

El segundo bucle ha sido más reciente, pues hace un mes me apunté a un curso de alemán para tontos impartido en la sede de la Cámara de Trabajo de la ciudad. El mismo curso de alemán para tontos al que me apunté en febrero. Y, al igual que ocurriese en aquella ocasión, hace un par de semanas recibí un correo de la Cámara en el que se me comunicaba que, lamentablemente, el número de inscritos no daba para hacer curso y que, lamentablemente, mierda para mí. La otra vez, como recordaréis, tuve que ir al lugar agarrado a la falda de Superluisa para que me devolviesen la pasta, y visto que a día de hoy no hay movimientos en mi cuenta, me huelo otra visita acompañada de heroicidad por parte de mi amiga guatemalteca. Nolan, espero que estés tomando nota de todo esto.

Puedo concluir entonces que si no aprendo alemán no es porque yo no quiera, sino porque el cosmos no deja de ponerme la pierna encima para que no levante cabeza.

No obstante, y cual Batman nolanesco que no para de volver a intentarlo una y otra vez por muchas hostias que le estén cayendo, sigo sin rendirme, y he pasado los últimos quince días estudiando por mi cuenta gracias a unos libros de gramática que descargué ilegalmente e imprimí durante mi última visita a Valladolid. Seguir este método tiene su mérito, pero cansa; y como he llegado a un punto en el que el nominativo, el acusativo y el dativo me salen un poquito por las orejas, he decidido regalarme un par de días de descanso y aprovechar para daros la turra con otra de mis pifias, a ver si así retomo el idioma con carrerilla. Eso sí, os advierto que la voy a contar terminando la entrada en seco para que vosotros mismos saquéis las conclusiones que consideréis más adecuadas.

Pero antes, hablemos del transporte público de la ciudad, que me apetece sentirme bien un rato.

Teniendo en cuenta que mi novia y yo pasamos siete años en Dublín y sufrimos lo nuestro porque la movilidad en la capital irlandesa es, hablando en plata, una puta mierda, cuando llegamos a nuestro nuevo destino y comenzamos a experimentar lo de ir de acá para allá se nos saltaban las lágrimas a diario. No sólo porque en bici se pueda alcanzar prácticamente cualquier punto de la ciudad sin tener que reproducir una escena de Mad Max con automovilistas, sino por todas las alternativas de transporte a nuestro alcance.

La red de bus es bastante completa y nos permite llegar al Ikea en veinte minutos (comparad eso con lo que nos tocaba sufrir antes); existe una amplia red ferroviaria que lo mismo te sirve para ir al aeropuerto (en diez minutos, que al de Dublín sólo podías llegar en bus chupándote una hora de atasco o en taxi chupándote la misma hora de atasco y soltando ochenta eurazos), que te deja en Maribor en menos de una hora, que te permite viajar a un balneario lleno de yayos como el que visitamos justo hace dos días (y lo siento pero la experiencia no da para una entrada completa. Sólo destacaré que cuando entré en la zona de saunas y me di de bruces con un numerosísimo grupo de octogenarios en bolas me sentí como si estuviese contemplando un cuadro de Goya. ¿Que de qué etapa? De la más chunga de todas); y, por último, aquí hay un huevo de tranvías que cruzan la ciudad con una frecuencia respetable y que apenas se joden cuando nieva, por mucho que se queje mi compañero de oficina.

Pues bien, fue a bordo de uno de estos asesinos de arquitectos catalanes sobre raíles donde tuvo lugar la historia que quiero contaros hoy. Concretamente en invierno, y la adversa climatología fue su desencadenante. Resulta que en nuestra oficina hacía un frío de cojones, y el calzado que había elegido aquella mañana no ayudaba a combatirlo. Por ello, y aprovechando lo de la rapidez y eficiencia del transporte que os acabo contar, decidí escaparme en horario laboral (por favor, que no se entere mi jefe) a una zapatería sita a dos paradas de tranvía de mi lugar de trabajo con la intención de hacerme con un par de botas con mucho forro por dentro.

Una vez hecha la compra (recuerdo que la cajera me preguntó dos veces en alemán que si quería bolsa y tuvo que cambiar al inglés ante mi cara de idiota), monté en el tranvía dispuesto a volver a la oficina y abrigar mis pies como Dios manda. El vehículo se puso en marcha y en su trayecto llegó a la parada correspondiente a la Hauptbahnhof, o lo que es lo mismo, la estación central. Tal parada, como de costumbre, se hallaba bastante concurrida, por lo que se produjo en la misma un intercambio de pasajeros considerable. Entre todos los que subieron, uno destacaba por dos motivos: el primero eran sus pintas, pues a una barba de semanas totalmente descuidada se unía el hecho de que vestía una ropa bastante andrajosa cubierta por un abrigo de plumas viejo y un mugroso gorro de lana que le daba aún más aspecto de Barragán. El segundo motivo fue la perorata que nos soltó a todos los ocupantes en cuanto puso un pie en el vagón.

Me dio penica, la verdad. Aquel pobre mendigo largando un discurso en alemán en el que, digo yo, estaría hablando de que si una familia que alimentar, que si más triste es de robar, que si para un bocadillo o lo que sea... y yo siendo incapaz de entender una palabra que me permitiese empatizar aún más con él. Curiosamente, ese mismo día había estado hablando del tema con varios compañeros, pues la mendicidad aquí no es que esté descontrolada, y los pocos sin techo que hay están de sobra identificados y localizados por el ayuntamiento, que hace lo que puede por echarles una mano.

Precisamente me estaba acordando de todos estos detalles cuando el hombre me eligió a mí para comenzar su procesión pedigüeña (yo me encontraba más cerca de la puerta que nadie) y puso ante mis narices una especie de tarjeta de visita. Ese gesto me hizo fliparlo bastante, y pensé: "no es que el ayuntamiento tenga a los mendigos controlados, es que encima necesitan una autorización para pedir como la que le exigen a los músicos callejeros para poder tocar". Este pensamiento, unido a lo inútil que habría resultado el hacer el esfuerzo, me impidieron entender lo que me estaba diciendo, por lo que me limité a sacudir la cabeza mientras lamentaba haber salido de la oficina sin suelto en los bolsillos que poder darle (las botas las pagué con tarjeta, todo sea dicho).

Pero aquel señor parecía no darse por vencido y seguía frente a mí, aguantándome la mirada. Yo, que empezaba a sentirme incómodo ante su insistencia, opté por echar la vista hacia otro lado y centrarme en los carteles corporativos de la empresa de transporte colgados por aquí y por allá. Y fue un detalle en dichos carteles el que me demostró, una vez más, lo idiota que soy: reparé en el logo que se mostraba en todos ellos, volví a mirar la "tarjeta de visita" que aquel "mendigo" seguía sosteniendo ante mí y comprobé que contaba con el mismo logo que los puñeteros carteles. Até cabos, me tapé la cara invadido por el sentido del ridículo y mascullé para mis adentros:

—Me cago en la puta. El revisor.

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sábado, 12 de septiembre de 2020

Bajo el polvo 2. ¿Por qué tengo esto otro?

Yo pensaba empezar esta entrada con un "Si todo va bien...", pero teniendo en cuenta lo cerca que debemos estar ya del fin del mundo, va a ser mejor que me replantee mi primera frase.

Si todo no va demasiado mal, viajaré a Valladolid dentro de una semana. Ya han pasado ocho meses desde que estuve allí por última vez, y creo que nunca me había tirado tanto tiempo sin pisar la capital del Pisuerga. Digo esto porque ocho meses son muchos meses si tenemos en cuenta que yo me había propuesto sacar ocho entradas contando la mierda que me fui encontrando conforme hacía limpieza y hasta hoy sólo he escrito una. Que vale que mi vida es un no parar, pero yo creo que ya va tocando continuar la serie. Así que no me enrollo más y paso a hablaros de...


Estas muelas



Sólo se me ocurren dos razones por las que guardar partes del cuerpo. La primera es la misma que mueve a Faemino y Cansado a hacer sus espectáculos: la pasta. Me vienen a la cabeza Gunther von Hagens, cuya exposición Bodies le ha servido a él para forrarse y a mí para poder decir que tuve en mis manos un corazón humano cuando fui a verla a Madrid; y la Iglesia Católica, pues con el cuento de las reliquias se la ha colado a todo Dios. Desde curitas de pueblos en los que se veneran prepucios hasta el mismísimo Franco.

La segunda razón es fardar de algo, y en mi caso, de tener unas muelas del juicio grandes como los colmillos de un jabalí. Y no lo digo yo. Lo dicen todos los dentistas que en algún momento han tenido que enfrentarse a la extracción de las mismas.

Las que veis en la foto (acompañadas de una regla como si fuesen parte de un alijo incautado por la Guardia Civil para demostrar lo del tamaño) son las dos de abajo. Mi ortodoncista recomendó su extracción so pena de que mi dentadura terminase como cualquiera de las mierdas que ha diseñado Calatrava, lo cual sería una tragedia porque mis padres se dejaron un dinero en corregirme la mordida durante mi niñez y adolescencia. Siguiendo esta orden, la primera salió vía Seguridad Social, y en el hospital se quedaron un poquito cortos con la anestesia. Recuerdo que el sacamuelas encargado de la tarea, mientras hacía unos movimientos rarísimos en mi boca como si fuese Charles Chaplin en Tiempos Modernos, me preguntó si aquello me estaba doliendo. Yo le dije que sí (bueno, yo le dije que porque tenía la boca ligeramente dormida y llena de instrumental) y él replicó que aquello no era dolor, sino presión. Y entonces yo le dije "vede a domá bo gulo", y él mostró todo un alarde de profesionalidad y paciencia al no responder nada. Para deshacerme de la otra recurrí a un dentista privado, y la cosa fue tan bien (y eso que le tocó abrir encía) que la ausencia de trauma hace que no me acuerde ni de quién fue, ni de dónde.

Las dos de arriba también abandonaron mi boca, años después, pues me las clavaba en las encías inferiores durante el sueño y me despertaba jodidísimo. En esta ocasión, la actividad tuvo lugar en una clínica bastante pija (de ésas que te descubren cuarenta caries y te pretenden cobrar una cosa llamada "curetaje", que no tengo ni zorra de lo que es pero que suena a algo que se han inventado para sangrarte el bolsillo aún más si cabe). Originalmente querían extraerme una muela por sesión, pero les dije que al día siguiente me tenía que volver a Irlanda y entonces decidieron doblar la dosis de anestesia y hacerme un dos por uno. Y lo único que me dolió fue que las dos piezas acabaron en la basura de la consulta antes de que pudiese decir "bo favó, ¿be dah buedo guedá?".


Este mono



Chorrada de todo a cien, por supuesto, pero una chorrada la mar de salada. El plan original siempre fue que dicho muñeco colgase del retrovisor de mi coche. Sin embargo, como sabéis quienes me conocéis, yo nunca he contado con vehículo a motor propio. No tuve ingresos con los que poder permitírmelo cuando estudiaba en Valladolid, la fugaz y estúpida idea de comprar uno en Irlanda duró lo que el vendedor de aquel concesionario tardó en decir "estamos cerrando" y no me da la gana comprarme uno ahora que mi novia y yo vivimos en Austria, pues nuestras bicis, la eficiente red de transporte público de la ciudad y lo poco vagos que somos cuando de caminar cuarenta minutos se trata nos bastan y nos sobran para realizar la mayoría de desplazamientos.

Por ello, el monito se ha pasado los últimos diez años colgando del flexo que ilumina la mesa de mi habitación vallisoletana por las noches. Por cierto, una vez descubrí que es posible tirar del mismo, pues su cabezón y esa cabecica pequeña que tiene en lo alto están unidos por un cordel. Tras hacer esto y soltar el mono, el mismo asciende recogiendo cable mientras todo su cuerpo y su boca tiemblan haciendo un ruido espantoso que estuvo a punto de provocar un infarto a mi hermano.


Esta lámpara de lava



Durante mi infancia y juventud odié y amé cada septiembre a partes iguales. Mi odio era causado por la vuelta al cole (o al instituto o a la universidad) pues yo, aunque no sea idiota, siempre fui mal estudiante. Por ejemplo, mis notas de matemáticas durante la ESO y bachillerato siguen una función decreciente en la que es fácil apreciar la negatividad o nulidad de su derivada a lo largo de todo el dominio. Es más, diría que la función es estrictamente decreciente, pues no hay un momento posterior a otro en el que mis notas incrementen o igualen su valor. Ya os he dicho que no soy idiota.

Inciso gracioso que a lo mejor ya he contado pero me da igual: mientras cursaba primero de ESO, nuestra profesora de matemáticas y a la vez tutora nos ofreció participar en el Canguro matemático, una prueba para chiquillos de todos los institutos de Valladolid en la que había que resolver una serie de problemas con opciones a, b, c o d. Me apunté, a pesar de que por aquel entonces ya me empezaba a costar subir del seis en las notas de los controles y exámenes de la asignatura. Pues bien, cuando los resultados fueron enviados al centro, la profe de mates me llamó vago cinco veces seguidas delante de todos mis compañeros, ya que había terminado la prueba en segundo lugar, sacando un puto 96 sobre 100.

Que a lo mejor no es que yo fuese un vago, sino que ella era una pésima profesora. Quién sabe...

Mi amor por el noveno mes era debido a la celebración, año tras año, de las ferias y fiestas de San Mateo (hasta que pasaron a ser de Nuestra Señora de San Lorenzo, lo cual mencioné brevemente aquí), pues a la multitud de actividades organizada por el ayuntamiento se unía la llegada de atracciones y casetas de tiro al recinto ferial ubicado junto al estadio Nuevo José Zorrilla. Y muchos coincidiréis conmigo en que montar en las atracciones, atiborrarse de churros y de algodón de azúcar y tratar de hacerse con mierdas de toda índole probando puntería entre humo de fritanga, escuchando de fondo el piribiribiribiribiribí de los coches de choque y las chorradas que sueltan los tomboleros mola QUE TE CAGAS.

Llegó un punto en mi adolescencia en el que me especialicé en determinadas casetas de tiro. Por un lado estaban las de reventar globos con dardos (o colar los mismos en aros sujetos a un trozo de madera), en las cuales tenía más o menos suerte, pero es que había un par en las que mi maña y mi paciencia jugaban a mi favor. Una contaba con figuras representando a porteros que, moviéndose a derecha e izquierda, trataban de impedir que colases tres minibalones en una diminuta portería; y otra de ellas tenía varias filas de payasos de madera decorados con plumas a derribar con pesadas pelotas. Pues como digo: maña y paciencia. Resultaba de lo más reconfortante abandonar el puesto con un peluche gigante, un pequeño e inútil electrodoméstico o la lámpara de la foto tras haber logrado el objetivo mientras una horda de canis fallaba estrepitosamente al tirar con demasiada fuerza y torpeza minibalones y pelotas como si fuesen chimpancés arrojando sus propias heces.


Esta pitillera



He de confesar que no tengo ni puñetera idea de cómo terminó este objeto en mi habitación. No sé si lo compré en un mercadillo, si alguien me lo regaló o si he sido capaz de viajar en el tiempo (en sueños, porque no me consta) y robársela al mismísimo Stalin. Lo que sí sé es que si alguna vez me da por fumar (Dios no lo quiera), puede que la use porque a dar la nota no me gana nadie. De todas formas, si alguien la quiere, se la regalo.

No, esperad.

De todas formas, si alguien la quiere, se la vendo.


Este tamtam



Mis viajes a Francia son un tema recurrente en este blog, ¿verdad? ¿¿¿Verdad???. Todos ellos tuvieron en común que, además de la estancia de varios días en Lille conviviendo con familias, los mismos incluían una visita de un día a un parque temático, a elegir entre el Parque Astérix, Eurodisney o Futuroscope. A éste último fui en dos ocasiones, lo que me permite recordar detalles loquísimos de lo que hay allí. El sitio tiene (o tenía, que igual lo han cambiado todo pero paso de comprobarlo) diferentes pabellones en los que proyectan vídeos. Uno de ellos es una sala 3D en plan IMAX (algo que a estas alturas ya no impresiona a nadie pero por lo que se nos escapaba el pis en los noventa), otro cuenta con una pantalla enorme al frente y otra a los pies que muestra un vídeo sobre la migración de las mariposas monarcas. Otro es un simulador de fórmula uno y los asientos se mueven (asientos duros como piedras, por cierto. Que le dije al que estaba a mi lado que pegase bien la cabeza al reposaídems para evitar sacudidas y el primer meneo nos arreó una hostia que casi nos deja inconscientes). Otro tiene un huevo de monitores de tubo formando una cuadrícula y se sincronizan para mostrar una única imagen... Pues eso, que están locos estos galos.

Además de los pabellones y las representaciones en sí, hay otros dos detalles que guardo en la memoria con respecto a mi segunda y última visita a Futuroscope. El primero es que, mientras el grupo de estudiantes y profesoras al que pertenecía hacía cola en uno de los restaurantes del lugar, podíamos ver el menú del día impreso en la pared. Al apreciar que el mismo contenía un sinfín de florituras y detalles pomposos que hacían que cada plato contase con tres líneas de descripción (omelette de no se qué con esencia de esto otro y aroma de tal sobre lecho de salteado de temporada y un toque de...) mascullé "para un puto filete que nos van a servir, y encima tienes que tratarlo de usted". Ante tal barrabasada, mi profesora de francés (uno de los adultos a quien más he admirado en mi vida) me miró con gesto decepcionado y me dijo muy seria: "José, a algunos nos gusta que en el mundo haya cosas bonitas". Y me sentí dolido. No tanto por su reprimenda sino por tener que reconocer, para mis adentros, que estaba reciclando el chiste. Y es que muchos años atrás, mientras la profe de inglés nos explicaba que aunque con los animales hay que usar "it", los de compañía suelen venir con "he" o "she" según lo que tengan entre las patas de atrás, yo solté "vamos, no me jodas. Un puto perro sarnoso y encima hay que tratarlo de usted". Eso sí, en aquella ocasión no me cayó un reproche. Me cayó un guantazo ganado a pulso.

El segundo detalle es la compra del tamtam de marras. En una de las tiendas de souvenirs y cachivaches tecnológicos del lugar se podían adquirir dos tipos de instrumentos musicales, y el otro era un trozo de tubo flexible protegecables que al ser girado nerviosamente hacía el mismo sonido que el que se escucha al principio de la canción Soir de fête, de Yann Tiersen. Y yo sabía que no valía la pena comprar el puñetero tubo porque podía conseguir gratis todos los que quisiera si me colaba en cualquier recinto en obras. Vale, tampoco valía la pena comprar el tamtam, todo sea dicho, pero lo hice igualmente. ¿Que por qué? Pues porque si se deja dinero a mi alcance, está claro que tarde o temprano voy a acabar gastándolo en chorradas. Y ésta es la segunda entrada que lo demuestra.

Hala, ya he cumplido. Hasta otra.

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viernes, 7 de agosto de 2020

Yo vs. el alemán. Tercer asalto

No hay nada como que el mundo esté patas arriba para que aflore lo peor del ser humano. En los últimos meses hemos descubierto a ciertos elementos que parecen competir en lo que a miseria se refiere. Que si balconazis, que si cayetanos, que si imbéciles que comparan las mascarillas con bozales, que si Miguel Bosé... Sin embargo, de entre todas estas tribus, la que más repelús me da es la de aquellos que se han propuesto realizar toda clase de manualidades y mierdas por el estilo para no aburrirse durante esta extraña rutina confinada. Y digo esto porque yo soy uno de ellos. Empecé cosiendo unas cortinas, le he preparado a la murciana una sorpresa que pienso mandarle en cuanto me dé sus putas señas, he hecho una especie de joyero para mi novia y mi más reciente proyecto es un marco a punto de cruz en el que se lee "En esta casa obedecemos las leyes de la termodinámica", el cual pienso colgar junto a la puerta del pisazo para recoger las llaves de casa que aún no tienen sitio fijo en el que reposar. Y cuando acabe con eso, una radio de los años cincuenta llena de polvo que no sé si funciona está aguardando a que la destripe y hurgue. ¿Veis? El horror.

Y claro, con tanto proyecto absurdo apilándose en la bandeja de mi tiempo libre, ni estudio alemán ni toco el blog. Sin embargo, hoy he decidido aparcar la aguja por unas horas y teclear una de las mayores pifias relacionadas con la lengua germana que he sufrido hasta la fecha, confiado en que rememorar el ridículo me anime a volver a pelearme con el idioma de una vez.

Lo que voy a relatar hoy ocurrió muy poco después de nuestro aterrizaje en Austria; creo que a las dos o tres semanas o algo así. Podría mirar la factura del médico para confirmarlo, pero dicho papel está en mi oficina y no nos dejan ir por culpa del virus, así que lo voy a dejar en dos semanas. Sí, he dicho "factura del médico", pero no adelantemos acontecimientos.

Una de las muchas cosas que mi novia y yo dejamos atrás al cambiar de país fueron nuestras bicis. Sin arrepentimientos, que la mía era fea de cojones y la suya tenía oxidados hasta los tapones de las cámaras de aire. Al brindársenos la oportunidad de elegir nuevamente máquina de pedales, optamos por un modelo que resultase a la vez estéticamente agradable y práctico, pues en esta ciudad se pedalea mucho. Por ello, optamos por la Elops 520 de Decathlon.

fuente: decathlon
Lo sé, preciosa

La suya en azul marino y con barra baja y la mía en verde guerra mundial con barra alta, como la de la foto. Hasta aquí todo bien pero, ¿cómo podríamos hacernos con ellas, si en nuestra ciudad no había Decathlon? Pues inicialmente nos propusimos ir al de Viena y volver con las bicis en el tren, que son tres horazas de viaje, y no veas qué pereza. Pero había plan B. Aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid y que en Maribor hay tienda de deportes gabacha, optamos por dirigirnos a esta ciudad eslovena, a sólo cuarenta minutos en tren, para comprar una de las bicis (la suya. La mía no estaba disponible y me tocó pedirla en la web, recibirla en la oficina y montarla junto a mi escritorio mientras mi compañero me miraba como si yo no estuviese muy bien de la cabeza, pero ésa es otra historia). El plan pintaba bien. Podríamos dar una vuelta por la ciudad, comer en algún restaurante céntrico, hacernos con la bici y volver a una hora decente, pues aquel sábado se celebraba la noche de los museos y nos apetecía participar en el evento.

Pero la cosa se torció una vez en Maribor. Especificamente, cuando llegamos al río Drava. ¿Os imagináis a Julio César, cruzando el Rubicón y pronunciando su lapidaria Alea iacta est para acto seguido soltar un "¡Joder! Que se me ha metido algo en el ojo"? Vaya mierda de historia habría resultado, ¿verdad? Bueno, pues MI historia fue exactamente así. Aunque no enuncié ningún latinajo épico al atravesar el Puente de Tito, el alea que me tocó a mí tuvo cachondeo, ya que una ráfaga de viento decidió que mi ojo era la pista de aterrizaje perfecta para el cuerpo extraño que viajaba con ella. En ese momento me acordé de la frase que mi padre siempre me decía cada vez que ocurría un incidente de este tipo: "deja que te llore y no lo toques" y, como cada vez, ignoré su consejo y me froté como un perro sarnoso esperando librarme de la molestia. Pero no. Ni el frotar, ni el llorar, ni el colirio que mi novia llevaba en el bolso surtieron efecto. Nos adentramos en un centro comercial cercano en busca de ayuda, pero ni en la óptica ni en la farmacia fueron capaces de hacer nada por mi enrojecido órgano visual. Me recomendaron, eso sí, que fuese al hospital, pero (y con esto no pretendo que ningún esloveno se ofenda) no estaba dispuesto a aventurarme en el interior de un centro de salud exyugoslavo cuya localización desconocía, un sábado por la tarde, cuando teníamos en nuestro poder los billetes de vuelta ya comprados.

Hice entonces lo que me pareció más sensato en aquel momento: comprarme unas botas (pues a la semana siguiente iríamos a la montaña y entonces yo no contaba con calzado adecuado) y comer. Así funciona mi cerebro, oye.

Al acabar la manduca nos dirigimos al Decathlon, y estaba claro que, fuese lo que fuese aquello alojado bajo mi párpado, no pensaba irse así como así, por lo que contacté con Frau Pfefferoni en busca de ayuda. Y la pobre se portó, todo sea dicho. Tras investigar qué podría hacer me indicó que fuese al hospital en cuanto estuviese de vuelta aquella tarde, mandándome las señas del mismo y tal (aprende, murciana). Y así fue. En cuanto mi novia tuvo en su poder su flamante Elops 520 azul marino con barra baja fuimos a la estación y tomamos el tren de vuelta. Y yo me casqué una siestaca la mar de reparadora sólo interrumpida por el revisor de turno que iba picando billetes.

Tras dejar la bici en la oficina en la que curramos (pues aún no teníamos pisazo por aquel entonces y dormíamos en un apartahotel sin un triste portabicicletas), subimos en el tranvía con destino al hospital, contando con echar unas cuantas horas esperando mi turno (pocos lugares hay más concurridos que la sala de espera de urgencias un sábado por la noche), pero descubrimos aliviados que no iba a ser el caso: puesto que las urgencias en el hospital ya estaban separadas por especialidades, pudimos ir directamente al edificio de oftalmología, donde había muy pocas personas aquejada de dolencias al uso esperando ser atendidas. Pasados unos veinte minutos de nuestra llegada, la Krankenschwester (he escrito la palabra sin buscarla primero y NO ME HE EQUIVOCADO. Soy la hostia) nos hizo pasar a la consulta y, tras una breve entrevista en la que quedó claro que yo estaba allí sin seguro médico y que la broma me iba a salir por ochenta tazos, el oftalmólogo me hizo sentar ante un aparato para sujetarme la cara. Acto seguido me enchufó un foco a los ojos que me deslumbró durante segundos, por lo que no pude ver, pero sí sentir, como hurgaba con destreza en mi globo ocular para extraer, ojo cuidao (y nunca mejor dicho), una maravillosa astilla. Y no veáis (nunca mejor dicho otra vez) qué alivio y qué agradecido me sentí. Dispuesto a hacerme con una pomada en la farmacia más cercana y de disfrutar de museos con el ojo que no me escocía, mi novia y yo abandonamos la consulta, y fue al final del pasillo del centro donde tuvo lugar el patético desenlace de esta historia.

Al alcanzar la puerta de salida, me encontré con que ésta se hallaba cerrada. Sobre su pomo, la palabra ziehen indicaba qué se debía hacer para poder abrirla. Y, a ver, que yo ya había abierto muchas puertas en Austria a esas alturas, pero aún no me había dado por pararme a pensar en cómo traducir "empujar" y "tirar". Por ello, ahora sí, solte un interno alea iacta est y EMPUJÉ. Pero la puerta no se abrió. En estos casos, una persona inteligente habría probado la otra opción disponible, pero yo de inteligente tengo poco, así que opté por EMPUJAR AÚN MÁS FUERTE, claro que sí.

Y claro que no. La puerta no se abrió.

A aquellas alturas, mi novia (que tiene el nivel de alemán suficiente como para, entre otras cosas, saber abrir una puta puerta) ya estaba tratando de decirme algo en plan "¿qué coño estás intentando hacer, tronco?", pero como yo me encontraba demasiado ocupado en mi obcecación, pasé a considerar la siguiente opción estúpida: siete años viviendo en Irlanda, un país en el que muchas de sus puertas se encuentran cerradas magnéticamente y requieren del pulsado de algún botón para su desbloqueo y apertura, habían hecho mella en mí, así que recorrí el marco ante el que me hallaba con mi ligeramente borrosa mirada en busca de algún pulsador que me permitiese salir del hospital de una vez. Y, efectivamente, allí había un botón con luz y todo. Y no sólo eso. Sobre el mismo una frase en alemán bien grande explicaba algo que, obviamente, no comprendí, pero que asumí se referiría al desbloqueo magnético y bla bla bla:

Quienes controlen un poco el idioma ya estarán doblándose de risa

Apreté el botón al tiempo que mi novia me decía algo que comenzaba con "¡No! Pero...". Y no hizo falta que terminase su frase. Una horrísona alarma comenzó a atronar en todo el ala de oftalmología, pues el botón no desmagnetizaba ninguna puerta (la puerta no estaba ni siquiera bloqueada, joder) y el cartel avisaba de que tal botón debía pulsarse únicamente en caso de emergencia. Mi cerebro, que Dios sabe a qué cojones había estado jugando durante los últimos segundos, resolvió entonces aquel sencillísimo acertijo ante el que me encontraba, y fue entonces cuando agarré el pomo de la puta puerta, TIRÉ y la misma se abrió con una facilidad insultante.

No tuve ocasión de celebrar mi triunfal salida del edificio. Presa del pánico que me causaba el verme dando explicaciones a la Krankenschwester cuando apareciese para apagar la alarma y ver quién había sido el imbécil, aligeré el paso (por no decir que eché a correr directamente) y me largué de allí mientras veía por el rabillo de mi ojo bueno cómo mi pobre novia, tratando de adaptarse a mi cobarde ritmo de huida, sacudía la cabeza en silencio.

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martes, 19 de mayo de 2020

Sólo sé que no sé nada. Pero me da igual

Quizá fue porque me quedaban pocos días para terminar segundo de Bachillerato, y mientras que la mayoría de mis compañeros de clase conciliaban el sueño con dificultad ante la inminente llegada de las pruebas de acceso a la universidad, a mí ya me la pelaba todo porque había decidido que a la vuelta del verano empezaría una FP de Informática y sólo quería disfrutar de las calurosas tardes vallisoletanas, pero el comentario que la profesora de Historia de España me dirigió mientras nos hacía entrega de los últimos exámenes de curso ya corregidos (por cierto, lo peté en este examen casi tanto como en aquél de Filosofía) me pilló con la guardia baja. Y es que la funcionaria me espetó, palabra por palabra:

—Lo bueno que tienes -que tendrás tus cosas malas- es que si te echo al pasillo te levantas y te vas sin protestar ni dar portazo.

Y era verdad. A pesar de que el contenido de su asignatura me chiflaba, lo de tener que pasarme casi una hora leyendo apuntes en voz alta suponía un coñazo infumable ante el que el irresponsable yo de hace casi veinte años reaccionaba dando por saco y ganándose un billete de ida al pasillo con una frecuencia de la que no me siento orgulloso.

No obstante, la profe tenía razón. Mi estoica y obediente reacción a sus "vete de clase, anda" era toda una virtud de la que muchos de mis compañeros, rebeldes y guerreros, carecían.

Si traigo a colación esta virtud que caracterizó el cómico periodo de mi vida al que llamo "mi adolescencia" es porque recientemente le he dado vueltas a otra de las cualidades que poseo, para bien o para mal: responder a toda clase de preguntas de forma lógica y argumentada sin tener ni puta idea de lo que estoy diciendo. Tal cual.

Semejante "don" me viene de perlas cuando quiero dármelas de listo sin que haya repercusiones por ello, pero me da más problemas que beneficios: no es la primera vez que el equipo al que pertenezco en un pub quiz pierde la partida porque logro convencer a todos de que cambien alguna que otra respuesta, originalmente correcta, por otra errónea, y tiendo a responder a dudas que compañeros de curro me plantean razonando mi ignorancia con una sutileza magnífica. Luego mis compañeros la cagan por hacerme caso y nadie se explica por qué.

En fin, que yo quería compartir con vosotros una vez más una historia de las de "así empezó todo" que aclare, como estaréis suponiendo, cómo empezó todo. Para ello os pido que en esta ocasión viajéis conmigo en el tiempo hasta el verano de dos mil tres. El estío empezó mal porque mi curso académico había sido un puto desastre. No calculando bien la que se me venía encima al meterme en el bachillerato de Ciencias de la Salud terminé la temporada con una colección de suspensos que no habría septiembre que rescatase (el de matemáticas de cuarto de ESO auguró que, con la trayectoria que llevaba antes de comenzar, mis notas en dicha asignatura bailarían entre el cero y el uno, con algún dos ocasional. Y lo bordó), por lo que decidí que lo más inteligente sería hacer borrón y cuenta nueva en el curso siguiente, pasar al bachillerato de Ciencias Sociales y procurar no repetir mis errores (al principio de este post me remito para confirmar que fue una decisión acertada). Pero bueno, mientras mi salud mental cogía aire durante esos tres meses yo aproveché para realizar toda clase de actividades poco o nada productivas, como dejarme una trenza, dedicar las noches a la lectura de tochos como Los Pilares de la Tierra, escuchar una y otra vez el disco debut de Rage Against the Machine o correr en compañía de Pablo, a quien paso a introducir en la historia metiendo mucha paja porque la entrada se me está quedando corta.

Aunque Pablo y yo ya nos conocíamos de vista porque íbamos al mismo instituto y entrenábamos en equipos de atletismo que compartían parque en la zona oeste de Valladolid, nos hicimos amigos una tarde de marzo insultando a franceses que no nos entendían en un campo de fútbol de Lille mientras nuestros correspondientes le daban patadas al balón y yo me moría de frío, pues había salido de casa a cuerpo tras entender erróneamente que lo de jugar iba también conmigo cuando en realidad sólo nos querían allí para verles a ellos (¿qué queréis? Yo aún no tenía suficiente nivel de gabacho en mi primer intercambio) y las tardes de marzo en Lille son muy traicioneras. A los pocos meses de esta anécdota me pasé de mi equipo al suyo, y no mucho después los dos nos largamos a otro equipo en el que mi frikismo por el correr alcanzó su máximo histórico. Nuestro equipo tenía programadas sesiones de entrenamiento en pista martes y jueves, y otra de gimnasio los viernes tras la que Pablo y yo pasábamos por la pastelería del Carrefour para atiborrarnos de quesada; pero no era de extrañar que a dichas sesiones añadiésemos una los miércoles tan intensa que solía suponerle lesiones a quienes se atrevían a unirse y alguna salida improvisada los lunes que acordábamos en diez minutos desde el MSN Messenger:

Pablo dice: salimos a correr una hora?

Yo dice: acabo de merendar

Pablo dice: y?

Yo dice: que me he metido media barra de pan con una tableta de chocolate con almendras y como me ponga a correr voy a vomitar a los diez minutos de empezar

Pablo dice: no digas bobadas. Vamos a ritmo suave y verás qué bien te viene

Y, efectivamente, a los diez minutos de haber empezado,  la media barra de pan y la tableta de chocolate con almendras a medio digerir decoraban la acera. Qué buenos ratos pasábamos, oye.

Nuestra afición llegó a tal punto, que en el verano de autos, con el equipo declarando vacaciones estivales, Pablo y yo nos organizamos para salir a correr cada mañana. Entre su casa y la mía había sólo ochocientos metros (clavaos, que lo acabo de mirar en Google Maps), así que algunos días él venía a buscarme y otros iba yo a buscarle a él, y así variábamos la ruta. Lo que nunca cambiaba era el desayuno. Tras la paliza en ayunas cada uno se retiraba a su casa a recuperar el aliento y darse una ducha, y minutos después nos reuníamos en algún bar de la zona para dar cuenta de un cruasán a la plancha y un rato de cháchara sin trascendencia.

O no.

Resulta que Pablo, al igual que muchos de los chicos que acababan de llegar a los dieciocho años o que estaban a punto de hacerlo, aprovechó las vacaciones para intentar obtener el siguiente cromo:

fuente: diariodetransporte.com

No sé cómo serán los exámenes a día de hoy, habida cuenta de cómo ha cambiado todo desde que dejó de importarme, pero por aquel entonces el teórico incluía cuarenta preguntas con cuatro opciones por pregunta, de las cuales sólo una era válida. Pablo estaba haciendo muchísimos tests para prepararse, y la verdad es que no le estaba yendo nada mal: los que llevaba realizados hasta la fecha solían incluir dos o tres fallos (cuatro como mucho si bajaba la guardia), y aunque no puedo confirmarlo, es posible que el muchacho fuese tan aplicado porque (aparte de que tenía coco, las cosas como son) solía coincidir en la autoescuela con una compañera de su clase por la que llevaba meses bebiendo los vientos.

Y una de aquellas mañanas, al calor de los desayunos, Pablo tuvo la "brillante" idea de sugerir que le ayudase a completar un test sobre "parada, detención y estacionamiento", poco antes de la clase del día. A mí, que por aquel entonces ni siquiera sabía qué cojones era una luz de cruce.

¿Permití que el sentido común se impusiera a mi ignorancia vial y rechacé su oferta? Por supuesto que no. Me ofrecí encantado a recorrer todas las preguntas junto a él y, para cada una de ellas, le di la respuesta que consideraba más lógica:

—¿Que si puede parar un coche en medio de un túnel con las luces apagadas? ¿Qué mierda de pregunta es ésa? Pues claro que sí. Imagínate que mientras cruzas el Guadarrama se te jode el motor y la batería y el cuadro eléctrico no te responde. Pues ahí te quedas, parado y a oscuras, y no puedes hacer nada al respecto. ¿PUEDES O NO PUEDES? Marca la b, la que dice "sí, siempre".

—Joder, pues tienes razón.

—Por supuesto que tengo razón. A ver, la siguiente. ¿Está permitido estacionar en doble fila? Pues... Sí. Si te para la policía, por ejemplo, que igual no tienes sitio donde ponerte y te toca quedarte con los intermitentes al lado de otro coche aparcado. O delante de un garaje. Y un policía no te va a tener parado menos de tres minutos. Eso es estacionamiento te pongas como te pongas.

—Eres un genio.

Y así una detrás de otra, hasta llegar a cuarenta. La osadía de mi ignorancia crecía al mismo ritmo que la obnubilación que Pablo sentía con cada una de mis razonadísimas respuestas, y cuando completamos el ejercicio el pobre estaba convencido de que el profesor y cuanto alumno se encontrase en el radio de correción (incluyendo, con suerte, la chica que le gustaba) LO FLIPARÍAN al serles revelada la perfección hecha test. Pagamos los desayunos, salimos del bar y él se dirigió a la autoescuela mientras yo, que poco tenía que hacer en aquella época, me fui al Vallsur a tocarme un rato los huevos, no sin antes acordar que iría a buscarle al finalizar su clase teórica, pues yo también quería saber de las felicitaciones y loas que le iban a caer aquella mañana.

Total, que al par de horas me encontraba yo en la puerta de la autoescuela, y de lo que ocurrió a continuación hay detalles que recuerdo y otros que no. Por ejemplo, no recuerdo qué fue lo que me llamó Pablo al verme. Tampoco recuerdo si realmente hizo ademán de soltarme una hostia o si mi imaginación ha fabricado ese recuerdo posteriormente. Lo que sí que recuerdo es a Pablo diciéndome con un tono de voz ligeramente angustiado que la chica de sus sueños estaba aquella mañana en la autoescuela pendiente de la corrección. Eso, y que el profesor no logró entender muy bien qué coño le había pasado a uno de sus mejores alumnos para plantarse en su autoescuela, aquella mañana de verano, con un test que tenía veinte fallos.

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lunes, 20 de abril de 2020

Homenaje a Antonio Escohotado II

Es domingo, son las seis y media de la tarde y tengo un huevo de cosas por hacer. Sin embargo, he decidido que para el resto del día sólo me voy a ocupar de dos actividades: una es fregar de una puta vez la brita con filtro, que llevo semanas bebiendo directamente del grifo y con la cantidad de cal que tiene aquí el agua voy a acabar meando tizas; y la otra es terminar de contar nuestra visita a Zotter, retomando el festival surrealista donde lo había dejado semanas atrás. Así que allá voy.

El precio de la entrada incluía la visita al "Zoo comestible", y como saltarnos esa parte habría supuesto perder dinero, pues al zoo que fuimos, tú. Para que os hagáis una idea general, esta segunda parte de la visita abarcaba una especie de valle enorme recorrido por un camino circular en el que se encontraban varias estaciones, a cual más desconcertante. Vamos, como los círculos del Infierno de la Divina Comedia, pero de buen rollo.

Bueno, según se mire. La primera parada de dicho camino, tras descender unas pocas escaleras (que se me antojaron cientos, habida cuenta del quintal de chocolate que me había metido entre pecho y espalda minutos antes), consistía en... Un cementerio (si lo flipásteis con la fábrica en sí, esta mierda no va a ser menos). Concretamente, el "cementerio de las ideas". Y es que a algún lumbreras de la fábrica se le ocurrió que sería una buena idea, o al menos una idea interesante, el reservar un lugar en tan bucólico valle que recogiese todas aquellas idas de olla en cuanto a sabores de chocolate que, por un motivo u otro, habían abandonado la cadena de producción.

Ignoro si el que tuvo esta idea fue el mismo que decidió situar en medio del cementerio UNA ESTATUA REPRESENTANDO A UN NEGRO EMPORRADO:

Negro emporrado. Al igual que hice en la anterior entrada, en ésta he utilizado una imagen de marcado carácter fálico para mantener una coherencia artística a lo largo de la serie literaria

A los pies del simpático personaje, varias lápidas recogían descripciones de los sabores locos, y nosotros pedíamos al marido austriaco de mi compañera de trabajo argentina que nos las tradujese para sentir una invasión constante de fascinación y arcadas a partes iguales: cacahuetes y ketchup, mandarina y mostaza, vino dulce, polenta con limón...

Siete meses viviendo en Austria y aún no sé NADA de alemán. Bien por mí

Dejando atrás el cementerio, pasamos entre un cobertizo en el que tendría que haber pavos pero no había pavos y un falso retrete con un agujero en la puerta. Al asomarse al cubículo a través del agujero podía leerse una leyenda en el interior que decía algo así como que cuando vamos al váter somos todos iguales o yo qué sé. De todas formas, no me hagáis mucho caso porque, tal y como he dicho en el anterior pie de foto forzado NO SÉ ALEMÁN y además, en mi estúpidamente aleatoria memoria hay sitio para almacenar chorradas como lo de Fruitopía y Eurovisión que os voy a contar dentro de un rato pero no para el puñetero mensaje.

Me lo han dicho varias veces y yo lo he dicho varias veces: qué difícil es ser yo.

El camino continuaba durante unos cincuenta metros, y en este tramo en particular había altavoces que reproducían leyendas populares en diferentes idiomas. No nos detuvimos demasiado rato a escucharlas, más que nada porque llegamos justo a tiempo para oir una voz de mujer que narraba en perfecto español un fragmento relativo a un fraile que se partía de risa porque se le estaba muriendo el burro. Como comprenderéis, mi novia y yo nos miramos con una mezcla de asombro y trauma y poco nos faltó para huir corriendo de aquellos altavoces.

Por cierto, hablando de burros:

Oioioioioi

Sí, el zoo se hacía realidad. La entrada prometía zoo y al zoo llegamos. Que no sólo había burros en el lugar. A quien se adentraba en el establo le esperaban bichos de toda clase. Conejos...

Oioioioioioioi

Cobayas...

Otro poco de oioioioioi

Pollitos...

Más oioioioio

Unos gorrinos echando la siesta...

Oioioi... Etcétera

Y allí había hasta una jodida llama que entraba de vez en cuando a picotear y al rato volvía a largarse para triscar por la ladera:

Ahora tengo mis dudas, pues nunca he sido capaz de distinguir muy bien una llama de una alpaca cuando son crías, pero si a mí no me importa y a vosotros no os importa, ¿a quién le importa?

Lo mejor de todo es que a la entrada del establo había un cartel que recogía los nombres de cada animal, junto a una foto y una descripción que seguro que era graciosísima. Pero no puedo confirmar ni desmentir nada porque, por tercera vez, yo de alemán ni zorra y no era plan de darle la turra al pobre marido austriaco de mi compañera de trabajo argentina cada dos por tres.

De todas formas, el momento "ida de olla absoluta" con referencias a detalles del pasado que sólo recordamos dos o tres personas en todo el planeta y yo vino justo después. Quizá fue porque la siguiente parada en este viaje lisérgico que era el zoo comestible consistió en un tobogán de veinte metros para chiquillos por el que no pude evitar tirarme yo también y mi organismo estaba tan ocupado en la digestión del chocolate que no lo vio venir, pero lo que vino después me entró por los ojos como el anuncio de Fruitopía.

Y aquí es donde meto el inciso de turno porque vosotros y yo sabemos que no habéis pillado lo que acabo de decir y es una pena. A ver, resulta que en el noventa y cuatro Coca Cola empezó a comercializar en España la Fruitopía, un expermiento de bebidas con "sabor" a mezclas de frutas variadas que acabó siendo un puto fiasco porque, entre otros motivos, cada variedad de Fruitopía sabía más a mierda que la anterior. Dejando a un lado el producto en sí (y lo mal que sabía, insisto), lo más llamativo fue su campaña de márketing. Y es que Coca Cola anunció el anuncio. Me explico: en varias revistas (y creo que periódicos) un breve artículo publicitario recogía la fecha y hora exactas a las que las diferentes cadenas de televisión que por aquel entonces operaban en el país emitirían el spot dando a conocer la bebida (a eso de las diez de la noche, ojo. Prime time y tal). Además de dicho artículo, la revista (y creo que el periódico) de marras hacía entrega de unas gafitas de cartón con lentes de plástico que los espectadores debíamos usar para ver el anuncio, pues las lentes "intensificarían la experiencia" o algo así. 
Lo que pasaba en realidad es que el anuncio, aparte de dar un repelús que te cagas (y si no me creéis echad un ojo), contaba con mucho patrón caleidoscópico, y el efecto se acrecentaba un poquito tras el plástico de las "gafas", pues éste creaba un efecto de multiplicación por encima, por debajo y a los lados de la televisión, y parecía que varias televisiones apiladas emitían la misma imagen a la vez. 
Que no fue para tanto, en serio. De hecho, la frase que más se escuchó decir a los miembros de mi unidad familiar en el salón de casa (porque esa es otra, como aquello pintaba ser poco menos que el apocalipsis, abandonamos la cocina en la que habitualmente pasábamos ese rato del día para poder ver tal acontecimiento en la tele del comedor, que era mejor y más grande) mientras nos pasábamos las gafitas unos a otros para contemplar aquello fue "pues no es para tanto".

¿Ha quedado claro? Bien, pues ahora que os hacéis una idea del nivel de flipe que estaba experimentando (y de que probablemente tenga algún problema en la vista, pues lo de ver con ojos de caleidoscopio sólo tiene sentido en la canción Lucy in the Sky with Diamonds) podéis ver lo que yo vi:

Te cagas

La siguiente estación, una especie de anfiteatro donde, por lo visto, se proyectan vídeos y películas infantiles cuando hace mejor tiempo, contaba con multitud de cabezas de animales colocadas entre las gradas con la intención de, supongo, traumatizar a los chiquillos que allí se reúnen. Os pongo más ejemplos, pues le rogué a mi novia que recogiese un testimonio gráfico de aquello como si yo fuese Arturo Pérez-Reverte, ella fuese el cámara José Luis Márquez y aquel cada vez menos bucólico enclave fuese un pueblo de los Balcanes en plena Guerra de Bosnia:




Y entonces llegó el momento revelación de esta entrada. Esas cabezas de animales provocaron que en la alocada base de datos de recuerdos aleatorios que es mi memoria se agolpasen las búsquedas con una etiqueta concreta: Eurovisión. Y tuve que seleccionar entre todas ellas una en particular.

Veamos... Massiel cuando aún contaba con un hígado funcional... No. Los flecos de Salomé... Nope. Cliff Richards y su repelente Congratulations... Que no. Lydia cantando No quiero escuchar con ese horrendo vestido y llevándose one triste point... Niet. La frikada del Chikilicuatre... Joder, no. El Yuropslivinaselebreision de Rosadespaña cuya emisión me pilló así como que un poco fuera de sitio porque acababa de salir de una barra libre... Tampoco. El colgado aquél de la boina que alternaba una especie de música infantil y rock duro mientras se agarraba los huevos y hacía muecas y que, Dios sabe por qué, le hacía gracia a mi hermano... BINGO.

Recordé entonces que el esperpento recién localizado en mi memoria, aparte de por dos coristas que parecía que habían empezado a ensayar la canción la misma tarde de la actuación, estaba acompañado por varias siluetas que representaban animales antropomorfos tocando instrumentos, con cabezas DEMASIADO parecidas a las que me atormentaban en el anfiteatro del zoo comestible Zotter. En ese momento, intuyendo que una serendipia muy gorda estaba a punto de echárseme encima, agarré el móvil para buscar más detalles acerca del protagonista de la interpretación eurovisionera que acabo de describir de forma bastante pobre, y di con la clave:

"Alf Poier, artista y comediante nacido en la región austriaca de Estiria". Adivinad en qué región austriaca se encuentra la fábrica Zotter, amigos.

Las piezas del puzle encajaban perfectamente, y si uno se alejaba un par de pasos de aquel rompecabezas, podía ver que el mismo revelaba la frase que más veces me he repetido a mí mismo desde que llegué a este país:

Austria, no te entiendo


La verdad es que podría acabar aquí la entrada, pero aún me quedaban por descubrir varios detalles que causaron en mi ya de por sí maltratada mente varios episodios de estupefacción. Paso a describirlos rápidamente y lo dejamos por hoy, si os parece bien:

Un estanque en el que convivían de forma agresiva todo tipo de aves de corral con muy mala leche y que me hicieron temer por mi propia vida:



Un ternerillo monísimo que hace que desde entonces me sienta fatal conmigo mismo cada vez que me jalo una hamburguesa:



Diferentes juegos familiares cuya mecánica común consistía en lanzar BOTAS DE AGUA de una u otra forma:




Y, para terminar, un mirador desde el que poder contemplar todo el valle de forma magnífica, y desde el que, por querer contar con un colofón surrealista (y también un poquito por joder, todo sea dicho), hice una foto justo en la dirección contraria:



Eso es todo. Eso fue todo. Y ahora, a fregar la brita de los huevos.

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